El libro

¿Qué libro se llevaría usted a una isla desierta? Suelen hacer esta pregunta los que intentan definirnos a través de nuestras lecturas. Y se equivocan de pregunta, porque sería mucho más interesante conocer el libro que nunca sacaríamos de nuestra casa. Lo de la isla desierta pertenece a ese tipo de interrogaciones que invitan a la mentira, porque quien la formula sólo se merece que intentemos quedar bien y digamos aquello que pretende oír.

Hay títulos suficientes para contentar a los listos y a los tontos, a los buscadores de extrañezas y a los partidarios de la obviedad, a los que necesitan complicidades o a los que se divierten en las batallas. Luego, si las cosas van mejor, siempre hay ocasiones para explicarnos. A los lectores no nos gustan las islas desiertas, ni los libros solitarios, sino nuestra casa, la butaca de nuestra casa rodeada de libros y de tiempo, y el saber que mañana será otro día, y otra historia, y otra oportunidad para leer en la cama. Desconfío de la gente que lee en el autobús o en el metro tanto como de los visitantes que se presentan en casa sin avisar y me sorprenden con un libro en las manos. Los libros no sirven para matar el tiempo, sino para revivirlo, para hacerlo nuestro, para invitar al tiempo a nuestra casa, y servirle una copa, y recordar desde allí que hay islas desiertas o multitudes en Nueva York. Del mismo modo que los burgueses decentes tenían la costumbre de poner casa a sus queridas, el lector apasionado le pone casa al tiempo.

Por eso nos define mucho mejor el libro que nunca prestaríamos o que nunca sacaríamos de nuestra casa. Los amigos olvidadizos, los aviones, los trenes, las cafeterías, son un saco sin fondo en el que desaparecen los objetos perdidos. Y hay libros que uno no puede perder, porque están en nuestra vida como una alianza en el dedo de un buen marido, o como una foto de boda en el dormitorio de nuestros padres.

Las cosas sirven para clavar el tiempo en un espacio particular, y el libro que nunca debe salir a la calle permite que el lector disponga de una alternativa digna al ajuar de la novia, a las fotos de boda, a los muñecos de Primera Comunión y a los calendarios con paisaje. El libro que yo no dejo salir de mi casa se titula Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Se trata de un ejemplar en tela roja, maltratado por los años y por el uso familiar. Con la voz teatral que se merecen los grandes sentimientos y las mañanas de domingo, a mi padre le gustaba leer en alto las leyendas de Zorrilla, los romances del Duque de Rivas, las canciones de Espronceda y los pequeños e interminables poemas de Campoamor.

Mi padre sabía crear efectos, se ponía en mi lugar con su lentitud, sus pausas, sus matices dramáticos y sus encabalgamientos. Cuidaba de mí como oyente, para que yo me pusiese en el lugar de un pirata, de un castellano leal o de unos enamorados perseguidos por la distancia y la muerte. Así paseaba de su mano por la rebeldía, la nostalgia y los sentimientos que saltaban de los autores a los versos, para rebotar en la voz de mi padre y caer en mi propia vida. Aprendía de mí mismo al ponerme en el lugar de los otros. Eso es lo que hacemos al cuidarnos.

Contamos con toda la vida para aprender muchas cosas. Pero hay cosas que sólo se viven y se aprenden en la infancia. La emoción de las primeras ficciones, los descubrimientos inocentes de la rebeldía, de la libertad, de la compasión, del amor en forma de libro, sólo se viven de niño. No hay estación de metro capaz de llenar el hueco que deja un dormitorio infantil o adolescente con la luz encendida. Las mil mejores poesías de la lengua castellana cumplieron conmigo el papel que suelen representar en otras infancias las novelas de aventuras. Cuando me fui de casa de mis padres, robé el ejemplar. Era una forma de ponerle casa a mi tiempo.