9. Hiperespacio
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—¿Está preparado, Janov? —preguntó Trevize.
Pelorat alzó los ojos del libro que estaba leyendo y contestó:
—¿Quiere decir, para el salto, viejo amigo?
—Para el salto hiperespacial. Sí.
Pelorat tragó saliva.
—Bueno… ¿Está seguro de que no resultará desagradable en ningún sentido? Sé que es una tontería tener miedo, pero la idea de quedar reducido a incorpóreos taquiones, que nadie ha visto o detectado jamás…
—Vamos, Janov, es algo muy perfeccionado. ¡Palabra de honor! Como usted mismo ha explicado, el salto lleva realizándose cerca de veintidós mil años, y nunca he tenido noticia de una sola calamidad en el hiperespacio. Quizá salgamos del hiperespacio en un lugar incómodo, pero entonces el accidente ocurriría en el espacio, no mientras estamos compuestos de taquiones.
—Un consuelo muy pobre, en mi opinión.
—Tampoco emergeremos en un lugar equivocado. A decir verdad, pensaba llevarlo a cabo sin avisarle, para que ni siquiera se enterase de lo que habíamos realizado. Sin embargo, pensándolo mejor, he creído preferible que lo experimente conscientemente, vea que no hay problemas de ninguna clase, y lo olvide por completo de ahora en adelante.
—Bueno… —dijo Pelorat con aire de duda—, supongo que tiene razón pero, sinceramente, yo no tengo ninguna prisa.
—Le aseguro que…
—No, no, viejo amigo, acepto sus afirmaciones sin reservas. Es sólo que… ¿Ha leído Santerestil Matt?
—Por supuesto. No soy un inculto.
—Indudablemente. Indudablemente. No debería habérselo preguntado. ¿Lo recuerda?
—Tampoco soy amnésico.
—Al parecer tengo un gran talento ofensivo. Lo que quiero decir es que no dejo de pensar en las escenas donde Santerestil y su amigo, Ban, se han escapado del Planeta 17 y están perdidos en el espacio. Pienso en aquellas escenas perfectamente hipnóticas en medio de las estrellas, avanzando con lentitud y en profundo silencio, de un modo inmutable, de un modo… Nunca lo creí, ¿sabe? Me encantó y me emocionó, pero no lo creí realmente. Pero ahora, cuando apenas me he acostumbrado a la idea de estar en el espacio, estoy experimentándolo y…, es una tontería, lo sé…, pero no quiero olvidarlo. Es como si yo fuera Santerestil…
—Y yo, Ban —dijo Trevize con algo de impaciencia.
—En cierto modo. Las mortecinas y escasas estrellas de ahí fuera están inmóviles, excepto nuestro sol, naturalmente, que debe estar disminuyendo de tamaño pero que no vemos. La Galaxia conserva su mortecina majestad, inalterable. El espacio está sumido en el silencio y yo no tengo distracciones…
—Excepto yo.
—Excepto usted… Pero es que, Golan, querido compañero, hablar con usted sobre la Tierra e intentar enseñarle un poco de prehistoria también tiene sus satisfacciones. Tampoco quiero que esto se acabe.
—No se acabará. Inmediatamente, en todo caso. No supondrá que daremos el salto y nos encontraremos en la superficie de un planeta, ¿verdad? Seguiremos estando en el espacio y el salto no habrá requerido un tiempo mensurable. Puede pasar una semana antes de que alcancemos una superficie cualquiera, de modo que tranquilícese.
—Al decir superficie, seguramente no se refiere a Gaia. Puede que estemos muy lejos de Gaia cuando emerjamos del salto.
—Lo sé, Janov, pero estaremos en el sector preciso, si su información es correcta. Si no lo es…, bueno…
Pelorat meneó la cabeza con tristeza.
—¿De qué nos servirá estar en el sector preciso si no sabemos las coordenadas de Gaia?
—Janov, suponga que estuviera en Términus, dirigiéndose hacia la ciudad de Argyropol, y no supiera dónde estaba esa ciudad excepto que se encontraba en algún lugar del istmo. Una vez llegara al istmo, ¿qué haría? —dijo Trevize.
Pelorat guardó un prudente silencio, como si creyera que una respuesta terriblemente sofisticada era lo que se esperaba de él. Al fin, contestó:
—Supongo que se lo preguntaría a alguien.
—¡Exactamente! ¿Qué otra cosa se puede hacer? Y ahora… ¿está preparado?
—¿Quiere decir, ahora? —Pelorat se puso rápidamente en pie, y su inexpresiva cara reflejó algo muy parecido ala preocupación—. ¿Qué debo hacer? ¿Sentarme? ¿Quedarme en pie? ¿Qué?
—Por el Tiempo y el Espacio, Pelorat, no haga nada. Sólo venga conmigo a mi habitación para que yo pueda utilizar la computadora, y entonces siéntese o quédese en pie o de saltos mortales…, lo que le ayude a sentirse mejor. Mi sugerencia es que se siente delante de la pantalla y observe. Será muy interesante. ¡Vamos!
Recorrieron el corto pasillo hasta la habitación de Trevize, y este se sentó frente a la computadora.
—¿Le gustaría hacerlo, Janov? —preguntó de repente—. Yo le daré las cifras y lo único que usted tendrá que hacer es pensar en ellas. La computadora se encargará del resto.
Pelorat contestó:
—No, gracias. Por alguna razón, la computadora no funciona bien conmigo. Usted dice que sólo necesito práctica, pero no lo creo. Su mente tiene algo especial, Golan…
—No sea tonto.
—No, no. Esa computadora sólo parece adaptarse bien a usted. Los dos parecen ser un solo organismo cuando están en contacto. Cuando lo estoy yo, hay dos objetos separados: Janov Pelorat y una computadora. No es lo mismo.
—Ridículo —dijo Trevize, pero se sintió vagamente complacido por esta opinión y acarició afectuosamente los soportes para manos de la computadora.
—Prefiero observar —dijo Pelorat—. En realidad, preferiría que no sucediera nada, pero como eso no es posible, observaré. —Fijó ansiosamente los ojos en la pantalla y en la brumosa Galaxia con el fino polvillo de estrellas mortecinas que se veía en primer término—. Avíseme cuando esté a punto de suceder. —Retrocedió lentamente hacia la pared y se apuntaló.
Trevize sonrió, Colocó las manos encima de los soportes y sintió la unión mental. Esta se producía más fácilmente cada día, así como con mayor intimidad, y aunque se hubiera burlado de lo que Pelorat había dicho, realmente la sentía. Le pareció que apenas necesitaba pensar en las coordenadas de un modo consciente. Casi parecía que la computadora sabía lo que él quería, sin el proceso consciente de «decírselo». Extraía la información de su cerebro por sí misma.
Pero Trevize se la «dijo» y luego pidió un intervalo de dos minutos antes del salto.
—Vamos a ver, Janov. Tenemos dos minutos: 120…, 115…, 110. Usted limítese a mirar la pantalla.
Pelorat lo hizo así, con una ligera tirantez en las comisuras de la boca y conteniendo la respiración.
Trevize dijo suavemente:
—15… 10… 5… 4… 3… 2… 1… 0.
Sin movimiento perceptible, sin sensación perceptible, el paisaje reflejado en la pantalla cambió. Hubo un claro espesamiento del campo estelar y la Galaxia se desvaneció.
Pelorat dio un brinco y preguntó:
—¿Ya está?
—¿Qué es lo que está? Ha tenido miedo. Pero eso ha sido culpa suya. No ha sentido nada. Admítalo.
—Lo admito.
—Pues sí, ya está. Tiempo atrás, cuando los viajes hiperespaciales eran relativamente nuevos, según los libros, en todo caso, se experimentaba una rara sensación interna y algunas personas tenían vahídos o náuseas. Quizá fuera psicógeno, quizá no. De todas maneras, con más y más experiencia en hiperespacialidad y con mejor equipo, esa sensación disminuyó. Con una computadora como la que hay a bordo de esta nave, cualquier efecto está muy por debajo del umbral de la sensación. Por lo menos, para mí es así.
—Y para mí también, debo admitirlo. ¿Dónde estamos, Golan?
—Sólo un poco más adelante. En la región kalganiana. Todavía hay un largo camino que recorrer, y antes de nada tenemos que verificar la precisión del salto.
—Lo que me preocupa es… ¿dónde está la Galaxia?
—A nuestro alrededor, Janov. Ahora estamos muy adentrados en ella. Si enfocamos adecuadamente la pantalla, veremos las partes más lejanas como una franja luminosa a través del cielo.
—¡La Vía Láctea! —exclamó alegremente Pelorat—. Casi todos los mundos la describen en su cielo, pero es algo que no vemos en Términus… ¡Enséñemela, viejo amigo!
La pantalla se inclinó, causando el efecto de un desvanecimiento del campo estelar que la atravesaba, y luego se produjo una densa y nacarada luminosidad que llenó casi todo el campo. La pantalla la fue siguiendo, a medida que se diluía y después volvía a intensificarse.
—Es más densa hacia el centro de la Galaxia. Sin embargo, no todo lo densa o brillante que podría ser, debido a las oscuras nubes de los brazos espirales. Se ve algo parecido a esto desde casi todos los mundos habitados —dijo Trevize.
—Y desde la Tierra, también.
—Esto no constituye ninguna diferencia. No sería un signo de identificación.
—Claro que no. Pero ¿sabe…? Usted no ha estudiado la historia de la ciencia, ¿verdad?
—No exactamente, aunque tengo algunas nociones, claro. De todos modos, si quiere hacerme alguna pregunta, no espere que yo sea un experto.
—Es que dar este salto me ha recordado algo que siempre me ha desconcertado. Es posible efectuar una descripción del Universo en el que los viajes hiperespaciales son imposibles y en el que la velocidad de la luz a través de un vacío es el máximo absoluto en lo referente a velocidad.
—Indudablemente.
—En estas circunstancias, la geometría del Universo es tal que resulta imposible hacer el viaje que acabamos de emprender en menos tiempo del que emplearía un rayo de luz. Y si lo hiciéramos a la velocidad de la luz, nuestra experiencia de duración no coincidiría con la del Universo en general. Si este lugar está, digamos, a cuarenta pársecs de Términus, y si hubiéramos llegado hasta aquí a la velocidad de la luz, no habríamos sentido ningún lapso de tiempo, pero en Términus y en toda la Galaxia habrían pasado ciento treinta años. Ahora hemos hecho un viaje, no a la velocidad de la luz sino a miles de veces la velocidad de la luz, y no ha habido adelanto de tiempo en ningún sitio. Por lo menos, así lo espero.
—No confíe en que le explique la Teoría Hiperespacial Olanjen. Lo único que puedo decirle es que si usted hubiera viajado a la velocidad de la luz dentro del espacio normal, el tiempo habría avanzado en la proporción de 3,26 años por pársec, como usted mismo ha descrito: El llamado Universo relativista, que la humanidad ha comprendido desde los comienzos de la prehistoria, aunque esta es su especialidad, me parece, aún sigue existiendo, y sus leyes no han sido revocadas. Sin embargo, en nuestros saltos hiperespaciales hacemos algo fuera de las circunstancias en que opera la relatividad y las reglas son diferentes. Hiperespacialmente la Galaxia es un objeto minúsculo, idealmente un punto no dimensional, no hay ningún efecto relativista.
»De hecho, en las formulaciones matemáticas de la cosmología, hay dos símbolos para la Galaxia: Gr para la «Galaxia relativista», donde la velocidad de la luz es un máximo, y Gh para la «Galaxia hiperespacial», donde la velocidad no tiene realmente significado. Hiperespacialmente el valor de toda velocidad es cero y no nos movemos; con respecto al mismo espacio, la velocidad es infinita. No sé explicarlo mejor.
»Oh, excepto que una de las mejores trampas en física teórica es colocar un símbolo o un valor que tenga significado en Gr en una ecuación relacionada con Gh, o viceversa, y dejarlo ahí para que un estudiante intente solucionarlo. Hay muchísimas probabilidades de que el estudiante caiga en la trampa, y generalmente se queda allí, sudando y jadeando, sin que nada dé resultado, hasta que alguien le ayuda.
A mí me ocurrió una vez.
Pelorat reflexionó durante unos minutos, y luego dijo con perplejidad:
—Pero ¿cuál es la Galaxia verdadera?
—Las dos, según lo que uno esté haciendo. Si estuviéramos en Términus, podríamos utilizar un coche para cubrir una distancia por tierra y un barco para cubrir una distancia por mar. Las circunstancias son muy diferentes, de modo que, ¿cuál es el Términus verdadero, la tierra o el mar?
Pelorat asintió.
—Las analogías siempre son arriesgadas —dijo—, pero prefiero aceptar esta que arriesgar mi cordura pensando en el hiperespacio. Me concentraré en lo que hacemos ahora.
—Considere lo que acabamos de hacer —dijo Trevize— como la primera etapa del viaje hacia la Tierra.
«Y ¿hacia dónde más?», se preguntó a sí mismo.
32
—Bueno —dijo Trevize—, he desperdiciado un día.
—¿Ah, si? —Pelorat levantó los ojos de su esmerado índice—. ¿En qué sentido?
Trevize abrió los brazos.
—No he confiado en la computadora. No me he atrevido a hacerlo, de modo que he comparado nuestra situación actual con la situación que queríamos alcanzar después del salto. La diferencia no es mensurable. No hay ningún error perceptible.
—Eso es bueno, ¿no?
—Es más que bueno. Es increíble. Jamás había oído tal cosa. He realizado saltos y los he dirigido, de mil modos distintos y con toda clase de aparatos. En la escuela tuve que efectuar uno con una computadora manual y después envié un hiperrelé para comprobar los resultados. Naturalmente no podía enviar una nave real, ya que, aparte del gasto, podría muy bien haberla situado en el centro de una estrella que se hallara en el otro extremo.
»Por supuesto, nunca me equivoqué hasta ese punto —continuó Trevize—, pero siempre había un error considerable. Siempre hay algún error, aunque se sea un experto. Tiene que haberlo, ya que existen tantas variables. Se lo explicaré de otro modo; la geometría del espacio es demasiado complicada y el hiperespacio combina todas estas complicaciones con una complejidad propia que no podemos aspirar a comprender. Por eso tenemos que viajar por etapas, en vez de hacer un solo salto de aquí a Sayshell. Los errores empeorarían con la distancia.
—Pero usted ha dicho que esta computadora no ha cometido ningún error —comento Pelorat.
—Ella ha dicho que no lo había cometido. Le he hecho comparar nuestra situación actual con nuestra situación precalculada; «lo que es» con «lo que se pedía». Ella ha dicho que las dos eran idénticas dentro de sus propios límites de medición, y yo he pensado: «¿Y si está mintiendo?».
Hasta aquel momento, Pelorat había conservado su instrumento copiador en la mano. Ahora lo dejó y pareció trastornado.
—¿Bromea? Una computadora no puede mentir. A menos que quiera decir que ha pensado que podía estar estropeada.
—No, no es esto lo que he pensado. ¡Espacio! He pensado que estaba mintiendo. Esta computadora está tan perfeccionada que no puedo pensar en ella más que como algo humano; sobrehumano, quizá. Suficientemente humano para tener orgullo… y para mentir, quizá. Le he dado algunos datos, a fin de que trazara una ruta por el hiperespacio hasta un punto cercano al planeta Sayshell, la capital de la Unión de Sayshell. Ha trazado una ruta en veintinueve etapas, lo cual es arrogancia de la peor clase.
—¿Por qué arrogancia?
—El error en el primer salto hace el segundo salto tanto menos seguro, y el error añadido hace el tercer salto bastante incierto e indigno de confianza, y así sucesivamente. ¿Cómo puedes calcular veintinueve etapas a la vez? La vigésimo novena podría terminar en cualquier sitio de la Galaxia, cualquier sitio. Así que le he ordenado hacer únicamente la primera etapa. Después podríamos comprobarlo antes de continuar.
—Es lo más prudente —dijo Pelorat con entusiasmo—. ¡Lo apruebo!
—Sí, pero habiendo hecho la primera etapa, ¿no puede la computadora sentirse ofendida por mi falta de confianza en ella? ¿No se vería forzada a salvar su orgullo diciéndome que no había ningún error, cuando yo se lo preguntara? ¿No le resultaría imposible admitir una equivocación, confesar una imperfección? Si es así, la computadora no nos sirve de nada.
El alargado y apacible rostro de Pelorat se entristeció.
—¿Qué podemos hacer en ese caso, Golan?
—Lo que yo he hecho; desperdiciar un día. He comprobado la situación de varias de las estrellas circundantes por los métodos más primitivos posibles: observación telescópica, fotografía y medición manual. He comparado cada situación real con la situación esperada si no había habido error. He trabajado todo el día y ha sido inútil.
—Si, pero ¿qué ha sucedido?
—He encontrado dos errores colosales y, después de verificarlos, los he localizado en mis cálculos. Era yo quien me había equivocado. He corregido los cálculos, y después los he procesado desde el principio, para ver si la computadora llegaba a los mismos resultados independientemente. A excepción de que ella ha sacado varios decimales más, ha quedado claro que mis cifras eran correctas y demostraban que la computadora no había cometido ningún error. La computadora puede ser una arrogante hija del Mulo, pero tiene razón para ser arrogante.
Pelorat exhaló un profundo suspiro.
—En fin, es una buena noticia.
—¡Desde luego! Así pues, voy a dejarle hacer las otras veintiocho etapas.
—¿A la vez? Pero…
—A la vez no. No se preocupe. Aún no soy tan temerario. Las hará una tras otra, pero después de cada una comprobará los alrededores y, si están donde deben estar dentro de unos límites tolerables, hará la siguiente. Cada vez que encuentre un error demasiado grande, y, créame, los límites que he fijado no son nada generosos, tendrá que detenerse y volver a calcular las etapas restantes.
—¿Cuándo va a hacerlo?
—¿Cuándo? Ahora mismo. Escuche, usted está haciendo un índice de su biblioteca…
—Oh, pero esta es la oportunidad para hacerlo, Golan. He querido hacerlo durante años, pero siempre había algo que me lo impedía.
—Me parece muy bien. Usted siga trabajando y yo lo haré, y no se preocupe. Concéntrese en el índice, Yo me ocuparé de todo lo demás.
Pelorat meneó la cabeza.
—No sea tonto. No podré estar tranquilo hasta que esto se haya solucionado. Estoy muerto de miedo.
—Entonces, no debería habérselo dicho… Pero tenía que decírselo a alguien y aquí no hay nadie más que usted. Déjeme explicárselo francamente. Siempre existe la posibilidad de que emerjamos en el lugar exacto del espacio interestelar y que dé la casualidad de que este sea precisamente el lugar ocupado por un veloz meteorito o un pequeño agujero negro, en cuyo caso la nave quedará destrozada y nosotros también. En teoría, estas cosas pueden ocurrir.
»Sin embargo, las posibilidades son muy escasas. Al fin y al cabo, usted podría estar en su casa, Janov, revisando películas en su estudio o durmiendo en su cama, y un meteorito podría atravesar la atmósfera de Términus y darle justamente en la cabeza, matándole. Pero las probabilidades son escasas.
»De hecho, la probabilidad de cruzarse en el camino de algo fatal, pero demasiado pequeño para que la computadora lo detecte, en el curso de un salto hiperespacial, es mucho más pequeña que la de ser alcanzado por un meteorito en su casa. No sé de ninguna nave que se haya perdido de este modo en toda la historia de los viajes hiperespaciales.
Cualquier otra clase de riesgo, como emerger en el centro de una estrella, es aún menor.
Pelorat preguntó:
—Entonces, ¿por qué me cuenta todo esto, Golan?
Trevize hizo una pausa, después inclinó la cabeza en actitud meditativa, y finalmente contestó:
—No lo sé… Sí, lo sé. Lo que yo supongo es que, por muy pequeña que pueda ser la probabilidad de una catástrofe, si el número suficiente de personas corre el número suficiente de riesgos, la catástrofe terminará produciéndose. Por muy seguro que esté de que no sucederá nada malo, una insistente vocecilla en mi interior me dice: «Quizá suceda esta vez». Y eso me hace sentir culpable. Supongo que es esto. Janov, si algo sale mal, ¡perdóneme!
—Pero, Golan, mi querido amigo, si algo sale mal, ambos moriremos instantáneamente. Yo no podré perdonarle, ni usted recibir mi perdón.
—Lo sé, de modo que perdóneme ahora, por favor.
Pelorat sonrió.
—No sé por qué, pero esto me anima. Hay algo gratamente humorístico en todo ello. Por supuesto, Golan, le perdonaré. Hay muchos mitos sobre alguna forma de vida posterior en la literatura mundial y si por casualidad existiera tal lugar, hay más o menos las mismas probabilidades que de aterrizar en un pequeño agujero negro, supongo, o no tantas, y ambos termináramos en el mismo, yo atestiguaría que usted hizo lo que pudo y que mi muerte no fue culpa suya.
—¡Gracias! Ya me siento más aliviado. Yo estoy dispuesto a correr el riesgo, pero no me gustaba la idea de que usted también lo hiciera sólo por mi.
Pelorat estrechó la mano del otro.
—Verá, Golan, hace menos de una semana que le conozco y supongo que no debería hacer juicios precipitados en estas cuestiones, pero creo que es usted un muchacho excelente… Y ahora, manos a la obra y terminemos de una vez.
—¡De acuerdo! Lo único que debo hacer es tocar ese pequeño contacto. La computadora tiene las instrucciones y sólo espera que yo le diga: «¡Empieza!». ¿Le gustaría…?
—¡Ni hablar! ¡Es toda suya! Es su computadora.
—Muy bien. También es mi responsabilidad. Como ve, aún estoy tratando de evadirla. ¡No aparte los ojos de la pantalla!
Con una mano extraordinariamente firme y una sonrisa que parecía sincera, Trevize estableció el contacto.
Hubo una pausa momentánea y después el campo estelar cambió… y volvió a cambiar… y volvió a cambiar. Las estrellas fueron haciéndose más densas y más brillantes en la pantalla.
Pelorat contaba en voz baja. En el «15» se produjo una interrupción, como si alguna pieza del mecanismo se hubiera atascado.
Pelorat susurró, claramente temeroso de que cualquier ruido pudiera sacudir fatalmente el aparato:
—¿Dónde está el fallo? ¿Qué ha sucedido?
Trevize se encogió de hombros.
—Supongo que está volviendo a calcular. Algún objeto en el espacio está añadiendo una protuberancia perceptible a la configuración general del campo de gravedad total, algún objeto que no se ha tenido en cuenta, una estrella minúscula o un planeta desconocido.
—¿Es peligroso?
—Puesto que aún estamos vivos, no creo que lo sea. El planeta podría estar a cien millones de kilómetros y, no obstante, producir una modificación de la gravedad suficientemente grande para requerir un nuevo cómputo. La estrella podría estar a diez billones de kilómetros y…
La pantalla cambió de nuevo y Trevize se calló.
Cambió de nuevo y de nuevo. Finalmente, cuando Pelorat dijo «28», no hubo más movimientos.
Trevize consultó la computadora.
—Estamos aquí —dijo.
—He contado el primer salto como «1» y en esta serie he empezado en el «2». Son veintiocho saltos en total. Usted dijo veintinueve.
—El nuevo cómputo en el salto 15 probablemente nos ha ahorrado un salto. Puedo verificarlo en la computadora si lo desea, pero en realidad no es necesario. Estamos en las cercanías del planeta Sayshell. La computadora lo afirma así y yo no lo dudo.
Si orientáramos debidamente la pantalla, veríamos un hermoso y fulgurante sol, pero no tiene objeto colocar una tensión innecesaria sobre su capacidad de proyección. El planeta Sayshell es el cuarto hacia el exterior y está a unos 3,2 millones de kilómetros de nuestra situación actual, que es la distancia a la que queríamos estar después del salto. Podemos llegar allí en tres días…, dos, si nos damos prisa.
Trevize respiró profundamente y dejó que la tensión se disipara.
—¿Se da cuenta de lo que esto significa, Janov? —preguntó—. Todas las naves donde he estado, o de las que me han hablado, habrían realizado esos saltos con un intervalo mínimo de un día entre ellos, para hacer complicados cálculos y verificaciones, incluso con una computadora. El viaje habría durado casi un mes. O quizá dos o tres semanas, si estaban dispuestos a ser imprudentes. Nosotros lo hemos hecho en media hora. Cuando todas las naves estén equipadas con una computadora como esta…
Pelorat dijo:
—Me pregunto por qué la alcaldesa nos ha asignado una nave tan perfeccionada. Debe ser increíblemente costosa.
—Es experimental —dijo Trevize con sequedad—. Quizá la buena mujer estaba perfectamente dispuesta a dejárnosla probar y ver qué deficiencias podía revelar.
—¿Habla en serio?
—No se ponga nervioso. Después de todo, no hay ningún motivo de preocupación. No hemos descubierto ninguna deficiencia. Sin embargo, yo la creo muy capaz de haberlo hecho. Eso no afectaría en absoluto a su sentido de la humanidad. Además, no nos ha dado armas ofensivas y eso reduce considerablemente los gastos.
Pelorat comentó con aire pensativo:
—Estoy pensando en la computadora. Parece adaptarse tan bien a usted…, y no se adapta tan bien a todo el mundo. Apenas funciona conmigo.
—Tanto mejor para nosotros, que funcione bien con uno de los dos.
—Sí, pero ¿es esto simple casualidad?
—¿Qué otra cosa, Janov?
—No cabe duda de que la alcaldesa le conoce muy bien.
—Creo que sí, la vieja bruja.
—¿No podría haber hecho diseñar una computadora especialmente para usted?
—¿Por qué?
—Sólo me pregunto si no estamos yendo hacia donde la computadora quiere llevarnos.
Trevize lo miró con asombro.
—¿Quiere decir que mientras estoy conectado a la computadora, es la computadora, y no yo, quien se halla realmente al mando?
—Eso me pregunto.
—Es ridículo. Paranoico. Vamos, Janov.
Trevize se volvió de nuevo hacia la computadora para enfocar el planeta Sayshell en la pantalla y para trazar una ruta hacia él por el espacio normal.
¡Ridículo!
Pero ¿por qué había puesto Pelorat la idea en su cabeza?