El disco

Así es, los recuerdos nos atan al futuro, porque sólo la memoria tiene capacidad para hacerse presente y negociar con nuestros zapatos. Cuando vigilamos el pasado con un ojo, el otro no se duerme y mira hacia el porvenir. Todo regreso es una justificación de lo que está por delante, de lo que nos define y nos interroga desde el tiempo que aún no hemos vivido. Los fantasmas más peligrosos no habitan en el castillo del pasado, sino en la intemperie de un mañana sin ayer, de un futuro que se condena a vivir sin memoria. Recordar es como atarse los zapatos al inicio de un camino, y cualquier día, por viejo que sea, es un camino.

Los fetiches del recuerdo son la única compañía sólida cada vez que nos encontramos con las páginas en blanco de la mañana, con ese vértigo que sienten los que amanecen, se levantan, se visten y necesitan tener la vida por delante. Siempre he admirado a las personas que saben morirse de viejas, en su cama y con toda la vida por delante. El optimismo sólo puede mantenerse gracias a la lealtad que merece el pasado. Los recuerdos de andar por casa nos permiten salir a la calle con cierta tranquilidad.

Conservo el primer disco que compré, que es también la primera cosa mía que compré. Los caramelos y los juguetes pertenecen más a nuestra infancia que a nosotros mismos, son en realidad un patrimonio de nuestros padres, una felicidad heredada. No niego el valor de la infancia, pero me parece que sólo se puede medir cuando desemboca en esa batalla dura que somos nosotros. Empecé a ser yo dentro de algunos libros y también dentro de un mes de diciembre, una tarde en la que tuve la suerte de que mis abuelos apareciesen sin regalo en la fiesta de mi noveno cumpleaños. Solucionaron el problema con una alegría en metálico, y yo me compré a la mañana siguiente un disco de Serrat. No fue un capricho de niño raro. Es que mi madre era muy partidaria de Julio Iglesias y mi padre un decidido defensor de Raphael, y yo, obligado a escoger entre los dos, me encontré de pronto con la posibilidad de salir corriendo, gracias a un cantautor catalán que había puesto música a los versos de un poeta sevillano. Lo había oído en la clase de literatura de un profesor que supo compensarme con aquel disco de muchas horas de frío y de la monotonía de la lluvia en la ventana. Nuestros destinos dependen con frecuencia de algunas decisiones casuales que toman los demás.

Conservo el disco, como conservo la imagen del niño que oyó hablar en el colegio de Antonio Machado y quiso oír sus Cantares y su Saeta en la voz de Serrat. Las cosas sirven a veces para materializar aquello que no está fuera, sino dentro de nosotros. Desde que oí aquel disco, fui haciéndome como soy, con una felicidad mía, con un dolor propio, con el patrimonio de mis sentimientos, como un golpe de dudas o de dados que no pretende abolir ningún azar, pero intenta saltárselo para que todo termine bien y con las cifras adecuadas. Debajo de mis opiniones más sensatas, se esconde el joven que sabe correr más que la policía y que aprendió a vivir al ritmo de una guitarra y de unas cuantas palabras verdaderas. No debemos perderle nunca el respeto al adolescente que fuimos, ni reírnos demasiado de su voluntarismo utópico.

La lucidez no puede convertirse en una traición; es, si acaso, la búsqueda de un domicilio nuevo para nuestras pasiones, una casa más amueblada, con ascensor y calefacción, muchas comodidades y algunos recuerdos elegidos. Estaba yo un día escribiendo en mi casa, más atrapado que nunca en los afanes impuros de la existencia, cuando sonó el teléfono. Era Joan Manuel Serrat, había musicado un poema mío, quería que oyera la canción y que le pusiese un estribillo. La ráfaga de vanidad, muy lógica en el poeta que escucha unos versos suyos en la voz de Serrat, se disolvió en una emoción más fuerte, en la imagen del niño que se gastó su primer dinero en un disco, en el sentimiento vivo del adolescente que se unió a la vida gracias a unas cuantas canciones verdaderas. Conviene que seamos leales con los recuerdos que nos atan al futuro. La memoria se parece más a una partitura que a un desván.