La cama

Para escribir sobre la cama conviene darse una ducha fría. Es mejor acercarse a los asuntos escabrosos con la temperatura desapasionada del pensamiento calculador. Porque parece mentira la de vueltas que hemos dado en la cama a lo largo de la historia, sin pegar un ojo, sorprendidos una y otra vez por la tormenta de culpas, teorías, mandamientos, frustraciones, complejos, pecados, odios, envidias y pasmos que caben entre dos sábanas, o entre dos mesas de noche, o entre un corazón y una cabeza.

Nuestra cama es ese lugar intranquilo al que casi nadie quiere acompañarnos con su cuerpo. Pero cuando llegamos está siempre ocupada por las almas de un centenar de obispos, censores, puritanos, psicoanalistas, portavoces de lo políticamente correcto, sexólogos, intelectuales de la estima personal y recriminadores de la vida cotidiana. Qué ganas de complicarnos la existencia con las hogueras del infierno o con los manuales de la sexualidad entendida como ciencia exacta. Uno hace lo que quiere, o lo que puede, y resulta muy incómodo que aparezca un obispo con su dedo admonitorio cuando decidimos aventurarnos a lo que queremos, o el sexólogo con su libreta de calificaciones, cuando terminamos de hacer lo que podemos.

Las cámaras de seguridad vigilan las cuevas de nuestras imaginaciones y nuestras realidades. Como ninguna plaza es más pública que una intimidad perseguida, debajo de la almohada se esconden los catecismos del amor reaccionario, progresista, católico, laico, machista, feminista, español, europeo, para explicarnos los efectos de nuestro imperativo corporal. El caso es hacer negocios con la culpa, que hoy parece unida de forma inevitable con el tanto por ciento y el ahorro. Los excesos y las deudas son extremos de una contabilidad difícil.

Cansado de todos los profetas, aprecio cada día más los matices no sexuales de la cama. Me gusta irme a la cama para escuchar la radio y quedarme dormido, soñando con los angelitos, en medio de una proclama de la Conferencia Episcopal. Me gusta despertarme a lo largo de la noche, tantear a mi alrededor, encontrar el libro, encender la luz y dejar que pase el tiempo en amistad con mis autores preferidos. Me gusta levantarme, abrir las ventanas y hacer la cama. Una cama bien hecha, con las sábanas estiradas, limpias, y la almohada mullida, simboliza todo lo contrario que el desgobierno de la historia contemporánea, que es un lecho de basura. La cama que acaba de despertarse, ya remetida por los pies y con el embozo alegre, supone el mejor manual de autoayuda para el ciudadano pecador, acostumbrado durante años a acostarse muy tarde, pisando la raya dudosa de los despertadores y los horarios laborales.

No tengo voluntad de renunciar, sino de encajar las horas, empezando la noche un poco antes. Y no pretendo aceptar las ventajas del voto de castidad, sino consolarme de la obsesión de los obispos y los ideólogos contra la cama libre, buscando alternativas sexuales en otros lugares de la casa menos vigilados, como la cocina, el comedor, el cuarto de baño o el balcón. Estoy de nuevo dispuesto a jugar al escondite. El arte de envejecer consiste, o puede consistir, en hacerse más prudente a la hora de la bebida y en recuperar la impertinencia juvenil en cuestiones de cama. Es decir, en convertir la casa y la ciudad en una extensa cama sin sábanas, con los cuerpos entregados al hermoso secreto de los descuidos y los lugares públicos. Cuando hemos utilizado bien el asiento de un coche o la butaca del comedor, se puede ir a la cama con la intención de escuchar la radio.

Quizá sólo se trate de que me estoy convirtiendo en un viejo verde. Como decía Bergamín, se tarda toda una vida en conseguirlo.