Ducha
Ni fría, ni caliente, el agua cae a la temperatura justa, con ese azul templado que ilumina las buenas mañanas de primavera. El agua cae, y abraza la piel, y la ampara, y murmura algunas palabras tranquilizadoras en el oído, y pasa sus manos de dedos finos por la cabeza, y enreda el pelo, y recorre la espalda con una caricia firme y minuciosa, y poco a poco impone un ritmo de partitura lenta, de canción para bailar casi sin moverse, atendiendo a la humedad de los labios, a la entrega de los hombros, a la controlada agitación del pecho, al temblor tímido que baja por el vientre, las ingles y los muslos.
El agua se lleva hacia el desagüe esa memoria sucia de todo lo que ha sido hostilidad o va a ser incertidumbre. Sabe limpiar de un golpe la piel y la extensión del mundo, los rastros de la noche y las plazas veladas por la contaminación. Hay que alabar a los cielos, porque no siempre resultan así las cosas. Hay mañanas en las que parece imposible ajustar la temperatura, los grifos se envenenan, se complican en una desorientación redonda, en un círculo vicioso que gira de derecha a izquierda y va del frío hiriente a la sofocación agresiva de un infierno doméstico. Y no es extraño que en medio de las gotas indomables, que saltan sobre el corazón como una manada de caballos salvajes, surjan algunos accidentes coyunturales. Conozco la crueldad del bote de champú que se deja caer con una puntería miserable en la uña del dedo gordo de un pie o el patetismo del albornoz que rompe por fin la percha y agoniza empapado e inútil en el suelo. Por no hablar de los resbalones pantanosos...
Pero esta mañana no es así, y la suerte corre como el agua a mi favor. La piel, el corazón, el albornoz, las zapatillas, la cafetera y el cielo azul están en su sitio. Durante mucho tiempo los estados de ánimo del poeta se enredaron en los paisajes y los ciclos de la Naturaleza, que era sensible como una adolescente a la intención del ojo que la mira. Después de una catástrofe amorosa, los árboles dejaban llorar sus ramas sobre la depresión de los campos y el ganado pacía sin ganas la hierba de la tristeza. Hoy resulta más común que los paisajes domésticos se adelanten y ordenen la rutina según los misterios del alma. El panteísmo se ha privatizado para adaptarse a las dimensiones de una casa. La persiana, las ropas en el suelo, la puerta del baño, el espejo y el agua de la ducha son asunto del alma.
Y la ducha de esta mañana cae sobre el desnudo de la primera persona del singular, sobre un yo que se hace vida por delante, esperanza y sosiego. Las cosas respiran en su sitio, esconden un alma tranquila, y la primera persona del singular, bajo el abrigo líquido de la ducha, llega a unir su esencia y su existencia en una absoluta complicidad con el ser. Soy el que soy, y no necesito sentirme de otra manera, y no tengo más necesidad que el abandonarme a las sensaciones de la piel, y me basta con dejar que el agua se lleve las viejas crispaciones, la indignación repentina, los complejos, los malos ratos acumulados.
Dios es esta mañana la templanza hecha carne, mientras el champú mantiene el equilibrio, y el albornoz permanece seco y dispuesto sobre la percha, y el agua me abraza y me disuelve como un terrón de azúcar en una taza de café caliente. La buena ducha es sólo el adelanto del buen desayuno, del buen saludo del portero de casa, de la buena plaza, de la buena mañana, del buen azul de un cielo primaveral, del buen quiosco de prensa, de las buenas noticias...
Lástima que Dios no exista, y que no baste privatizar su plenitud con una buena ducha. Los zapatos de nuestra divinidad precaria tardan poco en pasar por delante de un vertedero. Es el templo de las cosas rotas del mundo.