6

—Bueno, ya está bien —dijo Mitsuko—. Ahora voy a vestirme.

—No, ¡no lo hagas! —dije al tiempo que movía la cabeza, descontenta—. ¡Déjame contemplarte un poco más!

—Pero es ridículo. No puedo quedarme desnuda así, ¿no?

—¡Claro que puedes! ¡Y, además, es que no estás desnuda de verdad! Tienes que quitarte eso…

Mientras hablaba, agarré la sábana que la cubría y tiré de ella, pero ella forcejeó para conservarla, al tiempo que gritaba:

—¡Suelta! ¡Suelta!

Al final noté que la sábana empezaba a rasgarse, con lo que sentí un arrebato y los ojos se me llenaron de lágrimas airadas.

—Muy bien, ¡déjalo! No sabía que fueras tan cobarde… ¡se acabó nuestra amistad! —y mordí un pliegue de la sábana, hundiendo los dientes en él y tirando con fuerza, con lo que se rasgó aún más.

—¡Debes de estar loca!

—¡Nunca he conocido a nadie tan frío! ¿Acaso no habíamos prometido no ocultarnos nada? ¡Mentirosa!

Estoy segura de que en aquel momento yo debía de parecer poseída. Según me dijo Mitsuko después, la miraba furiosa, pálida como una muerta y trémula, como si de verdad me hubiera vuelto loca, y la propia Mitsuko temblaba, mientras me miraba fijamente y en silencio a los ojos. Había abandonado la noble pose de la Kannon del Sauce y permanecía ahí, con una rodilla doblada, las puntas de los pies unidas y los brazos cruzados con timidez delante de sí, con una belleza patética. Sentí una punzada de piedad por ella, pero, cuando vislumbré sus rellenitos hombros blancos por entre la rasgada sábana, sentí deseos de arrancarla violentamente. En aquel momento sí que me puse frenética y empecé a quitarle la sábana del cuerpo. Ante mi determinación, Mitsuko pareció amilanarse. Guardó silencio y me dejó hacer lo que me pareciera. Nos miramos fijamente a los ojos con una intensidad casi de odio. Después, mientras arrancaba los restos de la sábana, apareció en mis labios una sonrisa: una fría y maliciosa sonrisa de triunfo, por haber logrado salirme con la mía. Por fin se revelaron las formas esculturales de una doncella divina y mi euforia se convirtió en asombro.

—¡Ah, es enloquecedor! —exclamé, con las lágrimas corriéndome por las mejillas—. ¡Un cuerpo tan hermoso! ¡Podría matarte! —mientras hablaba, así su trémula muñeca con una mano y con la otra acerqué su cara, al tiempo que avanzaba mis labios hacia ella.

De repente oí a Mitsuko gritar como loca:

—¡Eso, mátame! ¡Quiero que lo hagas!

Sentí su cálido aliento en mi cara y vi lágrimas a raudales que recorrían sus mejillas. Abrazadas, tragamos nuestras lágrimas mezcladas.

Aquel día, aunque no tenía intención de ocultárselo, no conté a mi marido que había traído a Mitsuko a casa, mientras él esperaba en su despacho pensando que iría a recogerlo de vuelta de la escuela. Cuando pasó el tiempo y yo seguía sin aparecer, telefoneó a casa.

—Podrías habérmelo dicho. Me he pasado toda la tarde esperando.

—Lo siento, se me ha pasado: se me ha ocurrido venir aquí de repente.

—¿Sigue ahí Mitsuko?

—Sí, pero creo que se irá en seguida.

—Mira, pídele que se quede un ratito y voy en seguida.

—Entonces date prisa, por favor.

Eso fue lo que dije, pero en mi fuero interno no me gustaba la idea de que él hubiera venido a casa. Después de lo que había ocurrido en el dormitorio aquella tarde, me había embargado una sensación de gozo. ¡Qué día más maravilloso había sido! Me sentía como elevada en el aire, cualquier cosita era suficiente para poner a latir mi corazón como un tambor. Me parecía que la llegada de mi marido disiparía aquella sensación maravillosa. Solo quería estar a solas con Mitsuko, que siguiéramos juntas. Ni siquiera necesitábamos hablar; podía limitarme a contemplarla en silencio… Simplemente estar allí, junto a ella, me infundía una felicidad infinita.

—Mira, Mitsuko —dije—. Esa llamada ha sido de mi marido. Dice que vuelve a casa. ¿Qué vas a hacer?

—¡Ay, madre mía! ¿Qué debo hacer?

Mitsuko se puso a vestirse apresuradamente. Ya eran las cinco, dos o tres horas después de que se hubiera cubierto con aquella sábana.

—¿Sería muy grave que me marchara sin verlo?

—Ha estado diciendo que quería conocerte… ¿Te importa esperar un poco más?

Aunque le pedí que se quedara, la verdad es que esperaba que pudiera marcharse antes de que él llegara a casa. Quería que el día entero fuese feliz; no quería que su hermoso recuerdo quedara empañado por la presencia de una tercera persona, por lo que, cuando llegó mi marido, no me sentí bien, naturalmente. Debí de parecer de mal humor. Incluso Mitsuko no sabía qué decir, en parte por mi actitud y en parte porque era la primera vez que lo veía. Tal vez se sintiese culpable también. Los tres parecíamos ausentes e incómodos, como si estuviéramos absortos en nuestros pensamientos. Por eso, me sentía aún más irritada por la molestia. Me sentía muy irritada con mi marido.

—¿Y qué, chicas? ¿Cómo habéis pasado el rato? —preguntó para intentar iniciar una conversación con Mitsuko.

—Hoy hemos usado nuestro dormitorio de estudio —lo interrumpí yo, muy seca—. Quería mejorar mi retrato de Kannon y he pedido a Mitsuko que posara para mí.

—Eso es causar mucha molestia a tu modelo, ¿no?, cuando, para empezar, no tienes demasiado talento.

—Sí, pero se me ha pedido, por el honor de la modelo.

—Por mucho que la pintes, abandona la esperanza de lograrlo. Tu modelo es demasiado hermosa.

Durante aquel breve intercambio, Mitsuko se limitó a soltar risitas y bajar, tímida, la vista. La conversación se agotó y ella no tardó en marcharse a su casa.