24

—… Mira, Hermana, pese a que hemos sido tan íntimas, siento vergüenza al confesarte todo esto y me lo he ido guardando por pensar que podría enemistarte conmigo. No podía sentirme más desgraciada, pero ¡hoy te he contado todo!

Mitsuko estaba tumbada y con la cara en mi regazo, llorando desconsolada y sus lágrimas caían a raudales sobre mí. Yo no sabía cómo consolarla: la Mitsuko a la que había conocido hasta aquel día era radiante, animada, con ojos que brillaban con orgullo, no la clase de persona que trasluce la menor debilidad ni amargura. Era horrible ver a aquel ser espléndido perder la confianza en sí mismo y desplomarse hecho un mar de lágrimas. Después, Mitsuko me dijo que siempre se había negado con tozudez a que alguien viera su dolor, por muy deprimida que se encontrara, pero, aun así, de no haber sido por mí, habría sufrido mucho más. Gracias a mí, tuvo el valor para soportar la desdicha; su humor mejoraba siempre que me veía y se olvidaba de sus penas, pero por fin aquel día, por alguna razón, la tristeza la había abrumado, ya no podía suprimirla mediante simple fuerza de voluntad, el dique había reventado y las lágrimas, durante tanto tiempo contenidas, se habían derramado.

—¡Oh, Hermana, por favor, por favor…! Eres la única persona en la que puedo confiar: ¡no dejes que lo que te he contado te enemiste conmigo!

—¿Cómo podría nada enemistarme contigo? Me alegro de que hayas podido sincerarte. ¡No puedes imaginarte lo feliz que me siento de que confíes en mí así!

Después Mitsuko pareció relajarse, pero, sin dejar de llorar, siguió diciéndome que Eijiro había destrozado su vida, que no tenía futuro, ningún rayo de esperanza, solo podía vivir inmersa en la infelicidad. Prefería morir a casarse con ese hombre. ¿No podría yo idear una forma para que rompiera con él?

—Por favor —me rogaba—, ayúdame a encontrar una salida.

—Llegados a este punto, voy a serte sincera —dije—. La verdad es que hice una promesa como hermano y hermana con Eijiro. Intercambiamos unos documentos en que se exponían todos los detalles.

Y le conté todo lo que había ocurrido el día anterior.

—¡Justo lo que pensaba! —exclamó Mitsuko—. Digas lo que digas, él sospecha que lo descubrirán, conque ha hecho todo eso para tenerte segura, Hermana. Quiere arrastrarte junto con él, si ha de renunciar a mí…

Entonces recordé lo asombrado que se mostró, cuando le dije que no me había enterado de que Mitsuko estuviera embarazada. «¿Que no estaba enterada?», preguntó, con ojos inyectados en sangre y los labios demudados. «¿Le dijo por qué no podía tener hijos? ¿Era porque tuviese algún tipo de afección física?». Entonces me acordé de que en medio de nuestra conversación había suspirado más de una vez y había repetido aquella exclamación melodramática: «¡Ah, qué mala suerte he tenido!».

Yo había interpretado aquella exclamación sentimental como una evidente súplica de compasión, pero tal vez, pese a lo desvergonzado que era, se hubiese sentido superado por su secreta pena y no pudiera por menos de revelar la sensación de aislamiento que intentaba ocultar a los demás. Aun así, había estado sondeándome solapadamente con sus preguntas: «¿Por qué no había de decirle que estaba embarazada? ¿Debía mentirle a usted, precisamente a usted?». Y añadió: «Su padre está de lo más furioso… Si ella tiene un hijo, lo destinarán a la adopción».

Eso era ya bastante grave, pero, además, estaban aquellas cláusulas especiales. «Al releerlo, veo que es más ventajoso para usted, Hermana, que para mí», había dicho. «Eso le demuestra lo sincero que soy». Y, sin embargo, si no hubiera estado preocupado por su futuro, ¿por qué había de usar todo ese lenguaje ridículo para intentar granjearse mi confianza? ¿Justo cuando esperaba aprovecharse de nuestra promesa? Piense en estas condiciones: «La hermana mayor hará todos los esfuerzos posibles para que su hermano y Mitsuko queden reunidos en matrimonio legal». Y: «Si el hermano es abandonado, su hermana romperá relaciones con Mitsuko». Y también: «Ninguna de las dos partes, sin el consentimiento expreso de la otra, cometerá acción alguna consistente en escapar con Mitsuko, ocultar su paradero o cometer un doble suicidio con ella».

Esta última condición parecía ser la que le interesaba, según Mitsuko; las otras eran solo un relleno. Aun siendo tan legalista, Watanuki no necesitaba tomarse semejante molestia redactando un documento detallado, pero, en realidad, últimamente la actitud de Mitsuko para con él había sido cada vez más desesperada: podía hacer cualquier cosa. De modo que parecía que todo el plan de él se debía al miedo a que la situación no tardara en ir de mal en peor.

En cuanto a la ocasión en que los tres fuimos al cine Shochiku, poco antes, fue Mitsuko la que nos juntó:

—¿Por qué no te reúnes con mi hermana por una vez —le había dicho—, en lugar de abrigar tantos prejuicios contra ella? Hablando con ella simplemente podrías ver qué clase de persona es y si conoce o no tu secreto —ella pensaba que le impediría decirme nada en privado, pero él pasó toda la velada con una actitud adusta y silenciosa.

—¿Crees que guardó tanto silencio porque ya se proponía acercarse a mí a tus espaldas? —pregunté.

—No lo sé, pero siempre tenía miedo de que lo dejara y me marchase contigo, Hermana.

—Estoy segura de que, una vez que lograra el matrimonio, no querría saber nada más conmigo. Diría: «Ya no la necesito más».

—Todas esas referencias al matrimonio eran simplemente para convencerse a sí mismo; en realidad, no cree que sea posible. Sabe que, si intentara forzarme, yo preferiría morir, pero con tu presencia, Hermana, no tiene que preocuparse por que otro hombre lo prive de mí, por lo que le gustaría que siguiéramos con nuestra relación.

También aquel día Watanuki esperaba a Mitsuko, pero esta dijo que aborrecía la idea de verlo y esperaba que yo consiguiera que se marchase. Yo le dije que con eso lo único que le inspiraría sería más sospechas que nunca; la situación empeoraría incluso. Más valía no citar aquello de lo que hablamos aquel día y que yo la ayudara a encontrar la forma de romper con él: ¡debía conseguirlo de algún modo, aun cuando fuera la muerte para mí! ¡Lo mataría, si no me quedara más remedio! Entonces las dos, Mitsuko y yo, estábamos llorando, pero yo hice todo lo posible para animarla antes de marcharme.

(…) Pues, a juzgar por la fecha de la promesa —es decir, el 18 de julio—, debió de ser el 19, el día siguiente, cuando Mitsuko y yo mantuvimos nuestra conversación. Por aquella época, mi marido acabó con un asunto que lo había mantenido muy ocupado y propuso que nos tomáramos unas vacaciones de verano.

—¿Y si fuéramos a Karuizawa este año? —preguntó.

Eso era lo último que yo deseaba hacer. Le dije que Mitsuko se sentía terriblemente sola por aquellos días; con su estado, no podía ir a ninguna parte y no cesaba de decir lo mucho que me envidiaba. Si debíamos partir, prefería esperar hasta que hiciera más fresco e ir a las montañas en un lugar como Hakone, no tan lejano. Mi marido pareció decepcionado, pero yo no le hice caso y durante dos semanas más corría hasta Kasayamachi todas las mañanas, en cuanto él se iba de casa. El caso es que, desde aquel momento, Mitsuko pareció una persona diferente, más tierna, más vulnerable: no solo una belleza abrumadora, sino también, y de repente, como una paloma ante la mirada de un halcón, tanto más conmovedora, pero con expresión angustiada, siempre que nos reuníamos, sin el recuerdo siquiera de su antigua sonrisa radiante. Yo misma me sentía devorada por la ansiedad, por el miedo, pese a que procuraba quitármelo de la cabeza, de que intentara hacer una locura.

—Mitsu —le dije—, al menos muéstrate un poco más alegre delante de Eijiro. Si no, sospechará y a saber lo que podría hacer. Yo me encargaré de él, te lo prometo: cuando haya acabado, ¡no se atreverá a enseñar la cara en público! Ten un poco más de paciencia, aunque te sientas tan desdichada.

Pero ¿cómo podía yo atacar a Watanuki? Él era mucho más hábil para manipular a las personas y someterlas a su control y no sabía cómo hacerlo. Incluso mientras hablaba yo tan desafiante, me preguntaba qué podría decirle, en caso de que estuviese esperándome en la calle delante de la posada. No había nada vergonzoso en negarse a cumplir semejante acuerdo engañoso, pero, aun así, me sentía vagamente culpable de haber faltado a mi palabra, y siempre que salía me estremecía al pensar que podría oír aquella repulsiva voz llamando: «Hermana», detrás de mí. Por fortuna, nunca ocurrió. Una vez que hubimos intercambiado las promesas, parecía considerar que había logrado su objetivo. Me pareció una suerte para mí.

Entretanto, día tras día, Mitsuko no cesaba de preguntar si se me ocurría algo. «¡No puedo soportar esta situación, Hermana!», decía. Al final se le ocurrió el desesperado plan de engatusar a Watanuki para que se escapara con ella. A mí me diría por adelantado adónde irían y luego, en el momento oportuno, después de que saliera en los periódicos y causara conmoción, yo guiaría a la policía hasta ellos… ¡Watanuki no volvería a aventurarse cerca de ella después de aquella experiencia! Y ella estaba totalmente dispuesta a sacrificar su reputación.

—Parece haber barruntado lo que estamos hablando, por lo que debemos apresurarnos a actuar —dijo Mitsuko.

—Si es así, estoy segura de que vendrá a verme para hablar de nuestro acuerdo. Esperemos a recurrir a tu plan como último recurso.

(…) A decir verdad, en aquel momento estaba tan preocupada, que casi vine a pedirle a usted consejo otra vez, pero no tuve valor para hacerlo y Ume dijo que tampoco sabía qué hacer. Al final, estaba desesperada; pensé que habría de pedir ayuda a mi marido. Tal vez podría confesar mis mentiras, hasta cierto punto, y ver si él conocía algún medio legal de protegernos: tal vez podría persuadirlo para que se compadeciera de Mitsuko.

Pero un día, mientras me encontraba en la posada de Kasayamachi, apareció de repente mi marido, sin siquiera haber telefoneado antes. Eran las cuatro y media, más o menos, y volvía a casa del despacho. Yo estaba con Mitsuko, cuando una de las criadas subió corriendo escaleras arriba, llamándome por mi nombre.

—¡Señora Kakiuchi! ¡Está aquí su marido! Dice que quiere verlas a las dos: ¿qué debo hacer?

Mitsuko y yo nos miramos, atónitas.

—¿Por qué demonios ha venido aquí? —exclamé—. En cualquier caso, iré a hablar con él; tú quédate aquí, Mitsu —y bajé a la entrada.