33
Estoy segura de que podrá usted imaginar lo mutuamente recelosos y celosos que nos puso esa intriga de Mitsuko. Noche tras noche, mi marido y yo recibíamos la medicina y, todas las veces en que la tomábamos, yo me preguntaba si sería la última sometida a su influencia. ¿Habría logrado fingirlo él en cierto modo? ¡Tal vez no se quedara dormido, al fin y al cabo! Sentí el deseo de ver si podía fingir que tragaba el mejunje y después escupirlo, pero la verdad es que Mitsuko no nos quitaba la vista de encima para que no pudiéramos engañarla. Al final, probablemente temerosa aún de ser engañada, anunció que sería ella la que nos diese la medicina personalmente. Situada entre nuestras camas gemelas (había insistido en que substituyéramos nuestra cama de matrimonio con ellas), nos administraba el somnífero simultáneamente a los dos, como para evitar cualquier posibilidad de que consideráramos injusto su tratamiento. Sostenía un paquete de la medicina en cada mano y nos hacía tumbarnos boca arriba y abrir al máximo la boca, mientras vertía el polvo. Después tomaba dos de esos recipientes con un pitorro para beber —como los que se usan para ayudar a los enfermos— e inclinándolos los dos en la misma medida y al mismo tiempo, nos daba agua templada para que tragáramos la medicina.
«Da mejor resultado, si se bebe mucha agua», decía, y llenaba los recipientes dos o tres veces y nos vertía el agua por la garganta. Yo hacía todo lo posible para mantenerme despierta, mientras podía, e intentar parecer dormida, pero Mitsuko nos dijo que no debíamos darnos la vuelta ni ponernos de costado: quería que siguiéramos boca arriba para que pudiese vernos la cara claramente. Se sentaba entre las camas, sin quitarnos la vista de encima, y nos examinaba de todos los modos posibles: contemplando nuestra respiración, intentando hacernos guiñar los ojos, tocando para sentir el latido de nuestro corazón. No se marchaba hasta que estuviéramos profundamente dormidos.
Pero ¿cómo diablos íbamos a poder tener nada que ver uno con el otro a esas alturas? Aun cuando hubiéramos estado totalmente solos, ninguno de nosotros tenía el menor deseo de tocar al otro; éramos la pareja más desapasionada que imaginarse pudiera y, aun así, Mitsuko decía:
—Si dormís en la misma habitación, tenéis que tomar la medicina.
A medida que el somnífero fue volviéndose cada vez menos eficaz, cambiaba la dosis y la prescripción, para que, incluso después de haber despertado, siguiéramos somnolientos por efecto de aquella fuerte medicina. Tumbada en la cama con los ojos abiertos, yo me sentía horriblemente mal: tenía la nuca entumecida, mis brazos y piernas se negaban a moverse, sentía náuseas y no tenía energía para levantarme. Mi marido tenía la misma palidez enfermiza que yo. Entre suspiros y con el habla pastosa, como si aún tuviera la medicina en la boca, decía:
—Si seguimos así, un día de estos nos envenenaremos.
Cuando vi su aspecto, me sentí aliviada, al pensar que había de haber tragado la medicina, pero después empecé a sospechar que me habían engañado de nuevo.
—De verdad: ¿por qué hemos de tomar esa medicina todas las noches?
Mi marido parecía receloso también. Con la vista clavada en mis ojos, dijo:
—Sí, ¿por qué hemos de hacerlo?
—Evidentemente, no hay nada de lo que preocuparse, ¿no?, aun cuando estuviéramos juntos en la cama. Ella debe de tener algún otro propósito.
—¿Sabes tú cuál podría ser? —preguntó.
—No tengo ni idea, pero supongo que tú sí.
—No, yo no. Debes de ser tú la que lo sepa.
—Si seguimos dudando así de nosotros mismos, esto no tendrá fin. Aun así, no puedo por menos de pensar que soy la única que se queda dormida.
—¡Y yo pienso lo mismo!
—Pero ¡es que tú sabes perfectamente lo que ocurrió en Hamadera!
—Por eso creo que ahora me toca a mí ser engañado.
—¿Has estado alguna vez despierto hasta que Mitsu se fue a su casa? Por favor, dime la verdad.
—Nunca, ¿y tú?
—Después de tomar una medicina tan fuerte, ¡yo no podría permanecer despierta, aunque quisiera!
—¿Ah, sí? Entonces, ¿sí que la tragaste?
—¡Pues claro que sí! ¡Mira lo pálida que estoy!
—¡Yo estoy tan pálido como tú!
Seguíamos hablando así a las ocho de la mañana, cuando sonó el teléfono, como de costumbre.
—¡Es la hora de levantarse! —dijo Mitsuko.
Frotándose sus somnolientos ojos, mi marido salió de la cama. A veces tenía que ir a su despacho, pero, aunque estuviera demasiado adormilado para salir de casa, sabía que, como le había dicho Mitsuko, no debía permanecer en el dormitorio después de las ocho de la mañana, por lo que bajaba, tal vez para sentarse en la silla de mimbre del mirador y se quedaba dormido allí. Así, yo podía quedarme en la cama todo el tiempo que deseara, pero mi marido estaba tan falto de energía, que, cuando sí que iba al despacho, no podía centrarse en su trabajo. Solo quería descansar. Sin embargo, si se tomaba demasiados días de asueto, Mitsuko le decía que parecía querer pasar todo el tiempo conmigo, por lo que casi todas las mañanas, tanto si tenía cosas que hacer como si no, salía de casa.
—¡Volveré después de haber echado una siesta! —decía.
Entonces fue cuando empecé a decirle:
—Mitsu no se ocupa de mí; solo sigue diciendo sin cesar lo que tú debes o no debes hacer: eso demuestra que es a ti a quien ama.
Pero, según mi marido, no habría abusado tanto con cualquiera a quien amara.
—¿No estará intentando agotarme —dijo— para paralizarme a fin de que pierda todo deseo y vosotras dos podáis hacer lo que queráis?
En la cena, aunque nuestros estómagos sufrían las consecuencias del somnífero y no teníamos apetito, los dos comíamos —cosa curiosa— lo más posible y contábamos los tazones de arroz que comía el otro y hacíamos todo lo posible para bajar la comida. Sabíamos que era la única forma de contrarrestar el efecto de la medicina.
—No debéis tomar más de dos tazones —decía Mitsuko—. Si coméis demasiado, ¡la medicina no hará efecto!
Por último, se sentaba junto a nosotros en la cena y comprobaba con ojos inquisitivos cuánto comíamos.
Cuando pienso en nuestro estado físico en aquellos días, me parece asombroso que lográramos sobrevivir. Todos los días nuestros debilitados estómagos recibían grandes dosis de somnífero; tal vez porque no podíamos asimilarlo, teníamos siempre la cabeza nublada, incluso durante el día, como si apenas supiéramos si estábamos vivos o muertos. Cada vez empalidecíamos y adelgazábamos más y, cosa peor aún, se nos embotaban los sentidos. Sin embargo, Mitsuko, pese a atormentarnos e incluso limitarnos la comida, se entregaba al disfrute de las exquisiteces que le gustaban y su tez estaba tan radiante como siempre. Para nosotros, Mitsuko parecía brillar como el sol: por agotados que nos sintiésemos, la vista de su cara nos devolvía a la vida; era el único placer que nos quedaba.
La propia Mitsuko observaba:
—Parece que tuvierais los nervios entumecidos, pero, cuando me veis, os animáis un poco, ¿verdad? Tal vez el problema sea que no sois bastante apasionados.
Decía que, por el grado de excitación, apreciaba cuál de nosotros abrigaba sentimientos más intensos por ella, lo que representaba tanta mayor razón para seguir administrándonos el somnífero. En realidad, se podría decir que no estaba interesada en ofrecer un amor cotidiano; nada la satisfacía, a no ser que sintiese que era una pasión encendida, aunque el deseo hubiese quedado atenuado por la potencia de la medicina…
Al final, tanto mi marido como yo éramos como cáscaras vacías: quería que no buscáramos otra felicidad, que solo viviéramos para la luz de nuestro sol, Mitsuko, sin otros deseos ni intereses en el mundo. Si nos quejábamos de la medicina, derramaba lágrimas airadas. La verdad es que hacía mucho que Mitsuko había mostrado lo mucho que le gustaba poner a prueba la devoción de sus admiradores, pero debía de tener alguna otra razón para llevarlo a semejantes extremos histéricos. Me pregunto si no sería por influencia de Watanuki. ¿La habría dejado aquella primera experiencia insatisfecha con una relación corriente y sana, por lo que quería convertir en otro Watanuki a todo el que estuviera presa de sus garras? De lo contrario, ¿por qué necesitaba paralizar nuestros sentidos tan cruelmente? En los cuentos antiguos, se habla con frecuencia de la posesión por espíritus, por los muertos o los vivos, pero la forma de comportarse de Mitsuko, cada día más desenfrenada, hacía pensar que ella, a su vez, era víctima del hechizo de la profunda amargura de Watanuki. Era como para poner los pelos de punta.
Y no solo eso. No era solo Mitsuko; incluso mi marido, persona sana y normal, sin el menor rastro de irracionalidad, había cambiado de carácter. Antes de que pudiera darme cuenta, ya se había vuelto malévolo y celoso; al seguir la corriente a Mitsuko, con una extraña sonrisa en su pálida cara, parecía afeminado, astuto, malintencionado. Si lo observabas detenidamente, todo en él —el tono de voz, toda su forma de hablar, la expresión facial, la expresión de sus ojos— parecía la imagen misma de Watanuki. Sé que la cara de una persona ha de reflejar lo que siente en el corazón, pero, aun así, ¿hemos de suponer que existe una maldición de un espíritu vengativo? ¿Se tratará de una ridícula superstición? En cualquier caso, Watanuki era tan espantosamente rencoroso, que resultaba fácil imaginarlo echándonos una maldición y preparando un hechizo para apoderarse de la voluntad de mi marido.
—Cada vez te pareces más a Watanuki —le dije un día.
—Yo también lo creo —respondió—. Mitsu quiere convertirme en otro Watanuki.
En aquel momento ya se había rendido dócilmente a su suerte, independientemente de lo que pudiera depararle. Lejos de intentar resistirse a convertirse en otro Watanuki, parecía contento de que así fuera: en cuanto al somnífero, con el tiempo empezó a pedir a Mitsuko que le diese más y, ahora que los tres habíamos llegado a aquella fase, ¿cómo podía haber una conclusión satisfactoria para ella? Debía de sentirse desesperada, dispuesta a hacer cualquier cosa, tal vez incluso debilitarnos con aquella medicina hasta matarnos: ¿acaso no abrigaba un plan así en lo más profundo de su corazón?… No era yo la única que lo pensaba. Mi marido estaba resignado a ello. Puede que ella estuviera esperando al día en que los dos hubiésemos quedado reducidos a espectros y muriéramos, un día no demasiado lejano, en el que se habría liberado diestramente de nosotros para llegar a ser completamente respetable, lista para conseguir un buen partido.
—Mitsu parece encontrarse mejor que nunca, pero mira lo enfermizos que estamos tú y yo —dijo—. Estoy seguro de que algo así es lo que se propone.
Los dos habíamos quedado tan debilitados, que ya no sentíamos el menor placer; vivíamos solo con el pensamiento de que hoy o mañana podía ser nuestro último día.
¡Ah!… ¡qué feliz habría sido yo, si hubiéramos muerto juntos entonces, como esperábamos! Lo que lo cambió todo fue aquel artículo de periódico. Fue hacia el 20 de septiembre, creo. El caso es que, una mañana, mi marido me pidió que me levantara para ver lo que alguien nos había enviado. Extendió la página de cotilleo de un periódico que yo no conocía y lo primero que me saltó a la vista fue una gran fotografía de aquel acuerdo que Watanuki me había hecho firmar, ¡junto con el titular (rodeado de dos círculos en rojo) de un largo artículo! Y advertí el anuncio de que el autor había acumulado gran cantidad de material; era solo el principio de una serie de artículos en los que se exponían los sórdidos vicios de la clase ociosa.
—¡Mira esto! —dijo—. Al fin y al cabo, ¡Watanuki nos engañó!
Aun así, yo me sentía curiosamente serena, en modo alguno resentida ni irritada. Pensaba que por fin había llegado el fin.
—Sí, pero ¡es un idiota! —mi marido sonrió con frialdad, al tiempo que la sangre abandonaba sus mejillas—. ¿Qué gana con hacer público todo eso?
—Es igual —dije yo—. Podemos hacer caso omiso simplemente.
Yo confiaba en que a la gente le resultara difícil creerlo, pues aquel supuesto periódico era una publicación sensacionalista; aun así, me apresuré a llamar a Mitsuko para avisarla de lo que había sucedido.
—Alguien nos ha enviado un periódico. ¿Lo has recibido tú también?
Corrió a comprobarlo y, cuando volvió, dijo:
—Sí, ¡aquí está! Por suerte, ¡nadie lo había visto!
Tras esconder el periódico bajo su kimono, vino derecha a nuestra casa.
—¿Qué creéis que podemos hacer al respecto? —preguntó Mitsuko.
Al principio, llegamos a la conclusión de que no había por qué preocuparse. Si Watanuki les había vendido el material, seguro que no habría llegado hasta el extremo de incriminarse a sí mismo; el cotilleo sobre mi aventura amorosa con Mitsuko tampoco era nada nuevo, por lo que podía disiparse sin demasiado efecto. La familia de Mitsuko se enteró dos o tres días después, pero mi marido les aseguró, por encargo nuestro, que se trataba de informaciones falsas.
—Es la misma difamación —les dijo— y esta vez ha llegado demasiado lejos. Podrían demandar al periódico por publicar esa firma falsificada.
De momento, nos sentimos aliviados, pero los artículos siguieron saliendo día tras día, haciéndose cada vez más mordaces y más reveladores y sacando a la luz incluso hechos desfavorables para Watanuki, junto con historias sobre la posada de Kasayamachi, nuestras excursiones a Nara, la ocasión en que Mitsuko se puso relleno bajo el kimono para reunirse con mi marido: el cronista parecía conocer cosas que el propio Watanuki no conocía. A ese ritmo, saldría todo lo relativo al episodio de Hamadera, desde el falso suicidio hasta la forma como mi marido se había visto arrastrado hasta el torbellino. Otra cosa curiosa fue la de que, aunque Mitsuko y yo guardábamos bajo llave nuestras cartas, una de las que le envié, terriblemente violenta y llena de expresiones embarazosas, había sido robada de algún modo y habían tenido la desvergüenza de publicarla en el periódico. Solo Ume podía haberla tomado, por lo que hubimos de concluir que estaba compinchada con Watanuki. De hecho, vino a verme dos o tres días después de haber sido despedida por la familia de Mitsuko y estuvo merodeando por allí sospechosamente y sin motivo aparente. ¿Querría más dinero, después de todo lo que había yo hecho por ella? Al final, me limité a hacer caso omiso, por pensar que no debía preocuparme más al respecto, pero volvió a venir unos días antes de que apareciera el primer artículo en el periódico, dijo algo mordaz sobre Mitsuko y se marchó y no volví a verla más.
—¡Qué mujer más desagradecida! —exclamó Mitsuko—. Nunca fue solo una sirviente, durante todo el tiempo en que estuvo en mi casa. La traté como a mi propia hermana…
—Probablemente la acostumbraras mal.
—Eso es lo que se llama morder la mano que te da de comer. ¿Cómo podía quejarse, después de todo lo que hiciste por ella, Hermana?
—Debió de sobornarla Watanuki.
Pues, es solo una suposición, pero, una vez que el periódico empezó a investigar a partir de la información de Watanuki y se puso a husmear en busca de un secreto tras otro, tal vez tuvieran una gran suerte al conocer a Ume o bien ese horrible Watanuki había estado en colaboración con ella desde el principio y tal vez vendiese al reportero sus propios secretos, por desesperación. Sea como fuere, en aquel momento no teníamos ni un momento que perder. Si seguíamos vacilando, tarde o temprano Mitsuko quedaría confinada en su casa, por lo que quería que siguiéramos adelante con el plan que habíamos acordado. Aun así, pasaron algunos días, uno tras otro, mientras hablábamos de cómo ponerlo en práctica exactamente. Entretanto, empezó a aparecer la historia de Hamadera.
En cuanto a lo que ocurrió después, todos los periódicos publicaron extensas crónicas de aquel escándalo, por lo que supongo que habrá usted leído más que de sobra al respecto. No voy a intentar referirme a todo lo que ocurrió en aquellos últimos días —hablar y hablar así me excita demasiado para ser coherente, en cualquier caso—; solo que hay un detalle que se les escapó a los periódicos y fue el de que quien insistió en que nos matáramos y quien hizo las preparaciones finales fue Mitsuko.
Creo que el día en que tuvimos conocimiento de la carta que Ume había robado fue aquel en que Mitsuko trajo todas mis cartas, todo lo que tenía.
—Es demasiado peligroso dejarlas en mi casa —declaró.
—¿Debo quemarlas? —pregunté.
—¡No, no! —se apresuró a decir Mitsuko—. No podemos saber cuándo habremos de morir, si será pronto, y quiero dejar toda esa documentación en lugar de una nota de suicida. Por favor, Hermana, guarda todo eso, junto con las cartas, en tu cómoda.
Nos dijo que pusiéramos nuestras cosas en orden y, pocos días después, hacia la una de la tarde del 28 de octubre, vino a nuestra casa y dijo:
—La situación en mi casa se está poniendo muy difícil. Tengo la sensación de que, una vez que haya regresado, no volverán a dejarme salir.
Dijo que no podía soportar la idea de escapar y después ser perseguida y atrapada; era mejor morir en nuestro dormitorio familiar.
Luego colgamos mi retrato de Kannon en la pared por sobre nuestras camas y los tres juntos quemamos incienso.
—Si me contempla mi bodhisattva de Kannon, moriré contenta —dijo.
—Después de que hayamos muerto, supongo que lo llamarán «la Mitsuko Kannon» —intervino mi marido—. Todo el mundo la respetará y podremos descansar en paz.
Acordamos acostarnos muy pegados, uno a cada lado de Mitsuko, como dos bodhisattvas que atendieran a Buda: tan pegados e íntimos como para que no tuviéramos peleas por celos en nuestras vidas futuras. Juntamos las camas y colocamos tres almohadas juntas, con Mitsuko en el medio, y bebimos aquella medicina fatal…
(…) ¿Cómo? Sí, es verdad, en cierto modo me pregunté si sería la única que había quedado con vida. En cuanto me desperté la mañana siguiente, quise seguirlos al otro mundo, pero se me ocurrió que mi supervivencia podía no haber sido un accidente; tal vez me hubieran engañado incluso en la muerte. ¿Acaso no fue otra clave la de dejarme aquel paquete de cartas? ¡Tal vez temiesen que pudiera interponerme aún entre ellos después de nuestro suicidio por amor! Ah… (La viuda Kakiuchi de repente prorrumpió en llanto). Si no hubiese tenido aquellas sospechas, no habría podido permitirme seguir viviendo… y, sin embargo, carece de sentido sentirse agraviado por los muertos. Incluso ahora, en lugar de rencor o resentimiento, siempre que pienso en Mitsuko siento aquel viejo anhelo, aquel amor (…). Oh, por favor, perdóneme todas estas lágrimas…