La fotografía

No sé exactamente el año de la fotografía, pero es menos antigua de lo que parece. Me había dado entonces por ponerme una vieja gabardina de mi padre, así que la memoria juega con los ojos y voy caminando por una calle a mitad de los años setenta bajo un aspecto casi de posguerra alegre. Más que un aire de juventud trasnochada, sale de la fotografía una emoción de pasado rejuvenecido. Estamos hechos de tiempo, y las mentiras del recuerdo dan de nosotros una definición en blanco y negro mucho más sincera que las certezas naturalistas.

Estoy en medio de una manifestación, rodeado de amigos que avanzan con paso firme hacia la esquina de la incertidumbre. No recuerdo la ocasión con creta, pero no es difícil situar la música de la época, el rumor de los aplausos, los gritos, los estribillos de la libertad y los comentarios de Mariano. Ir hacia delante supone escoger un pasado, una tradición que se hace, como el camino, paso a paso. A la mitología de los antepasados se llega gracias al ejemplo de los hermanos mayores. En el aire fotográfico de la manifestación, mi juventud busca el tiempo civil de la República, el nombre de los escritores y de los políticos que habitaron las calles del primer tercio del siglo XX. Pero esa historia me rodea vestida de hermano mayor, con la chaqueta y la barba de Mariano Maresca, que marca el paso, aunque nunca le ha gustado mucho andar. Va entre Juan Vicia y yo, seguramente comentando bajo el griterío un poema de Cernuda, o una novela de Marsé, o la película de Pasolini que acaba de ver en Italia.

Mariano está siempre volviendo de Italia, aunque en la maleta lleve un libro francés o una ópera alemana. Hay muchas maneras de llegar a una manifestación. Por ejemplo, es posible que acudiéramos aquella tarde a la cita, saliendo a la hora prevista de casa de Mariano, después de discutir de forma apasionada sobre músicas, películas y libros que enseñan a decir la verdad. Ser joven en los años setenta era recoger la herencia de los que se empeñaban en decir la verdad en las calles, porque la historia no es como el tiempo, no sabe definirnos de verdad con las mentiras del recuerdo.

Ser joven significaba militar en las asignaturas pendientes de España, admitir una sobrecarga de maestros derrotados y de hermanos mayores. Estudiar, beber, aplaudir en un teatro, hablar de amor, viajar, eran extensiones de la política. Las encuestas dicen que los jóvenes de hoy desprecian a los políticos. Mi asombro no llega del hombre maduro, sino del joven que camina en manifestación dentro de una fotografía. El hombre maduro sabe que son otros los códigos, que la juventud española ya no soporta en los hombros el peso de las ilusiones fracasadas, que la nueva sociedad facilita otras formas de compromiso, otros modos de subir a una casa o de bajar a la calle. Es el joven de la fotografía de los años setenta, envuelto en la gabardina de su padre, el que se siente sorprendido ante las sospechas que provoca la política.

Por eso resulta conveniente un doble esfuerzo a la hora de envejecer sin locuras. Tan importante es respetar los nuevos lugares, como mantenerse fiel a la sinceridad de las viejas fotografías. Yo sigo caminando, junto a Mariano y a Juan, en esa fotografía enmarcada, una fotografía de jóvenes que recorren el mundo en la pared del despacho de una persona mayor.