16
«Hoy también voy a ir a visitar a Mitsuko», le dije la mañana siguiente. «Me da miedo dejarla sola: en cualquier caso, ahora que estoy metida en este lío, tengo que seguir hasta el final».
Durante casi una semana después, nos vimos todos los días, en un sitio u otro, pero yo anhelaba un lugar habitual en el que pasar unas horas juntas a solas, donde nadie pudiera encontrarnos.
—Si es eso lo que quieres, es mejor quedarnos dentro de Osaka —dijo Mitsuko—. En el medio de una ciudad ruidosa y bulliciosa, es más fácil pasar inadvertido… ¿Qué tal estaría la posada a la que trajiste el kimono, Hermana? —añadió—. Conozco a esa gente y no tenemos nada que temer… ¿Probamos?
Para mí, aquella posada de Kasayamachi representaba un inolvidable recuerdo amargo: la propia mención de ella era un ataque calculado a mis sentimientos, pero, aun así, dije:
—Sí, ¿por qué no? Es un poco embarazoso para mí, pero probemos.
Ella era consciente de lo débil que yo me sentía frente a ella y la seguí dócilmente; ni siquiera podía enfadarme con ella.
Y, sin embargo, después del primer día me acostumbré perfectamente. Las sirvientes de la posada aprendieron a telefonear a mi casa cuando me marchaba tarde por la noche para brindarme una coartada. Con el paso del tiempo, llegábamos por separado a la posada y nos llamábamos desde ella. Ume nos llamaba también, en caso de urgencia… No solo eso, sino que, además, la madre de Mitsuko y sus otras criadas parecían conocer, todas ellas, ese número de teléfono y a veces nos llamaban. Debía de haber engañado perfectamente a los de su casa, pensaba yo. En cierta ocasión, en que llegué a Kasayamachi temprano y estaba esperando a Mitsuko, acerté a oír a una de las sirvientes, que estaba hablando por teléfono.
—Sí, así es —estaba diciendo—. No, la estamos esperando, pero aún no ha llegado… Sí, sí, le transmitiré el mensaje… En modo alguno… Estamos muy agradecidas por su generosidad en invitar a nuestra señora tan a menudo…
Me resultó curioso, por lo que pregunté:
—¿Era esa llamada de la casa de los Tokumitsu?
—Sí —dijo entre risitas.
—¿Y no has dicho «invitar tan a menudo a nuestra señora»? ¿A quién te referías?
Volvió a soltar una risita.
—¿No lo sabe usted, señora? —tuvo el atrevimiento de preguntar—. Me refería a usted, como si yo fuera su criada.
Seguí preguntándole y me dijo que tenía orden de decir que estaba en el despacho de mi marido en Osaka.
Repetí todo aquello a Mitsuko y le pregunté si era cierto.
—Sí, desde luego —respondió como si tal cosa—. Dije a mi familia que tiene dos despachos, uno en Imabashi y otro aquí y les di este número. ¿Por qué no dices tú también a tu marido algo así, Hermana? Podrías decir que es una sucursal de nuestra tienda de Semba, si quieres, o, si no, invéntate algo parecido.
Así, pues, me vi hundiéndome cada vez más en las arenas movedizas y, aunque me decía a mí misma que debía escapar, a aquellas alturas me sentía impotente. Sabía que Mitsuko estaba utilizándome y que, mientras no cesaba de llamarme su «querida Hermana», estaba ridiculizándome.
(…) Sí, ahora que lo pienso, en cierta ocasión Mitsuko me dijo: «Prefiero con mucho verme adorada por alguien de mi propio sexo. Que un hombre mire a una mujer y la considere hermosa es algo natural, pero, cuando veo que puedo enamorar a una mujer, ¡me pregunto si de verdad soy tan hermosa! ¡Me siento inmensamente feliz!».
No cabe duda de que esa vanidad era lo que la movía a desear acabar con mi amor a mi marido y, sin embargo, estaba segura de que había entregado su corazón a Watanuki. Aun así, a mí me parecía que no soportaría verme separada de ella otra vez, por lo que, pese a sentirme celosa, fingía confiar en su amor, sin pronunciar jamás una sola sílaba del nombre de Watanuki. Estoy segura de que ella sabía que yo fingía. Aunque siempre me llamaba su «querida Hermana mayor», yo había pasado a ser la que cedía a sus deseos, como si hubiera sido la más joven.
Un día, en que estábamos juntas en la posada como de costumbre, dijo:
—Hermana, ¿no te gustaría volver a ver a Watanuki?… No sé qué pensarás de él, pero sigue arrepentido por lo que ocurrió y dice que está deseoso de volver a verte, para que todos seamos amigos. Eijiro no es mala persona; estoy segura de que, si llegaras a conocerlo, te gustaría.
—Sí, deberíamos llegar a conocernos. Es extraño que no tengamos nada que ver uno con el otro y, si dice eso, también a mí me gustaría verlo. Si es alguien que tú aprecias, Mitsu, estoy segura de que también yo lo apreciaré.
—Sí, estoy segura de que así será. Entonces, ¿estarías dispuesta a verlo hoy?
—En cualquier momento, pero ¿dónde está ahora?
—Ha venido aquí, a la posada, hace un rato.
Era lo que yo me esperaba y dije:
—Entonces, dile que pase.
Watanuki se apresuró a reunirse con nosotras.
—¡Ah, Hermana! ¡Está usted aquí! —ahora también él me llamaba «Hermana», aunque en la ocasión anterior yo había sido la señora Kakiuchi para él, pero, en cuanto me vio, se arrodilló y adoptó una postura respetuosa, como si se sintiera intimidado—. No tengo palabras para disculparme por lo de aquella noche…
El caso es que aquella primera vez había sido de noche, cuando llevaba puesto un kimono ajeno; esta vez era a pleno día y llevaba una chaqueta de color azul obscuro y pantalones blancos de sarga. Tuve una impresión diferente: parecía tener veintiséis o veintisiete años y una tez más clara de lo que yo recordaba. «¡Qué hombre más extraordinariamente apuesto!», pensé, y, sin embargo, me pareció bastante inexpresivo, en realidad, precioso como un cuadro, pero en cierto modo de otra época.
—¿No te recuerda a aquel galán Okada Tokihiko? —comentó Mitsuko.
En realidad, parecía mucho más femenino que Tokihiko: tenía ojos pequeños, con párpados bastante llenitos y había algo equívoco en él, algo así como un tic nervioso en las cejas.
—Eijiro, no hace falta que te muestres tan ceremonioso. Mi hermana no tiene nada contra ti.
Mitsuko se esforzaba al máximo para interceder, pero yo, por mi parte, no podía mostrarme cálida con él. No podía vencer el desagrado que aquel tipo me inspiraba. Tal vez lo notara Watanuki, pues mantuvo su postura respetuosa, solemne y seria.
Solo Mitsuko parecía disfrutar con aquella situación.
—¿Qué te pasa, Eijiro? —dijo entre risas—. Pareces estar a disgusto. Con una cara así, no das muestras de demasiada cortesía para con mi hermana, ¿no? —seguía manteniendo una expresión seria, cuando ella le lanzó una mirada intencionada y le clavó un dedo en la mejilla—. Mira, Hermana. La verdad es que está celoso.
—¡No es verdad! En absoluto. ¡Estás equivocada!
—¡Ya lo creo que sí! ¿Quieres que le cuente lo que has dicho hace un momento?
—¿Qué?
—Has dicho que te desagradaba ser un hombre, ¿verdad? Preferirías haber nacido mujer como mi hermana.
—Puede que sí… pero eso no es estar celoso.
Es posible que hubieran planeado aquella ridícula disputa para halagarme, pero yo seguí guardando silencio, porque pensaba que habría sido una boba si hubiera participado.
—En cualquier caso —dijo Watanuki—, no me pongas en evidencia así, delante de mi hermana.
—Entonces, ¿por qué no intentas ser un poco más agradable?
Al final, lo dejaron y los tres salimos para cenar en el restaurante Tsuruya. Incluso fuimos a ver una película en el Shochiku, camino de casa. Aun así, no parecíamos sentirnos cómodos uno con el otro.