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El caso es que Mitsuko siguió pidiéndome que la perdonara y repitiendo lo mucho que lo sentía y eso me hizo sentirme tanto más conmovida.
—No, no, tú no has hecho nada malo —le dije para consolarla—. Es ese hombre horrible. ¡Y pensar que es un educador!… Pero no importa lo que digan sobre mí: tú eres joven y aún no estás casada, conque, ¡no te dejes maltratar por unas personas tan maliciosas!
—Me alegro de haber tenido la oportunidad de contarte toda la historia. Me he quitado un peso de encima —después sonrió—. Pero, si volvemos a reunirnos así, habrá más murmuraciones, conque tal vez sería mejor no hacerlo.
—¡Qué lástima, ahora que por fin nos hemos hecho amigas!
La verdad es que aquella idea me preocupaba.
—Sí que quiero ser amiga tuya, si te parece bien —dijo Mitsuko—. ¿Por qué no vienes a mi casa la próxima vez? No me da ningún miedo lo que diga la gente.
—Y a mí tampoco. Si las murmuraciones llegan a ser insoportables, dejaré, sencillamente, de ir a esa escuela miserable.
—Mira, querida Kakiuchi, tengo una idea. ¿No te gustaría burlarte simplemente de todos ellos mostrándoles lo buenas amigas que somos? ¿Eh? ¿Qué te parece?
—Me parece bien —dije— y me gustaría ver la cara del director cuando lo hagamos.
Me encantó aquella idea.
—¡Y qué divertido sería, además! —dijo Mitsuko, mientras daba palmadas como una niña traviesa—. ¿Qué tal si vamos juntas de verdad a Nara este domingo?
—¡Sí, hagamos eso! ¡Imagínate lo que dirán cuando se enteren!
De modo que, en menos de una hora, habíamos borrado el último rastro de reserva entre nosotras.
Entonces ya era demasiado tarde para volver a la escuela y una de nosotras propuso ir a ver una película en el Shochiku. Pasamos el resto de la tarde juntas, hasta que Mitsuko anunció que debía hacer una compra y se alejó por la avenida de Shinsaibashi. Yo cogí un taxi desde Nippombashi hasta el despacho de Imabashi. Como de costumbre, pasé a recoger a mi marido y nos dirigimos a la estación de Hanshin para coger el tren que nos llevaría a casa.
Pero aquella vez él comentó:
—Pareces muy animada hoy. ¿Qué te ha ocurrido para estar tan alegre?
«¿Lo estoy de verdad?», pensé para mis adentros. «Será por Mitsuko».
—Es que hoy —dije— he hecho una nueva amiga maravillosa.
—¿Y quién puede ser?
—Una auténtica belleza, ¡es lo que es! ¿Sabes ese comerciante de lanas Tokumitsu de Semba? Pues es su hija.
—¿Cómo la has conocido?
—Va a mi escuela: el caso es que alguien hizo correr un rumor sobre nosotras…
Yo no tenía nada que ocultar, por lo que le conté todo, comenzando por aquella absurda discusión que había tenido con el director.
—¡Vaya una escuela! —dijo mi marido—. Pero, si es tan hermosa, me gustaría conocerla a mí también —añadió en broma.
—Estoy segura de que no tardará en visitarnos. He prometido ir a Nara con ella el domingo que viene, si no te importa.
—Claro que no —dijo mi marido riendo—, pero ¡te advierto que el director se enfadará!
El día siguiente, en la escuela ya había corrido la noticia de que habíamos almorzado juntas y habíamos ido juntas al cine. Hubo toda clase de comentarios maliciosos: ya sabe usted cómo son las mujeres.
«Ayer estuviste paseando por Dotombori, ¿verdad, querida Kakiuchi?».
«Debiste de pasártelo muy bien».
«¿Quién podía ser tu acompañante?».
Pero a Mitsuko la divertía y se me acercó a propósito, como para hacer ostentación de nuestra amistad. La cosa siguió así durante dos o tres días, en los que acabamos de hacernos muy amigas. El director parecía furioso, pero se limitaba a mirarnos con expresión ceñuda y no decía ni palabra. Mitsuko me preguntó si no podía yo hacer mi retrato de Kannon más parecido aún a ella. «Me pregunto qué diría entonces». Conque procuré hacerlo aún más parecido, pero el director dejó de entrar en nuestra clase, cosa que nos encantó.
En realidad, no hacía falta que fuéramos a Nara, pero, como resultó ser un delicioso domingo de finales de abril, la telefoneé y quedamos en encontrarnos en la terminal de Ueroku y pasamos la tarde paseando por las suaves laderas del monte Wakakusa. Pese a su edad, había aún algún rasgo infantil en Mitsuko y, cuando llegamos a la cima, compró media docena de mandarinas y empezó a hacerlas rodar cuesta abajo, al tiempo que gritaba: «¡Mira esto!». Las mandarinas rodaban y rodaban hasta abajo del todo y una de ellas saltó incluso al otro lado de la carretera y cruzó la puerta abierta de una casa al otro lado. Parecía considerarlo muy divertido.
—Mitsuko, ¿y si recogiéramos unos helechos? —le propuse—. Sé que hay muchos helechos y cola de caballo en la próxima colina.
Nos quedamos hasta el anochecer recogiendo gran cantidad de helechos en flor y cola de caballo.
(…) ¿Que por dónde estuvimos en el monte Wakakusa? Tiene tres cumbres, verdad, y nosotras estuvimos en la hondonada entre las dos primeras: se ven hierbas jóvenes por doquier; resultan particularmente deliciosas, porque todas las primaveras queman la hierba muerta. El caso es que, cuando volvimos a la primera colina, había empezado a obscurecer y, como las dos estábamos muy cansadas, cuando habíamos bajado la mitad de la ladera, más o menos, nos sentamos a descansar un rato.
De repente, Mitsuko se puso seria.
—Querida Kakiuchi, quería darte las gracias por una cosa.
Cuando le pregunté de qué podía tratarse, me ofreció una sonrisa muy expresiva y dijo:
—Pues que, gracias a ti, parece que no voy a tener que casarme con ese hombre tan horrible.
—¿De verdad? ¿Y cómo ha sido?
—Los rumores se propagan veloces. Esa gente ya se ha enterado de nuestra relación.