Despertador
La palabra amanecer es poco fiable. Si abrimos la puerta, sale corriendo y puede acabar en cualquier himno. El sentido simbólico del amanecer se ha hecho demasiado engreído, con esa mezcla de solemnidad e hipocresía que le lleva a sentirse como pez en el agua cuando entra en un salmo de maitines o en una canción patriótica. Cantados a coro, hay amaneceres que convierten las plazas en una taberna de borrachos. Son un reclamo para que empiece a llover oscuridad.
Los partidarios del compromiso con la vida debemos buscarnos otra palabra, un término que ponga las cosas en su sitio. Habitamos un mundo que sólo permite el optimismo como actitud moral, como esfuerzo diario, sin ningún atisbo de ingenuidad, celebración o fe dogmática. Hay que cuidarse del regodeo lírico del alba, de las exaltaciones políticas de la aurora, de las cursilerías envueltas en albor, de la renuncia que los cínicos o los derrotistas asumen en la épica de la madrugada. Conviene un pacto con la vida que pase de las palabras a los hechos, y que permita seguir trabajando, incordiando, opinando en la realidad.
Soy cada vez más partidario de la palabra despertador, que tiene poco prestigio en el mundo azucarado de los himnos, pero que acompaña y vigila mis sueños con una voluntad pertinaz en el ajuste de los horarios. Ahí está, en la mesilla de noche, con el parpadeo discreto de sus números rojos, que son tanto una factura pendiente como un ideario moral. Mi despertador no es una rosa, ni una paloma, ni un burro blando, casi de algodón, ni una bandera al viento, ni una sonrisa con dientes como perlas, sino un artificio. También los artificios pueden alcanzar un valor simbólico más allá de las identidades y de la naturaleza santificada. Mi despertador es una máquina negra, con su botón para la alarma, su dial para la radio y su obligación de hacer compatibles los sueños con el horario laboral.
El despertador tiene encerrada en su despensa una muchedumbre de amaneceres, rayas de luz y horizontes. Lo que ocurre es que no se deja engañar por las apariencias, y somete la claridad a la vida cotidiana. El futuro no supone para él una promesa bucólica, ni un lugar de perfección, sino la exigencia diaria de buscar las horas y los minutos. En los amaneceres del despertador no hay himnos, porque todo el espacio está ocupado por la necesidad resacosa o fatigada de dejar las sábanas y poner el pie en el suelo para seguir adelante. Más que a la ceguera del vencedor, los despertadores nos acercan a los ojos legañosos de los supervivientes, a las decisiones íntimas de salir de la cama y conversar con el día, con las noticias del mundo, con los trabajos y las penas.
Aquellos que pueden olvidarse de la noche no necesitan despertador. Pero los buenos propósitos son frágiles como el paraíso, se llenan de aristas e imperfecciones, y hasta los que queremos llegar pronto a la cama estamos condenados a la impuntualidad. El despertador resulta una máquina imprescindible para los que deciden vivir en el día sin renunciar a la última copa, a las tinieblas de la existencia, a los personajes que brotan de la oscuridad como una confesión en la voz de un amigo.
Tampoco está de más recordar que los despertadores contienen desde antiguo una dimensión humana muy utilizada por la literatura en momentos de particular alegría. Despertador es el vigilante que avisa de la llegada del alba, el padre o el marido. Despertador es el labio que te devuelve a la vida en medio de la noche para hacer el amor. Despertador es el maestro que te invita a abrir los ojos y a descubrir los pliegues de la realidad. Despertador es aquello que alcanza nuestros sentimientos y desata nuestros sentidos.