Memoria de madera

Los cantantes Joaquín Sabina, Javier Krahe y Chicho Sánchez Ferlosio decidieron rendirse una tarde de invierno. Fue idea de Chicho, o de las copas y el humor desanimado, a mitad de los años ochenta, mientras se discutía la permanencia de España en la OTAN. Se trataba de ir a la puerta de un cuartel y anunciarle al oficial de guardia que habían decidido entregarse, que sí, que se daban por vencidos.

Recuerdo la anécdota porque cada vez que vivo la tragicomedia de unas elecciones, mientras compruebo que se cumple la regla partidista de las tres unidades (manipulación, egoísmo y miedo), siento también la tentación de tomar mi sobre de voto por correo y escribirle una carta al presidente/a del colegio electoral para anunciarle mi rendición. No es que antes fuera un ingenuo y valorase el futuro con optimismo confiado. Después de luchar por la ilusión democrática, no sólo contra el franquismo, sino también contra los dogmas del socialismo real y del estalinismo, tardé poco en aprender que los enemigos de la libertad de pensamiento trabajan dentro de la propia libertad política y actúan con desmesura más allá de los viejos totalitarismos.

El referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN demostró que los poderes económicos y mediáticos pueden hacer cambiar en un mes la opinión de un país. Hice campaña contra la OTAN, y desde entonces tomé la costumbre de coleccionar las chapitas que se venden en las manifestaciones y en los mítines. OTAN no, bases fuera y salga el sol por Antequera, no al cierre de Astilleros, no a la guerra, no al terrorismo, sí a los vascos, contra la siniestralidad laboral... Todo se ha ido quedando en una caja pintada de azul, que es como una balsa, una memoria de madera que flota sobre los días, las tormentas y los olvidos, y busca puerto en un rincón de la estantería de mi despacho. La caja de las chapitas guarda estratos geológicos de una fraternidad combativa.

La prepotencia calculada del bipartidismo interviene con una dureza extrema en las campañas. El voto útil convierte en inútil nuestra vida y nuestro pensamiento. Desde la elaboración de las encuestas hasta esas peleas de gallos que son los debates electorales, todo está programado para imponer una opción encauzada entre dos únicos partidos. Intentan que no haya lugares propios entre la adaptación o la marginación, entre la renuncia o esa cosa tan antipática que se llama postura testimonial. Antipática, por lo menos, para los que deseamos intervenir. La economía y las reglas de juego mediáticas se emplean a fondo para imponer un bipartidismo del que sólo pueden defenderse las organizaciones nacionalistas de Cataluña y el País Vasco. Y pueden defenderse, además, gracias a una ley electoral perversa, que consagra las mayorías locales y la extirpación de cualquier alternativa, aunque sea apoyada por un millón y medio de ciudadanos.

En estas condiciones, la verdad es que entran ganas de rendirse. No se puede argumentar, opinar, existir, en una democracia de reglas antidemocráticas y de resultados sin proporción, porque unos votos valen siete veces más que otros. Cada cual vive sus propias experiencias y sus traumas. Mi melancolía política tiene poco que ver con la caída del muro de Berlín. Era muy joven cuando viajé con Rafael Alberti a algunos países del socialismo real, y tardé poco en comprobar que aquel sistema no se parecía en nada a la izquierda que el Partido Comunista de España había reunido bajo sus siglas para luchar contra la dictadura de Franco. En un folleto explicativo de la República Democrática Alemana, se aclaraba que los poetas socialistas debían cantar las glorias colectivas del pueblo y olvidarse de tentaciones intimistas pequeño burguesas. Le comenté a Rafael que como alguien hubiese leído un poema mío iba a dar con mis versos en la cárcel. La caída del muro de Berlín pudo suponer el final del siglo XX, pero significó para mí mucho menos que el referéndum sobre la OTAN. Descubrí con él la enfermedad del siglo XXI: la imposibilidad de la política y de la democracia. Por eso mi melancolía es a veces optimista, porque no se relaciona con cosas que afectan al pasado, sino al futuro.

Aconsejo que se rinda quien pueda, que se presente a las puertas de la abstención y se entregue. Otros se entregarán al radicalismo. A mí me pesa demasiado la memoria de madera, floto casi contra mi voluntad y caigo en la tentación de seguir discutiendo con la nada. Repito entre mis amigos, como un fantasma de otro tiempo, que hay que analizar el presente y la Europa neoconservadora que se nos viene encima, que el voto útil no sirve para atacar a los obispos sino para inutilizar a la izquierda, que la lógica del bipartidismo permite la alternancia, pero no las alternativas, que es fundamental un grupo parlamentario de izquierdas para canalizar la inquietud de los debates sociales más serios, que no debemos permitir que la xenofobia y la decepción se adueñen de los barrios obreros, que no podemos acercarnos al centro, porque entonces el centro se va a la derecha y la derecha a sus extremos más peligrosos.

Ya sé que se trata de diálogos con la nada, razones de un fantasma. Para tener la sensación de que existo, de que no soy pura transparencia, necesito abrir mi memoria de madera y colocarme en el pecho una de esas chapitas que defienden con coraje la posibilidad de un país laico, socialista y republicano. Que me perdonen mis amigos por ser un personaje de otro siglo, un viejo melancólico. Bastante hago yo con no convertirme en un viejo cascarrabias.