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Después, Watanuki había dicho que estaba seguro de que Mitsuko sabía que había intercambiado promesas escritas con su hermana.
—Pero ahora ya solo es un trozo de papel: he entregado mi copia a su marido, como prueba precisamente de lo que le dije y aquí está el recibo —añadió, al tiempo que se lo sacaba del bolsillo para enseñárselo.
—Mira, está todo escrito: «Se responsabilizará por su esposa…» —y demás.
Watanuki le leyó, una tras otra, las cláusulas, pero mantuvo sujeto el recibo para ocultar con la mano la que había añadido mi marido.
—Ahora que tengo esto por escrito del señor Kakiuchi, no tenemos por qué preocuparnos por tu hermana nunca más, por lo que me gustaría que firmaras una promesa conmigo ahora.
Según Mitsuko, al oír aquello se sacó del bolsillo lo que parecía otro borrador de acuerdo. Cuando ella lo leyó, vio que estaba lleno de condiciones descaradamente beneficiosas para él: Mitsuko y Watanuki estarían por siempre jamás unidos en cuerpo y alma; ella seguiría a Watanuki en la muerte; si violaba su promesa, recibiría un justo castigo y esto y lo otro.
—Si consideras aceptables esas condiciones, firma, por favor, aquí y pega tu sello.
Pero Mitsuko se negó.
—¡En modo alguno voy a hacerlo! —le dijo—. Nunca he oído hablar de pedir promesas como tú lo haces. Tú solo quieres chantajear a la gente.
—No tienes por qué preocuparte, siempre que no te propongas cambiar de idea.
Intentó colocarle por la fuerza una pluma en la mano.
—¡No es como si estuviera pidiendo prestado dinero! ¿Te crees tú que puedes garantizarte los sentimientos de una persona con un contrato? Esto parece uno de tus aviesos planes.
—Y tú no quieres firmarlo, porque puedes cambiar de idea, ¿verdad?
—Firme o no, no se puede prever el futuro —replicó ella.
—Pues, si no lo haces, ¡lo lamentarás! Tengo la prueba necesaria para chantajearte.
Mientras hablaba, sacó una fotografía de la cartera y se la enseñó. Asombrosamente, era una fotografía del documento que mi marido había recobrado.
—Pensé que el señor Kakiuchi podría no querer devolverlo —dijo Watanuki—, conque encargué la foto antes de ir a Imabashi el otro día; no soy hombre que se deje engañar. Si se la enseño a un reportero, junto con mi recibo, estará interesado en comprarlos. No sé lo que puedo verme obligado a hacer… Será mejor que me escuches, ¡o tendrás graves problemas! —le advirtió.
—¿Lo ves? —dijo Mitsuko—. ¡Así de despreciable eres! Pero no me importa: anda, vende tu historia a los periódicos o donde quieras, ¡y deja de molestarme!
Tras eso, se separaron enfadados.
Y, por eso, según me dijo Mitsuko, no había ido a Kasayamachi aquel día para no parecer débil. No sabía qué hacer a continuación, cuando recibió mi llamada y respondió entusiasta.
Mientras Watanuki no considerara que sus relaciones con ella estaban perdidas, no era probable que diese pasos que pudieran perjudicarlo también a él, pero, al haber entrado en crisis la situación, revestía importancia decisiva poner a mi marido de nuestro lado. Decidimos llevar a cabo nuestro plan.
—Si te gustaría ir a algún sitio cercano, ¿y si fuéramos a nuestra quinta de Hamadera? —preguntó Mitsuko.
Aquel verano solo vivían en ella el matrimonio de guardeses y, si Mitsuko quería ir a nadar en el océano, acompañada de Ume, podía organizar una estancia de cuatro o cinco días sin preocupar en modo alguno a su familia. Entretanto, yo podía escaparme de mi casa para reunirme con ellas en la estación de Namba; cuando nosotras tres llegáramos a Hamadera, mi marido descubriría que me había marchado. Seguro que lo primero que haría sería llamar a casa de Mitsuko. En cuanto se enterara de dónde estaba ella, llamaría a Hamadera y haríamos que respondiera Ume:
«Su esposa y mi señorita han tomado unos medicamentos… ¡y están las dos inconscientes! Han dejado unas notas, ¡por lo que debe querer decir que querían suicidarse! Iba a llamar ahora mismo a nuestra casa y después a usted. ¡Por favor, venga en seguida!».
Seguro que acudiría lo más rápido posible.
El discursito de Ume era una parte importante de la trama, pero, incluso en un engaño así, presentar un coma realista era más importante. Solo teníamos que tomar la cantidad justa de medicina para que un médico dijera que nuestras vidas no estaban en peligro y que, tras descansar dos o tres días, estaríamos bien otra vez. No conocíamos la dosis apropiada para eso, pero Mitsuko acostumbraba a tomar somníferos Bayer, que eran totalmente inocuos.
—Dicen que ni siquiera un tubo entero de estas tabletas puede matar —me explicó—, conque, si tomamos menos, estaremos a salvo, ¡aunque no me importaría tomar una dosis excesiva, en vista de que estamos juntas, Hermana!
—¡A mí tampoco me importaría! —dije yo.
De modo que, una vez que mi marido se hubiera apresurado a llegar junto a nuestra cama, Ume estaría preparada para contarle una historia:
«Están aún atontadas, como ve, pero el médico dice que están fuera de peligro y de vez en cuando abren los ojos; ahora están conscientes la mayor parte del tiempo. Tal vez debería comunicárselo a la familia de mi señora, pero sé que, si lo hago, me regañará y supongo que la señora Kakiuchi también: por eso no la he llamado. Por favor, no se lo diga a nadie. En cualquier caso, su esposa no puede volver a su casa esta noche: espero que le deje usted quedarse un tiempo, como si estuviera aquí de visita, hasta que se encuentre bien otra vez».
Después, podríamos pasar unos días más en la cama, a veces representando un delirio, hablando en sueños o despertándonos y llorando, y Ume le aconsejaría que nos dejara solas, si quería que nos recobráramos plenamente, y a él no le quedaría más remedio que acceder.
—Entonces, ¿cuándo lo hacemos? —preguntó Mitsuko.
—Tendría que ser hoy. No vamos a tener una oportunidad mejor, ahora que estoy así, encarcelada.
—Yo también quiero que nos apresuremos o, si no, Watanuki volverá a perseguirme.
Mientras estábamos preparando nuestro plan, había habido más llamadas de mi marido y empezamos a temer que no tuviéramos tiempo de escapar o, en caso de que sí, él lo descubriría antes de que llegáramos a Hamadera. Necesitaríamos como mínimo tres horas desde el momento en que saliésemos antes de que pudiera encontrarnos o, si no, el plan no daría resultado. Al principio pensé en llamar a su despacho y decirle que quería dormir hasta la noche. «No me despiertes», le diría y después cerraría con llave la puerta del dormitorio por dentro y me escaparía por la ventana, pero nuestra casa es de estilo occidental, con dos plantas y con una pared lisa que no ofrece ningún punto de apoyo para los pies y, además, en la playa, enfrente, habría multitud de bañistas; no podía hacer nada así delante de toda aquella gente, conque lo hablamos y llegamos a la conclusión de que era mejor para mí mantener mi buen comportamiento dos o tres días más y después, una vez que mi marido y nuestra criada hubieran relajado su vigilancia, me escaparía con el pretexto de ir a bañarme.
Lo único que debía hacer era esperar unos días hasta que él empezara de nuevo a confiar en mí; después, cuando estuviese a punto de irse a la oficina, yo le diría: «Si permanezco encerrada aquí, igual podría ser una inválida; déjame ir por lo menos a bañarme. Me pondré un bañador e iré simplemente a la playa de enfrente de casa». Y, en efecto, saldría de casa en bañador. Ume estaría esperándome en la playa, con alguna ropa de Mitsuko para que yo me vistiera con ella, preferiblemente un vestido de una pieza que pudiese ponerme encima del bañador y un sombrero de ala ancha o un parasol para taparme la cara. En la playa habría una multitud, por lo que nadie se fijaría en mí, pero, como en aquella época casi nunca llevaba vestidos de estilo occidental, era menos probable aún ser reconocida, fuera quien fuese quien me viera. Íbamos a encontrarnos entre las diez de la mañana y el mediodía, momento en el que mi marido estaría, seguro, en Osaka. Ume debía acudir tres días después, a no ser que lloviera, pero, si algo no saliese bien, vendría también el día siguiente, el cuarto día o el quinto día y así sucesivamente.
Eso fue lo que planeamos. Después tuvimos otra buena idea: Mitsuko iría antes a Hamadera en la noche del segundo día y, cuando mi marido llamara a su familia, le dirían que había ido a la quinta el día anterior. Cuando llamara a Mitsuko, esta se pondría y diría: «Mi hermana no sabe que estoy aquí, por lo que no la espero». Él pensaría que yo no me había alejado demasiado y que podría haberme ahogado incluso. Antes que nada, querría ponerse a buscarme.
Un poco después, en el momento oportuno, Ume llamaría: «La señora Kakiuchi acaba de llegar aquí y antes de que quisiera darme cuenta, ¡ha ocurrido algo terrible!».
Calculamos que transcurrirían una hora y media o dos horas antes de que la criada fuera a buscarme. Después telefonearía a mi marido en Osaka; él haría, a su vez, sus llamadas y no volvería a Koroen hasta una hora después, más o menos; después pasaría una o dos horas más preguntando a los bañistas si me habían visto y buscándome a lo largo de toda la playa; por último, después de aquella llamada de Ume, tardaría una hora y veinte o treinta minutos en llegar desde Koroen hasta Hamadera: en total, dispondríamos de cinco o seis horas, lo que era mucho tiempo para hacer los preparativos. Solo que sentía lástima de Ume, que debería ir con Mitsuko a Hamadera el día anterior y después volver hasta Koroen a las diez de la mañana y esperar una o dos horas en la playa con el mayor calor. Si por casualidad me viese obligada a hacerla esperar en vano, ella tendría que volver un segundo o un tercer día, pero Mitsuko me aseguró que podía contar con ella.
«Es algo que le gusta hacer».
Hicimos todos los preparativos necesarios, hasta el último detalle, nos recordamos mutuamente que deberíamos tener cuidado y Mitsuko se fue a su casa. Eso fue hacia la una de la tarde. Mi marido volvió casi al mismo tiempo y por muy poco no se encontró con ella. Pensé que había sido una suerte no haber intentado escapar ese día.