9
Después de aquel estallido, ya no tuve miedo a nada. ¿Por qué había de preocuparme? Anhelaba aún más estar con Mitsuko, pero, cuando corrí a la escuela la mañana siguiente, no la vi por ningún lado. Llamé a su casa y me dijeron que había ido a visitar a un pariente en Kyoto. Deseosa de verla y embargada aún por las emociones provocadas por la pelea de la noche anterior, me apresuré a mandar aquella carta, pero, después de hacerlo, me pregunté qué le parecería una carta tan frenética. De repente volví a sentirme inquieta ante la posibilidad de que dijera que se sentía culpable para con mi marido, por lo que sería mejor que me mantuviese alejada de ella.
Después, la mañana siguiente, mientras esperaba en la sombra del plátano, llegó corriendo hasta mí llamándome en voz alta «¡Hermana!» delante de todo el mundo.
—Acabo de recibir tu carta, Hermana, y me ha preocupado tanto ¡que estaba impaciente por verte!
Tras echarme los brazos en torno a los hombros, me miró fijamente, con los ojos anegados en lágrimas.
—¡Ay, Mitsu! Debes de estar molesta por lo que mi marido dijo sobre ti… —me eché a llorar yo también—. ¿Te ha irritado? Lo siento; no debería haber escrito esa carta.
—No es eso: mientras solo se trate de mí, no me importa lo que diga nadie, pero ¿estás segura de que no te ha convencido para que te vuelvas contra mí? ¿Estás del todo segura, Hermana?
—¡No seas tonta! ¿Acaso te habría escrito esa carta, si no, y habría intentado hablar contigo por teléfono? ¿Cómo iba a poder soportar una separación de ti, ocurra lo que ocurra? Si sigue refunfuñando al respecto, ¡será peor para él!
—Eso es lo que piensas ahora, Hermana, pero me pregunto si no te cansarás de mí. Al fin y al cabo, tal vez sea a tu marido a quien quieras. Dicen que las parejas casadas son así…
—No me considero casada con ese hombre. Sigo siendo independiente. Si quieres que nos escapemos juntas, Mitsu, lo haré… ¡a donde quieras!
—¡Oh, Hermana! ¿De verdad? ¿Lo harás? ¿Estás segura de eso?
—¡Claro que sí! Estoy lista para marcharme en cualquier momento.
—¡Yo también! ¿Y si te dijera que iba a morir? ¿Morirías conmigo, Hermana?
—¡Sí, sí! ¡Moriría contigo! ¿De verdad morirías tú conmigo, Mitsu?
De modo que, después de aquella pelea con mi marido, nuestra relación se intensificó. Aun así, él no dijo nada, tal vez porque me había dejado por imposible. Aproveché para volverme aún más audaz.
«Se ha resignado», dije a Mitsuko. «No hay motivo para preocuparse».
Así que ella se volvió más audaz también y, si él volvía a casa mientras estábamos en el dormitorio, me decía que no bajara a saludarlo. Naturalmente, ella tampoco bajaba. A veces se quedaba hasta las diez o las once de la noche.
«Hermana, ¿podrías hacerme el favor de telefonear a mi casa por mí?», me pedía, y yo aseguraba a su madre que iba a quedarse a cenar con nosotros y estaría lista para marcharse a tal hora. Entonces su criada, Ume, venía a buscarla en un taxi. Con frecuencia cenábamos juntas arriba, pero, como mi marido no tenía nada que hacer, a veces lo invitaba a que se nos uniera; él siempre aceptaba y los tres cenábamos juntos. Mitsuko ya no vacilaba en llamarme «Hermana» delante de él. Cuando quería hablar conmigo, me telefoneaba incluso a las tantas de la noche.
—¿Qué ocurre, Mitsuko, a estas horas? ¿Sigues despierta?
—¿Te has acostado ya, Hermana?
—Pero, si es que son más de las dos… Estaba profundamente dormida.
—Pues perdóname… precisamente cuando estabais disfrutando vuestra agradable camita caliente.
—Mitsu, ¿es esa la razón por la que me has llamado?
—Está muy bien para quien tiene marido, pero yo estoy aquí sola y me siento muy sola. Pese a la hora que es, no puedo conciliar el sueño.
—Pero bueno, ¡no tienes remedio! ¡Deja de preocuparte y vete a la cama! Mañana puedes venir a verme.
—Iré en cuanto me despierte, conque ¡procura sacar a ese marido tuyo de la cama temprano!
—Muy bien, no te preocupes.
—¿De verdad?
—Sí, sí.
Pasábamos veinte o treinta minutos al teléfono, diciendo tonterías así. Poco a poco, nuestras notas y cartas secretas fueron dejando también de serlo y yo dejaba en el escritorio una carta abierta de Mitsuko… Desde luego, mi marido no era la clase de persona que lee a escondidas el correo ajeno, no tenía por qué preocuparme por eso, pero en el pasado, cuando acababa de leer una carta, me apresuraba a guardarla en un cajón cerrado con llave…
Tal como estaba la situación, comprendí que podía esperarme otra sesión tormentosa con mi marido en cualquier momento, pero precisamente entonces estábamos llevándonos mejor, por lo que me fui abandonando cada vez más a mi pasión, hasta quedar esclavizada por ella, y, así las cosas, ocurrió algo que nunca habría podido imaginar: la cosa más inesperada del mundo. Fue el 3 de junio. Mitsuko había venido hacia el mediodía y se había quedado hasta las cinco de la tarde, después de lo cual mi marido y yo acabamos de cenar a las ocho; una hora, más o menos, después, a las nueve y pico, la criada me dijo que tenía una llamada de Osaka.
—¿De Osaka? ¿Quién puede ser?
—No lo han dicho —respondió Kiyo—. Deseaban que se pusiera usted al teléfono corriendo.
Cuando acudí al teléfono y pregunté quién llamaba, lo único que oí fue esto:
—Soy yo… soy yo, Hermana.
Parecía ser Mitsuko, pero me costaba entender las palabras, ya fuera por una mala conexión o porque la otra persona hablaba en voz muy baja y pensé que alguien podría estar gastándome una broma.
—¿Quién es? —insistí—. Haga el favor de hablar más alto y dígame su nombre. ¿A qué número llama?
—Soy yo, Hermana. Llamo a Nishinomiya 1234 —en cuanto oí aquella voz repetir nuestro número de teléfono, supe que había de ser Mitsuko—. Mira, estoy en Osaka, en Namba, y me ha ocurrido algo terrible: ¡me han robado la ropa!
—¿La ropa?… Pero ¿qué diablos estabas haciendo?
—Estaba bañándome. Es un restaurante del barrio de los placeres, por lo que tienen un baño japonés…
—Pero ¿qué haces en un sitio así?
—Pues, mira, quería contártelo, Hermana… es igual, ya te lo contaré… estoy metida en un lío terrible… por favor, ayúdame. Necesito ese kimono tuyo que es idéntico al mío, ¡lo antes posible!
—Entonces, ¿te has ido directamente a Osaka después de salir de aquí?
—Pues… sí.
—¿Quién está ahí contigo?
—Alguien a quien no conoces, Hermana… Si no consigo ese kimono, no puedo ir a mi casa esta noche. Por favor, te lo suplico, ¿quieres mandar a alguien para que me lo traiga?
La voz de Mitsuko parecía llorosa. Por mi parte, yo me sentía tan preocupada, que el corazón me latía con fuerza y habían empezado a temblarme las rodillas, pero pregunté adónde había que llevarlo y me dijo que estaba en un local llamado el Izutsu, un restaurante que yo no conocía, en Kasayamachi, en una calle del barrio de los placeres, al sur de la avenida del Puente de Tazaemon. Además del kimono, necesitaba una faja y sus cierres que hicieran juego con él, que por suerte también tenía yo, junto con una cinturilla y calcetines. Parecía extraño que le hubiesen robado también esas cosas.
—¿Y la ropa interior? —pregunté.
—No —dijo—. Eso no me lo han quitado.
Debía encargar a una persona digna de confianza que le llevara todo aquello lo antes posible, antes de las diez, a más tardar, por lo que pensé que no podía encargarlo a ninguna otra persona: no me quedaba más remedio que correr yo misma hasta allí en un taxi.
Cuando le pregunté si era oportuno que le llevara la ropa yo, me pareció oír a alguien a su lado, junto al teléfono, que le indicaba lo que debía decir.
—Tal vez fuera mejor, Hermana… o podrías dársela a Ume; ya debe estar esperándome en la estación de Hanshin, en Umeda. No sabe dónde estoy, por lo que tendrás que indicarle cómo llegar y dile que pregunte por Suzuki.
Después oí otra consulta en susurros. Al cabo de un rato, Mitsuko prosiguió, vacilante:
—Y, Hermana… siento mucho molestarte, pero alguien más ha perdido la ropa. ¿Podrías traerte uno de los kimonos o un traje de tu marido? Da igual cuál sea —y después—: Otra cosa más… Te estaría eternamente agradecida si pudieras traer veinte o treinta yenes también.
—No hay problema —dije—. Espérame.
Después de colgar, llamé inmediatamente a un taxi. Lo único que dije a mi marido fue que me iba a Osaka y no tardaría en volver: Mitsuko necesitaba ayuda. Después corrí arriba y saqué del ropero mi kimono idéntico y los accesorios, junto con uno de los mejores kimonos de verano de mi marido, de seda sarga, una faja y un abrigo haori. Lo envolví todo en un hato de tela y dije a la criada que lo llevara a escondidas hasta el umbral de la casa.
Naturalmente, mi marido sospechó algo.
—¿Por qué te llevas ese hato a estas horas? —preguntó, mientras salía de la casa justo cuando yo estaba a punto de montar en el taxi.
Yo debía de estar nerviosa y pálida; desde luego, resultaba extraño que fuera a algún sitio sin cambiarme de ropa ni peinarme.
—No sé por qué, pero necesita mi kimono idéntico al suyo —dije, al tiempo que sacaba una punta de él por entre el nudo del hato para enseñárselo—. Lo necesita urgentemente, según dice, y voy a llevarlo a su tienda en Osaka. Tal vez vaya a participar en alguna representación teatral de aficionados. En cualquier caso, pediré al taxista que espere y volveré al instante.
Primero pensé en ir directamente a ese restaurante Izutsu, puesto que ya era tan tarde —debían de ser por lo menos las nueve y media—, pero después pensé que era mejor ir a la estación de Hanshin y recoger a Ume para intentar averiguar lo que sabía. Cuando llegué a la estación, la vi parada en la puerta principal y mirando, impaciente, en derredor. La llamé y le hice una seña desde el taxi.
—¡Ah, es usted, señora Kakiuchi!
Parecía sentirse violenta, además de sobresaltada.
—Estás esperando a Mitsu, ¿verdad? —dije—. Ha ocurrido algo horrible; me ha telefoneado para decirme que acudiera en seguida. ¡Ven tú también!
—Pero ¿de verdad?
Ume vaciló, como si no supiera qué pensar, pero yo la introduje en el taxi y le expliqué en pocas palabras lo que habíamos hablado por teléfono, mientras nos dirigíamos al restaurante.
—¿Quién puede ser ese hombre que está con ella? ¿Puedes tú decírmelo, Ume? —al principio se quedó muda y puso una expresión muy angustiada, pero yo insistí—. Seguro que sabes algo. No es la única vez que ha salido con él, ¿verdad? No te causaré ningún problema, pase lo que pase, y te recompensaré…
Le dejé ver que sacaba un billete de diez yenes y lo envolvía en una hoja de papel.
—No, no —protestó—, es usted demasiado amable.
Pero se lo metí en la faja.
—No perdamos más tiempo.
—No sé si debería ir con usted, señora Kakiuchi, a un lugar así. ¿No me regañará?
—¿Por qué habría de hacerlo? Quería que fueras tú, en caso de que yo no pudiese.
—¿Le dijo todo eso por teléfono? Me pone muy nerviosa…
Ume parecía pensar que yo quería meterla en una trampa.
—No hay nada que temer —dije para tranquilizarla—. Solo lo sé porque Mitsu me ha llamado.
—Sí, pero no sé por qué no lo ha notado usted antes. Ha estado preocupándome todo este tiempo…
—¿Ah, sí? ¿Y cuánto tiempo ha sido?
—Mucho tiempo… al menos desde abril; no estoy del todo segura.
—¿Quién es ese hombre que está con ella?
—Eso tampoco lo sé. Ella me da dinero y me dice que me vaya a ver una película y después la espero en Umeda a determinada hora. No tengo ni idea de adónde va. Incluso he pensado que podría estar reuniéndose con usted en alguna parte. Incluso cuando llegamos a casa tarde, quiere que yo diga que hemos estado en casa de la señora Kakiuchi.