10
Pregunté a Ume con qué frecuencia ocurría.
—Eso también es difícil de decir. Me decía que iba a su clase de ceremonia del té o a casa de la señora Kakiuchi… pero siempre parecía agitada. «Ahora tengo que ir a un recado», me decía, y se marchaba sola.
—¿Estás segura de estar diciéndome la verdad?
—¿Por qué habría de mentirle? ¿No lo sospechaba usted misma, señora Kakiuchi? ¿Nunca ha pensado que algo había?
—Es que soy demasiado tonta. Me ha tratado mal, me ha pisoteado y no me he dado cuenta hasta hoy. ¡Qué comportamiento más cruel!
—Sí, me temo que mi joven señorita no tiene corazón… Siempre que la veo a usted, me siento culpable. Me da usted tanta lástima…
Ume parecía sentir una compasión sincera y, pese a que me desagradaba mucho confiarme a ella, había sentido tanta amargura, tanta consternación, que necesité contarle todo lo que me había pasado por la cabeza.
—Mira, Ume, tú debes de haber notado cómo me sentía yo. Nunca podía imaginarme que ocurriera algo así. Últimamente he tenido unas peleas terribles con mi marido por culpa de Mitsu. Si no hubiera estado tan obsesionada con ella, seguro que me habría dado cuenta, pese a lo boba que parezco. En fin, es igual, pero ¿cómo diablos ha podido telefonearme así esta noche? ¡Debe de tomarme por una idiota!
—Sí, la verdad, ¡cómo ha podido ocurrírsele! Pero tal vez estuviera desesperada.
—No me importa el problema que tuviese… ¿cómo ha podido decirme que había ido a un restaurante con su amiguito y que han tomado un baño en él? ¡Tú misma puedes sacar las conclusiones que se desprenden!
—Sí, desde luego, pero, aun así, una vez que le han robado la ropa, no podía ir a su casa desnuda…
—Yo lo habría hecho. En lugar de hacer esa desvergonzada llamada de teléfono, ¡me habría ido a casa completamente desnuda!…
—Y que le roben en un momento así… es la consecuencia de andar con malas compañías.
—En cualquier caso, se lo tienen merecido… no solo perder el dinero, sino también la ropa y quedarse en ropa interior…
—Sí, sí, es verdad. ¡Se lo tienen merecido!
—Cuando compramos los kimonos idénticos, no fue para algo así… ¿Hasta dónde va a llegar para aprovecharse de mí?
—¡Ha sido una suerte inmensa que mi señora llevara puesto ese kimono hoy! ¿Qué habría podido hacer si no se hubiera preocupado usted por ella, señora Kakiuchi? ¿Y si le hubiese dicho usted que no iba a venir? ¡A ver cómo iba a poder salir de semejante apuro!
—He pensado en hacer exactamente eso, pero al principio no podía imaginar lo que sucedía, me he quedado tan sobresaltada al oír esa voz sollozante por el teléfono y, aunque me ha parecido odiosa, no he podido llegar a odiarla, por lo que, cuando de repente me la he imaginado ahí, desnuda y temblando, me ha dado tanta lástima… Puede parecerte ridículo, Ume, al verlo desde fuera, pero así ha sido exactamente.
—Oh, sí, me imagino lo que debe de haber sentido usted…
—Y, encima, me pide que traiga ropa de hombre también, no solo la ropa para ella, y susurraban pegados al teléfono, como si quisieran que yo los oyese… ¡cómo ha podido atreverse! Me llamaba «Hermana» delante de todo el mundo y dijo que nunca había dejado a nadie verla desnuda… ¡Me habría gustado verlos ahí juntos y desnudos!
En aquel momento yo iba hablando tan acaloradamente, que ya no sabía dónde estábamos. Al parecer, habíamos girado hacia el oeste desde la avenida de Sakai en Shimizucho: recuerdo haber visto las luces de los almacenes Daimaru en Shinsaibashi por delante de nosotros, pero, antes de llegar hasta ellos, nos dirigimos hacia el sur por la avenida del Puente de Tazaemon y el taxista dijo:
—Esto es Kasayamachi… ¿dónde quiere que las deje?
—Busco un restaurante llamado el Izutsu —dije.
Seguimos dando vueltas por allí, pero no lo encontramos y, cuando preguntamos a alguien del barrio, nos dijo que no era un restaurante, sino una posada.
—¿Y dónde está? —pregunté.
—Bajando por esa callejuela adyacente de ahí delante.
Aunque no era lejos de Soemoncho y de la avenida Shinsaibashi, toda la zona estaba obscura y bastante solitaria. Había varias casas de geishas y pequeños restaurantes y posadas, pero eran edificios pequeños y modestos, tan silenciosos como casas privadas. Desde la entrada de la calle adyacente que nos habían indicado, se veía, colgada de uno de los aleros, una lámpara con el rótulo «Hotel Izutsu» en pequeños caracteres.
—Espérame aquí, Ume —dije y me dirigí a él yo sola.
Aunque se llamara hotel, el Izutsu era un establecimiento de aspecto equívoco situado al final de la calle. Vacilé un momento después de abrir la celosía, pero alguien parecía estar ocupado al teléfono en la cocina y llamé una y otra vez sin recibir respuesta. Por fin, grité «¡Hola!» y salió una criada. En cuanto me vio, pareció saber quién era. Antes de que yo pudiese decir palabra, me pidió que entrara y me condujo por una escalera hasta el segundo piso.
—Ahí está la señora a la que usted esperaba —anunció, al tiempo que abría la puerta corredera.
Entré en una pequeña antecámara con tres tatami y me encontré a un joven de piel blanca y de veintitantos años de edad, sentado ahí, en el suelo, con actitud respetuosa.
—Discúlpeme, ¿es usted la señora amiga de Mitsuko? —preguntó.
Cuando dije que sí, se puso rígido y después hizo una profunda reverencia, hasta el suelo.
—No sé cómo disculparme por lo que ha ocurrido esta noche —dijo—. Mitsuko tendrá que darle su propia explicación en seguida. Dice que no puede mirarla a la cara, sobre todo por el aspecto que tiene en este momento. Así, pues, espere hasta que haya podido ponerse el kimono que ha tenido usted la bondad de traerle.
Aquel joven tenía la clase de facciones regulares y atractivo femenino que habían de gustar a Mitsuko; sus finas cejas y ojos pequeños daban una impresión de malicia, pero, en cuanto lo vi, pensé: «¡Qué joven más apuesto!». Al parecer, había perdido también su ropa, pero llevaba un pulcro kimono sin forro y de seda común rayada: después supe que se lo había prestado uno de los empleados del hotel.
—Esta es la ropa que le he traído —dije, al tiempo que le entregaba el hato.
Lo aceptó educadamente: «Muchas gracias», dijo, y abrió una puerta corredera por el extremo, lanzó el hato a la habitación y se apresuró a cerrar la puerta de nuevo, por lo que solo pude vislumbrar un biombo bajo que ocultaba la cama…
Tardaría muchísimo tiempo en contarle todo lo que ocurrió aquella noche. El caso es que, como ya había entregado la ropa que les había llevado y él estaba allí, consideré inútil ver a Mitsuko, conque envolví los treinta yenes en un papel y le dije:
—Ahora me marcho: haga el favor de dar esto a Mitsuko.
No quiso ni oír hablar de que yo me marchara.
—No, no, quédese, por favor: ella estará lista en seguida —dijo, y volvió a sentarse delante de mí—. En realidad, esto es algo que la propia Mitsuko tendrá que explicarle, pero creo que yo le debo mi propia explicación. Espero que tenga a bien escuchar lo que debo decirle.
Evidentemente, a Mitsuko le resultaba difícil hablar conmigo y habían quedado en que fuera él quien hablara por ella, mientras se vestía. En aquel momento aquel joven cortés añadió:
—Me han quitado la cartera, por lo que no tengo mi tarjeta de visita, pero me llamo Watanuki Eijiro. Vivo cerca de la tienda del señor Tokumitsu en Semba.
Lo que aquel Watanuki me dijo fue que, mientras Mitsuko seguía aún viviendo en Semba, hacia el final del año anterior, Mitsuko y él se habían enamorado y tenían incluso intención de casarse. Sin embargo, en la primavera se había hablado del casamiento con el señor M. y temieron que sus planes estuviesen condenados al fracaso. Por fortuna, el rumor de una aventura amorosa lesbiana surtió el efecto de desbaratar la propuesta de M.
(…) El caso es que fue así, más o menos, como comenzó. En ningún momento intentaron utilizarme, insistió, aunque así lo hubiera parecido al principio, pero poco a poco Mitsuko se había sentido movida por mi pasión y había correspondido fervientemente mi amor, más de lo que jamás lo hubiera amado a él. Sintió unos celos insoportables; si alguien fue utilizado, fue él. Aunque no me conocía, Mitsuko le había hablado mucho de mí. Ella le dijo que el amor entre mujeres nada tenía que ver con el amor entre ellos y, si no le dejaba relacionarse conmigo, ella dejaría de hacerlo con él. Últimamente, él había accedido al deseo de ella.
«Mi hermana también está casada», decía Mitsuko, «y yo estoy dispuesta a casarme contigo, pero una cosa es el amor conyugal y otra muy distinta el amor a otra mujer, por lo que debes entender que yo no renunciaré a mi hermana mientras viva. Si no puedes aceptarlo, no me casaré contigo».
Según dijo Watanuki, los sentimientos de Mitsuko por mí eran absolutamente sinceros. Una vez más tuve la sensación de que me estaban poniendo en ridículo, pero la verdad es que él tenía una gran facilidad de palabra y no me dejaba margen para discutir. Le parecía que no estaba bien seguir ocultándome su relación con Mitsuko, por lo que le había dicho a esta que pidiese mi asentimiento a la situación, puesto que él ya la había aceptado. Mitsuko entendió que era claramente lo mejor, pero, siempre que estaba conmigo, le resultaba difícil planteármelo. No dejaba de pensar que ya se presentaría una oportunidad mejor, hasta que al final había sucedido lo de aquella noche.
Además, Mitsuko había dicho por teléfono que les habían robado, pero, en realidad, no era un robo normal: quienes se habían llevado su ropa no eran ladrones, sino jugadores. Cuanto más me hablaba, más cierto me parecía que una mala acción nunca queda impune. Según dijo, aquella noche, había una timba de jugadores en otra habitación de la posada y, al parecer, hubo una redada de la policía. Cuando Mitsuko y él oyeron todo aquel alboroto, se alarmaron tanto, que huyeron alocadamente de su habitación, ella con ropa interior y él con la ropa de dormir, y escaparon por el tejado a la casa contigua, donde se ocultaron bajo una plataforma en la que secaban la ropa. Los jugadores salieron pitando en todas direcciones. La mayoría de ellos escaparon, pero una pareja rezagada llegó presa de la confusión por el pasillo y, al ver abierta la puerta de la habitación de Mitsuko y su compañero, después de que estos acabaran de abandonarla, se ocultaron en ella. Luego aquel hombre y aquella mujer decidieron fingir que estaban allí por haberse citado: debían de saber que los policías encargados de detener a los jugadores eran diferentes de los que perseguían los amores ilícitos, pero los policías eran muy expertos, por lo que sospecharon de ellos, los detuvieron y los llevaron a la comisaría, cuando ya se habían vestido con los kimonos que Mitsuko y Watanuki habían dejado en una cómoda. Es que aquella pareja se había cambiado de ropa y se había puesto la de la posada para jugar y, durante la redada, su ropa estaba en otra habitación. De modo que, para fingir que no eran jugadores, tuvieron que ponerse la ropa que encontraron junto a la cama. Después, cuando Mitsuko y él se sintieron por fin lo bastante seguros para volver después de haber escapado por los pelos, su ropa había desaparecido: ni siquiera les había quedado una cartera o una bolsa y, como el posadero también había sido detenido, no tenían a quién recurrir en busca de ayuda. Ni siquiera podían irse a casa.
Otra preocupación, según Watanuki, fue la de que podían ser identificados por la tarjeta de abono del tren, que ella guardaba en su bolsa, y por las tarjetas de visita que él guardaba en su cartera. Sería desastroso para ellos que la policía llevara la investigación hasta sus familias y esa era la razón por la que estaban tan angustiados cuando me telefonearon, pero, como yo había tenido la amabilidad de acudir hasta allí y parecía apreciar tanto a Mitsuko, tal vez me tomara también la molestia de volver con ella a Ashiya y contar que habíamos pasado la velada juntas en el cine y, en caso de que llamara la policía, contaba conmigo para que encontrara una forma convincente de explicarlo.