11
—Por favor, señora Kakiuchi, estoy seguro de que debe de estar usted enojada por lo de esta noche, pero no me queda más remedio que suplicárselo —volvió a hacer una profunda reverencia, hasta tocar el suelo con la frente—. No me importa lo que me ocurra a mí, pero, por favor, por favor, lleve a Mitsuko a salvo a su casa. Le guardaré eterno agradecimiento.
Al final, apretaba las manos como un devoto.
Por mi parte, soy tan dada a la compasión, que, pese a sentirme terriblemente maltratada, no pude negarme. Aun así, movida por la profunda amargura que sentía, me limité a lanzarle en silencio una mirada iracunda durante un rato, mientras él se arrastraba delante de mí. Al final, cedí y me limité a decir:
—De acuerdo.
Watanuki volvió a hacer una reverencia.
—¡Aaah! —suspiró teatralmente, con voz embargada de emoción—. Entonces lo hará. Se lo agradezco muy sinceramente, me quitará un peso de encima —después, tras mirarme fijamente a los ojos, como para averiguar cómo podría reaccionar yo, añadió—: En ese caso, pediré a Mitsuko que venga aquí, pero antes he de hacerle otra petición. Ella está tan disgustada por todo lo que ha ocurrido esta noche, que le ruego que no lo comente. ¿De acuerdo? ¿Me promete que no lo hará?
Tampoco pude negarme a aquello y él se apresuró a llamar a Mitsuko por la puerta corredera.
—Lo ha entendido todo —le aseguró—. ¡Sal, por favor!
Un poco antes, yo había oído un crujido al otro lado de la puerta, pues parecía estar poniéndose el kimono, pero después había seguido un silencio sepulcral, como si estuviera aguzando el oído para oír lo que decíamos. Unos minutos después de que él la llamara, la puerta empezó a abrirse por fin. Poco a poco, unos centímetros cada vez, la puerta fue deslizándose y después apareció Mitsuko, con los ojos enrojecidos e hinchados de haber estado llorando.
Yo quería ver su expresión pero, en el momento en que nuestros ojos se cruzaron, bajó la mirada y se agachó despacio para sentarse y acurrucarse a la sombra del joven. Solo vi que se mordía el labio, vi aquellos párpados hinchados, las largas pestañas, la elegante línea de su nariz, mientras se sentaba con las dos manos metidas en las mangas e inclinada como en una pose de abandono, con el cuerpo retorcido y la falda de su kimono en desorden. Y, mientras contemplaba a Mitsuko ahí sentada, recordé que aquel kimono era uno de los dos idénticos y pensé en el momento en que los encargamos y cómo nos los pusimos para hacernos una foto juntas. Mi ira estalló de nuevo. ¡Ay! ¡Nunca debería haber encargado aquel kimono! Sentía deseos de lanzarme sobre ella y hacerlo trizas: la verdad es que, si hubiéramos estado solas, ¡podría haber hecho eso precisamente!
Watanuki pareció notarlo y, antes de que pudiéramos decir palabra, nos instó a prepararnos para marcharnos y fue a cambiarse de ropa, a su vez. Después, pese a las protestas del personal de la posada, insistió en darles parte del dinero que yo había llevado para pagar la cuenta y, atento a no correr el menor riesgo, me formuló otra petición:
—Ah, sí, señora Kakiuchi… siento molestarla, pero creo que sería mejor que telefoneara ahora a su casa y también a la de Mitsuko.
Yo había estado preocupada por lo que pensarían en casa, por lo que telefoneé a nuestra criada y le pregunté:
—¿Has sabido algo de la familia de Mitsuko? Estoy a punto de acompañarla y después volveré a casa.
—Sí —respondió—, ha habido una llamada hace un rato, pero yo no sabía qué decirles, conque no he dicho nada de la hora, solo que ustedes dos habían ido a Osaka.
—¿Se ha acostado mi marido?
—No, aún está levantado.
—Dile que no tardaré en volver a casa —dije.
Después llamé a la casa de Mitsuko.
—Hemos ido a ver una película en el Shochiku esta noche —dije a su madre, cuando se puso al aparato— y después teníamos tanta hambre, que hemos entrado en el restaurante Tsuruya. Se nos ha hecho tardísimo, pero voy a llevar a Mitsuko a casa en seguida.
La madre de Mitsuko dijo:
—¡Ah! ¿Ha sido eso lo que ha ocurrido? Es tan tarde, que he telefoneado a su casa.
Por la forma como habló, quedó claro que no había sabido nada de la policía.
Todo parecía estar saliendo bien y decidimos partir en un taxi lo antes posible. Al joven solo le quedaba la mitad de los treinta yenes, pero se puso a dar propinas a los sirvientes de la posada para asegurarse de que no habría más problemas, al tiempo que les indicaba lo que deberían decir, en caso de que hubiera alguna investigación de las autoridades. Incluso en un momento semejante parecía increíblemente minucioso. Por fin nos marchamos: yo había llegado un poco después de las diez y había pasado una hora más o menos allí, por lo que debían de ser más de las once. Entonces recordé que había dejado a Ume esperándome, conque salí, la llamé —estaba paseándose para arriba y para abajo por la callecita— y le dije que montara en el taxi. Watanuki montó también, muy tranquilo, al tiempo que decía:
—Yo haré también con ustedes una parte del recorrido.
Mitsuko y yo íbamos una junto a la otra en el asiento trasero y Ume y Watanuki se sentaron en los trasportines frente a nosotros. Los cuatro permanecimos así, unos frente a otros, sin decir palabra, mientras el taxi avanzaba a toda velocidad. Cuando llegamos al Puente de Muko, Watanuki rompió por fin el silencio.
—¿Qué vas a hacer? —dijo, como si acabara de ocurrírsele—. ¿No deberías llegar a casa en el tren?… ¿Qué opinas, Mitsuko? —preguntó—. ¿Hasta dónde quieres seguir con el taxi?
Lo decía porque Mitsuko vivía a solo unos quinientos o seiscientos metros de la estación de Ashiyagawa, en las colinas al oeste del río, cerca del famoso bosquecillo de cerezos de Shiomizakura. Aun así, era un camino terriblemente peligroso a través de un pinar solitario, en el que había habido muchos atracos y violaciones; cuando Mitsuko volvía a casa por la noche, aun acompañada de Ume, siempre tomaba un taxi desde la estación. Propuse que cambiáramos de taxi en Ashiyagawa, pero Ume dijo que no podía ser, porque los taxistas locales las conocían, conque debíamos tomar otro taxi antes de llegar allí.
Durante todo ese tiempo Mitsuko guardó silencio. A veces lanzaba un suspirito y clavaba la vista en Watanuki, sentado enfrente de ella, como para decirle algo en secreto. Él le devolvió la mirada del mismo modo y dijo:
—Pues tal vez deberíamos apearnos de este taxi en el Puente de Narihira.
Yo sabía muy bien por qué proponía eso. El sendero desde el puente hasta la estación de Hankyu también era peligroso, a lo largo de un dique con una fila de pinos enormes, no precisamente un lugar apropiado para que tres mujeres caminaran solas. Watanuki quería simplemente estar con Mitsuko el mayor tiempo posible, por lo que pensó en apearse del taxi y acompañarnos hasta la estación para buscar otro. Si conocía el puente y el camino hasta el tren, pese a haber dicho que vivía cerca de la tienda de los Tokumitsu en Semba, debía de ser porque habían pasado con frecuencia por allí los dos juntos. Me dieron ganas de decirle a él: «¡No podemos dejarnos ver por nadie con un hombre! Si solo somos nosotras tres, podemos poner alguna excusa: usted debería seguir hasta su casa. Me habían dicho que yo la acompañara hasta su casa, por lo que, si usted no se va, seré yo la que lo haga».
Pero Ume intervino para aceptar todo lo que él había propuesto.
—¡Esa es muy buena idea! ¡Hagamos eso! —parecía estar en sintonía con él—. Es mucha molestia para usted, pero, no le importará acompañarnos hasta la estación de Hankyu, ¿verdad?
Empecé a pensar que Ume estaba compinchada con ellos. Cuando nos apeamos del taxi en el puente y bajamos por el sendero obscuro como boca de lobo, dijo:
—Daría miedo caminar por aquí a oscuras sin la compañía de un hombre, ¿verdad, señora Kakiuchi?
Y se empeñó en acapararme para contarme cómo tal y cual muchachas habían sido atacadas hacía poco por aquel sendero; entretanto, procuraba que camináramos muy por delante de Watanuki y Mitsuko. Estos iban a una distancia de unos doce metros de nosotros y seguían hablando sobre algo: yo apenas podía oír las respuestas de Mitsuko, pero esta parecía asentir también a todo lo que él le decía.
Watanuki nos dejó enfrente de la estación y las tres volvimos a guardar silencio, mientras nos dirigíamos en un taxi a casa de Mitsuko.
—Pero bueno —exclamó su madre, al salir a nuestro encuentro—. ¿Por qué habéis dejado que se hiciera tan tarde? —parecía muy deseosa de disculparse ante mí y me dio las gracias efusivamente—. Siento que siempre le causemos tantas molestias.
Tanto Mitsuko como yo nos sentíamos incómodas, por miedo a que, si la conversación se prolongaba demasiado, nos denunciáramos, por lo que, cuando su madre se ofreció a llamar a un taxi, le dije que había dejado uno esperándome… y casi salí corriendo de la casa.
Tomé el tren de Hankyu de vuelta a Shukugawa otra vez y de allí fui hasta Koroen en taxi y llegué a casa justo a medianoche. Kiyo salió a recibirme a la puerta.
—¿Se ha acostado mi marido? —pregunté.
—Ha estado levantado hasta hace un ratito —respondió—, pero ahora está en la cama.
«Muy bien», pensé. «Tal vez se haya quedado dormido sin saber que he vuelto». Abrí la puerta del dormitorio lo más silenciosamente que pude y entré de puntillas. Había una botella abierta de vino blanco en la mesilla y mi marido parecía dormir plácidamente, con la manta sobre la cabeza. Como no era demasiado bebedor y casi nunca tomaba vino a la hora de acostarse, supuse que debía de haber tomado un poco de vino por estar demasiado preocupado para dormirse.
Me metí furtivamente en la cama, procurando no alterar su plácida respiración, pero no pude conciliar el sueño. Cuanto más cavilaba sobre lo que había sucedido, más amargura e irritación me entraba, hasta que mi corazón pareció lacerado por la rabia. «¿Cómo podría vengarme?», pensaba. «Sea como fuere, ¡la haré sufrir por todo esto!». Llegué a estar tan agitada, que acabé alargando la mano para coger medio vaso de vino de la mesilla y me lo bebí de un solo trago. El caso es que yo tampoco estaba acostumbrada a beber y estaba tan agotada de la febril velada, que el vino se me subió al instante a la cabeza. No fue una sensación agradable: de repente me entró un dolor de cabeza atroz, como si toda la sangre del cuerpo hubiera corrido hasta ella, y sentí náuseas en la boca del estómago. Me costaba respirar y estuve a punto de gritar: «¿Cómo os atrevéis todos vosotros a ponerme en ridículo? ¡Esperad y veréis!». Pero, aun cuando esa idea me obsesionaba, me di cuenta de que el corazón me latía como loco, como el chorro de sake vertido desde un tonel; no tardé en advertir que el corazón de mi marido latía del mismo modo y que su respiración se había vuelto también jadeante. Nuestra respiración y nuestras palpitaciones se fueron haciendo cada vez más violentas, con el mismo ritmo, hasta que llegó un momento en que pareció que nuestros corazones estaban a punto de estallar, cuando de repente noté que los brazos de mi marido me estrechaban con fuerza. Un momento después, noté aún más cerca su jadeante respiración y sus ardientes labios me rozaron el lóbulo de la oreja:
—¡Me alegro de que estés de vuelta en casa!
No sé por qué, al oír sus palabras, se me llenaron los ojos de lágrimas y exclamé:
—¡Me han humillado tanto! —después, sin parar de sollozar, me volví y repetí—: ¡Me han humillado! ¡Me han humillado! —y una y otra vez sacudí su cuerpo con fuerza entre mis brazos.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo con dulzura—. ¿Quién te ha humillado? Por favor, dime qué te ocurre: si lloras, no puedo entenderte. ¿Qué ha ocurrido?
Mientras él hablaba, me enjugaba las lágrimas, me consolaba y me calmaba, pero eso me hacía sentirme aún más desdichada. Me sentía abrumada por el remordimiento. «¡Ah, qué bueno es!», pensé. «Me merezco mi castigo… De ahora en adelante, durante todo el resto de mi vida, me aferraré a su amor y cortaré toda relación con ella».
—Te voy a contar lo que ha ocurrido esta noche —dije—, pero, por favor, perdóname.
Al final, conté todo a mi marido.