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Dos o tres días después, el director volvió a entrar, mientras esbozábamos la misma pose. Se detuvo delante de mí y se quedó mirando mi trabajo con su habitual sonrisa burlona.
—Señora Kakiuchi —dijo—. La verdad es, señora Kakiuchi, que algo falla en su representación. Cada vez se parece menos a la modelo. ¿A quién está usted representando exactamente?
—¡Cómo! —contesté ásperamente—. ¿Que no se parece nada a la modelo?
¡Como si el director tuviera algo que ver con la enseñanza del arte!
(…) No, el profesor de pintura no estaba presente. Era el profesor Tsutsui Shunko, pero solo aparecía de vez en cuando, para decirnos que esto o aquello estaba mal o para que lo hiciésemos de forma diferente; por lo general, los estudiantes miraban a la modelo y dibujaban como les parecía. Yo había oído decir que el director enseñaba inglés, uno de los cursos optativos, pero no parecía tener un título universitario ni preparación académica alguna; nadie sabía dónde había estudiado. Como averigüé más adelante, no era un educador, sino simplemente un astuto hombre de negocios. No se podía esperar precisamente que un hombre así entendiera de pintura y no tenía por qué meter las narices en ella. Además, la mayoría de los cursos dependían de los especialistas que los impartían, por lo que raras veces visitaba un aula, ¡y, sin embargo, se tomó la molestia de entrar en aquella clase y criticar mi trabajo!
Entonces me preguntó en tono sarcástico:
—A ver, en serio, ¿no pensará usted de veras que está siguiendo ese modelo, verdad?
Me fingí inocente.
—Sí. Me temo que no sé dibujar demasiado bien, por lo que tal vez no esté resultando como debería, pero estoy procurando ser fiel.
—No —dijo él—, no es que no sepa usted dibujar. Usted tiene bastante talento, en realidad, pero mire esa cara: no puedo por menos de pensar que se trata de otra persona.
Otra vez lo mismo.
—Ah, se refiere usted a la cara, ¿verdad? —dije—. Es para expresar mi ideal.
—¿Y cuál puede ser su ideal? —persistió, pesadísimo.
Entonces le dije:
—Es un ideal, no una persona en particular. Simplemente quiero hacer una cara hermosa para transmitir el sentimiento puro de una Kannon. ¿Qué hay de malo en eso? ¿Acaso tengo que hacer incluso la cara parecida a esa modelo?
—Se está poniendo usted muy discutona —respondió—, pero, si es usted capaz de expresar su ideal, no tiene usted motivo para venir a esta escuela. ¿Acaso no es por eso por lo que le hacemos dibujar a partir de un modelo? Si va usted a pintar como le guste, no necesita modelo, y si esa su Kannon ideal se parece a otra persona, me parece que su actitud es muy falsa.
—¡Yo no tengo nada de falsa! Y, mientras tenga las divinas facciones de una Kannon, no veo nada artísticamente incorrecto.
—Así no puede ser —insistió—. Usted no es aún una artista del todo desarrollada. Aunque a usted le parezca divina, lo que cuenta es lo que otros vean. Así se producen malentendidos.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué clase de malentendido puede tratarse? —repliqué—. Usted siempre dice que se parece a alguien, conque, ¿tendría la amabilidad de decirme a quién?
Se quedó desconcertado. «Es usted tozuda, ¿eh?», dijo. Desde aquel momento, el director guardó silencio.
Me sentí alborozada. Tuve la sensación de que, al hacer frente al director, había vencido en una disputa, pero nuestra polémica delante de las alumnas causó sensación y no tardó en circular un rumor malintencionado. Decían que yo me había insinuado a Mitsuko, que esta y yo éramos demasiado íntimas… Como le he dicho, en aquella época yo apenas había cruzado palabra con ella, por lo que se trataba de un auténtico disparate, una simple mentira podrida. Desde luego, me daba cuenta de que hablaban a mis espaldas, aunque nunca habría podido imaginar que llegaran a aquellos extremos, pero, como tenía la conciencia tranquila, no me importaba lo que dijesen. Todo aquello era totalmente ridículo.
En fin, la gente es así: siempre está dispuesta a propagar rumores. Aun así, por mucho que murmuraran, acusarnos de «ser demasiado íntimas», cuando no teníamos nada que ver una con la otra, era tan absurdo, que ni siquiera me enfadé. Por mí no me preocupaba, lo que me incomodaba era cómo se lo tomaría Mitsuko. Pensé que podía angustiarla verse envuelta en aquello y, siempre que nos cruzábamos, al ir a la escuela o al salir de ella, no me atrevía —y no sé por qué— a mirarla a la cara como antes y, sin embargo, abordar el asunto a las claras y disculparme ante ella podía ser aún peor, causar un escándalo mayor, por lo que debía evitarlo. Siempre que me cruzaba con ella, procuraba adoptar una actitud de disculpa, bajando, humilde, la vista, como si deseara que no notase mi presencia. De todos modos, seguía preocupada por si estaría enfadada o por lo que pensaría de mí, conque en el momento en que nos cruzábamos le lanzaba una mirada furtiva, pero la expresión de Mitsuko era la misma de siempre; en modo alguno parecía molesta conmigo.
Ah, sí, he traído una fotografía que me gustaría enseñarle. Pedimos que nos la hicieran juntas cuando llevábamos dos kimonos idénticos: es la que salió en los periódicos y llamó tanto la atención. Como ve, así, juntas, yo solo sirvo para realzar la hermosura de Mitsuko; no encontrará usted una belleza tan deslumbrante entre todas las muchachas de Semba.
(Nota del autor: Los «kimonos idénticos» de la fotografía eran de esos de colores chillones que tanto gustan en Osaka. La señora Kakiuchi llevaba el pelo estirado hacia atrás en un moño; el de Mitsuko estaba peinado al estilo Shimada tradicional, pero sus ojos eran preciosos, líquidos, extraordinariamente apasionados para ser una muchacha criada en Osaka. En una palabra, eran unos ojos fascinantes, cargados del magnetismo de una diosa del amor. No cabe la menor duda de que era hermosa; la viuda no había dado muestra de la menor falsa modestia, al decir que solo servía para realzar su belleza, pero la de que su cara fuera de verdad la idónea para representar las afables facciones de la Kannon del Sauce tal vez sea harina de otro costal).
Pero ¿qué le parece? Un esmerado peinado japonés le queda muy bien, ¿verdad?
(…) Sí, a veces lo llevaba así incluso a la escuela. Decía que le gustaba a su madre. En cualquier caso, era una escuela que no obligaba a las alumnas a ponerse uniforme y a nadie le importaba que llevaras un peinado japonés o un kimono sencillo sin hakama: como quisieras. Yo misma nunca llevaba hakama. De vez en cuando, Mitsuko venía vestida con ropa de estilo occidental, pero, cuando se vestía al estilo japonés, solo llevaba un kimono. En esta foto su peinado la hace parecer varios años más joven, aunque, en realidad, contaba veintidós, solo un año menor que yo: si aún viviera ahora, en 1928, este año habría cumplido los veintitrés, pero Mitsuko era unos centímetros más alta y una belleza así, aunque no pretenda mostrarse presumida, siempre parece muy segura de sí misma, ¿no? O tal vez se trate de mi propia sensación de inferioridad. Incluso más adelante, después de que nos hiciéramos muy amigas, yo siempre adoptaba una actitud un poco deferente para con ella, como si fuese su hermana menor, pese a ser la mayor.
El caso es que por aquella época —volviendo a cuando apenas habíamos cambiado palabra, quiero decir—, parecía que Mitsuko no hubiera oído aquellos malintencionados rumores, pues no hubo el menor cambio de actitud en ella. Yo hacía mucho que me sentía atraída por su belleza y, antes de que comenzaran los rumores, solía aproximarme a ella siempre que aparecía. Por su parte, Mitsuko siempre pasaba de largo, como si ni siquiera me hubiese visto, pero, después de que hubiera pasado, todo parecía más vivo y fresco. Si hubiese oído aquellos rumores, al menos me habría prestado más atención, pensaba yo, habría yo notado algo en su actitud, ya fuese que me odiara o que me compadeciera, pero no había el menor indicio de sentimientos, por lo que poco a poco fui cobrando valor, el suficiente para aproximarme a ella y volver a mirar a hurtadillas aquella preciosa cara. Un día, a la hora de la comida, me la encontré en la sala de las alumnas y, en lugar de pasar de largo y con cara inexpresiva, como de costumbre, me ofreció —a saber por qué— una sonrisa encantadora. Instintivamente, me incliné y después Mitsuko se me acercó y dijo:
—Siento muchísimo todas las molestias que te he causado. Por favor, no me lo tengas en cuenta.
—Pero ¿qué estás diciendo? —respondí—. Soy yo la que debe disculparse.
—No debes disculparte por nada. Si supieras lo que ocurre. Ten cuidado, ¡alguien está intentando tendernos una trampa!
—¿De verdad? ¿Quién podría ser? —pregunté.
—El director —dijo—. Aquí no puedo explicártelo… ¿vamos a comer a algún sitio? Entonces podrás enterarte de todo.
—Iré a dondequiera que gustes —le dije.
Después, fuimos las dos a un restaurante cerca del parque de Tennoji. Mientras almorzábamos, Mitsuko empezó a decir que era el propio director quien propagaba esos maliciosos rumores. Naturalmente, me había parecido irritante su forma de presentarse en el aula una y otra vez y avergonzarme ante los demás y no pude por menos de pensar que no tenía buenas intenciones, pero, cuando pregunté por qué diablos quería propagar un rumor así, ella dijo que todo iba dirigido contra ella, que de un modo o de otro quería manchar su reputación y el motivo era el de que se hablaba de una propuesta de matrimonio por parte del joven heredero de la fortuna de la familia M., una de las más ricas y famosas de Osaka.
Mitsuko dijo que ella no estaba interesada, pero su familia era muy partidaria de ese casamiento y la otra parte parecía igualmente deseosa de recibirla en su seno. Ahora bien, también habían ofrecido, al parecer, en matrimonio a ese señor M. la hija de un consejero municipal, que, por tanto, constituía una rival de Mitsuko. Aunque esta no deseaba rivalizar, la familia del consejero debió de pensar que se enfrentaba a un enemigo temible. El caso es que el joven señor M. estaba cautivado por la belleza de Mitsuko y le había enviado incluso cartas de amor, por lo que esta era sin duda un enemigo temible.
Ahora la familia del consejero estaba trajinando y esforzándose por encontrar algún defecto en Mitsuko y había probado todo lo que se le había ocurrido, incluso la difusión de mentiras sobre su relación con otro hombre; no contenta con eso, había llegado a sobornar al director de nuestra escuela. Sí, sí, y antes de eso —esto está volviéndose terriblemente confuso, me temo— el director había preguntado, según dijo, a su padre si podía prestar mil yenes a la escuela para restaurar el edificio. La familia de Mitsuko tenía tanto dinero, que mil yenes no eran nada para ella y habrían podido atender una solicitud de donación a las claras, pero la petición de un préstamo era bastante extraña, para empezar, y no se podía ni comenzar siquiera a restaurar un edificio de ese tamaño con mil yenes. Todo parecía tan absurdo, que su padre se negó en redondo. Según Mitsuko, el director visitaba con frecuencia a las familias acomodadas de las alumnas para pedirles préstamos así, pero nunca había devuelto el dinero prestado. Si hubiera dado un uso idóneo al dinero, habría sido diferente, pero dejó que continuara el deterioro hasta que llegó un momento en que el edificio parecía una pocilga, ¡y, encima, ruinosa!
(…) ¿Cómo? No, parece que usó todo ese dinero para gastos personales. Mitsuko dijo que el director era un auténtico experto en hacer la rosca a las alumnas ricas y, además, no había que olvidar a su esposa, la profesora de bordado: esos dos estaban siempre organizando excursiones domingueras para caerles bien. En realidad, llevaban una vida muy extravagante. Si les prestabas dinero, se mostraban muy amistosos, pero si se lo denegabas, decían cosas desagradables a tu espalda. En el caso de Mitsuko, no solo le guardaban rencor, sino que, además, el consejero se había puesto en contacto con ellos, por lo que su capacidad de rebajarse no tenía límite.
—Por eso te utilizaron a ti para hacerme caer en una trampa, ¿comprendes? —dijo Mitsuko.
—¡Y pensar que había todo eso detrás! Yo no tenía la menor idea. Es tan ridículo, ¿verdad?, cuando resulta que tú y yo no nos conocíamos en realidad hasta hoy. Fabricar una historia así ya es bastante grave, pero no me imagino que la gente la crea.
—Es porque tú te dejas engañar fácilmente —respondió Mitsuko—. La gente dice que solo por los rumores no nos hablamos en la escuela. Pero ¡si es que alguien llegó a afirmar incluso que el domingo pasado nos vio montar juntas en el tren de Nara!
Me sentí consternada.
—Pero ¿quién puede haber dicho semejante cosa?
—Al parecer, fue la mujer del director. Son mucho más taimados de lo que crees, conque, ¡no dejes de tener cuidado!