Los carnés

El cielo de agosto, azul y bien doblado, se escondió por fin en los cajones de la ciudad. Septiembre cae poco a poco sobre las oficinas, las cafeterías con rumor de saludos, los preparativos escolares y los ciudadanos con buenos propósitos, que guardan también en el bolsillo un estuche de lápices de colores para dibujar sus deseos. El azul del cielo de septiembre es infantil. Parece que tiene toda la vida por delante.

Esta esperanza de aprovechar el nuevo curso para aprender idiomas, o dejar de fumar, o disciplinarse en el gimnasio, suele durar en el corazón lo que tarda en llegar el mes de octubre. Pero no importa, las mentiras piadosas cumplen su tarea, cualquier excusa sirve, hay que automedicarse para comenzar de nuevo, soportar las primeras reuniones de trabajo y hacer frente a la ideología dogmática de las agendas. El bálsamo de las viejas aficiones presta también un servicio considerable. Las tardes de póquer, el comienzo de la Liga de fútbol, el coleccionismo de locuras o las enfermedades crónicas, ofrecen una compañía leal en semanas melancólicas. Confieso que el amor a la política es lo que me alegra a mí el mes de septiembre.

Nada puede animarme más que un curso político bien cargado. No existe mejor tónico que un cóctel elaborado, por ejemplo, con una discusión sobre la identidad, una llamada de atención sobre la usura de los banqueros, una campaña electoral en el horizonte, algunas medidas para resolver el drama de los cayucos y los mares carnívoros, y las rabietas de una Iglesia dispuesta a mentir y a salir en manifestación para proteger sus injustificables privilegios decimonónicos. No te metas en política, me decía mi madre en los últimos años de la dictadura franquista, pero no le hice caso, y aquí estoy, iniciando un septiembre democrático más, dispuesto a leer los periódicos, a oír los noticiarios, a opinar, a reírme, a criticar, a escribir, a discutir, sin que se haya cumplido ninguna de las catástrofes que vaticinaban los enemigos de la política.

El orgullo democrático debería implicar un coraje público, la valentía de aprobar o derogar leyes para responder a las demandas de los ciudadanos. Por eso no debe confundirse la calma con un tiempo de ojos cerrados, en el que la vida oficial se pudra y se aleje de la realidad. La normalidad democrática resulta inseparable de la agitación cívica, del deseo de asumir responsabilidades y confrontar puntos de vista. La crispación no la provocan los debates, sino los insultos y las calumnias. Nos acostumbramos a la furia, a opinar con miedo o de forma despectiva sobre los demás. Pero también nos acostumbramos a la mansedumbre, porque desplazamos hacia los demás la queja que no sabemos plantearle al poder. Quien de verdad decide nuestras carencias queda al margen de nuestra rebeldía. Vivimos así en una mansedumbre furiosa.

El descrédito de la política refleja el empobrecimiento de las reglas públicas que deben controlar la avaricia de los especuladores y la mala opinión que algunos ciudadanos tienen de sí mismos. Dicen que la política es corrupta, porque opinan que la condición humana es corrupta. Dicen que la política es mentirosa, porque suponen que las verdades privadas desembocan en una mentira pública. Pero si uno acude a los espejos del cuarto de baño con la ilusión anual de los buenos propósitos y quiere aprovechar el mes de septiembre para mejorar y cambiar de vida, tal vez descubra en sí mismo que hay una posibilidad cívica al margen de la corrupción y la mentira, y que la política nació para aprovechar esa posibilidad, ordenando la convivencia al margen de las pistolas y del terror.

No te metas en política, aconsejan con voz celestial los que consideran que un ciudadano mancha con sus opiniones los espacios públicos. Es también el consejo de los que tienen interés en que nada cambie, partidarios solapados de la ley selvática del más fuerte. El poder aprovecha los ámbitos científicos y sentimentales en los que está mal visto hablar de política, ya sea una cama de matrimonio o un paraíso fiscal.

Espero divertirme mucho este año. Ya no estamos en 1936. Los insultos y las calumnias ya no son tan graves, y se pueden soportar de otra manera. Han pasado los tiempos del miedo militar, en los que algunas campañas contra la política servían para conspirar a favor de los golpistas. El ataque llega ahora por otros frentes. El descrédito sólo provoca desinterés, el estribillo del todos son iguales, el abstencionismo, la precariedad y los buenos resultados en los saldos internacionales de las petroleras, una inercia sin duda molesta, pero mucho más llevadera que un pelotón de fusilamiento. No se meta usted en política, fue uno de los consejos favoritos de Franco. Por eso hay que seguir dándole las gracias a los que se metieron en política para imaginar una España más libre, hecha con palabras y con leyes. Uno de los licores que no debe faltar en el cóctel político de este año es el ejercicio de la memoria histórica, el deseo de honrar a los ciudadanos que se comprometieron en la defensa de la II República y en la lucha contra la dictadura.

Pero lo que más me divierte es repetir, ante los catastrofistas y los calumniadores, que nos ha ido bastante bien con la política, pese a sus esfuerzos por desacreditarla. Vivimos mejor, somos más libres y todo lo que conseguimos a través de los debates parlamentarios, por muy crispados que lleguen a ser, pasa enseguida al dominio común. Muchas de las conciencias compungidas que clamaron contra los efectos perniciosos de una ley de divorcio son ya clientes asiduos de los juzgados de familia. Así que me doy ánimo, y me preparo a vivir con orgullo y con coraje el curso político que se avecina. Sé que el descrédito de la política pretende marcar a fuego lento el declive de la comunidad.

Se lo repito a los carnés viejos y nuevos que guardo en el cajón de mi escritorio. Con alguna frecuencia, en medio de las desilusiones, ellos me sugieren compungidos que no me meta en política. Yo los calmo, les aseguro que no son culpables, que nunca me han quitado ni una gota de independencia, que vincularse con los demás no significa renunciar a uno mismo, sino asumir que la historia es un perpetuo mes de septiembre, un curso que comienza, una conversación que merece la pena mantener con los demás. Hace años descubrí que para participar en proyectos colectivos conviene aprender a quedarse solo. No tengo fe ciega en nada. Por eso mis carnés son más que nada una respuesta al sectarismo de los que no quieren vincularse y viven el dogma multitudinario de la renuncia, el cinismo o el desinterés. La política está tan humillada que se olvida con frecuencia de todo lo que ha conseguido.