1. Consejero
1
—Naturalmente no lo creo —dijo Golan Trevize, deteniéndose en los anchos escalones de Seldon Hall y contemplando la ciudad bañada por el sol.
Términus era un planeta templado, con un elevado porcentaje de agua/tierra. Como Trevize pensaba a menudo, la introducción del control climático lo había hecho mucho más cómodo y considerablemente menos interesante.
—No creo nada en absoluto —repitió, sonriendo.
Sus dientes blancos y uniformes brillaron en su rostro juvenil.
Su compañero y colega, Munn Li Compor, que había adoptado un segundo nombre a despecho de la tradición de Términus, meneó la cabeza con desasosiego.
—¿Qué es lo que no crees? ¿Que hemos salvado la ciudad?
—Oh, eso sí que lo creo. Lo hemos hecho, ¿no? Y Seldon dijo que lo haríamos, y que actuaríamos correctamente haciéndolo así, y que él lo sabía todo hace quinientos años.
Compor bajó la voz y dijo casi en un susurro:
—Mira, no me importa que me hables de este modo, porque sé que hablas por hablar, pero si vas gritándolo por ahí otros te oirán y, francamente, no quiero estar cerca de ti cuando caiga el rayo. No sé lo preciso que será.
La sonrisa de Trevize permaneció inalterable y dijo:
—¿Hay algo malo en decir que la ciudad está salvada? ¿Y que lo hemos hecho sin guerra?
—No había nadie a quien combatir —repuso Compor. Tenía el cabello de un amarillo mantecoso y los ojos de un azul celeste, y siempre resistía el impulso de alterar esos tonos pasados de moda.
—¿No has oído hablar nunca de la guerra civil, Compor? —preguntó Trevize. Este era alto, tenía el cabello negro, ligeramente ondulado, y la costumbre de andar con los pulgares metidos en el cinturón de suave fibra que siempre llevaba.
—¿Una guerra civil por el emplazamiento de la capital?
—La cuestión fue suficiente para provocar una Crisis Seldon. Destruyó la carrera política de Hanni. Nos introdujo a ti y a mí en el Consejo a raíz de las últimas elecciones, y el problema persistió… —Movió lentamente una mano, de delante atrás, como una balanza al nivelarse.
Se detuvo en los escalones, sin hacer caso de los otros miembros del gobierno y medios informativos, así como de las personas influyentes que habían conseguido invitación para presenciar el regreso de Seldon (o, en todo caso, el regreso de su imagen).
Todos bajaban las escaleras, hablando, riendo, enorgulleciéndose de la perfección de todo, y complaciéndose en la aprobación de Seldon.
Trevize permaneció inmóvil y dejó pasar a la multitud. Compor, que estaba dos escalones más abajo, se detuvo; una invisible cuerda se extendía entre ellos.
—¿No vienes? —preguntó.
—No hay prisa. La reunión del Consejo no empezará hasta que la alcaldesa Branno haya repasado la situación con su estilo firme y escueto. No tengo prisa por soportar otro aburrido discurso. ¡Mira la ciudad!
—Ya la veo. También la vi ayer.
—Sí. Pero ¿la viste hace quinientos años, cuando fue fundada?
—Cuatrocientos noventa y ocho —le corrigió automáticamente Compor—. Dentro de dos años celebrarán el quinto centenario y la alcaldesa Branno aún seguirá en su cargo, salvo imprevistos que todos esperamos no se produzcan.
—Esperémoslo —dijo secamente Trevize—. Pero ¿cómo era hace quinientos años, cuando fue fundada? ¡Una ciudad! ¡Una pequeña ciudad, ocupada por un grupo de hombres que preparaban una Enciclopedia que nunca se terminó!
—Claro que se terminó.
—¿Te refieres a la Enciclopedia Galáctica que tenemos ahora? Lo que tenemos no es aquello en lo que ellos trabajaban. Lo que tenemos está en una computadora y es revisado diariamente. ¿Has visto alguna vez el original incompleto?
—¿El que está en el Museo Hardin?
—El Museo de los Orígenes Salvor Hardin. Llamémosle por un nombre completo, por favor, ya que eres tan puntilloso respecto a las fechas exactas. ¿Lo has visto?
—No. ¿Debería haberlo hecho?
—No, no vale la pena. Pero, en todo caso, ahí estaban… un grupo de enciclopedistas, formando el núcleo de una ciudad, una pequeña ciudad en un mundo virtualmente desprovisto de metales, girando alrededor de un sol aislado del resto de la Galaxia, en el límite, el mismo límite. Y ahora, quinientos años más tarde, somos un mundo suburbano. Esto es un gran parque, con todo el metal que queremos. ¡Ahora estamos en el centro de todo!
—No exactamente —replicó Compor—. Aún giramos en torno a un sol aislado del resto de la Galaxia. Aún estamos en el mismo límite de la Galaxia.
—Ah, no, eso lo dices sin pensar. Esa fue la causa de esta pequeña Crisis Seldon. Somos algo más que el aislado mundo de Términus. Somos la Fundación, que extiende sus tentáculos por toda la Galaxia y gobierna esa Galaxia desde su emplazamiento en el mismo límite. Podemos hacerlo porque no estamos aislados, excepto en la situación, y eso no cuenta.
—De acuerdo. Lo acepto. —Evidentemente a Compor le era indiferente y bajó otro escalón. La cuerda invisible que había entre ellos se estiró aún más. Trevize alargó una mano como para tirar de su amigo escalones arriba.
—¿No ves lo que eso significa, Compor? Ha habido un cambio enorme, pero nosotros no lo aceptamos. En el fondo del corazón queremos la pequeña Fundación, la sencilla organización de un solo mundo que teníamos en los viejos tiempos, en aquellos tiempos de férreos héroes y nobles santos que se han ido para siempre.
—¡Oh, vamos!
—Hablo en serio. Mira Seldon Hall. Para empezar, durante las primeras crisis de la época de Salvor Hardin, sólo era la Bóveda del Tiempo, un pequeño auditorio donde aparecía la imagen holográfica de Seldon. Eso era todo. Ahora es un mausoleo colosal, pero ¿tiene una rampa con campo de fuerza? ¿Una cinta transportadora? ¿Un ascensor gravítico? No, sólo estos escalones, y nosotros los bajamos y subimos como Hardin habría tenido que hacerlo. En una época extraña e imprevisible, nos aferramos con miedo al pasado.
Alargó apasionadamente el brazo.
—¿Hay algún componente estructural visible que sea metálico? Ninguno. No sería conveniente, ya que en tiempos de Salvor Hardin no había metales nativos y casi ninguno importado. Incluso instalamos plástico antiguo, rosado por los años, cuando construimos este enorme conglomerado, a fin de que los visitantes de otros mundos puedan detenerse y exclamar: «¡Galaxia! ¡Qué hermoso plástico antiguo!». Te lo digo, Compor, es una farsa.
—Así pues, ¿es esto en lo que no crees? ¿En Seldon Hall?
—Y en todo su contenido —dijo Trevize en un furioso susurro—. No creo que tenga sentido esconderse aquí, en el límite del Universo, sólo porque nuestros antepasados lo hicieron. Creo que deberíamos estar ahí fuera, en medio de todo.
—Pero Seldon dice que te equivocas. El Plan Seldon está desarrollándose tal como debe.
—Lo sé. Lo sé. Y todos los niños de Términus son educados para creer que Hari Seldon formuló un Plan, que lo previo todo hace cinco siglos, que instituyó la Fundación de modo que anticipó ciertas crisis, y dispuso que su imagen apareciera holográficamente durante esas crisis, y nos dijera lo mínimo que deberíamos saber para continuar hasta la siguiente crisis, y así nos conduciría a través de mil años de historia hasta que pudiéramos edificar un Segundo y Mayor Imperio Galáctico sobre las ruinas de la vieja y decrépita estructura que estaba derrumbándose hace cinco siglos y se desintegró completamente hace dos siglos.
—¿Por qué me dices todo esto, Golan?
—Porque te digo que es una farsa. Todo es una farsa, Y aun en el caso de que en un principio fuese real, ¡ahora es una farsa! No somos dueños de nosotros mismos. No somos nosotros quienes seguimos el Plan.
Compor miró escrutadoramente al otro.
—Ya me habías dicho cosas así antes de ahora, Golan, pero siempre había pensado que sólo decías ridiculeces para excitarme. Por la Galaxia, ahora creo que hablas en serio.
—¡Claro que hablo en serio!
—No puede ser. O bien es una broma pesada a mis expensas o bien has perdido la razón.
—Ni lo uno ni lo otro —dijo Trevize, ya calmado, metiendo los pulgares en el cinturón como si ya no necesitara los gestos de las manos para acentuar la pasión—. Admito haber especulado otras veces sobre ello, pero solo fue por intuición. Sin embargo, la farsa que esta mañana se ha desarrollado ahí adentro me ha abierto los ojos y pretendo, a mi vez, abrir los ojos al Consejo.
Compor exclamó:
—¡Estás loco!
—De acuerdo. Ven conmigo y escucha.
Los dos bajaron las escaleras. Eran los únicos que quedaban, los últimos en completar el descenso. Y mientras Trevize se adelantaba ligeramente, los labios de Compor se movieron en silencio, lanzando una muda palabra en dirección a la espalda del otro:
«¡Tonto!».
2
La alcaldesa Harla Branno declaró abierta la sesión del Consejo Ejecutivo. Sus ojos habían mirado a los reunidos sin muestras visibles de interés; no obstante, ninguno dudó de que había advertido quiénes estaban presentes y quiénes no habían llegado todavía.
Su cabello gris estaba peinado en un estilo que no era marcadamente femenino ni imitación del masculino. Era el modo en que ella lo llevaba, nada más. Su rostro desapasionado no destacaba por su belleza, pero no era precisamente belleza lo que uno esperaba ver en él.
Era el administrador más capaz del planeta. Nadie podía acusarla de poseer la brillantez de los Salvor Hardin y los Hober Mallow, cuyas historias animaron los primeros dos siglos de existencia de la Fundación, pero tampoco nadie podía asociarla con las locuras de los hereditarios Indbur que habían gobernado la Fundación antes de la aparición del Mulo.
Sus discursos no excitaban la mente de los hombres, ni tenía el don del dramatismo, pero poseía la capacidad de tomar decisiones sensatas y defenderlas mientras estuviese convencida de que eran acertadas. Sin un carisma evidente, tenía la habilidad de persuadir a los votantes de que esas decisiones serían acertadas.
Puesto que, según la doctrina de Seldon, el cambio histórico es muy difícil de alterar (siempre salvando lo imprevisible, cosa que la mayoría de seldonistas suele olvidar, pese al incidente del Mulo), la Fundación podía haber mantenido su capital en Términus bajo cualquier circunstancia. Pero esto es un imponderable. Seldon, en su reciente aparición como un simulacro de quinientos años de edad, había fijado tranquilamente la probabilidad de continuar en Términus en un 87,2 por 100.
No obstante, incluso para los seldonistas, ello significaba que había un 12,8 por 100 de posibilidades de que se hubiese realizado el traslado a algún punto más cercano al centro de la Confederación de la Fundación, con todas las fatales consecuencias que Seldon había esbozado. El hecho de que esta posibilidad de uno entre ocho no hubiese tenido lugar se debía a la alcaldesa Branno.
Era indudable que ella no lo hubiese permitido.
Incluso en períodos de considerable impopularidad, se había aferrado a la decisión de que Términus era la sede tradicional de la Fundación y continuaría siéndolo. Sus enemigos políticos habían caricaturizado su pronunciada mandíbula (con cierta efectividad, había que admitirlo) como un bloque colgante de granito.
Y ahora Seldon había respaldado su punto de vista y, al menos por el momento, eso le proporcionaba una considerable ventaja política Al parecer había dicho un año antes que si Seldon la respaldaba en su próxima aparición, consideraría su labor felizmente concluida. Entonces se retiraría y asumiría el papel de ex estadista, en lugar de exponerse a los dudosos resultados de otras guerras políticas.
Nadie la había creído realmente. Estaba familiarizada con las guerras políticas hasta un extremo que pocos habían alcanzado, y ahora que la imagen de Seldon había aparecido y desaparecido no daba muestras de querer retirarse.
Habló con una voz perfectamente clara y un marcado acento de la Fundación (en otros tiempos había sido embajadora en Mandress, pero no había adoptado el estilo dialéctico imperial que ahora estaba en boga, y formó parte de lo que había sido una incursión casi imperial en las Provincias Interiores).
Dijo:
—La Crisis Seldon ha terminado y es tradición, muy prudente a mi juicio, que no se tomen represalias de ninguna clase, ni de hecho ni de palabra, contra los que han respaldado al bando equivocado. Muchas personas honestas creían tener buenas razones para querer lo que Seldon no quería. No tiene objeto humillarlas hasta el punto en que sólo puedan recobrar su dignidad censurando el Plan Seldon. A su vez, existe la arraigada y deseable costumbre de que quienes hayan apoyado al bando perdedor acepten alegremente la derrota, sin más discusión. El tema ha quedado relegado al olvido, por ambos lados, para siempre.
Hizo una pausa, escrutó las caras reunidas durante un momento, y después prosiguió:
—La mitad del tiempo ha pasado, miembros del Consejo; la mitad del período de mil años entre imperios. Ha sido una época llena de dificultades, pero hemos recorrido un largo camino. En efecto, ya somos casi un Imperio Galáctico y no quedan enemigos externos de importancia.
»El interregno habría durado treinta mil años, a no ser por el Plan Seldon. Después de treinta mil años de desintegración, quizá no habría quedado fuerza suficiente para volver a formar un imperio. Quizá sólo habrían quedado mundos aislados y probablemente moribundos.
»Lo que hoy tenemos se lo debemos a Hari Seldon, y en él hemos de confiar siempre. El peligro de aquí en adelante, consejeros, somos nosotros mismos, y a partir de ahora no debe haber dudas oficiales sobre el valor del Plan. Convengamos ahora, sosegada y firmemente, en que no deben haber dudas, críticas o condenas oficiales del Plan. Tenemos que apoyarlo incondicionalmente. Ha demostrado su efectividad a lo largo de cinco siglos. Constituye la seguridad de la humanidad y no debe ser alterado. ¿Convenido?
Hubo un sordo murmullo. La alcaldesa apenas levantó la mirada para obtener pruebas visuales de conformidad. Conocía a todos los miembros del Consejo y sabía cómo reaccionaria cada uno. Después de la victoria, no habría objeciones. El año siguiente, tal vez. Ahora, no. Abordaría los problemas del año siguiente el año siguiente.
Siempre que no…
—¿Control mental, alcaldesa Branno? —preguntó Golan Trevize, enfilando el pasillo a grandes zancadas y hablando a gritos, como para compensar el silencio del resto. No se molestó en ocupar su asiento que, en su calidad de nuevo miembro, estaba en la última fila.
Branno siguió sin levantar la mirada.
—¿Sus opiniones, consejero Trevize? —dijo.
—Que el gobierno no puede prohibir la libertad de expresión; que todos los individuos, y con más motivo los consejeros y consejeras, que han sido elegidos con este fin, tienen el derecho a discutir los temas políticos del día; y que ningún tema político puede ser disociado del Plan Seldon.
Branno enlazó las manos y levantó la mirada. Su rostro era inexpresivo.
—Consejero Trevize, ha entrado irregularmente en este debate y ha interrumpido la sesión al hacerlo así. No obstante, le he pedido su opinión y voy a contestarle —replicó—. No hay límite para la libertad de expresión dentro del contexto del Plan Seldon. Es sólo el Plan en si lo que nos limita por su misma naturaleza. Hay muchas maneras de interpretar los acontecimientos antes de que la imagen tome la decisión final, pero una vez la toma, esta decisión no puede seguir siendo cuestionada en el Consejo. Tampoco puede ser cuestionada de antemano, como diciendo: «Si Hari Seldon declarara esto y aquello, estaría equivocado».
—¿Y si uno lo pensara de verdad, señora alcaldesa?
—Entonces podría decirlo, en el caso de que esa persona fuese un particular y discutiera el asunto en un contexto particular.
—Así pues, ¿quiere decir que las limitaciones a la libertad de expresión que usted propone afectan exclusiva y específicamente a los funcionarios gubernamentales?
—Exactamente. Esta no es una norma nueva de la ley de la Fundación. Ha sido aplicada con anterioridad por alcaldes de todas las facciones. Un punto de vista particular no significa nada; la expresión oficial de una opinión tiene peso y puede ser peligrosa. No hemos llegado hasta tan lejos para exponernos ahora al peligro.
—Permítame indicarle, señora alcaldesa, que esa norma suya ha sido aplicada, escasa e irregularmente, a ciertos decretos del Consejo. Nunca se ha aplicado a algo tan vasto e indefinible como el Plan Seldon.
—El Plan Seldon necesita más protección, porque es precisamente ahí donde las dudas pueden ser más fatales.
—¿No consideraría usted, alcaldesa Branno…?
Trevize se volvió, dirigiéndose ahora a los miembros del Consejo, que parecían haber contenido unánimemente la respiración, como esperando el resultado del duelo.
—¿No considerarían ustedes, miembros del Consejo, que hay motivos para pensar que no existe ningún Plan Seldon?
—Todos hemos sido testigos de su funcionamiento hoy mismo —dijo la alcaldesa Branno, más sosegada cuanto mayor era el apasionamiento y la elocuencia de Trevize.
—Precisamente porque hoy hemos visto su funcionamiento, consejeros y consejeras, podemos darnos cuenta de que el Plan Seldon, tal como nos han enseñado a creer, no puede existir.
—Consejero Trevize, este no es su turno de intervención y no debe continuar en esta línea.
—Tengo los privilegios de mi cargo, alcaldesa.
—Esos privilegios han sido revocados, consejero.
—Usted no puede revocarlos. Su declaración limitando la libertad de expresión no puede tener, en sí misma, la fuerza de ley. El Consejo no ha votado formalmente, alcaldesa, y aunque lo hubiera hecho, yo tendría derecho a cuestionar su legalidad.
—La revocación, consejero, no tiene nada que ver con mi declaración protegiendo el Plan Seldon.
—Entonces, ¿en qué se basa?
—Se le acusa de traición, consejero. Haré el favor al Consejo de no arrestarle dentro de la Cámara, pero en la puerta le esperan miembros de Seguridad que le tomarán bajo su custodia cuando salga. Ahora le pido que salga sin oponer resistencia. En el caso de que haga algún movimiento imprudente, lo consideraremos un peligro inmediato y Seguridad entrará en la Cámara. Confío en que no sea necesario.
Trevize frunció el ceño. En la sala reinaba un silencio absoluto. (¿Acaso todos lo esperaban, todos menos él y Compor?) Dirigió la mirada hacia la salida. No vio nada, pero estaba seguro de que la alcaldesa Branno no fanfarroneaba.
Balbuceó con rabia:
—Repre…, represento a un importante grupo de votantes, alcaldesa Branno…
—Sin duda se sentirán decepcionados.
—¿En qué pruebas basa esta absurda acusación?
—Lo sabrá en su momento, pero puede estar seguro de que tenemos todo lo que necesitamos. Es usted un joven muy indiscreto y debería haber comprendido que alguien podía ser amigo suyo y, sin embargo, no estar dispuesto a ayudarle en su traición.
Trevize se volvió en redondo para fijar la mirada en los ojos azules de Compor, que no se inmutó.
La alcaldesa Branno dijo tranquilamente:
—Recuerden todos los testigos que cuando he hecho mi última declaración, el consejero Trevize se ha vuelto a mirar al consejero Compor. ¿Quiere salir ahora, consejero, o me obligará a incurrir en el deshonor de un arresto dentro de la Cámara?
Golan Trevize se volvió, subió nuevamente los escalones y, en la puerta, dos hombres uniformados y armados lo flanquearon.
Harla Branno, mirándolo impasiblemente, murmuró a través de sus labios apenas entreabiertos:
—¡Tonto!
3
Liono Kodell había sido director de Seguridad durante todo el período de administración de la alcaldesa Branno. Como le gusta decir, no era un trabajo agotador, aunque naturalmente nadie sabía si mentía o no. No parecía mentiroso, pero eso no significaba nada.
Tenía un aspecto agradable y cordial, y muy posiblemente eso fuera adecuado para el cargo. Estaba bastante por debajo de la estatura media, y bastante por encima del peso medio; llevaba un tupido bigote (algo insólito para un ciudadano de Términus) que ya era más blanco que gris; tenía unos brillantes ojos marrones, y un parche característico de un color básico marcaba el bolsillo superior de su mono pardusco.
—Siéntese, Trevize. Me gustaría que habláramos amistosamente, si es posible —dijo.
—¿Amistosamente? ¿Con un traidor? —Trevize introdujo ambos pulgares en el cinturón y permaneció en pie.
—Con un acusado de traición. Aún no hemos llegado al punto en que una acusación, aunque sea hecha por la propia alcaldesa, equivalga a una condena. Confío en que nunca lleguemos. Mi misión es absolverle, si puedo. Preferiría hacerlo ahora, cuando todavía no se ha causado ningún daño, excepto, quizá, a su orgullo, que verme forzado a exponer el caso en juicio público. Espero que opine igual que yo.
Trevize no se ablandó.
—No se moleste en congraciarse conmigo. Su misión es tratarme como si fuese un traidor. No lo soy, y me desagrada tener que demostrar este punto a su satisfacción. ¿Por qué no demuestra usted su lealtad a mi satisfacción?
—En principio, no hay inconveniente. Sin embargo, lo triste del caso es que yo tengo el poder de mi lado, y usted no. Por este motivo el privilegio de interrogar es mío, no suyo. Si alguna sospecha de deslealtad o traición recayera sobre mí, supongo que me remplazarían, y entonces sería interrogado por algún otro que, espero seriamente, no me trataría peor de lo que yo pretendo tratarle a usted.
—¿Y cómo pretende tratarme?
—Confío en que como a un amigo, y a un igual, si usted está dispuesto a hacer lo mismo.
—¿Puedo pedirle una copa? —preguntó Trevize con amargura.
—Más tarde, quizá, pero ahora le ruego que se siente. Se lo pido como amigo.
Trevize titubeó y luego se sentó. De repente le pareció absurdo mantener su actitud desafiante.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Trevize con amargura.
—Ahora, ¿puedo pedirle que conteste a mis preguntas sinceramente y sin evasivas?
—¿Y si no lo hago? ¿Cuál es la amenaza? ¿Una sonda psíquica?
—Espero que no.
—Yo también lo espero. No es sistema para un consejero. No revelaría una traición, y cuando me absolvieran, pediría su cabeza y quizá también la de la alcaldesa. Tal vez valdría la pena someterme a una sonda psíquica.
Kodell frunció el ceño y meneó ligeramente la cabeza.
—Oh, no. Oh, no: Hay demasiado peligro de lesión cerebral. A veces resulta difícil de curar, y no le compensaría. Seguro. Verá, algunas veces, cuando no hay más remedio que utilizar la sonda psíquica…
—¿Una amenaza, Kodell?
—Una declaración de hecho, Trevize. No me interprete mal, consejero. Si debo recurrir a ese sistema lo haré, y aunque sea usted inocente no le servirá de nada.
—¿Qué quiere decir?
Kodell accionó un interruptor que había en la mesa frente a él y dijo:
—Todo lo que yo le pregunte y usted me conteste será grabado, tanto en imagen como en sonido. No quiero ninguna declaración gratuita o fuera de tono. Por lo menos, esta vez. Estoy seguro de que lo comprende.
—Comprendo que sólo grabará lo que le plazca —dijo Trevize con desprecio.
—Es cierto, pero le repito que no me interprete mal. No falsearé nada de lo que usted diga. Lo utilizaré o no, eso es todo. Pero usted sabrá que no lo utilizaré y no nos hará perder el tiempo ni a usted ni a mí.
—Ya lo veremos.
—Tenemos razones para pensar, consejero Trevize —y el toque de formalidad que imprimió a su voz fue prueba suficiente de que estaba grabando—, que ha declarado abiertamente y en numerosas ocasiones que no cree en la existencia del Plan Seldon.
Trevize contestó con lentitud:
—Si lo he dicho tan abiertamente, y en numerosas ocasiones, ¿qué más necesitan?
—No perdamos el tiempo en subterfugios, consejero. Usted sabe que lo que deseo es un reconocimiento explícito en su propia voz, caracterizada por sus propias huellas sonoras, bajo condiciones en las que tiene pleno dominio de sí mismo.
—¿Porque, supongo, el empleo de algún producto hipnótico, químico o no, alteraría las huellas sonoras?
—Muy notablemente.
—¿Y usted está ansioso por demostrar que no ha utilizado ningún método ilegal para interrogar a un consejero? No le culpo.
—Me alegro de que no me culpe, consejero. Así pues, continuemos. Usted ha declarado abiertamente, y en numerosas ocasiones, que no cree en la existencia del Plan Seldon. ¿Lo admite?
Trevize dijo lentamente, escogiendo las palabras:
—No creo que lo que llamamos Plan de Seldon tenga el significado que solemos darle.
—Una declaración muy imprecisa. ¿Le importaría explicarse con más detalle?
—Opino que la creencia general de que Hari Seldon, hace quinientos años, utilizando la ciencia matemática de la psicohistoria, trazó el curso de los acontecimientos humanos hasta el último detalle y que nosotros seguimos un curso destinado a llevarnos desde el Primer Imperio Galáctico hasta el Segundo Imperio Galáctico por la línea de máxima probabilidad, es ingenua. No puede ser así.
—¿Quiere usted decir que, en su opinión, Hari Seldon nunca existió?
—De ningún modo. Claro que existió.
—¿Que no desarrolló la ciencia de la psicohistoria?
—No, claro que no quiero decir tal cosa. Escuche, director, se lo habría explicado al Consejo si me lo hubieran permitido, y voy a explicárselo a usted. La verdad de lo que le diré es tan terminante…
El director de Seguridad había desconectado silenciosamente, y sin ningún disimulo, el aparato grabador.
Trevize hizo una pausa y frunció el ceño.
—¿Por qué ha hecho eso?
—Me está haciendo perder el tiempo, consejero.
No le he pedido un discurso.
—Me ha pedido que explique mi punto de vista, ¿no?
—De ningún modo. Le he pedido que conteste mis preguntas; sencilla, directa y francamente. Conteste sólo las preguntas y no añada nada más. Hágalo y no tardaremos demasiado.
Trevize dijo:
—Quiere decir que me arrancará declaraciones que reforzarán la versión oficial de lo que supuestamente he hecho.
—Sólo le pedimos que diga la verdad, y le aseguro que no falsearemos sus declaraciones. Intentémoslo de nuevo, por favor. Estábamos hablando de Hari Seldon. —Volvió a poner la grabadora en marcha y repitió con calma—: ¿Que no desarrolló la Ciencia de la psicohistoria?
—Claro que desarrolló la ciencia que llamamos psicohistoria —dijo Trevize, sin poder disimular su impaciencia y gesticulando con exasperada pasión.
—Que usted definiría… ¿cómo?
—¡Galaxia! Suele definirse como la rama de las matemáticas que estudia las reacciones generales de amplios grupos de seres humanos ante determinados estímulos y bajo determinadas circunstancias. En otras palabras, se cree que predice los cambios sociales e históricos.
—Ha dicho «se cree». ¿Lo duda usted bajo el punto de vista de la experiencia matemática?
—No —contestó Trevize—. Yo no soy psicohistodador. Tampoco lo es ningún miembro del gobierno de la Fundación, ni ningún ciudadano de Términus, ni ningún…
Kodell alzó la mano y dijo suavemente:
—¡Consejero, por favor! —Y Trevize se calló.
—¿Tiene usted algún motivo para suponer que Hari Seldon no hizo los análisis necesarios que combinarían, con la mayor eficacia posible, los factores de máxima probabilidad y menor duración en el camino que conduce del Primer al Segundo Imperio por medio de la Fundación? —continuó Kodell.
—Yo no estaba allí —dijo sardónicamente Trevize—. ¿Cómo quiere que lo sepa?
—¿Puede saber que no lo hizo?
—No.
—¿Niega usted, quizá, que la imagen holográfica de Hari Seldon que ha aparecido durante cada una de las crisis históricas acaecidas durante los últimos quinientos años es, en realidad, una reproducción del mismo Hari Seldon, hecha en el último año de su vida, poco antes de la constitución de la Fundación?
—Supongo que no puedo negarlo.
—Lo «supone». ¿Pretende usted decir que es un fraude, un engaño urdido por alguien en el pasado con algún propósito?
Trevize suspiró.
—No. No afirmo tal cosa.
—¿Está dispuesto a afirmar que los mensajes transmitidos por Hari Seldon han sido manipulados de algún modo por alguien determinado?
—No. No tengo motivos para creer que dicha manipulación sea posible o provechosa.
—Comprendo. Usted ha presenciado la más reciente aparición de la imagen de Seldon. ¿Le ha parecido que su análisis, preparado hace quinientos años, no se ajusta a las circunstancias actuales con suficiente exactitud?
—Al contrario —dijo Trevize con súbito regocijo—. Se ajusta con toda exactitud.
Kodell pareció indiferente a la emoción del otro.
—Y no obstante, consejero, tras la aparición de Seldon, usted sigue manteniendo que el Plan Seldon no existe.
—Claro que sí. Mantengo que no existe precisamente porque el análisis se ajusta con tal exactitud…
Kodell había desconectado la grabadora.
—Consejero —dijo, meneando la cabeza—, me obliga a borrar. Le pregunto si sigue manteniendo esa extraña creencia suya y empieza a darme razones. Déjeme repetirle la pregunta: Y no obstante, consejero, tras la aparición de Seldon, usted sigue manteniendo que el Plan Seldon no existe.
—¿Cómo lo sabe? Nadie ha tenido la oportunidad de hablar con el amigo que me delató, Compor, después de la aparición.
—Digamos que lo hemos supuesto, consejero. Y digamos que usted ya ha contestado, «claro que si». Si quiere volver ó decirlo, sin añadir nada más, podremos continuar.
—Claro que sí —dijo Trevize con ironía.
—Bueno —dijo Kodell—, escogeré el «claro que sí» que suene más natural. Gracias, consejero —y desconectó nuevamente la grabadora.
Trevize preguntó:
—¿Eso es todo?
—Para lo que yo necesito, si.
—Al parecer, lo que usted necesita es una serie de preguntas y respuestas que pueda presentar a Términus y a toda la Confederación de la Fundación a la cual gobierna, para demostrar que acepto totalmente la leyenda del Plan Seldon. Esto hará parecer quijotesca o demente cualquier desmentida que yo haga después.
—O incluso una traición a los ojos de una excitada multitud que ve el Plan como esencial para la seguridad de la Fundación. Quizá no sea necesario divulgar esto, consejero Trevize, si podemos llegar a algún acuerdo, pero si fuera necesario nos encargaríamos de que la Confederación lo oyera.
—¿Es usted suficientemente tonto, señor —dijo Trevize, con el ceño fruncido—, para no querer saber lo que realmente tengo que decir?
—Como ser humano estoy muy interesado en saberlo, y si llega el momento apropiado le escucharé con interés y un cierto grado de escepticismo. Sin embargo, como director de Seguridad, tengo, en este momento, exactamente lo que necesito.
—Espero que sepa que no les servirá de nada, ni a usted ni a la alcaldesa.
—Aunque le parezca extraño, no opino lo mismo. Ahora ya puede marcharse. Custodiado, naturalmente.
—¿Adónde me van a llevar?
Kodell tan sólo sonrió.
—Adiós, consejero. No ha cooperado demasiado, pero habría sido poco realista esperar que lo hiciera.
Alargó la mano.
Trevize, levantándose, simuló no verla. Se alisó las arrugas del cinturón y dijo:
—No hace más que retrasar lo inevitable. Debe de haber otros que piensan como yo, o los habrá más tarde. Encarcelarme o matarme causará extrañeza y, a la larga, acelerará la generalización de esa manera de pensar. Al final la verdad y yo ganaremos.
Kodell retiró la mano y sacudió lentamente la cabeza.
—De verdad, Trevize —dijo—, usted es tonto.
4
Era medianoche cuando dos guardias fueron a sacar a Trevize de lo que era, tenía que admitirlo, una lujosa habitación en la Dirección General de Seguridad. Lujosa, pero cerrada con llave. La celda de una prisión, en todo caso.
Trevize dispuso de más de cuatro horas para intentar justificarse amargamente, paseando con nerviosismo de un lado a otro durante todo el rato.
¿Por qué había confiado en Compor?
¿Por qué no? Parecía tan claramente convencido.
No, eso no. Parecía tan dispuesto a dejarse convencer. No, eso tampoco. Parecía tan estúpido, tan fácilmente dominado, tan ciertamente desprovisto de cerebro y opiniones propias que Trevize aprovechó la ocasión de utilizarlo como una cómoda caja armónica. Compor había ayudado a Trevize a mejorar y pulir sus opiniones. Había resultado útil, y Trevize había confiado en él por la sencilla razón de que le había convenido hacerlo así.
Pero ahora era inútil intentar decidir si debía haber descubierto el juego de Compor. Debía haber seguido la regla: no confiar en nadie.
Sin embargo, ¿puede uno vivir sin confiar en nadie?
Evidentemente había que hacerlo.
Y, ¿quién habría pensado que Branno tendría la audacia de arrestar a un miembro del Consejo, y que ni uno solo de los demás consejeros movería un dedo para proteger a uno de los suyos? Aunque hubieran discrepado totalmente con Trevize, aunque hubieran estado dispuestos a apostar su sangre, hasta la última gota, por la rectitud de Branno; de todos modos, deberían haberse rebelado, por principio, contra esa violación de sus prerrogativas. A veces llamaban a Branno «la mujer de bronce», y ciertamente actuaba con rigor metálico…
A menos que ella misma ya estuviera en las garras de…
¡No! ¡Este camino desembocaba en la paranoia!
Y sin embargo…
Su mente andaba de puntillas y en círculos, y no había podido librarse de los pensamientos inútiles repetitivos cuando llegaron los guardias.
—Tendrá que venir con nosotros, consejero —dijo el mayor de los dos con gravedad desprovista de emoción. Su insignia revelaba su graduación de teniente. Tenía una pequeña cicatriz en la mejilla derecha, y parecía cansado, como si hubiera estado en su puesto demasiado tiempo y hubiera hecho demasiado poco, como podía esperarse de un soldado cuyo pueblo había vivido en paz durante más de un siglo.
Trevize no se movió.
—Su nombre, teniente.
—Soy el teniente Evander Sopellor, consejero.
—Se dará cuenta de que está quebrantando la ley, teniente Sopellor. No puede arrestar a un consejero.
El teniente dijo:
—Tenemos órdenes directas, señor.
—Eso no importa. No pueden ordenarle que arreste a un consejero. Debe comprender que se expone a un consejo de guerra.
El teniente dijo:
—No le estoy arrestando, consejero.
—Entonces no tengo que ir con usted, ¿verdad?
—Nos han ordenado que le escoltemos hasta su casa.
—Conozco el camino.
—Y que le protejamos hasta llegar a ella.
—¿De qué? ¿O de quién?
—De cualquier multitud que pueda reunirse.
—¿A medianoche?
—Por eso hemos esperado hasta medianoche, señor. Y ahora, señor, por su propia seguridad, debo pedirle que venga con nosotros. Puedo decirle, no como amenaza, sino como información, que estamos autorizados a emplear la fuerza si es necesario.
Trevize reparó en los látigos neurónicos con que iban armados. Se levantó con lo que esperaba fuese dignidad.
—A mi casa, pues. ¿O descubriré que van a llevarme a la cárcel?
—No hemos recibido instrucciones de mentirle, señor —dijo el teniente con un orgullo propio.
Trevize comprendió que estaba en presencia de un profesional, que exigiría una orden directa antes de mentir, y que incluso entonces su expresión y tono de voz le delatarían.
Trevize dijo:
—Le pido perdón, teniente. No quería dar a entender que dudaba de su palabra.
Un vehículo de superficie les aguardaba en el exterior. La calle estaba vacía y no había indicios de hombre alguno, mucho menos de una multitud, pero el teniente no había faltado a la verdad. No había dicho que en el exterior hubiese una multitud o que fuera a congregarse. Se había referido a «cualquier multitud que pueda reunirse». Sólo había dicho «pueda».
El teniente mantuvo cuidadosamente a Trevize entre sí mismo y el vehículo. Trevize no habría podido escabullirse y huir. El teniente entró después de él y se sentó a su lado en la parte trasera.
El coche arrancó.
Trevize dijo:
—Una vez esté en casa, supongo que podré hacer lo que quiera…, que podré marcharme, por ejemplo, si así lo deseo.
—No tenemos órdenes de obstaculizar sus movimientos, consejero, en ningún sentido, excepto en el caso de que supongan un peligro para usted.
—¿Un peligro? ¿Le importaría concretar un poco más?
—Tengo instrucciones de comunicarle que una vez esté en su casa, no podrá salir de ella. Las calles no son seguras para usted y yo soy responsable de su seguridad.
—Quiere decir que estoy bajo arresto domiciliario.
—No soy abogado, consejero. No sé lo que eso significa.
Desvió la mirada hacia el frente, pero su codo tocó el costado de Trevize. Trevize no habría podido moverse, ni siquiera un poco, sin que el teniente lo notara.
El coche se detuvo ante la pequeña casa de Trevize en el suburbio de Flexner. En ese momento no vivía con nadie, Flavella se había cansado de la vida irregular que su cargo de consejero le obligaba a llevar, y no esperaba que nadie estuviera aguardándole.
—¿Puedo bajar? —preguntó Trevize.
—Yo bajaré primero, consejero. Le escoltaremos hasta dentro.
—¿Por mi seguridad?
—Sí, señor.
Dos guardias esperaban en el vestíbulo. Había una lamparilla encendida, pero las ventanas habían sido opacadas y no se veía ninguna luz desde el exterior.
Durante un momento se sintió indignado por la invasión y después se encogió de hombros. Si el Consejo no podía protegerle en la misma Cámara del Consejo, era evidente que su casa no podía servirle de fortaleza.
Trevize dijo:
—¿A cuántos de ustedes tengo aquí? ¿A un regimiento?
—No, consejero —dijo una voz, recia y firme—. Sólo hay una persona aparte de las que ve, y hace mucho rato que le espero.
Harla Branno, alcaldesa de Términus, apareció en el umbral de la puerta que conducía al salón.
—¿No le parece que ya es hora de que hablemos?
Trevize la miró con asombro.
—Todo este jaleo para…
Pero Branno le interrumpió con voz baja y enérgica:
—Silencio, consejero. Y ustedes cuatro, fuera. ¡Fuera! Aquí todo irá bien.
Los cuatro guardias saludaron y giraron sobre sus talones. Trevize y Branno se quedaron solos.