8

El caso es que aquella primera aventura comenzó justo después de que nos casáramos. Yo era una muchacha inocente, aún un poco tímida e ingenua, y me sentía culpable para con mi marido, pero en aquel momento, como se ve en mi carta, ya no tenía ese sentimiento. A decir verdad, había pasado por tantas cosas, todas desconocidas para él, que yo misma había llegado a saber mucho de la vida y me había vuelto no poco astuta para ocultar lo que hacía. Él estaba ciego para eso y seguía tratándome como a una niña. Al principio no podía soportar su actitud condescendiente, pero, cuando me enfadaba, él se burlaba de mí aún más, hasta que al final pensé: «Muy bien, si te parezco infantil, me esmeraré en serlo, ¡y te pondré una venda en los ojos! Puedo interpretar el papel de una niña horriblemente mimada y representar una pataleta para salirme con la mía cuando quiera, conque sigue, si te da gusto considerarme una niña, pero ¿acaso no eres tú el crédulo? ¡Engañar a un hombre como tú es la cosa más fácil del mundo!».

Burlarme de él llegó a ser cada vez más divertido y me asombraba mi destreza para hacer teatro. Después de cambiar incluso unas pocas palabras con él, rompía a llorar o me ponía a gritar irritada…

Estoy segura de que usted lo sabe mejor que yo, pues es un novelista, pero nuestro estado de ánimo parece cambiar completamente según las circunstancias, ¿verdad? Antes, habría sentido una punzada de arrepentimiento y habría pensado: «No debería haber hecho eso», pero entonces ya me sentía lo bastante rebelde para ridiculizar mi pusilanimidad y me preguntaba por qué era tan débil, cómo podía dejarme intimidar tan fácilmente… y, aunque estuviera mal haberme enamorado en secreto de otro hombre, ¿qué tenía de malo estar enamorada de una mujer, alguien de mi mismo sexo? Por mucho que intimáramos, un marido no tenía derecho a inmiscuirse: ese era el tipo de argumento al que recurría para engañarme a mí misma. La verdad es que lo que sentía por Mitsuko era diez, cien veces, más intenso que lo que había sentido por aquel otro hombre.

Otra razón para mi audacia era la de que, desde la época de estudiante, mi marido era una persona tan espantosamente quisquillosa y correcta, que no le costó nada ganarse la confianza de mi padre. Era tan devoto del «sentido común», tan incapaz de entender la menor cosa extraña o fuera de lo común, que yo estaba segura de que nunca pondría objeciones a mi relación con Mitsuko. Pensaría que éramos simplemente amigas. Así fue al principio —no tenía idea de lo íntimas que éramos—, pero, con el paso del tiempo, debió de empezar a sospechar. No es de extrañar, ya que yo siempre pasaba por su despacho camino de casa desde la escuela, pero últimamente volvía sola, antes que él, y, además, cada tres días más o menos, Mitsuko venía a mi casa y las dos pasábamos horas encerradas en la habitación de arriba. Era de esperar que le pareciese curioso, entre otras cosas porque nunca acababa el cuadro, aunque había dicho que la estaba usando de modelo. Naturalmente, a veces iba yo a casa de Mitsuko, después de haberle advertido que él parecía sospechar algo.

«¡Tenemos que ir con cuidado, Mitsu!», le decía. «Hoy iré a tu casa, ¿quieres?».

(…) No, yo no inspiraba la menor aprensión a la madre de Mitsuko, sabía que el consejero municipal era el iniciador de aquellos rumores en la escuela y yo tampoco quería inspirar duda alguna, por lo que, cuando las visitaba, siempre procuraba congraciarme con ella. Llegó a ser una gran admiradora de la «señora Kakiuchi» y dijo a Mitsuko: «Me alegro de que hayas hecho una amiga tan buena». Así las cosas, nada me impedía telefonear o visitar su casa todos los días… pero, además de su madre, estaba su criada, Ume, la citada en la carta, y otros ojos fisgones. No era lo mismo que estar en mi casa.

—Esto no puede ser, al fin y al cabo —declaró Mitsuko—. Ahora que mi madre confía en ti, sería una lástima estropearlo. Entonces hizo una propuesta.

—¡Ya sé! ¿Qué tal estaría el nuevo balneario de aguas termales de Takarazuka?

Conque fuimos a Takarazuka. Al entrar en uno de los baños privados, Mitsuko dijo:

—¡No hay derecho, Hermana! Tú siempre quieres contemplarme desnuda, pero nunca me dejas verte.

—No es eso —protesté—. Es que tu piel es tan hermosa, que me da no sé qué enseñarte lo mucho más obscura que es la mía. Espero que no te desagrade.

Y, de hecho, cuando me desnudé completamente delante de ella por primera vez, me sentí incómoda, la verdad, junto a ella. No solo era la piel de Mitsuko de una impecable blancura de nata, sino que, además, tenía un cuerpo esbelto y maravillosamente proporcionado. En comparación, el mío me pareció de repente feo…

—¡Tú también eres hermosa, Hermana! —me dijo—. En realidad, no somos diferentes.

Más adelante llegué a creerla y no le daba importancia, pero aquella primera vez me moría de vergüenza.

El caso es que, como ha visto usted en la carta de Mitsuko, un domingo fui a recoger fresas silvestres con mi marido. En realidad, abrigaba la esperanza de volver a Takarazuka, pero él quería llevarme a Naruo, porque hacía un día precioso. Pensando que más valía seguirle la corriente por una vez, accedí a regañadientes, pero mi corazón seguía con Mitsuko y no pude disfrutar de la excursión. Cuanto más la añoraba, más me irritaban los esfuerzos de mi marido para darme conversación, me enfadaban incluso, hasta el punto de que apenas si le respondía. Pasé todo el día como un alma en pena. Al parecer, entonces fue cuando él llegó a la conclusión de que debía hacer algo al respecto, si bien se limitó, como siempre, a poner expresión triste y, como no era una persona que mostrara sus sentimientos, yo no tenía ni idea de que estuviese tan furioso conmigo.

Cuando llegamos a casa aquella noche, vi que me había perdido una llamada de teléfono y me puse como una fiera con todos los de la casa. La mañana siguiente, llegó la carta de Mitsuko cargada de reproches. La llamé inmediatamente y quedamos en vernos en la estación de Umeda de la Hankyu. Fuimos directamente a Takarazuka, sin siquiera pasar por la escuela. A partir de entonces todos los demás días de aquella semana fuimos a Takarazuka. Entonces fue cuando nos compramos los kimonos idénticos y nos hicimos esa foto de recuerdo que le enseñé a usted…

Después, una tarde, un poco después de las tres, mientras estábamos hablando de nuevo en el dormitorio, casi una semana después de la excursión para recoger fresas, nuestra criada, Kiyo, subió corriendo la escalera para anunciar que el señor acababa de volver a casa.

—¿De verdad? ¿A esta hora? —exclamé, muy nerviosa—. ¡Corre, Mitsu!

Estoy segura de que las dos parecíamos nerviosas cuando bajamos a saludarlo.

Entretanto, mi marido se había quitado el traje y se había puesto un ligero kimono de sarga. Cuando nos vio, frunció un poco el ceño, pero después comentó, como si tal cosa:

—Hoy no tenía nada que hacer, por lo que he salido antes del despacho. También vosotras parece que os saltáis clases —y añadió, dirigiéndose a mí—: ¿Y si tomáramos una taza de té y unas pastas, puesto que tenemos una invitada?

Acto seguido, los tres nos pusimos a hablar cortésmente, como si no hubiese ocurrido nada fuera de lo común, pero, cuando Mitsuko, distraída, me llamó «Hermana», me sobresalté.

«No te muestres demasiado íntima conmigo», solía yo decirle. «Es mejor que me llames Sono, en lugar de “Hermana”. Si te acostumbras mal, lo dirás delante de otra gente».

Sin embargo, siempre que se lo decía, se ofendía. «¡Me da rabia cuando te muestras tan distante! ¿No te gusta que te considere mi hermana mayor?… Por favor, déjame llamarte “Hermana”: tendré mucho cuidado si hay alguien delante». Pero al final llegó ese día.

Después de que Mitsuko se marchara, hubo un silencio embarazoso entre mi marido y yo. Y la noche siguiente, como si acabara de ocurrírsele, me preguntó de repente:

—Me parece que está ocurriendo algo raro. Últimamente me resulta difícil entender tu comportamiento.

—¿Qué es lo que debes entender? —le repliqué—. No sé de qué me hablas.

—Te llevas de maravilla con esa chica, Mitsuko —prosiguió—. ¿Qué es exactamente para ti?

—¡Me gusta mucho Mitsuko! Por eso somos tan buenas amigas.

—Ya sé que te gusta mucho, pero ¿qué significa que te guste mucho?

—¡Es simplemente un sentimiento! ¡No es algo que se pueda explicar! —me mostré desafiante a propósito, por pensar que no debía dejarle ver debilidad alguna en mí.

—No seas tan susceptible —dijo—. ¿Es que no puedes decírmelo con calma? «Gustar» tiene toda clase de significados… además, hubo aquellos rumores en la escuela. Te lo he preguntado solo porque, si la gente lo interpreta mal, puede perjudicarte. Imagínate que se difundan esas habladurías: tú serás la culpable. Eres mayor que ella y, además, una mujer casada… ¿Cómo ibas a mirar a la cara a sus padres? Y no eres solo tú: si la gente pensara que he tolerado tu comportamiento, yo tampoco tendría excusa.

Aquellas palabras me hirieron en lo más profundo, pero me mantuve en mis trece.

—¡Basta! —le dije—. No me gusta que te entrometas en el asunto de mis amistades. Tú puedes tener los amigos que quieras, ¡y espero que me dejes hacer lo mismo! ¿Acaso no soy responsable de mis actos?

—Es que, si fuerais amigas normales, desde luego que no me entrometería, pero eso de que os saltéis las clases casi todos los días, de que hagas cosas a espaldas de tu marido, de que os encerréis a solas ahí arriba… no parece correcto, sencillamente.

—¿Ah, sí? Entonces, ¿es eso lo que te preocupa? ¿Acaso no eres tú el que se está comportando mal con esa asquerosa imaginación tuya?

—Si me equivoco, me disculparé. Espero que solo sean imaginaciones mías, pero, en lugar de acusarme, ¿no podrías hacer tú un examen de conciencia? ¿Estás segura de que no tienes nada de lo que avergonzarte?

—¿Ya estás otra vez con esa historia? Ya sabes que Mitsuko me parece atractiva… por eso nos hicimos amigas. ¿Acaso no dijiste tú que querías conocerla, si era tan hermosa? Es natural sentirse atraído por las personas hermosas y, entre mujeres, es como disfrutar con una obra de arte. Si crees que eso es enfermizo, ¡el enfermizo lo eres tú!

—Muy bien, pero podrías disfrutar de una obra de arte delante de mí, no tenéis por qué encerraros juntas ahí arriba… ¿Y por qué parecéis tan nerviosas cuando llego yo a casa? Además, me molesta oírle llamarte «Hermana», cuando ni siquiera sois parientes.

—¡No seas absurdo! No tienes ni la menor idea de cómo hablan las chicas en la escuela, ¿verdad? Las chicas se llaman con frecuencia «hermana mayor» y «hermana menor», cuando son buenas amigas. ¡A ti es al único al que le extraña!

Aquella noche mi marido se mostró extrañamente insistente. Por lo general, en cuanto yo parecía irritada, cedía y decía: «Eres imposible», pero aquella vez siguió apremiándome.

—No intentes eludir el asunto con mentiras: ya me lo ha contado todo Kiyo —y añadió que sabía que no me limitaba a pintar: quería que confesara lo que hacía.

—No hay nada que confesar. No soy una pintora profesional que contrata a una modelo: en mi caso es una distracción. No tengo que hacerlo de forma tan seria y profesional.

—Entonces, ¿por qué no trabajas aquí abajo, en lugar de ahí arriba siempre?

—¿Qué hay de malo en hacerlo ahí arriba? Ve a visitar a un artista en su estudio: ni siquiera un profesional está siempre trabajando sin parar. No se puede hacer un buen cuadro sin tomarse el tiempo necesario y trabajar cuando se está dispuesto para ello.

—Todo eso está muy bien, pero me pregunto si tienes intención de acabarlo alguna vez.

—No tengo prisa. Mitsuko es tan bella, que no puedo quitarle la vista de encima… no solo la cara, sino también ese precioso cuerpo que tiene. Cuando posa para mí, podría pasarme las horas muertas estudiándola, aun sin dar una pincelada.

—¿No le importa a ella que pases todo ese tiempo contemplándola desnuda?

—Claro que no. Ninguna mujer siente vergüenza al mostrarse ante otra mujer y a nadie le desagrada verse admirado.

—Aun así, la gente pensaría que estás loca, al tener a una muchacha desnuda ahí a la luz del día.

—Porque no soy como tú, tan formalito. ¿Acaso no has querido ver nunca a una guapísima actriz de cine desnuda? Para mí, es como contemplar un paisaje precioso. Me quedo hechizada, me siento feliz, en cierto modo, contenta de estar viva. Se me saltan las lágrimas, pero supongo que eso es algo que no se puede explicar a una persona que no sabe apreciar la belleza.

—¿Qué tiene que ver la apreciación de la belleza con eso? ¡Se trata de una perversidad por tu parte, sencillamente!

—Y tú eres lo que se dice una persona muy estrecha de miras.

—¡No seas ridícula! Tienes la cabeza contaminada con la lectura de esa basura de novelas sentimentales baratas.

—¡Y tú eres insoportable!

Le volví la espalda para intentar poner fin a la discusión.

—En cuanto a esa Mitsuko, no puedo creer que sea una joven decente; si no, nunca se le habría ocurrido entrar en nuestro dormitorio para intentar deshacer nuestro matrimonio. Debe de ser una malvada. Si sigues viendo a alguien así, tendrás problemas.

Un ataque contra mi amada me hirió mucho más que uno dirigido a mí y en el momento en que empezó a criticar a Mitsuko me puse hecha una furia.

—¡Cómo se te ocurre! ¿Qué derecho tienes a decir eso de mi amiga más querida? ¡Estoy segura de que no existe ninguna persona en el mundo más virtuosa y hermosa que Mitsuko! Es, sencillamente, divina: ¡tiene un corazón tan puro como la propia Kannon! ¡El malvado eres tú por difamarla! ¡Te arrepentirás!

—¿Lo ves? ¡Estás mal de la cabeza al hablar así! ¡Estás como una cabra!

—¡Y tú eres un fósil viviente!

—No sé cómo, pero te has vuelto una mujer terrible y disoluta. ¡No tienes la menor vergüenza!

—¿Acaso no es ese mi carácter? ¿Por qué te casaste con una mujer así, si lo sabías desde el principio? Supongo que lo que querías era que mi padre te pagara los estudios y un viaje al extranjero. Ese debió de ser el motivo.

Incluso una persona por lo general tan pacífica como mi marido se enfureció. Se le marcaron las venas en la frente y por una vez se puso a gritarme.

—¿Cómo? ¡Repítelo!

—Sí, ¡lo repetiré una y mil veces! No eres un hombre de verdad; solo te casaste conmigo por el dinero. ¡Cacho cobarde!

De repente se levantó y me amenazó con el puño y algo blanco pasó zumbando a mi lado y se estrelló contra la pared. Me agaché instintivamente para que no me acertara, pero él había cogido un cenicero y me lo había lanzado. Nunca antes me había levantado la mano y yo me puse como una fiera.

—¿Eso es lo que tú sientes? Te advierto que, como me hagas el más ligero rasguño, mi padre se enterará, conque venga, ¡atrévete! ¡Pégame! ¡Mátame! ¡Quiero que lo hagas! ¡Te digo que me mates!

—¡Idiota!

Eso fue lo único que dijo. Cuando le grité, llorando, medio loca, me miró con expresión de incredulidad.

Ninguno de los dos dijo nada más. Al día siguiente, nos limitamos a mirarnos con expresión iracunda y guardar silencio, incluso después de pasar al dormitorio por la noche, pero hacia medianoche mi marido se volvió hacia mí, me cogió del hombro y me atrajo hacia sí. Yo fingí estar dormida y le dejé hacerlo.

—Anoche exageré un poco —dijo—. Aun así, debes comprender que es porque te quiero. Puedo parecer frío, por mi carácter templado, pero no creo que sea así mi corazón. Si tengo alguna culpa, intentaré corregirme: ¿no puedes respetar lo único que te pido? No me entrometeré en ninguna otra cosa, pero, por favor, deja de ver a Mitsuko. Prométeme solo eso.

—¡No!

Meneé la cabeza vigorosamente y sin abrir los ojos.

—Bueno, pues, si no vas a hacerlo, al menos no la traigas a esta habitación ni te vayas a ninguna parte a solas con ella. Y a partir de ahora salgamos juntos de casa y juntos volvamos también.

—¡No! —volví a menear la cabeza—. No puedo soportar la idea de estar atada a ti: ¡tengo que ser absolutamente libre!

Acto seguido, le volví la espalda.