28
No presté atención a mi marido. Con la cabeza reclinada en la mesa, sollocé como un niño mimado y no cesaba de repetir: «¡Quiero morir! ¡Déjame morir simplemente!».
En aquel momento, decir que quería morir era la mejor táctica. ¿Qué otra cosa podía hacer?… En lo único que pensaba era en cómo podía seguir viendo a Mitsuko igual que antes. La verdad es que lo que más temía era verme divorciada. El caso es que, como él ya sabía todo eso, seguro que nuestra vida conyugal sería armoniosa. Yo estaría muy atenta con él, con solo que entendiera mi apego a ella y lo aceptara. Watanuki podía intentar inmiscuirse, pero ahora teníamos las dos copias de aquel documento acusador y nadie creería nada a un hombre así. Aun cuando Mitsuko se casara con alguien de otra familia, ¿quién podría criticar a dos esposas modélicas semejantes, por mucha que fuera su amistad mutua? No solo estaríamos tan unidas como siempre, sino que, además, nuestra relación sería mucho más serena. Sería mucho mejor que provocar más problemas. Yo sabía muy bien que mi marido era la clase de hombre que anhelaba una solución pacífica. Su mayor temor era el de que yo hiciese algo irreflexivo, por lo que, en lo profundo de su corazón, temía más a un divorcio que yo. «Si intentas atarme, ¡me escaparé de verdad!», le diría yo y después presentaría mis exigencias, poco a poco… Eso era, más o menos, lo que me proponía, segura de que, al cabo de unos días, él haría lo que quiera que yo le pidiese. Así, pues, procuré no enemistármelo. Dijera lo que dijese aquella noche, yo me limité a seguir llorando quedamente, como si ya hubiera adoptado una decisión firme y estuviese haciendo lo posible para ocultarla, lo que preocupó tanto a mi marido, que se quedó a mi lado hasta el amanecer, sin pegar ojo. Me acompañó incluso al cuarto de baño.
El día siguiente, se quedó en casa, en lugar de ir al despacho, y mandó que nos subieran todas las comidas arriba, donde permanecimos sentados y contemplándonos. A veces me miraba inquisitivo y decía: «Si sigues así, te agotarás: duerme un poco y después piénsalo todo detenida y minuciosamente, cuando tengas la cabeza despejada». O: «Al menos, ¡prométeme que abandonarás la idea de morir o escapar!». Pero yo me limitaba a mover la cabeza y me negaba a responder. Pensaba que de ese modo no tardaría en llevarlo a donde yo quería.
Sin embargo, el día siguiente, mi marido anunció por la mañana que debía empezar a ir al despacho para resolver algunos asuntos durante unas horas e insistió en que yo jurara que no saldría de casa ni haría llamadas por teléfono durante su ausencia. De lo contrario, me llevaría consigo a Osaka.
—Iré contigo —dije—. Me preocuparía dejarte ir solo.
—¿Por qué habría de preocuparte?
—Si fueras en secreto a contar a los Tokumitsu lo que sabes, yo no podría seguir viviendo.
—Yo nunca haría eso a tus espaldas —declaró—. No iría allí sin tu permiso. Te lo juro. ¿Me lo juras tú también?
Entonces le dije:
—Si simplemente me prometes que no harás algo vil, te esperaré aquí pacientemente durante tu ausencia. Por favor, ve a ocuparte de tu trabajo; no te preocupes por mí. Creo que descansaré un poquito, mientras estés ausente.
Hacia las nueve, lo despedí y volví a la cama un rato, pero estaba tan extrañamente excitada, que no pude dormir. Además, mi marido me telefoneó en cuanto llegó a Osaka y siguió llamando cada media hora, mientras yo recorría de punta a cabo el dormitorio para intentar calmarme los nervios, con toda clase de pensamientos desbocados en la cabeza. De repente, se me ocurrió que, mientras nosotros luchábamos día tras día en aquella contienda de voluntades, era probable que Watanuki estuviese tramando algo… y Mitsuko también. ¿Qué habría estado pensando desde que me había separado de ella el otro día? ¿Habría estado esperándome el día anterior desde la mañana hasta la noche? En cualquier caso, como mis amenazas de matarme no estaban surtiendo el efecto deseado, ¿por qué no forzar un desenlace, sin por ello causar un gran escándalo, yéndome con ella a algún lugar cercano como Nara o Kyoto? Después podíamos hacer que Ume corriera frenética hasta mi marido para decirle: «¡Mi señora y su esposa se han escapado juntas! Por favor, vaya tras ellas, porque, si no, cuando su familia se entere, ¡va a haber una buena!», que lo llevara hasta nosotras justo cuando estuviésemos a punto de suicidarnos… Aquel día era nuestra única oportunidad de actuar: eso era lo que yo pensaba, pero, como no podía salir, telefoneé a Mitsuko y le pedí que viniese corriendo a mi casa.
—Te contaré todo cuando estés aquí: por favor, ¡ven en seguida!
Después advertí a nuestra criada: «No debes decírselo al señor». Y me puse a esperar a Mitsuko. Unos veinte minutos después, llegó.
Mientras mi marido siguió telefoneándome, me sentí segura de que estaba en Osaka, pero, aun así, por si acaso venía a casa inesperadamente, mandé llevar el parasol y las sandalias de Mitsuko hasta detrás de la casa, por la parte del jardín, y, para mayor precaución, me reuní con ella en el salón de abajo, para que pudiera marcharse corriendo por la puerta de atrás. Mitsuko estaba pálida y tenía expresión de inquietud. Durante el tiempo en que habíamos estado separadas, había llegado a estar, al parecer, exhausta. Mientras escuchaba mi historia, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Entonces, ¿también tú has tenido que pasar por todo eso, Hermana?
Al parecer, desde la noche anterior y durante todo el día anterior, Watanuki había estado intimidándola inmisericorde.
—Tú y tu hermana habéis estado conspirando contra mí —la acusó—, conque decidí burlaros yendo al despacho del señor Kakiuchi en Imabashi y contándole todo lo relativo a su esposa. Por eso, se presentó en Kasayamachi para investigar. Una vez que se la llevó, así, a su casa, ¡es inútil esperar que vuelva nunca más!