El aprecio de las cosas
Los banqueros cuentan sus beneficios, los políticos sus votos y los poetas sus cosas. Cuentan y recuentan las cosas en las que se quedó enredada su vida. En los días de meditación y soledad, de vagabundeo doméstico, tomo conciencia de que tengo la casa llena de cosas. No se trata exactamente de que me importe tirar cosas, sino de que tengo inclinación a conservar las cosas que son mi casa. Para no confundir una fiesta con un acto de barbarie, conviene pensar lo que se desecha cuando se tira la casa por la ventana. Las cosas con capacidad de convertirse en un recuerdo suponen el deseo personal de atender a la vida, de vivir con atención, con amor. Pongo tanta atención cuando te beso, escribió el poeta Ángel González. El amor tiene mala fama entre los inquisidores y los tribunales literarios, se le condena al calabozo de la decencia, o al folletín y a la cursilería, porque un enamorado, alguien con capacidad de mirar atentamente al otro, es menos dócil, más peligroso que un conspirador profesional. Los enamorados ponen mucha atención cuando se besan, y los que viven con mucha atención, con mucho amor por la vida, suelen llenar sus habitaciones de cosas.
Las cosas son vigilantes del recuerdo. Limpiarle el polvo a las cosas, a las viejas cosas con vida nueva, implica una lealtad, una lucha contra lo perecedero, una oposición sentimental a las carencias del mundo. Las cosas tienen un precio en los mostradores de las grandes superficies. En los cajones o en las estanterías de las casas, suponen un aprecio, un modo de resistir ante la prisa del pasado irremediable. Se paga por comprar y tirar, sobre todo por tirar las cosas, un poder que nos convence de que el mundo está vacío, de que existir es un ejercicio permanente e insaciable destinado a devorar el vacío. Por nuestros cubos de basura se van las botellas, las latas, los cartones, los plásticos, los restos del banquete. Por esos mismos cubos de basura se van también los días, los paisajes, las ciudades de la infancia, las playas, y los miserables que llegan en patera a nuestras costas, tragados por los grandes contenedores de la historia. Son una cifra humana tan calculada como los beneficios del banquero. Al pasar la banca, me dijo el banquero..., podría decir una nueva canción. El precio de las cosas tiene que ver con el hambre insaciable de un mundo vacío. El aprecio de las cosas habla de un mundo lleno, con dolor y amor propio, donde la vida cuenta, donde la vida cuenta con atención sus cosas.
Las cosas son un relato, un curso abreviado de filosofía, una forma de cuidado. La vida se enreda en su paciencia para dejarse mirar, y la voluntad de convivir provoca un conocimiento íntimo, una posesión amorosa en la que uno acaba siendo la cosa de sus cosas. Manías, ilusiones, antiguas debilidades, fechas y viajes, todo permanece en las cosas, que dan testimonio y guardan memoria amarga o feliz de nosotros. Las cosas son objetos con los que convivimos, nos conocen y sirven para conocernos, forman un curriculum íntimo, una versión humana de los antecedentes penales. Las penas y las dichas van por dentro de las cosas. Cuando se les cruzan los cables a los recuerdos y quieren ponerle precio a la vida en venta, conviene tener la ayuda de las cosas, su mirada vigilante. Los años pasan factura, imponen un modo de entender el tiempo que conviene ajustar con la ayuda del aprecio a las cosas, una herencia que somos capaces de dejarnos a nosotros mismos.
El mercado fija, como el tiempo, el precio de las cosas. Nosotros fundamos el aprecio de aquello junto a lo que vivimos y amamos. Tenemos los días contados y las cosas contadas. El banquero cuenta sus beneficios y el político sus votos. En los sábados de reflexión, con esa capacidad de amor que sólo tienen los solitarios, necesito contar y recontar mis cosas. No pierdo el tiempo, me pierdo en el tiempo de mis habitaciones. Me reconozco en lo que soy, sin someterme a los resultados inmediatos de mí mismo. Vagabundeo por la casa y miro la carta infantil, el paquete de tabaco de mi padre, el primer disco, las fotografías de juventud, los carnés, la bufanda tricolor, la Torre Eiffel de mi primer viaje a París, la corbata de Alberti, los libros dedicados, los cuadernos antiguos, las fotografías en las que me siento una cosa más en los brazos del pasado, los dibujos infantiles de mis hijos, mis pegatinas pacifistas del año 86... ¿Se trata de un museo? No, se trata de un paisaje.