El vaso azul

Hay gustos para todo. Hay distancias para todo. Nos pasamos buena parte de la vida alejándonos en los almanaques y en los mapas de las cosas que nos hacen por dentro. La lejanía es una de las principales cuerdas que sostienen nuestra manera de ser. La memoria se llena de ritos, detalles magnificados, insistencias, porque necesitamos alargar esa cuerda y sentirnos leales al viajero que dijo adiós en una habitación de hotel, o se tomó el último café con un amigo, o se despidió de una ciudad a la orilla de un río, cuando las últimas palabras de la conversación y las primeras ventanas del anochecer se reflejaban en las aguas del tiempo.

Los años pasan, erosionan los muros, se llevan cuerpos, monumentos pesados, agendas cargadas de obligaciones, acontecimientos solemnes. Y, mientras, quedan flotando algunos detalles frágiles, como el vaso azul que me regaló mi amigo Rahim. Pero se va a romper en la maleta, le dije, procurando evitar su compra. Qué iba a hacer yo con una cerámica vidriada, repleta de atauriques y filigranas de oro, muy al sur de mis gustos del sur. Pero las cosas y las personas llegan a nosotros en las manos seguras de la casualidad. No conviene ser inflexibles, debemos dejar que la vida haga su propia colección, juntando las casualidades y nuestros gustos.

Rahim fue el encargado de acompañarme durante la semana que estuve en Bagdad y en Babilonia, a finales de los años ochenta, como invitado a un festival de poesía. Bagdad y Babilonia eran dos palabras legendarias, desbordadas por un presente sin mucha delicadeza. Menos antiguos palacios y mezquitas monumentales, había de todo en sus calles: un dictador muy fotografiado, mucho whisky en la cafetería del hotel y en los restaurantes, mujeres que vivían con libertad, hábitos occidentales en las tiendas y un hormiguero de gente que intentaba sobrevivir en medio de los semáforos, los tenderetes, las chilabas y la política internacional. Todo parecía muy sólido, y mi vaso azul iba a romperse en la maleta.

Se acabaron los ochenta, llegó 1991 con sus inviernos, empezaron a caer las bombas sobre Bagdad. La muerte acumuló trabajo en los primeros años del siglo XXI, y la ciudad se convirtió en un paisaje desolado de humos, casas en ruina, escombros y cadáveres. Ha desaparecido todo, menos la gente que mata o que sufre, las aguas del río Tigris, mucho más asustadas que antes, y el vaso azul de Rahim, que vigila con sus filigranas de oro desde una estantería de mi casa. Cuando estalló la primera Guerra del Golfo intenté informarme del destino de Rahim, pues nos habíamos hecho muy amigos en las calles de Bagdad, y de la suerte de Teresa, con la que había paseado junto a las orillas del río. Fue imposible encontrar sus rastros humanos debajo de los humos, de las desolaciones polvorientas.

Como me gusta sostener la cuerda de la lejanía y procuro ser leal a mis recuerdos, la memoria se me llena de ritos. Desde entonces, tengo la costumbre de cortar un pequeño pico de la página del periódico donde leo noticias de la barbarie, y lo echo dentro del vaso de Rahim. Empecé con los desastres de Irak, pero luego amplié mi homenaje de papel a todos los rincones del mundo en los que la violencia hace saltar por los aires los paseos de la gente en las orillas de la vida. Se trata de una cursilería, ya lo sé. Pero lo cuento porque me emociona la fragilidad del vaso azul, humilde, feo, sentimental, dispuesto a sobrevivir en las tormentas del tiempo, igual que la dignidad humana sobrevive en medio de la barbarie. Lo cuento porque ayer un pico colmó el vaso y decidí quemar el contenido amargo de estos años de historia para empezar de nuevo. Temblaron en el fuego nombres propios, ciudades, países, fronteras, campos de refugiados, aeropuertos, embajadas, domicilios particulares, ojos de niño, humillaciones de mujer y muchas palabras escritas para explicar que asesinamos porque somos asesinos y nos dolemos porque tenemos sentimientos. Es una cursilería, ya lo sé, pero esta mañana, después de la ceniza, he empezado de nuevo.