Las flores

Durante todo el año se dejan tareas para el verano. Los equipajes son una mezcla de vida cotidiana y de buenos propósitos, de ropa corriente y de ilusiones que se cuidan como los trajes de fiesta. Cuando la vida era más difícil en Andalucía, se mimaba con especial amor la ropa de los domingos. Había pantalones, zapatos y chaquetas de domingo. Como ahora los agobios y los sueldos ya no son semanales, la ilusión juega en distancias más largas, y las intenciones nobles se confían al verano.

En una bolsa de viaje están ya guardados los libros que durante los lunes tristes se dejaron para el mes de julio o de agosto. Ensayos, novelas de muchas páginas, poemas que se quieren releer, han guardado su sitio en la cola del buen tiempo, de los días de sol y de ocio, de las mañanas sin urgencias. Junto a la ropa interior, los bañadores y las camisas, los buenos propósitos llenan las maletas de los veraneantes que se acercan a las playas del Sur. Con olor a dentífrico, aparece la idea de las caminatas por la playa. El médico ha insistido mucho en que no hay mejor remedio para la hipertensión que la costumbre de andar. Pero la ciudad resulta hostil, contaminada y triste. No dudamos en dejar el ejercicio saludable al cuidado del verano. La comida con sal es peligrosa para el corazón, pero hemos esperado a la sal del mar para tomarnos en serio la disciplina de la buena alimentación. Un curso pactado de cocina particular se cuela entre las camisetas, que ya sueñan con una piel bronceada y unos kilos de menos.

También están ahí los cuadernos de matemáticas de la niña. Tengo una conversación pendiente con Elisa, que no acaba de entenderse con los números y se hunde todavía en la marea de las divisiones sin agarrarse a la tabla de multiplicar. Voy a hablar con ella en cuanto lleguemos a Rota, para valorar entre los dos qué significan las palabras suspenso, aprobado, fracaso, éxito y responsabilidad. Tengo cuestiones pendientes con todos los miembros de la familia, con la gente que más quiero, sobre los asuntos que más me importan. Pero dejé las cosas para el mes de julio, a la espera de que las conversaciones tuviesen palabras azules y labios de arena.

Da miedo pensar que vivimos once meses del año dejando las cosas importantes para el verano. Los días de trabajo se van por el torbellino de las obligaciones, las prisas, las mezquindades, la puntualidad. Damos por supuesto que el tiempo no nos pertenece y nos quedamos sin una hora para mantener una conversación de amor, o de amistad. Los hijos crecen, los sentimientos pasan, los problemas envejecen, los resultados son incorrectos, y todo lo que consideramos importante queda en espera, guardando la cola de las ilusiones del verano. Pero una rebeldía íntima se niega a renunciar al mes de diciembre, o a las lluvias de febrero, o a las hojas amarillas de noviembre. Me gusta tener flores en la casa, porque me contagian la idea de que es oro azul todo lo que reluce y que cualquier mes del año puede vivirse con la intensidad del verano.

Cuido las azaleas bajo la ilusión de quien piensa que las realidades transitorias son la única apuesta de nuestra vida a largo plazo. Tampoco resulta suficiente. Miro el equipaje del verano, y mientras cargo el coche siento la necesidad de buscar huecos en cualquier estación del año. Los sentimientos, las matemáticas de los hijos, las lecturas, los recuerdos familiares, las tardes de amor o de amistad, no son el adorno de nuestro ocio, sino la raíz más noble de la vida. No hay nada que dure, que sea eterno, sólido como un dogma. Los días se llevan el amor con el mismo vértigo que las reuniones de trabajo, los compromisos o las noticias. Y nada nos hace más dignos que el amor, no sólo gracias al que sentimos por los demás, sino al que los demás sienten por nosotros.

Entre zapatos y libros, objetos de aseo y pantalones vaqueros, el propósito veraniego más razonable que se infiltra en la maleta es el deseo de negociar con mi próximo invierno. Hay que tomarse con más serenidad las aceras del otoño, los amaneceres fríos del trabajo cotidiano.