4. Espacio
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La nave resultaba incluso más impresionante de lo que Trevize, a tenor de sus recuerdos de la época en que el nuevo tipo de crucero fue ampliamente divulgado, había esperado.
No era el tamaño lo que impresionaba, pues era bastante pequeña. Estaba diseñada para alcanzar la máxima maniobrabilidad y velocidad, para motores totalmente gravíticos, y por encima de todo para una computadorización avanzada. No necesitaba envergadura; esta habría frustrado su propósito.
Era un aparato individual que podía remplazar, ventajosamente, a las naves antiguas que requerían una tripulación de doce miembros o más. Con una segunda o incluso una tercera persona para establecer turnos de guardia, una nave así podía derrotar a una flotilla de naves mayores no pertenecientes a la Fundación. Además, podía superar la velocidad de cualquier otra nave existente y escapar.
Había cierta elegancia en su diseño; ni una línea inútil, ni una curva superflua dentro o fuera. Hasta el último metro cúbico de volumen estaba aprovechado al máximo, como para crear una paradójica sensación de amplitud en su interior. Nada de lo que la alcaldesa pudiera haber dicho sobre la importancia de su misión habría impresionado a Trevize más que la nave con que debería realizarla.
Branno «la mujer de bronce», pensó con disgusto, lo había empujado hacia una peligrosa misión de la mayor importancia. Quizás él no habría aceptado con tal determinación si ella no hubiera dispuesto las cosas de modo que él quisiera demostrarle lo que era capaz de hacer.
En cuanto a Pelorat, estaba maravillado.
—¿Creería usted —dijo, colocando un suave dedo sobre el casco antes de trepar al interior— que nunca me he acercado a una astronave?
—Si usted lo dice, naturalmente, le creeré, profesor, pero ¿cómo lo ha conseguido?
—Si he de serle sincero, no lo sé, mi querido ami…, quiero decir, mi querido Trevize. Supongo que estaba demasiado ocupado con mi investigación. Cuando se tiene una excelente computadora capaz de llegar a otras computadoras en cualquier lugar de la Galaxia, uno apenas necesita moverse de casa, ¿sabe? Por alguna razón, pensaba que las astronaves eran más grandes que esta.
—Este es un modeló pequeño, sin embargo por dentro es mucho más grande que cualquier otra nave de su tamaño.
—¿Cómo es posible? Se está usted burlando de mi ignorancia.
—No, no. Hablo en serio. Esta es una de las primeras naves que ha sido completamente gravitizada.
—¿Qué significa eso? Pero, por favor, no lo explique si se trata de algo muy técnico. Aceptaré su palabra, tal como usted aceptó ayer la mía en lo referente a la única especie de la humanidad y el único mundo de origen.
—Intentémoslo, profesor Pelorat. Durante los miles de años de vuelo espacial, hemos tenido motores químicos, motores iónicos y motores hiperatómicos, y todos ellos han sido voluminosos. La vieja Flota imperial tenía naves de quinientos metros de longitud y no más espacio vital que el de un pequeño departamento. Felizmente la Fundación se ha especializado en la miniaturización durante todos los siglos de su existencia, gracias a su falta de recursos materiales. Esta nave es la culminación. Utiliza la antigravedad y el aparato que lo hace posible ocupa muy poco espacio y está incluido en el casco. Si no fuese porque aún necesitamos el…
Un guardia de Seguridad se acercó.
—¡Tendrán que darse prisa, caballeros!
El cielo empezaba a clarear, aunque todavía faltaba media hora para que amaneciese.
Trevize miró a su alrededor.
—¿Está mi equipaje a bordo?
—Sí, consejero, encontrará la nave totalmente equipada.
—Con ropa, supongo, que no será de mi talla ni de mi gusto.
El guardia sonrió, de improviso y casi con infantilismo.
—Creo que lo será —dijo—. La alcaldesa nos ha hecho trabajar de lo lindo durante estas últimas treinta o cuarenta horas y hemos conseguido un duplicado de todo lo que tenía. Con dinero no hay problemas. Escuche —miró a su alrededor, como para asegurarse de que nadie observaba su súbita fraternización—, son ustedes muy afortunados. Es la mejor nave del mundo, totalmente equipada, a excepción del armamento. Vivirán a cuerpo de rey.
—Pero de rey destronado —dijo Trevize—. Bueno, profesor, ¿está listo?
—Con esto lo estoy —dijo Pelorat, y levantó una oblea cuadrada de unos veinte centímetros de lado, guardada en un estuche de plástico plateado. Trevize cayó repentinamente en la cuenta de que Pelorat no la había soltado desde que salieron de su casa, cambiándosela de una mano a otra pero sin dejarla un momento, ni siquiera cuando se detuvieron a desayunar.
—¿Qué es eso, profesor?
—Mi biblioteca. Está clasificada por temas y orígenes, y la he condensado toda en una oblea. Si piensa que esta nave es una maravilla, ¿qué hay de esta oblea? ¡Una biblioteca completa! ¡Todo lo que he reunido! ¡Maravilloso! ¡Maravilloso!
—Bueno —dijo Trevize—, vivimos a cuerpo de rey.
15
Trevize se maravilló al ver el interior de la nave.
La utilización del espacio era ingeniosa. Había una habitación con comida, ropa, películas y juegos. Había un gimnasio, un salón y dos dormitorios casi idénticos.
—Este —dijo Trevize— debe ser el suyo, profesor. Al menos, contiene un lector FX.
—Bien —dijo Pelorat con satisfacción—. He sido un tonto evitando los viajes espaciales durante tanto tiempo. Podría vivir aquí, mi querido Trevize, con absoluta satisfacción.
—Más espacioso de lo que esperaba —dijo Trevize complacido.
—¿Y los motores están realmente en el casco, como usted ha dicho?
—Los aparatos de control lo están, en todo caso. No tenemos que almacenar combustible o utilizarlo. Utilizaremos las existencias de energía fundamental del Universo; así pues, el combustible y los motores están… ahí fuera. —Hizo un gesto impreciso.
—Bueno, ahora que lo pienso… ¿qué ocurrirá si algo falla?
Trevize se encogió de hombros.
—He sido adiestrado en navegación espacial, pero no en estas naves. Si hay algún fallo en los controles gravíticos me temo que no podré hacer nada.
—Pero ¿sabe conducir esta nave? ¿Pilotarla?
—Ni yo mismo lo sé.
Pelorat dijo:
—¿Supone que es una nave automatizada? ¿Es posible que seamos simples pasajeros? Tal vez no tengamos que hacer absolutamente nada.
—Eso ocurre en el caso de transbordadores entre planetas y estaciones espaciales dentro del sistema estelar, pero nunca he oído hablar de un viaje hiperespacial automatizado. Al menos, hasta ahora.
Miró de nuevo a su alrededor y sintió una cierta aprensión. ¿Se las habría ingeniado la bruja de la alcaldesa para maniobrar hasta tal punto a espaldas suyas? ¿Había la Fundación automatizado también los viajes interestelares, y se proponían depositarle en Trántor contra su voluntad, y sin consultarle más que al resto de los enseres de la nave?
—Profesor, usted siéntese. La alcaldesa dijo que esta nave estaba totalmente computadorizada. Si en su habitación hay un Lector FX, en la mía debe haber una computadora. Póngase cómodo y déjeme echar una ojeada por mi cuenta —dijo, con una optimista animación que no sentía.
Pelorat se mostró instantáneamente ansioso.
—Trevize, mi querido compañero… No irá a desembarcar, ¿verdad?
—No tengo la menor intención de hacerlo, profesor. Y si lo intentara, puede estar seguro de que me lo impedirían. La alcaldesa ya habrá dado órdenes en ese sentido. Lo único que me propongo hacer es averiguar qué pone en funcionamiento al Estrella Lejana. —Sonrió—. No le abandonaré, profesor.
Aún sonreía cuando entró en lo que parecía ser su dormitorio, pero su cara recobró la seriedad mientras cerraba suavemente la puerta tras de si.
Tenía que haber algún medio de comunicarse con un planeta situado en las cercanías de la nave. Era imposible imaginarse una nave deliberadamente aislada de sus alrededores y, por lo tanto, en algún lugar, quizás en un nicho de la pared, habría un comunicador. Lo utilizaría para llamar al despacho de la alcaldesa y preguntarle por los controles.
Inspeccionó minuciosamente las paredes, la cabecera de la cama, y los funcionales muebles. Si aquí no encontraba nada, revisaría el resto de la nave.
Estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando percibió un destello luminoso sobre la lisa superficie marrón de la mesa. Un círculo luminoso, con nítidas letras que rezaban: INSTRUCCIONES DE LA COMPUTADORA.
¡Ah!
Sin embargo, su corazón latió con rapidez. Había computadoras y computadoras, y había programas que no resultaban sencillos de descifrar. Trevize nunca había cometido el error de subestimar su propia inteligencia, pero, por otra parte, él no era un Gran Maestro. Había quienes tenían habilidad para usar una computadora, y quienes no la tenían… y Trevize sabía muy bien a qué grupo pertenecía.
Durante la época que pasó en la Armada de la Fundación, había alcanzado el rango de teniente, y de vez en cuando había sido oficial de servicio y había tenido la oportunidad de usar la computadora de la nave. Sin embargo, nunca había estado a cargo exclusivo de ella, y nunca se le había exigido que supiera nada más que las maniobras rutinarias encomendadas al oficial de servicio.
Recordó, con una sensación de aprensión, los volúmenes ocupados por un programa enteramente descrito en impresión, y recordó la conducta del sargento técnico Krasnet ante el tablero de mandos de computadora de la nave. Lo manejaba como si fuese el instrumento musical más complejo de la Galaxia, y lo hacía con aire de indiferencia, como si su simplicidad le aburriera; y aun así había tenido que consultar los volúmenes algunas veces, maldiciéndose a sí mismo con desconcierto.
Trevize colocó un vacilante dedo sobre el círculo luminoso y la luz se extendió inmediatamente hasta cubrir la superficie de la mesa. Sobre ella apareció el contorno de dos manos: una derecha y una izquierda. Con un movimiento suave y repentino, la superficie de la mesa se inclinó hasta un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Trevize tomó asiento frente a la mesa. Las palabras no eran necesarias. Lo que se esperaba de él estaba claro.
Colocó las manos sobre los contornos, situados de modo que pudiera hacerlo sin esfuerzo. La superficie de la mesa le pareció suave, casi aterciopelada, cuando la tocó; y sus manos se hundieron.
Miró sus manos con asombro, pues no se habían hundido en absoluto. A juzgar por lo que le revelaron sus ojos, estaban sobre la superficie. Sin embargo, para su sentido del tacto era como si la superficie de la mesa hubiese cedido, y como si algo estuviera sujetando sus manos con suavidad.
¿Eso era todo?
Y ahora, ¿qué?
Miró a su alrededor y luego cerró los ojos en respuesta a una sugerencia.
No había oído nada. ¡No había oído nada!
Pero dentro de su cerebro, como si fuese un impreciso pensamiento propio, estaba la frase: «Por favor, cierra los ojos. Relájate. Haremos la conexión». ¿A través de las manos?
Por alguna razón Trevize siempre había supuesto que si uno iba a comunicarse mentalmente con una computadora, lo haría a través de un capuchón colocado sobre la cabeza y con electrodos encima de los ojos y el cráneo.
¿Las manos?
Pero ¿por qué no las manos? Trevize se sintió como si flotara, casi amodorrado, pero sin pérdida de agudeza mental. ¿Por qué no las manos?
Los ojos no eran más que órganos sensoriales. El cerebro no era más que un tablero de distribución central, encajado en hueso y aislado de la superficie activa del cuerpo. Las manos eran la superficie activa, las manos eran las que tocaban y manipulaban el Universo.
Los seres humanos pensaban con las manos. Las manos eran la respuesta de la curiosidad, eran las que palpaban y pellizcaban, giraban, levantaban y sopesaban. Había animales que tenían un cerebro de respetable tamaño, pero no tenían manos y eso constituía la gran diferencia.
Y mientras él y la computadora estaban cogidos de las manos, sus pensamientos se fusionaron y ya no importó que tuviera los ojos abiertos o cerrados.
Abrirlos no mejoraba su visión y cerrarlos no la empañaba.
De ambos modos, veía la habitación con total claridad; no sólo en la dirección en que miraba, sino todo su alrededor, por encima y por debajo.
Vio todas las habitaciones de la astronave y también vio el exterior. Había salido el sol y su fulgor estaba empañado por la neblina matinal, pero pudo mirarlo directamente sin deslumbrarse, pues la computadora filtraba automáticamente las ondas luminosas.
Notó el suave viento y su temperatura, y percibió los sonidos del mundo que lo rodeaba. Detectó el campo magnético del planeta y las minúsculas cargas eléctricas de la pared de la nave.
Adquirió conciencia de los mandos del vehículo, sin saber siquiera lo que eran con exactitud. Sólo supo que si quería levantar la nave, o hacerla girar, o acelerarla, o utilizar cualquiera de sus recursos, el proceso sería el mismo que para realizar el proceso análogo con su cuerpo. Sólo tenía que utilizar su voluntad.
Sin embargo, su voluntad no estaba libre de impurezas. La propia computadora podía anularla. En el momento presente, había una frase formada en la cabeza y él supo exactamente cuándo y cómo despegaría la nave. No había flexibilidad en lo que a eso se refería. Asimismo supo con igual seguridad que después podría decidir él solo.
Al extender hacia fuera la red de su conciencia aumentada por la computadora, descubrió que percibía el estado de la atmósfera superior; que veía las configuraciones climáticas; que detectaba las demás naves que avanzaban hacia arriba y las que circulaban hacia abajo. Todo esto tenía que tomarse en cuenta y la computadora estaba tomándolo en cuenta. Si la computadora no lo hubiera hecho, comprendió Trevize, habría bastado con que él deseara que lo hiciera.
Y en cuanto a los volúmenes de programación, no había ninguno. Trevize pensó en el sargento técnico Krasnet y sonrió. Había leído mucho sobre la inmensa revolución que la gravítica causaría en el mundo, pero la fusión de computadora y mente aún era un secreto de Estado. Sin lugar a dudas causaría una revolución todavía mayor.
Era consciente de que el tiempo pasaba. Sabía exactamente qué hora era por el patrón local de Términus y el patrón galáctico.
¿Cómo puso fin a la conexión?
En el momento que el pensamiento se introdujo en su mente, sus manos se alzaron y la superficie de la mesa regresó a su posición original; Trevize quedó abandonado a sus propios sentidos.
Se sintió ciego y desvalido como si, durante un rato, hubiese estado abrazado y protegido por un ser supremo y ahora estuviese abandonado. De no haber sabido que podía volver a establecer contacto en cualquier momento, la sensación le habría hecho llorar.
Por el contrario, se limitó a hacer un esfuerzo para volver a orientarse, para ajustarse a los límites, y luego se levantó con inseguridad y salió de la habitación.
Pelorat levantó los ojos. Evidentemente, había puesto a punto su lector y dijo:
—Funciona muy bien. Tiene un excelente programa de investigación… ¿Ha encontrado los mandos, muchacho?
—Sí, profesor. Todo va bien.
—En ese caso, ¿no deberíamos hacer algo respecto al despegue? Quiero decir, para autoprotegernos. ¿No debemos atarnos o algo así? He buscado algún tipo de instrucciones, pero no he encontrado nada y eso me ha puesto nervioso. He tenido que recurrir a mi biblioteca. Por alguna razón cuando trabajo en mi…
Trevize había alzado las manos como para detener el torrente de palabras. Ahora tuvo que levantar la voz para hacerse oír.
—Nada de eso es necesario, profesor. La antigravedad es el equivalente de la no inercia. No hay sensación de aceleración cuando cambia la velocidad, ya que toda la nave experimenta el cambio simultáneamente.
—¿Quiere decir que no sabremos cuándo despegamos del planeta y nos internamos en el espacio?
—Eso es exactamente lo que quiero decir, porque mientras le he estado hablando, hemos despegado.
Atravesaremos la atmósfera superior dentro de muy pocos minutos, y en media hora estaremos en el espacio exterior.
16
Pelorat pareció encogerse un poco mientras miraba fijamente a Trevize. Su alargada cara rectangular palideció tanto que, sin demostrar ninguna otra emoción, irradió una gran ansiedad.
Luego desvió los ojos hacia la derecha y hacia la izquierda.
Trevize recordó cómo se sintió en su primer viaje más allá de la atmósfera y dijo del modo más desapasionado que pudo:
—Janov —era la primera vez que se dirigía tan familiarmente al profesor, pero en este caso la experiencia se dirigía a la inexperiencia y era necesario parecer el más viejo de los dos—, aquí estamos totalmente seguros. Nos hallamos en el seno metálico de una nave de guerra de la Flota de la Fundación. No estamos enteramente armados, pero no hay lugar en la Galaxia donde el nombre de la Fundación no nos proteja. Incluso si alguna nave enloqueciera y nos atacara, podríamos ponernos fuera de su alcance en un momento. Y le aseguro que he descubierto que puedo manejar la nave a la perfección.
Pelorat dijo:
—Es el pensamiento, Go… Golan, de la nada…
—En Términus solo hay una fina capa de aire muy tenue entre nosotros en la superficie y la nada está justo encima. Lo único que estamos haciendo es atravesar esa insignificante capa.
—Puede ser insignificante, pero la respiramos.
—Aquí también respiramos. El aire de esta nave es más limpio y más puro, y se mantendrá indefinidamente más limpio y más puro que la atmósfera natural de Términus.
—¿Y los meteoritos?
—¿Los meteoritos?
—La atmósfera nos protege de los meteoritos. Y de la radiación.
Trevize dijo:
—La humanidad ha viajado por el espacio durante veinte milenios, creo…
—Veintidós. Si nos guiamos por la cronología hallblockiana, es indudable que, contando los…
—¡Basta! ¿Sabe usted de algún accidente por meteoritos o de alguna muerte por radiación? Es decir, algo reciente. Es decir, ¿casos de naves de la Fundación?
—La verdad es que no estoy al tanto de las noticias sobre estas cuestiones, pero yo soy historiador, muchacho, y…
—Históricamente, si, ha habido tales cosas, pero la tecnología progresa. No hay un meteorito del tamaño necesario para dañarnos que pueda acercarse a nosotros antes de que tomemos las medidas evasivas necesarias. Cuatro meteoritos que vinieran simultáneamente hacia nosotros desde las cuatro direcciones trazadas desde los vértices de un tetraedro tal vez podrían destruirnos, pero calcule las posibilidades de que eso ocurra y comprobará que morirá de vejez un trillón de trillones de veces antes de tener la mitad de posibilidades de observar un fenómeno tan interesante.
—¿Quiere decir, si usted estuviera ante la computadora?
—No —dijo Trevize con desprecio—. Si yo manejara la computadora sobre la base de mis propios sentidos y reacciones, seríamos alcanzados incluso antes de que yo supiera lo que estaba pasando. Es la propia computadora la que trabaja, y reacciona millones de veces más rápidamente que usted o yo.
Alargó la mano de repente.
—Janov, déjame mostrarle lo que la computadora puede hacer, y cómo es el espacio.
Pelorat lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos. Luego, se rio.
—No estoy seguro de querer saberlo, Golan.
—Claro que no está seguro, Janov, porque no sabe qué es lo que le espera. ¡Corra el riesgo! ¡Venga! ¡A mi habitación!
Trevize cogió al otro de la mano, en parte guiándolo, en parte arrastrándolo. Mientras se sentaba ante la computadora, dijo:
—¿Ha visto la Galaxia alguna vez, Janov? ¿La ha mirado alguna vez?
Pelorat contestó:
—¿Quiere decir en el cielo?
—Sí, por supuesto. ¿Dónde, si no?
—La he visto. Todo el mundo la ha visto. Si uno levanta los ojos, la ve.
—¿La ha contemplado alguna vez en una noche oscura y clara, cuando los Diamantes están debajo del horizonte?
Los «Diamantes» constituían las pocas estrellas que tenían la suficiente luminosidad y estaban suficientemente cerca para brillar con moderada intensidad en el cielo nocturno de Términus. Era un pequeño grupo que ocupaba una anchura de no más de veinte grados, y durante gran parte de la noche estaban debajo del horizonte. Aparte del grupo, había un puñado de estrellas mortecinas, apenas discernibles a simple vista. No había nada más que la consistencia lechosa de la Galaxia; este era el panorama a que uno podía aspirar viviendo en un mundo como Términus, que estaba en el borde extremo de la espiral más exterior de la Galaxia.
—Supongo que sí, pero ¿por qué contemplarla? Es un panorama corriente.
—Claro que es un panorama corriente —dijo Trevize—. Por eso nadie lo ve. ¿Para qué mirarlo, si puedes verlo siempre? Pero ahora usted lo verá, y no desde Términus, donde la neblina y las nubes se interponen continuamente. Lo verá como nunca lo vería desde Términus… por mucho que mirara, y por muy oscura y clara que fuese la noche. ¡Ojalá yo no hubiera estado nunca en el espacio, para que, como usted, pudiese ver la Galaxia en toda su belleza por primera vez!
Empujó una silla hacia Pelorat.
—Siéntese aquí, Janov. Esto puede requerir cierto tiempo. Tengo que continuar habituándome a la computadora. Por lo que ya he experimentado, sé que la visión es holográfica, de modo que no necesitaremos pantalla de ninguna clase. Entra en contacto directo con mi cerebro, pero creo que puedo lograr que produzca una imagen objetiva para que usted también la vea… Apague la luz, ¿quiere? No… ¡qué tontería! La computadora lo hará. Quédese donde está.
Trevize estableció contacto con la computadora, asiéndole las manos afectuosa e íntimamente.
La luz se amortiguó, y luego se apagó del todo; Pelorat se agitó en la oscuridad.
—No se ponga nervioso, Janov. Quizá tarde un poco en controlar la computadora, o sea que deberá tener paciencia conmigo. ¿Lo ve? ¿El creciente? —dijo Trevize.
Estaba suspendido frente a ellos en la oscuridad.
Algo empañado y fluctuante en un principio, pero adquiriendo mayor nitidez y luminosidad.
La voz de Pelorat reflejaba cierto temor.
—¿Es eso Términus? ¿Tan lejos estamos de él?
—Sí, la nave va muy de prisa.
El vehículo estaba entrando en la sombra nocturna de Términus, que se veía bajo la forma de un grueso creciente de brillante luz. Trevize tuvo el impulso momentáneo de dirigir la nave en un amplio arco que les llevara hasta el lado diurno del planeta para demostrarlo en toda su belleza, pero se contuvo.
Tal vez esto fuese una novedad para Pelorat, pero la belleza resultaría insustancial. Había demasiadas fotografías, demasiados mapas, demasiados globos.
Todos los niños sabían cómo era Términus. Un planeta hídrico (más que la mayoría), rico en agua y pobre en minerales, rico en agricultura y pobre en industria pesada, pero el mejor de la Galaxia en alta tecnología y en miniaturización.
Si lograra que la computadora utilizase microondas y lo trasladara a un modelo visible, verían cada una de las diez mil islas habitadas de Términus, junto con la única de ellas de extensión suficiente para ser considerada continente, la que albergaba la ciudad de Términus y…
¡Cambia!
Sólo fue un pensamiento, un ejercicio de la voluntad, pero el panorama cambió inmediatamente. El creciente iluminado se desplazó hacia los límites de visión y desapareció tras el borde. La oscuridad del espacio sin estrellas llenó sus ojos.
Pelorat se aclaró la garganta.
—Me gustaría que volviera a enfocar Términus, muchacho. Me siento como si me hubiesen cegado. —Había cierta tensión en su voz.
—No está ciego. ¡Mire!
En el campo de visión apareció una tenue neblina de pálida translucidez. Se extendió y fue abrillantándose, hasta que toda la habitación pareció resplandecer.
¡Contráela!
Otro ejercicio de voluntad y la Galaxia se retiró, como vista a través de un telescopio decreciente que iba haciéndose más potente en su capacidad para decrecer. La Galaxia se contrajo y al fin se convirtió en una estructura de luminosidad variable.
¡Ilumínala!
Se hizo más luminosa sin cambiar de tamaño, y como el sistema estelar al que Términus pertenecía estaba encima del plano galáctico, no se veía exactamente en el borde. Era una espiral doble sumamente condensada, con curvilíneas fisuras de oscuras nebulosas que veteaban el borde resplandeciente del lado de Términus. La cremosa neblina del núcleo, lejano y menguado por la distancia, parecía insignificante.
Pelorat dijo en un susurro atemorizado:
—Tiene razón. Nunca la había visto así. Nunca había soñado que tenia tanto detalle.
—¿Cómo iba a hacerlo? No se puede ver la mitad exterior cuando la atmósfera de Términus se interpone. Apenas se ve el núcleo desde la superficie de Términus.
—Es una lástima que la veamos tan de frente.
—No tenemos por qué. La computadora puede mostrarla en cualquier orientación. Sólo he de expresar el deseo… y ni siquiera en voz alta.
¡Cambia las coordenadas!
Este ejercicio de voluntad no fue en modo alguno una orden precisa. Sin embargo, a medida que la imagen de la Galaxia empezaba a sufrir un lento cambio, su mente guio a la computadora y le hizo hacer lo que deseaba.
La Galaxia estaba girando lentamente para que pudiera verse en ángulo recto con el plano galáctico. Se desplegó como un gigantesco y brillante remolino, con curvas de oscuridad, nudos de fulgor, y una llamarada central casi sin rasgos característicos.
Pelorat preguntó:
—¿Cómo puede la computadora verla desde una posición en el espacio que debe estar a más de cincuenta mil pársecs de este lugar? —Luego, añadió, en un susurro ahogado—: Le ruego que me perdone por preguntar. No sé nada de todo esto.
Trevize dijo:
—Yo sé tan poco como usted sobre esta computadora. Sin embargo, incluso una computadora sencilla puede ajustar las coordenadas y mostrar la Galaxia en cualquier posición, partiendo de lo que percibe en la posición natural, es decir, la que aparecería desde la posición local de la computadora en el espacio. Naturalmente, sólo utiliza la información que percibe en un principio, de modo que cuando cambia a la vista de costado encontramos vacíos y borrones en lo que muestra. No obstante, en este caso…
—¿Sí?
—Tenemos una vista excelente. Sospecho que la computadora está equipada con un mapa completo de la Galaxia y por eso puede mostrarla desde cualquier ángulo con igual facilidad.
—¿A qué se refiere al hablar de un mapa completo?
—Las coordenadas espaciales de todas las estrellas deben estar en el banco de datos de la computadora.
—¿De todas las estrellas? —Pelorat parecía sobrecogido.
—Bueno, quizá no de los trescientos mil millones. Incluiría, sin lugar a dudas, las estrellas que brillan sobre planetas habitados, y probablemente todas las estrellas de la clase espectral K y más brillantes. Eso significa unos setenta y cinco mil millones, por lo menos.
—¿Todas las estrellas de un sistema habitado?
—No puedo asegurarlo; quizá no todas. Al fin y al cabo, había veinticinco millones de sistemas habitados en tiempos de Hari Seldon; parecen muchos, pero sólo es una estrella de cada doce mil. Y después, en los cinco siglos posteriores a Seldon, la desintegración general del Imperio no truncó la colonización. Yo diría que la impulsó. Aún hay muchos planetas habitables donde establecerse, de modo que ahora debe de haber treinta millones. Es posible que no todos los planetas nuevos estén en los archivos de la Fundación.
—Pero ¿y los viejos? Seguramente constan todos sin excepción.
—Supongo que sí. Naturalmente, no puedo garantizarlo, pero me sorprendería que algún sistema habitado y colonizado desde hace tiempo no se hallara en los archivos. Déjeme enseñarle algo… si mi habilidad para controlar la computadora llega hasta tan lejos.
Las manos de Trevize se pusieron un poco rígidas con el esfuerzo y parecieron hundirse más en el apretón de la computadora. Quizá eso no hubiera sido necesario; quizá sólo hubiera tenido que pensar silenciosa y relajadamente: ¡Términus!
Eso fue lo que pensó y, en respuesta, surgió un fulgurante diamante rojo en el mismo borde del remolino.
—Ahí está nuestro sol —dijo con excitación—. Esa es la estrella alrededor de la cual gira Términus.
—Ah —dijo Pelorat con un leve y trémulo suspiro.
Un brillante punto de luz amarilla adquirió vida en un gran racimo de estrellas hundidas en el corazón de la Galaxia, pero situadas muy a un lado de la llamarada central. Estaba bastante más cerca del borde de la Galaxia correspondiente a Términus que del otro lado.
—Y eso —dijo Trevize— es el sol de Trántor.
Otro suspiro, y después Pelorat dijo:
—¿Está seguro? Siempre se ha afirmado que Trántor está situado en el centro de la Galaxia.
—Así es, en cierto modo. Está todo lo cerca del centro que puede estar un planeta sin dejar de ser habitable. Está más cerca que cualquier otro sistema habitado importante. El verdadero centro de la Galaxia consiste en un agujero negro con una masa de casi un millón de estrellas, de modo que el centro es un lugar violento. Que sepamos nosotros, no hay vida en él y quizás es que no puede haberla.
Trántor está en el subanillo más interior de los brazos espirales y, créame, si pudiera ver su cielo nocturno, pensaría que estaba en el centro de la Galaxia.
Está rodeado por un racimo de estrellas sumamente denso.
—¿Ha estado en Trántor, Golan? —preguntó Pelorat con clara envidia.
—En realidad no, pero he visto representaciones holográficas de su cielo.
Trevize contempló la Galaxia con expresión sombría. A raíz de la gran búsqueda de la Segunda Fundación durante la época del Mulo, ¡cómo habían jugado todos con mapas galácticos, y cuántos volúmenes se habían escrito y filmado sobre el tema!
Y todo porque Hari Seldon había dicho, al principio, que la Segunda Fundación se establecería «en el otro extremo de la Galaxia», llamando al lugar «Extremo de las Estrellas».
¡En el otro extremo de la Galaxia! Mientras Trevize lo pensaba, una fina línea azul adquirió vida, extendiéndose desde Términus, a través del agujero negro central de la Galaxia, hasta el otro extremo.
Trevize casi dio un salto. No había ordenado directamente la línea, pero había pensado en ella con mucha claridad y eso había bastado para la computadora.
Pero, naturalmente, la ruta de la línea recta hasta el lado opuesto de la Galaxia no era necesariamente una indicación del «otro extremo» sobre el que Seldon había hablado. Fue Arkady Darell (si uno daba crédito a su biografía) quien utilizó la frase «un círculo no tiene fin» para indicar lo que ahora todos aceptaban como verdad…
Y aunque Trevize intentó repentinamente suprimir el pensamiento, la computadora era demasiado rápida para él. La línea azul se desvaneció y fue remplazada por un círculo que bordeaba nítidamente la Galaxia en color azul y pasaba a través del punto rojo intenso del sol de Términus.
Un círculo no tiene fin, y si el círculo empezaba en Términus, en el caso de buscar el otro extremo, simplemente volvería a Términus, y allí era donde se había encontrado a la Segunda Fundación, habitando el mismo mundo que la Primera.
Pero ¿y si en realidad no había sido hallada, si el supuesto descubrimiento de la Segunda Fundación había sido una ilusión? Aparte de una línea recta y un círculo, ¿qué podía tener sentido en la conexión?
Pelorat dijo:
—Está creando ilusiones. ¿Por qué hay un círculo azul?
—Sólo estaba comprobando los mandos. ¿Le gustaría localizar la Tierra?
Durante unos momentos reinó el silencio, y luego Pelorat dijo:
—¿Bromea?
—No. Lo voy a intentar.
Lo hizo. No sucedió nada.
—Lo siento —dijo Trevize.
—¿No está? ¿La Tierra no está?
—Supongo que podría haber pensado erróneamente la orden, pero eso no parece probable. Es más probable que la Tierra no figure en los datos de la computadora.
Pelorat dijo:
—Puede figurar bajo otro nombre.
Trevize se aferró rápidamente a eso.
—¿Qué otro nombre, Janov?
Pelorat no dijo nada y Trevize sonrió en la oscuridad. Se le ocurrió pensar que las cosas podrían estar empezando a encajar. Dejémoslo por un rato. Que maduren. Cambió deliberadamente de tema y dijo:
—Me pregunto si podemos manipular el tiempo.
—¿El tiempo? ¿Cómo podemos hacerlo?
—La Galaxia da vueltas. Términus tarda casi quinientos millones de años en recorrer la gran circunferencia de la Galaxia una sola vez. Como es natural, las estrellas que están más cerca del centro completan la vuelta mucho más rápidamente. El movimiento de cada estrella, en relación al agujero negro central, puede ser registrado en la computadora y, en ese caso, es posible lograr que la computadora multiplique cada movimiento millones de veces y el efecto giratorio resulte visible. Puedo intentar que lo haga.
Lo intentó y no pudo evitar que sus músculos se tensaran con el esfuerzo de voluntad que estaba realizando, como si estuviera apoderándose de la Galaxia, acelerándola, retorciéndola, obligándola a girar contra una terrible resistencia.
La Galaxia estaba moviéndose. Lentamente, poderosamente, se retorcía en la dirección que debía estar siguiendo para estrechar los brazos espirales.
El tiempo pasaba con increíble rapidez mientras observaban, un tiempo falso y artificial, y entretanto las estrellas se convirtieron en objetos evanescentes.
Algunas de las más grandes, aquí y allí, enrojecieron y se hicieron más brillantes antes de dilatarse y convertirse en gigantes de color rojo. Luego, una estrella de los racimos centrales estalló silenciosamente en una llamarada cegadora que, durante una minúscula fracción de segundo, oscureció la Galaxia y desapareció. Luego, otra, en uno de los brazos espirales hizo lo mismo, y luego otra, no muy lejos de ellos.
—Supernovas —dijo Trevize con voz un poco temblorosa.
¿Era posible que la computadora predijera exactamente qué estrellas explotarían y cuándo? ¿O sólo utilizaba una maqueta simplificada que servía para mostrar el futuro estelar en términos generales, más que precisos?
Pelorat dijo en un ronco susurro:
—La Galaxia parece un ser vivo arrastrándose por el espacio.
—Así es —dijo Trevize—, pero empiezo a cansarme. A menos que aprenda a hacerlo de un modo más distendido, no seré capaz de jugar a esto durante mucho rato.
Se relajó. La Galaxia disminuyó la velocidad, luego se detuvo, y luego se inclinó hasta colocarse en a perspectiva lateral desde la que la habían visto al principio.
Trevize cerró los ojos y respiró profundamente.
Era consciente de que Términus iba quedando atrás, y de que los últimos jirones perceptibles de la atmósfera habían desaparecido de sus alrededores. Era consciente de todas las naves que llenaban el espacio próximo a Términus.
No se le ocurrió comprobar si había algo especial en alguna de esas naves. ¿Había alguna que fuese gravítica como la suya y que siguiera su trayectoria de un modo demasiado preciso para ser casual?