17. Gaia
70
Pasaron horas antes de que la nave procedente de la estación espacial llegara a las cercanías del Estrella Lejana, horas que a Trevize le parecieron muy largas.
En una situación normal, Trevize habría enviado una señal y luego habría esperado respuesta: Si no hubiera habido respuesta, habría emprendido una acción evasiva.
Como estaba desarmado y no había habido respuesta, sólo podía esperar. La computadora no respondía a ninguna de sus indicaciones que implicara algo fuera de la nave.
En el interior, al menos, todo funcionaba bien.
Los sistemas de apoyo vital se hallaban en perfecto estado, de modo que él y Pelorat estaban físicamente cómodos. Por alguna razón, esto no le producía ningún alivio. Los minutos pasaban con extraordinaria lentitud y la incertidumbre de lo que iba a suceder le resultaba insoportable. Observó con irritación que Pelorat parecía tranquilo. Como para empeorar las cosas, mientras Trevize no tenía nada de apetito, Pelorat abrió un pequeño recipiente de pollo troceado, que al ser abierto se calentó rápida y automáticamente. Ahora estaba comiéndoselo metódicamente.
Trevize exclamó con irritación:
—¡Por el espacio, Janov! ¡Eso apesta!
Pelorat pareció sorprendido y olió el recipiente.
—A mí me da la impresión de que huele bien, Golan.
Trevize meneó la cabeza.
—No me haga caso. Estoy preocupado. Pero utilice un tenedor. Los dedos le olerán a pollo durante todo el día.
Pelorat se miró los dedos con asombro.
—¡Lo siento! No me había fijado. Estaba pensando en otra cosa.
Trevize preguntó con sarcasmo:
—¿Acaso quiere adivinar a qué tipo de seres no humanos pertenecen las criaturas de esa nave? —Se avergonzaba de estar menos tranquilo que Pelorat.
Él era un veterano de la Armada (aunque, naturalmente, nunca hubiese visto una batalla) y Pelorat era un historiador. Sin embargo, su compañero se mostraba más calmado.
Pelorat contestó:
—Sería imposible imaginar qué dirección tomaría la evolución en circunstancias distintas de las imperantes en la Tierra. Quizá las posibilidades no sean infinitas, pero si tan extensas que es lo mismo. Sin embargo, puedo predecir que no son insensatamente violentos y que nos tratarán de un modo civilizado. Si eso no fuera verdad, ahora ya estaríamos muertos.
—Al menos usted aún es capaz de razonar, amigo mío; aún es capaz de estar tranquilo. Mis nervios parecen ser más fuertes que el calmante a que nos han sometido. Siento un extraordinario deseo de levantarme y pasear. ¿Por qué no llegará esa maldita nave?
—Soy un hombre acostumbrado a la pasividad, Golan. Me he pasado toda la vida encorvado sobre algún documento mientras esperaba la llegada de otros. No hago más que esperar. Usted es un hombre de acción y se angustia cuando no puede actuar.
Trevize notó que parte de su tensión le abandonaba.
—Subestimo su buen juicio, Janov —murmuró.
—No, en absoluto —contestó Pelorat plácidamente—, pero incluso un ingenuo académico, puede encontrar sentido a la vida algunas veces.
—E incluso el más astuto de los políticos puede no hacerlo algunas veces.
—Yo no he dicho eso, Golan.
—No, pero yo sí. En fin, pasemos a la acción. Todavía puedo observar. La nave está suficientemente cerca para parecer claramente primitiva.
—¿Sólo parecer?
—Si es el producto de mentes y manos no humanas, lo que puede parecer primitivo, de hecho, puede ser simplemente no humano.
—¿Cree que podría ser un artefacto no humano? —preguntó Pelorat, mientras su cara enrojecía ligeramente.
—No lo sé. Sospecho que los artefactos, por mucho que varíen de una cultura a otra, nunca son tan plásticos como podrían ser los productos de diferencias genéticas.
—Eso sólo es una suposición por su parte. Lo único que conocemos son distintas culturas. No conocemos distintas especies inteligentes y, por lo tanto, no podemos juzgar lo distintos que podrían ser los artefactos.
—Los peces, delfines, pingüinos, calamares, e incluso los ambiflexos, que no son de origen terrícola, suponiendo que los otros lo sean, resuelven el problema del movimiento a través de un medio viscoso con un perfil aerodinámico, de modo que su aspecto no es tan diferente como su constitución genética podría inducimos a creer. Podría ocurrir lo mismo con los artefactos.
—Los tentáculos del calamar y los vibradores helicoidales del ambiflexo —replicó Pelorat— son enormemente distintos el uno del otro, así como de las aletas y las extremidades de los vertebrados. Podría ocurrir lo mismo con los artefactos.
—En todo caso —declaró Trevize—, me siento mejor. Hablar de tonterías con usted, Janov, me calma los nervios. Además, sospecho que pronto sabremos en lo que nos hemos metido. La nave no podrá acoplarse a la nuestra y lo que esté en ella se deslizará por una anticuada correa, o nos obligarán de algún modo a hacerlo nosotros mismos, ya que una sola antecámara no sirve de nada. Al menos que algún no humano emplee otro sistema totalmente distinto.
—¿De qué tamaño es la nave?
—Sin poder usar la computadora para calcular la distancia de la nave por radar, no podemos saber el tamaño.
Una correa serpenteó hacia el Estrella Lejana.
Trevize dijo:
—O hay un humano a bordo o los no humanos utilizan el mismo sistema. Quizá la correa sea lo único efectivo.
—Podrían utilizar un tubo —sugirió Pelorat—, o una escalera horizontal.
—Son cosas inflexibles. Sería demasiado complicado intentar establecer contacto con ellas. Se necesita algo que combine la resistencia y la flexibilidad.
La correa produjo un débil sonido metálico sobre el Estrella Lejana cuando el sólido casco (y en consecuencia el aire del interior) se puso a vibrar. Tuvo lugar el deslizamiento habitual mientras la otra nave realizaba los debidos ajustes de velocidad requeridos para igualar el avance de las dos embarcaciones. La correa estaba inmóvil en relación a ambas.
Un punto negro apareció sobre el casco de la otra nave y se dilató como la pupila de un ojo.
Trevize gruñó:
—Un diafragma dilatable, en vez de un panel deslizante.
—¿No humano?
—No necesariamente, supongo. Pero interesante.
Una figura salió al exterior.
Pelorat apretó los labios durante un momento y luego dijo con evidente decepción:
—Lástima. Un humano.
—No necesariamente —replicó Trevize con calma—. Lo único que vemos son cinco proyecciones.
Podrían ser una cabeza, dos brazos y dos piernas, pero también podrían no serlo… ¡Espere!
—¿Qué?
—Se mueve con más rapidez y suavidad de la que esperaba. ¡Ah!
—¿Qué?
—Hay algún tipo de propulsión. Por lo que puedo ver, no es a base de cohetes, pero tampoco avanza pasando una mano sobre la otra. No es necesariamente humano.
Les pareció una espera muy larga a pesar del rápido avance de la figura a lo largo de la correa, pero finalmente se oyó el ruido del contacto.
Trevize dijo:
—Sea lo que sea, está a punto de entrar. Mi intención es golpearle en cuanto aparezca —cerró el puño.
—Creo que deberíamos tranquilizarnos —sugirió Pelorat—. Quizá sea más fuerte que nosotros. Controla nuestras mentes. Sin duda hay otros en la nave. Esperemos hasta saber algo más.
—Se muestra cada vez más sensato, Janov —comentó Trevize—, y yo cada vez menos.
Oyeron que la antecámara de compresión se abría y finalmente la figura apareció en el interior de la nave.
—Aproximadamente del tamaño normal —murmuró Pelorat—. El traje espacial podría servir para un ser humano.
—Nunca había visto u oído hablar de un diseño así, pero no está fuera de los límites de la manufactura humana, creo yo. No dice nada.
La figura revestida con el traje espacial se hallaba ante ellos y uno de los miembros delanteros ascendió hacia el casco redondeado que, si era de vidrio, sólo tenía transparencia por un lado. Lo que había en su interior no se veía.
El miembro delantero tocó algo con un rápido movimiento que Trevize no percibió claramente y el casco se desprendió del resto del traje, Se levantó.
Lo que quedó al descubierto fue la cara de una mujer joven e indiscutiblemente bonita.
71
El inexpresivo rostro de Pelorat hizo lo que pudo para mostrarse estupefacto.
—¿Es usted humana? —dijo vacilante.
La mujer enarcó las cejas y frunció los labios. Era imposible saber si el idioma le resultaba desconocido y no comprendía o si comprendía y le extrañaba la pregunta.
Se llevó rápidamente una mano hacia el lado izquierdo del traje, que se abrió en una sola pieza como si estuviera provisto de bisagras. Dio un paso adelante y el traje se mantuvo derecho sin contenido durante unos momentos. Luego, con un leve suspiro que pareció casi humano, cayó al suelo.
La mujer parecía incluso más joven, ahora que se había despojado del traje. Su ropa era suelta y translúcida, con las reducidas prendas interiores visibles como sombras. La túnica exterior le llegaba a las rodillas.
Tenía el busto pequeño y la cintura estrecha, caderas redondeadas y anchas. Sus muslos, que se veían en una nebulosa, eran generosos, pero sus piernas se estrechaban hasta los bonitos tobillos. Tenía el cabello oscuro y largo hasta los hombros, los ojos marrones y grandes, los labios gruesos y ligeramente asimétricos.
Se miró de arriba abajo y luego resolvió el problema de su comprensión del idioma diciendo:
—¿No parezco humana?
Habló en galáctico con cierta indecisión, como si estuviera esforzándose para lograr una buena pronunciación.
Pelorat asintió y declaró con una leve sonrisa:
—No puedo negarlo. Muy humana. Deliciosamente humana.
La joven abrió los brazos como invitándoles a examinarla mejor.
—Así lo espero, caballero. Muchos hombres han muerto por este cuerpo.
—Yo preferida vivir por él —dijo Pelorat con una vena de galantería que le sorprendió ligeramente.
—Una buena elección —manifestó la joven con solemnidad—. Una vez se ha conseguido este cuerpo, todos los suspiros se convierten en suspiros de éxtasis.
Se echó a reír y Pelorat se rio con ella.
Trevize, cuya frente se había arrugado en un ceño a lo largo de la conversación, le espetó:
—¿Qué edad tiene?
La mujer pareció encogerse un poco.
—Veintitrés… caballero.
—¿Por qué ha venido? ¿Qué se propone?
—He venido para escoltarles hasta Gaia. —Su dominio del galáctico no era total y tendía a redondear las vocales en diptongos. Pronunció «venido» como «venidao» y «Gaia» como «Gayao».
—Una muchacha para escoltarnos.
La mujer se irguió y de repente adoptó la actitud del que tiene el mando.
—Yo —dijo— soy Gaia, tanto como otra persona. Era mi turno de trabajo en la estación.
—¿Su turno? ¿No había nadie más a bordo?
Con orgullo:
—No se necesitaba nadie más…
—¿Y ahora está vacía?
—Yo ya no estoy en ella, caballeros, pero no está vacía. Ella está allí.
—¿Ella? ¿A quién se refiere?
—A la estación. Es Gaia. No me necesita. Retiene esta nave.
—Entonces, ¿qué hace usted en la estación?
—Es mi turno de trabajo.
Pelorat había cogido a Trevize por la manga y había sido repelido. Volvió a intentarlo.
—Golan —dijo, en un susurro apremiante—. No le grite. Sólo es una niña. Permítame encargarme de esto.
Trevize meneó la cabeza airadamente, pero Pelorat preguntó:
—Jovencita, ¿cómo se llama?
La mujer sonrió con repentina alegría, como en respuesta al tono más suave, y dijo:
—Bliss.
—¿Bliss? —repitió Pelorat—. Un nombre muy bonito. Sin duda eso no es todo.
—Claro que no. No se puede tener un nombre de una sílaba, se duplicaría en todas las secciones y no distinguiríamos a uno de otro, de modo que los hombres se morirían por el cuerpo equivocado. Blissenobiarella es mi nombre completo.
—Eso es demasiado largo.
—¿Qué? ¿Siete sílabas? No es mucho. Tengo amigos con nombres de quince sílabas y nunca logran encontrar la combinación perfecta para el diminutivo. Yo me decidí por Bliss al cumplir quince años. Mi madre se llamaba «Nobby», ¿se lo imagina?
—En galáctico, «bliss» significa «éxtasis» o «extrema felicidad» —dijo Pelorat.
—En gaiano, también. No es muy diferente del galáctico, y «éxtasis» es la impresión que yo pretendo comunicar.
—Yo me llamo Janov Pelorat.
—Lo sé. Y este otro caballero, el que grita, es Golan Trevize. Recibimos un mensaje desde Syshell.
Trevize se apresuró a preguntar, con los ojos entornados:
—¿Cómo recibió usted el mensaje?
Bliss se volvió a mirarlo y respondió con calma:
—No fui yo. Fue Gaia.
Pelorat dijo:
—Señorita Bliss, ¿podemos mi compañero y yo hablar en privado unos momentos?
—Sí, por supuesto, pero tenemos que darnos prisa, compréndalo.
—No tardaremos. —Tiró con fuerza del codo de Trevize y este le siguió de mala gana hasta la otra habitación.
Trevize dijo en un susurro:
—¿Qué es todo eso? Estoy seguro de que nos está oyendo. Lo más probable es que lea nuestras mentes, maldita criatura.
—Tanto si lo hace como si no, necesitamos un poco de aislamiento psicológico. Escuche, viejo amigo, déjela en paz. No podemos hacer nada, y es absurdo ensañarse con ella. Probablemente ella tampoco puede hacer nada. Sólo es una mensajera. En realidad, mientras permanezca a bordo, probablemente estemos a salvo; no la habrían enviado aquí si pensaran destruir la nave. Siga atacándola y quizá la destruyan, así como a nosotros, en cuanto la saquen de aquí.
—No me gusta sentirme indefenso —gruñó Trevize.
—Ni a usted ni a nadie. Pero actuar como un pendenciero no le hace menos indefenso. Sólo le hace un pendenciero indefenso. Oh, mi querido amigo, no pretendo atacarle y debe perdonarme si soy excesivamente crítico con usted, pero la muchacha no tiene la culpa de nada.
—Janov, es suficientemente joven para ser su hija menor.
Pelorat se irguió.
—Más motivo para tratarla amablemente. No sé qué quiere insinuar con estas palabras.
Trevize reflexionó unos momentos, y luego su rostro se iluminó.
—Muy bien. Tiene razón y yo estoy equivocado. Sin embargo, es irritante que hayan enviado a una muchacha. Habrían podido enviar a un militar, por ejemplo, dándonos la sensación de tener algún valor, por así decirlo. ¿Una simple muchacha? ¿Y se empeña en hacer recaer la responsabilidad sobre Gaia?
—Seguramente se refiere a un gobernante que toma el nombre del planeta como título honorífico, o bien se refiere al consejo planetario. Lo averiguaremos, pero no con preguntas directas.
—¡Muchos hombres han muerto por su cuerpo! —dijo Trevize—. ¡Huh! ¡Tiene demasiado trasero!
—Nadie le pide que muera por él, Golan —replicó Pelorat con amabilidad—. ¡Vamos! Reconozca qué sabe reírse de sí misma. Considero que es muy divertido y una muestra de buen carácter.
Encontraron a Bliss inclinada sobre la computadora, observando sus componentes con las manos a la espalda, como si temiera tocarla.
Alzó la mirada cuando entraron, agachando la cabeza bajo el dintel.
—Es una nave asombrosa —comentó—. No entiendo la mitad de lo que veo, pero si van a hacerme un regalo de bienvenida, que sea este. Es preciosa. En comparación, mi nave parece horrorosa.
Su rostro adquirió una expresión de ardiente curiosidad.
—¿Son ustedes realmente de la Fundación?
—¿Cómo es que conoce la existencia de la Fundación? —preguntó Pelorat.
—Lo estudiamos en la escuela. Principalmente a causa del Mulo.
—¿Por qué a causa del Mulo, Bliss?
—Es uno de nosotros, caba… ¿Qué sílaba de su nombre prefiere que use, caballero?
Pelorat contestó:
—Jan o Pel. ¿Cuál prefiere usted?
—Es uno de nosotros, Pel —dijo Bliss con una sonrisa de camaradería—. Nació en Gaia, pero nadie parece saber exactamente dónde.
Trevize intervino:
—Me imagino que es un héroe gaiano, ¿verdad, Bliss? —Se mostró decididamente, casi agresivamente, amistoso y lanzó una ojeada conciliadora en dirección a Pelorat—. Llámeme Trev —añadió.
—Oh, no —contestó ella de inmediato—. Es un malhechor. Abandonó Gaia sin permiso, y nadie debe hacer tal cosa. Nadie sabe cómo lo hizo. Pero se marchó, y supongo que por eso terminó tan mal. La Fundación le venció.
—¿La Segunda Fundación? —inquirió Trevize.
—¿Acaso hay más de una? Me imagino que si pensara en ello lo sabría, pero la historia no me interesa demasiado. Me interesa lo que Gaia crea mejor. Si la historia no me llama la atención, es porque ya hay suficientes historiadores o porque yo no estoy bien dotada para ella. Probablemente estén adiestrándome para técnico espacial. Siempre me asignan trabajos como este y parece que me gusta, y es lógico suponer que no me gustaría si…
Hablaba rápidamente, casi sin aliento, y Trevize tuvo que hacer un esfuerzo para intercalar una frase.
—¿Quién es Gaia?
Bliss pareció desconcertada.
—Sólo Gaia… Por favor, Pel y Trev, no perdamos más tiempo. Tenemos que llegar a la superficie.
—Vamos hacia allí, ¿verdad?
—Sí, pero lentamente. Gaia cree que ustedes pueden avanzar con mucha más rapidez si utilizan el potencial de su nave. ¿Quieren hacerlo, por favor?
—Podríamos —dijo Trevize sombríamente—. Pero si recupero el control de la nave, ¿no sería más probable que saliéramos zumbando en dirección opuesta?
Bliss se echó a reír.
—¡Qué gracioso! Naturalmente, no puede ir en una dirección que Gaia no quiera que vaya. Pero puede ir más de prisa en la dirección que Gaia quiere que vaya. ¿Lo entiende?
—Lo entiendo —repuso Trevize—, e intentaré dominar mi sentido del humor. ¿Dónde aterrizo, cuando llegue a la superficie?
—No importa. Usted ponga rumbo hacia abajo y aterrizará en el lugar correcto. Gaia se encargará de ello.
—¿Se quedará usted con nosotros, Bliss, y se ocupará de que nos traten bien? —preguntó Pelorat.
—Supongo que puedo hacerlo. Los honorarios habituales por mis servicios, y me refiero a esa clase de servicios, pueden incluirse en mi tarjeta de control.
—¿Y la otra clase de servicios?
Bliss emitió una risita entrecortada.
—Es usted un anciano muy simpático.
Pelorat dio un respingo.
72
Bliss reaccionó con ingenua excitación ante el rápido descenso hacia Gaia.
—No hay sensación de aceleración —dijo.
—Es una propulsión gravítica —explicó Pelorat—. Todo acelera al mismo tiempo, incluidos nosotros, de modo que no notamos nada.
—Pero ¿cómo funciona, Pel?
Pelorat se encogió de hombros.
—Creo que Trev lo sabe —dijo—, pero no creo que esté de humor para explicárselo.
Trevize había descendido casi temerariamente por el pozo de gravedad de Gaia. La nave respondía a sus instrucciones, como Bliss le había advertido, de un modo parcial. Un intento de cruzar oblicuamente las líneas de fuerza gravítica fue aceptado, aunque con cierta vacilación. Un intento de elevarse fue terminantemente denegado.
La nave seguía sin ser suya.
Pelorat preguntó con mansedumbre:
—¿No está descendiendo con demasiada rapidez, Golan?
Trevize, en un tono de voz inexpresivo y procurando controlar su ira (más por Pelorat que otra cosa), respondió:
—La señorita dice que Gaia cuidará de nosotros.
—Desde luego, Pel. Gaia no permitiría que esta nave hiciese algo que no fuera seguro. ¿Hay algo de comer a bordo? —dijo Bliss.
—Sí, claro —contestó Pelorat—. ¿Qué le apetecería?
—Nada de carne, Pel —dijo Bliss rápidamente—, pero tomaré pescado o huevos, así como cualquier tipo de verdura que tengan.
—Parte de la comida que tenemos es sayshelliana, Bliss —dijo Pelorat—. No estoy seguro de lo que hay en ella, pero quizá le guste.
—Bueno, la probaré —aceptó Bliss con tono dubitativo.
—¿Son vegetarianos los habitantes de Gaia? —inquirió Pelorat.
—Muchos de ellos lo son —Bliss asintió enérgicamente con la cabeza—. Depende de las sustancias nutritivas que el cuerpo necesite en casos particulares. Últimamente no me ha apetecido la carne, por lo que supongo que no la necesito. Y no he tenido ansias de nada dulce. El queso me sabe bien, y las gambas. Probablemente necesite perder peso. —Se dio una resonante palmada en la nalga derecha—. Tengo que perder uno o dos kilos aquí.
—No veo por qué —dijo Pelorat—. Le proporciona algo cómodo sobre lo que sentarse.
Bliss se volvió para mirarse el trasero lo mejor que pudo.
—Oh, bueno, no importa. El peso aumenta o disminuye como debe. No tendría que preocuparme.
Trevize guardaba silencio porque estaba forcejeando con el Estrella Lejana. Había titubeado demasiado para entrar en órbita y la nave empezaba a traspasar los límites de la exosfera planetaria con un estridente chirrido. Poco a poco, la nave iba escapando a su control. Era como si alguna otra cosa hubiese aprendido a manejar los motores gravíticos.
El Estrella Lejana, actuando aparentemente por sí solo, describió una curva ascendente hacia aire más tenue y aminoró la velocidad. Tomó una trayectoria por su propia cuenta e inició una suave curva descendente.
Bliss no había hecho caso del agudo sonido de resistencia aérea y olió el vapor que salía del recipiente.
—Debe de ser bueno, Pel, porque si no lo fuera, no olería bien y yo no querría comerlo. —Metió uno de sus delgados dedos y luego lo lamió—. Ha acertado, Pel. Son gambas o algo por el estilo. ¡Estupendo!
Con una mueca de descontento, Trevize abandonó la computadora.
—Joven —llamó, como si la viese por primera vez.
—Me llamo Bliss —replicó Bliss con firmeza.
—¡Bliss, entonces! Usted sabía nuestros nombres.
—Sí, Trev.
—¿Cómo lo sabía?
—Era importante que lo supiese, a fin de hacer mi trabajo. Así pues, lo supe.
—¿Sabe quién es Munn Li Compor?
—Lo sabría… si para mí fuera importante saberlo. Como no lo sé, el señor Compor no vendrá aquí. En realidad —hizo una pausa—, no vendrá nadie más que ustedes dos.
—Ya lo veremos.
Estaba mirando hacia abajo. Era un planeta nublado. No había una sólida capa de nubes, sino una capa fina que se extendía de un modo asombrosamente uniforme y no ofrecía una vista clara de ninguna parte de la superficie planetaria.
Cambió a microondas y el radariscopio centelleó.
La superficie casi era una imagen del cielo. Parecía un mundo de islas; como Términus, pero más. No había ninguna isla grande y ninguna estaba muy aislada. Podía tratarse de un archipiélago planetario.
La órbita de la nave se inclinaba hacia el plano ecuatorial, pero no vio rastro de casquetes polares.
Tampoco se veían las inequívocas muestras de distribución irregular de la población, como sería de esperar, por ejemplo, en la iluminación del lado nocturno.
—¿Descenderé cerca de la ciudad capital, Bliss? —preguntó Trevize.
Bliss contestó con indiferencia:
—Gaia le escogerá algún lugar conveniente.
—Yo preferiría una gran ciudad.
—¿Se refiere a una agrupación de gente?
—Sí.
—Eso lo decidirá Gaia.
La nave continuó el descenso y Trevize se distrajo adivinando en qué isla aterrizaría.
Cualquiera que fuese, parecía que lo harían en el transcurso de aquella hora.
73
La nave aterrizó de un modo suave, como si se tratara de una pluma, sin una sola sacudida, sin un solo efecto gravitatorio. Desembarcaron, uno por uno: primero Bliss, luego Pelorat, y finalmente Trevize.
El clima era comparable con el inicio del verano en la ciudad de Términus. Había una ligera brisa, y lo que parecía un sol matinal brillaba en un cielo moteado. El terreno era verde bajo sus pies y a un lado se veían las apretadas hileras de árboles que indicaban un huerto, mientras que al otro se divisaba la lejana línea de la costa.
Se oía el leve zumbido de lo que podrían ser insectos, el aleteo de un pájaro o alguna pequeña criatura voladora, encima de ellos y hacia un lado, y el clac-clac de lo que podría ser algún instrumento agrícola.
Pelorat fue el primero en hablar, y no mencionó nada de lo que veía y oía. En cambio, aspiró profundamente y exclamó:
—Ah, huele bien, como una compota de manzana recién hecha.
—Probablemente lo que estemos mirando sea un manzanar y, al parecer, están haciendo compota de manzana —dijo Trevize.
—Su nave, por el contrario —comentó Bliss—, olía como… Bueno, olía muy mal.
—No se ha quejado mientras se hallaba a bordo —gruñó Trevize.
—Tenía que ser cortés. Era una huésped.
—¿Qué hay de malo en seguir siéndolo?
—Ahora estoy en mi propio mundo. Ustedes son los huéspedes. Sean ustedes corteses.
—Seguramente tiene razón acerca del olor, Golan. ¿Hay algún modo de airear la nave? —dijo Pelorat.
—Sí —repuso Trevize con irritación—. Puede hacerse, si esta criaturita nos asegura que nadie se acercará a ella. Ya nos ha demostrado que puede ejercer un poder extraordinario.
Bliss se irguió al máximo.
—No soy una criaturita y si dejar su nave en paz es lo que se necesita para limpiarla, le aseguro que dejarla en paz será un placer.
—Y después, ¿puede llevarnos ante esa persona a la que usted llama Gaia? —preguntó Trevize.
Bliss pareció divertida.
—No sé si podrá creerlo, Trev. Yo soy Gaia.
Trevize la miró con asombro. A menudo había oído la frase «ordenar los pensamientos» en un sentido metafórico. Por primera vez en su vida se sintió literalmente ocupado en hacerlo. Al fin preguntó:
—¿Usted?
—Sí. Y el terreno. Y aquellos árboles. Y ese conejo que va por allí. Y el hombre al que ven a través de los árboles. Todo el planeta y todo lo que hay en él es Gaia. Todos somos individuos, organismos separados, pero compartimos una conciencia general. El planeta inanimado es el que menos lo hace, las diversas formas de vida hasta cierto grado, y los seres humanos los que más, pero todos la compartimos.
—Creo, Trevize, que eso significa que Gaia es una especie de conciencia colectiva —dijo Pelorat.
Trevize asintió.
—Ya lo había deducido… En ese caso, Bliss, ¿quién gobierna este mundo?
—Se gobierna a sí mismo. Esos árboles crecen espontáneamente. Sólo se multiplican hasta el punto necesario para sustituir a aquellos que han muerto.
Los seres humanos recogen las manzanas que se necesitan; otros animales, incluidos los insectos, comen su parte… y sólo su parte.
—Los insectos saben cuál es su parte, ¿verdad? —inquirió Trevize.
—Sí, así es… en cierto modo. Llueve cuando es necesario y a veces llueve copiosamente cuando es necesario, y a veces hay un largo período de sequía, cuando es necesario.
—Y la lluvia sabe qué hacer, ¿verdad?
—Sí, así es —dijo Bliss con seriedad—. En su propio cuerpo, ¿no saben las distintas células lo que deben hacer? ¿Cuándo crecer y cuándo dejar de crecer? ¿Cuándo formar ciertas sustancias y cuándo no; y cuando las forman, qué cantidad formar, ni más ni menos? Hasta cierto punto, cada célula es una fábrica de productos químicos independiente, pero todas se abastecen de un fondo común de materias primas distribuidas por un sistema de transporte común, todas vierten los desperdicios en canales comunes, y todas contribuyen a una conciencia colectiva.
Pelorat exclamó con entusiasmo:
—¡Pero esto es fantástico! Está diciendo que el planeta es un superorganismo y que usted es una célula de ese superorganismo.
—Estoy haciendo una analogía, no una identidad. Somos el análogo de las células, pero no idénticas a ellas, ¿lo entienden?
—¿En qué aspecto —preguntó Trevize— no son células?
—Nosotros mismos estamos compuestos de células y tenemos una conciencia colectiva en relación a las células. Esta conciencia colectiva, esta conciencia de un organismo individual…, en mi caso, un ser humano…
—Con un cuerpo por el que se mueren los hombres.
—Exactamente. Mi conciencia está mucho más desarrollada que la de cualquier célula individual, muchísimo más desarrollada. El hecho de que nosotros, a nuestra vez, formemos parte de una conciencia colectiva aún más amplia en un nivel más elevado no nos reduce al nivel de células. Continúo siendo un ser humano, pero por encima de nosotros hay una conciencia colectiva tan fuera de mi alcance como mi conciencia lo está del de una de las células musculares de mi bíceps.
—Sin duda alguien ordenó que nuestra nave fuese apresada —dijo Trevize.
—¡No, alguien no! Gaia lo ordenó. Todos nosotros lo ordenamos.
—¿Los árboles y el suelo, también, Bliss?
—Contribuyeron muy poco, pero contribuyeron. Escuche, si un músico escribe una sinfonía, ¿pregunta usted qué célula determinada de su cuerpo ordenó la composición de la sinfonía y supervisó su elaboración?
Pelorat dijo:
—Y supongo que la mente colectiva, por así decirlo, de la conciencia colectiva es mucho más fuerte que una mente individual, del mismo modo que un músculo es mucho más fuerte que una célula muscular individual. En consecuencia Gaia puede capturar nuestra nave a distancia controlando nuestra computadora, a pesar de que ninguna mente individual del planeta habría podido hacerlo.
—Lo ha entendido perfectamente, Pel —dijo Bliss.
—Y yo también lo he entendido —declaró Trevize—. No es tan difícil. Pero ¿qué quieren de nosotros? No hemos venido a atacarles. Hemos venido en busca de información. ¿Por qué nos han apresado?
—Para hablar con ustedes.
—Podría haber hablado con nosotros en la nave.
Bliss meneó la cabeza con gravedad.
—Yo no soy quien debe hacerlo.
—¿No forma parte de la mente colectiva?
—Sí, pero no puedo volar como un pájaro, zumbar como un insecto o crecer tanto como un árbol. Hago lo que es mejor para mí y lo mejor no es que les dé la información…, aunque habrían podido asignarme fácilmente esa tarea.
—¿Quién decidió no asignársela?
—Todos lo hicimos.
—¿Quién nos dará la información?
—Dom.
—Y ¿quién es Dom?
—Pues bien —contestó Bliss—, su nombre completo es Findomandiovizamarondeyaso…, y algo más.
Distintas personas le llaman por distintas sílabas en distintas ocasiones, pero yo le conozco como Dom y creo que ustedes dos también deben usar esa sílaba. Probablemente es el que tiene una parte más grande de Gaia de todos los habitantes del planeta y vive en esta isla. Pidió verles y se le concedió.
—¿Quién se lo concedió? —preguntó Trevize, y se respondió en seguida a sí mismo—: Sí, lo sé; todos ustedes.
Bliss asintió.
—¿Cuándo veremos a Dom, Bliss? —dijo Pelorat.
—Ahora mismo. Si quiere seguirme, le conduciré hasta él, Pel. Y, naturalmente, a usted también, Trev.
—Y entonces, ¿nos dejará? —preguntó Pelorat.
—¿No quiere que lo haga, Pel?
—La verdad es que no.
—Ahí tienen —dijo Bliss, mientras la seguían por un camino pavimentado que bordeaba el huerto—. Los hombres en seguida se apasionan por mí. Incluso los mesurados ancianos se sienten llenos de ardor juvenil.
Pelorat se echó a reír.
—Yo no contaría con mucho ardor juvenil, Bliss, pero si lo tuviera no podría emplearlo mejor que con usted.
—Oh, no menosprecie su ardor juvenil. Puedo hacer maravillas —dijo Bliss.
Trevize preguntó con impaciencia:
—Una vez lleguemos adonde vamos, ¿cuánto rato tendremos que esperar a ese Dom?
—Él estará esperándoles a ustedes. Al fin y al cabo, Dom mediante Gaia ha trabajado varios años para traerles aquí.
Trevize se detuvo en seco y dirigió una rápida mirada a Pelorat, que dijo en silencio con los labios: «Usted tenía razón».
Bliss, que miraba fijamente hacia delante, dijo con calma:
—Sé, Trev, que usted ha sospechado que yo/nosotros/Gaia estaba interesada en usted.
—¿Yo/nosotros/Gaia? —inquirió suavemente Pelorat.
Ella se volvió para sonreírle.
—Tenemos todo un conjunto de pronombres distintos para expresar los matices de individualidad que existen en Gaia. Podría explicárselo, pero hasta entonces «yo/nosotros/Gaia» les indicará de un modo simplificado lo que quiero decir. Por favor Trev, siga andando. Dom les espera y no quiero obligarle a mover las piernas en contra de su voluntad. Es una sensación muy desagradable cuando no se está acostumbrado.
Trevize siguió andando. La ojeada que lanzó a Bliss revelaba su profunda desconfianza.
74
Dom era un anciano. Recitó las doscientas cincuenta y tres sílabas de su nombre con una fluidez musical de tono y énfasis.
—En cierto sentido —dijo—, es una breve biografía de mí mismo. Explica al oyente, o al lector, o al sensor, quién soy yo, qué papel he desempeñado en el conjunto y qué he realizado. Sin embargo, durante más de cincuenta años me he conformado con que me llamaran Dom. Cuando hay otros Dom presentes, pueden llamarme Domandio, y en mis diversas relaciones profesionales se utilizan otras variantes. Una vez cada año gaiano, el día de mi cumpleaños, se recita mentalmente mi nombre completo, tal como yo se lo he recitado de viva voz. Es muy efectivo, pero resulta personalmente desconcertante.
Era alto y delgado, casi escuálido. Sus hundidos ojos brillaban con una anómala expresión juvenil, a pesar de que se movía muy lentamente. Su afilada nariz era estrecha y larga y se ensanchaba en la parte inferior. Sus manos, aunque surcadas por hinchadas venas, no mostraban indicios de artritis. Llevaba una larga túnica tan gris como su cabello. Descendía hasta sus tobillos y sus sandalias dejaban los dedos de los pies al descubierto.
Trevize preguntó:
—¿Qué edad tiene, señor?
—Haga el favor de llamarme Dom, Trev. El empleo de otros títulos induce a la formalidad e inhibe el libre intercambio de ideas entre usted y yo. En años galácticos ya he sobrepasado los noventa y tres, pero la verdadera celebración será dentro de pocos meses, cuando llegue al nonagésimo aniversario de mi nacimiento en años gaianos.
—No le habría echado más de setenta y cinco, se… Dom —dijo Trevize.
—Según los criterios gaianos no soy nada extraordinario, ni en los años que tengo ni en los que aparento, Trev… Pero, vamos a ver, ¿hemos comido?
Pelorat bajó la mirada hacia su plato, donde quedaban los restos de una comida preparada del modo más insulso, y dijo con timidez:
—Dom, ¿me permite hacerle una pregunta embarazosa? Naturalmente, si es ofensiva, haga el favor de decírmelo, y la retiraré.
—Adelante —contestó Dom, sonriendo—. Estoy dispuesto a explicarles cualquier cosa de Gaia que despierte su curiosidad.
—¿Por qué? —inquirió Trevize de inmediato.
—Porque son huéspedes de honor… ¿Puedo oír la pregunta de Pel?
—Ya que todas las cosas de Gaia participan de la conciencia colectiva, ¿cómo es que usted, un elemento de la colectividad, puede comer esto, que sin duda era otro elemento?
—¡Cierto! Pero todas las cosas recirculan. Debemos comer y todo lo que se come, plantas y animales, así como los aderezos inanimados, son parte de Gaia. Pero es que, verá, nada se mata por placer o deporte, nada se mata con sufrimientos innecesarios.
Y me temo que no intentamos exaltar nuestras preparaciones alimenticias, pues ningún gaiano comería más de lo necesario. ¿No ha disfrutado de esta comida, Pel? ¿Trev? Bueno, las comidas no son para disfrutar.
»Además, lo que se come, al fin y al cabo, sigue formando parte de la conciencia planetaria. En cuanto a las porciones que se incorporan a mi cuerpo, participarán en mayor grado de la conciencia total.
Cuando yo muera, también me comerán, aunque sólo sean las bacterias de la putrefacción, y entonces participaré en un grado mucho menor del total.
Pero algún día, algunas partes de mí serán partes de otros seres humanos, partes de muchos.
—Una especie de transmigración de almas —dijo Pelorat.
—¿De qué, Pel?
—Hablo de un antiguo mito que es corriente en algunos mundos.
—Ah, no lo conozco. Tendrá que explicármelo en alguna ocasión.
—Pero su conciencia individual, lo que hay en usted que es Dom, nunca volverá a reunirse totalmente —dijo Trevize.
—No, claro que no. Pero ¿acaso importa? Seguirá formando parte de Gaia y eso es lo que cuenta. Entre nosotros hay místicos que se preguntan si deberíamos tomar medidas para desarrollar recuerdos colectivos de existencias pasadas, pero el sentir de Gaia es que eso no puede hacerse de un modo práctico y no serviría de nada. Únicamente empañaría la conciencia actual, Como es lógico, cuando cambien las circunstancias, el sentir de Gaia también puede cambiar, pero no creo que eso ocurra en el futuro previsible.
—¿Por qué debe morir, Dom? —preguntó Trevize—. Mírese a los noventa años. ¿No podría la conciencia colectiva…?
Por primera vez, Dom frunció el ceño.
—Nunca —dijo—. Yo no puedo contribuir en nada más. Cada nuevo individuo es una reorganización de moléculas y genes en algo nuevo. Nuevos talentos, nuevos dones, nuevas contribuciones a Gaia. Debemos tenerlos, y el único modo de lograrlo es hacer sitio. Yo he hecho más que la mayoría, pero incluso yo tengo límite y está acercándose. No hay más deseo de vivir más allá del propio límite que de morir antes de él.
Y entonces, como si se percatara de que había dado un sesgo demasiado sombrío a la conversación, se levantó y alargó los brazos hacia los dos.
—Vengan, Trev… Pel… acompáñenme a mi estudio y les enseñaré algunos de mis objetos artísticos personales. Espero que no culpen a un viejo por estas pequeñas vanidades.
Abrió la marcha hacia otra habitación donde, sobre una mesita circular, había un grupo de lentes ahumadas unidas en parejas.
—Estas —dijo Dom— son participaciones diseñadas por mí. No soy uno de los maestros, pero me especializo en inanimados, algo que los maestros no suelen hacer.
Pelorat preguntó:
—¿Puedo coger una? ¿Son frágiles?
—No, no. Tírelas al suelo si quiere. O quizá sea mejor que no lo haga. El golpe podría menguar la agudeza visual.
—¿Cómo se usan, Dom?
—Póngaselas sobre los ojos. Se le adherirán. No transmiten luz. Todo lo contrario. Oscurecen la luz que de otro modo podría distraerle, aunque la percepción llega a su cerebro por medio del nervio óptico. Esencialmente su conciencia se agudiza y puede participar en otras facetas de Gaia. En otras palabras, si mira aquella pared, experimentará lo mismo que experimenta la pared.
—Fascinante —murmuró Pelorat—. ¿Puedo intentarlo?
—Desde luego, Pel. Escoja una al azar. Cada una es distinta y muestra la pared, o cualquier otro objeto inanimado que mire, en un aspecto distinto de la conciencia del objeto.
Pelorat se colocó un par sobre los ojos y se adhirieron en seguida. Se sobresaltó con el contacto y luego permaneció inmóvil durante largo rato.
Dom dijo:
—Cuando termine, ponga las manos a ambos lados de la participación y apriételas una hacia la otra. Se desprenderá.
Pelorat lo hizo así, parpadeó con rapidez, y se frotó los ojos.
—¿Qué ha experimentado? —preguntó Dom.
Pelorat contestó:
—Es difícil describirlo. La pared parecía relucir y titilar y, a veces, parecía volverse fluida. Parecía tener aristas y simetrías cambiantes. Lo… lo siento, Dom, pero no lo he encontrado agradable.
Dom suspiró.
—Usted no participa en Gaia, de modo que no ve lo que yo veo. Me lo temía. ¡Lástima! Le aseguro que, aunque estas participaciones son apreciadas fundamentalmente por su valor estético, también tienen sus usos prácticos. Una pared feliz es una pared de larga vida, una pared práctica, una pared útil.
—¿Una pared feliz? —dijo Trevize, con una leve sonrisa.
Dom explicó:
—Una pared puede experimentar una débil sensación que es análoga a lo que «feliz» significa para nosotros. Una pared es feliz cuando está bien diseñada, cuando descansa firmemente sobre sus cimientos, cuando su simetría equilibra sus partes y no produce tensiones desagradables. Es posible hacer un buen diseño basándose en los principios matemáticos de la mecánica, pero el empleo de una participación adecuada puede ajustarlo a dimensiones virtualmente atómicas. En Gaia no hay ningún escultor que pueda realizar una obra de arte de primera clase sin una participación bien hecha y las que yo hago se consideran excelentes… si no está mal que lo diga yo mismo.
»Las participaciones animadas, que no son mi especialidad —continuó Dom con el tipo de excitación que puede esperarse de alguien que habla sobre su pasatiempo favorito—, nos proporcionan, por analogía, una experiencia directa del equilibrio ecológico. El equilibrio ecológico de Gaia es muy sencillo, igual que en todos los mundos, pero aquí, al menos, tenemos la esperanza de hacerlo más complejo y así enriquecer enormemente la conciencia total.
Trevize alzó una mano para anticiparse a Pelorat y le indicó que guardara silencio.
—¿Cómo sabe que un planeta puede tener un equilibrio ecológico más complejo si todos lo tienen sencillo? —dijo.
—Ah —repuso Dom, con expresión astuta—, quiere ponerme a prueba. Usted sabe tan bien como yo que el hogar original de la humanidad, la Tierra, tenía un equilibrio ecológico enormemente complejo. Sólo los mundos secundarios, los mundos derivados, son sencillos.
Pelorat no pudo seguir callado.
—Este es el problema al que he dedicado mi vida. ¿Por qué sólo la Tierra tuvo una ecología compleja? ¿Qué la distinguía de otros mundos? ¿Por qué los millones y millones de mundos de la Galaxia, mundos que eran capaces de albergar vida, sólo desarrollaron una vegetación insignificante, junto con pequeñas formas de vida animal sin inteligencia?
—Tenemos una teoría al respecto; una fábula, quizá. No puedo garantizar su autenticidad. De hecho, a primera vista, parece ficción —repuso Dom.
En este punto Bliss, que no había participado en la comida, entró en la habitación, sonriendo a Pelorat. Llevaba una blusa plateada, muy transparente.
Pelorat se levantó de inmediato.
—Creía que nos había abandonado.
—De ningún modo. Tenía informes que redactar, trabajo que hacer. ¿Puedo unirme a ustedes, Dom?
Dom también se había levantado (aunque Trevize permanecía sentado).
—Eres bien recibida y cautivas estos ojos envejecidos.
—Para cautivarle a usted me he puesto esta blusa. Pel está por encima de esas cosas y a Trev le desagradan.
Pelorat protestó:
—Si cree que estoy por encima de esas cosas, Bliss, quizá algún día le dé una sorpresa.
—Sería una sorpresa deliciosa —repuso Bliss, y se sentó. Los dos hombres la imitaron—. No dejen que yo les interrumpa, por favor.
—Estaba punto de contar a nuestros huéspedes la historia de la Eternidad —dijo Dom—. Para comprenderla, antes deben comprender que pueden existir muchos universos distintos, un número virtualmente infinito. Cada acontecimiento que tiene lugar puede tener lugar o no tener lugar, o puede tener lugar de este modo o de aquel otro, y cada una de las numerosísimas alternativas resultará en un futuro curso de acontecimientos que son distintos, al menos, hasta cierto grado.
»Bliss podría no haber entrado precisamente ahora; o podría haber estado con nosotros un poco antes; o mucho antes; o habiendo entrado ahora, podría llevar una blusa distinta; o incluso con esta blusa, podría no haber sonreído a los viejos con picardía como es su bondadosa costumbre. En cada una de estas alternativas, o en cada una de las incontables alternativas de este mismo acontecimiento, el Universo habría tomado un camino distinto, así como en lo referente a todas las otras variaciones de todos los otros acontecimientos, aunque sean insignificantes.
Trevize se movió con desasosiego.
—Creo que es una especulación común de mecánica cuántica… y muy antigua, además.
—Ah, la conoce. Pero prosigamos. Imagínense que los seres humanos pueden inmovilizar el número infinito de universos, pasar de uno a otro según su voluntad, y escoger cuál debe ser el «real», cualquiera que sea el significado de esa palabra en este caso.
—Oigo sus palabras e incluso me imagino el concepto que describe, pero no puedo creer que nada de todo esto pueda llegar a ocurrir —objetó Trevize.
—En general, yo tampoco —dijo Dom—, por lo cual he aclarado que parecería una fábula. Sin embargo, la fábula asegura que hubo quienes salieron del tiempo y examinaron los innumerables ramales de la realidad potencial. Estas personas se llamaron «eternos» y cuando salieron del tiempo se encontraron en la llamada «Eternidad».
»Ellos se encargaron de escoger la realidad más adecuada para la humanidad. Modificaron muchísimas cosas, y la historia cuenta muchos detalles, pues debo decirles que ha sido escrita en forma de una epopeya sumamente larga. Al fin encontraron (así lo afirman) un universo en el que la Tierra era el único planeta de toda la Galaxia donde había un sistema ecológico complejo, así como el desarrollo de una especie inteligente capaz de elaborar una avanzada tecnología.
»Decidieron que esta era la situación en la que la humanidad estaría más segura. Inmovilizaron ese ramal de acontecimientos como realidad y luego suspendieron las operaciones. Ahora vivimos en una Galaxia poblada sólo por seres humanos y, en alto grado, por las plantas, animales y vida microscópica que los seres humanos llevan consigo, voluntariamente o no, de un planeta a otro, y que suelen hacer desaparecer la vida indígena.
»En algún lugar recóndito de la probabilidad hay otras realidades en las que la Galaxia es sede de muchas inteligencias, pero son inalcanzables. Nosotros estamos solos en nuestra realidad. A partir de cada acción y cada suceso de nuestra realidad, parten nuevos ramales, de los que sólo uno en cada caso es una continuación de la realidad, de modo que hay un gran número de universos potenciales, quizás un número infinito, que se derivan del nuestro, pero todos ellos son presuntamente parecidos por albergar la Galaxia de una sola inteligencia donde vivimos… O quizá debería decir que todos menos un pequeñísimo porcentaje son parecidos en este aspecto, ya que es peligroso excluir algo cuando las posibilidades son casi infinitas.
Se detuvo, se encogió de hombros, y añadió:
—Al menos, esta es la historia. Se remonta a antes de la fundación de Gaia. No garantizo su autenticidad.
Los otros tres habían escuchado atentamente.
Bliss asintió con la cabeza, como si fuese algo que ya hubiera oído con anterioridad y se limitara a verificar la exactitud del relato de Dom.
Pelorat reaccionó con una solemnidad silenciosa durante casi un minuto y luego cerró el puño y lo descargó sobre el brazo de su silla.
—No —dijo, con voz ahogada—, eso no influye en nada. No hay modo de demostrar la autenticidad de la historia por la observación o la razón, así que nunca será nada más que una especulación, pero aparte de esto… ¡Supongamos que es cierto! El universo donde vivimos sigue siendo un universo en el que sólo la Tierra ha desarrollado una vida rica y una especie inteligente, de manera que en este universo, tanto si es el único como sólo uno entre un número infinito de posibilidades, tiene que haber algo único en la naturaleza del planeta Tierra. Aún deberíamos querer saber cuál es esa singularidad.
En el silencio que siguió, fue Trevize quien finalmente se agitó y meneó la cabeza.
—No, Janov —dijo—, las cosas no son así. Digamos que las posibilidades son de una en mil millones de trillones, una en 1021, de que entre los mil millones de planetas habituales de la Galaxia sólo la Tierra, por una extraña casualidad, desarrollara una ecología rica y, posteriormente, inteligencia. Si es así, uno en 1021 de los diversos ramales de las realidades potenciales representaría esa Galaxia y los «eternos» lo escogieron. Por lo tanto, vivimos en un universo donde la Tierra es el único planeta capaz de desarrollar una ecología compleja, una especie inteligente, y una avanzada tecnología, no porque la Tierra tenga algo especial, sino porque dio la casualidad de que se desarrollara en la Tierra y en ningún otro sitio.
»De hecho —continuó Trevize con aire pensativo—, supongo que hay ramales de realidad en los que sólo Gaia ha desarrollado una especie inteligente, o sólo Sayshell, o sólo Términus, o sólo algún planeta que en esta realidad no tiene vida de ninguna clase. Y todos esos casos muy especiales son un pequeñísimo porcentaje del número total de realidades en las que hay más de una especie inteligente en la Galaxia. Supongo que si los «eternos» hubiesen buscado más, habrían encontrado un ramal potencial de realidad en la que cada planeta habitable habría desarrollado una especie inteligente.
—¿No podría argumentar también que se había encontrado una realidad en la que la Tierra no era como en otros ramales, pero tenía las condiciones necesarias para el desarrollo de la inteligencia? De hecho, puede ir más lejos y decir que se había encontrado una realidad en la que toda la Galaxia no era como en otros ramales, pero tenía un estado de desarrollo tal que sólo la Tierra podía generar inteligencia —dijo Pelorat.
Trevize repuso:
—Podríamos afirmarlo así, pero creo que mi versión es más lógica.
—Naturalmente, esto no es más que una conclusión subjetiva… —empezó Pelorat con cierta vehemencia, pero Dom le interrumpió, diciendo:
—Bueno, bueno, eso es pararse en quisquillas. No malogremos lo que está resultando, al menos para mí, una velada agradable e interesante.
Pelorat hizo un esfuerzo para tranquilizarse y recobrar la ecuanimidad. Al fin sonrió y manifestó:
—Como usted diga, Dom.
Trevize, que había lanzado varias ojeadas a Bliss, sentada recatadamente con las manos en la falda, ahora preguntó:
—Y ¿cómo llegó este mundo a ser lo que es, Dom? ¿Gaia, con su conciencia colectiva?
Dom echó la cabeza hacia atrás y se rio con estridencia. Su cara se llenó de arrugas al decir:
—¡Más fábulas! Pienso en ello a veces, cuando leo los informes que tenemos sobre la historia humana. Por muy bien guardados y archivados y computadorizados que estén, se vuelven borrosos con el tiempo. Las historias se multiplican. Las leyendas se acumulan… como el polvo. Cuanto mayor es el lapso de tiempo, más polvorienta es la historia, hasta que degenera en fábulas.
—Los historiadores estamos familiarizados con el proceso, Dom —dijo Pelorat—. Hay una cierta preferencia por las fábulas. «El falso dramatismo desplaza a la insulsa verdad», dijo Liebel Gennerat hace unos quince siglos. Ahora se le llama Ley de Gennerat.
—¿En serio? —se extrañó Dom—. Y yo creía que esa teoría era una invención mía. Bueno, la Ley de Gennerat llena nuestra historia pasada de encanto e incertidumbre. ¿Saben lo que es un robot?
—Lo averiguamos en Sayshell —contestó Trevize con sequedad.
—¿Vieron alguno?
—No. Nos hicieron la pregunta, y cuando respondimos negativamente, nos lo explicaron.
—Comprendo. Así pues, ya saben que la humanidad vivió con robots, pero no salió bien.
—Eso nos contaron.
—Los robots fueron adoctrinados con las llamadas Tres Leyes de la Robótica, que se remontan a la prehistoria. Hay varias versiones sobre lo que pudieron ser esas Tres Leyes. El parecer ortodoxo afirma lo siguiente: 1) Un robot no debe dañar a un ser humano o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea dañado; 2) Un robot debe obedecer las órdenes de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes contravengan la Primera Ley; 3) Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no contravenga la Primera o Segunda Ley.
»A medida que los robots fueron adquiriendo más inteligencia y versatilidad, interpretaron esas leyes, en especial la primera, con creciente generosidad y asumieron, cada vez más, el papel de protectores de la humanidad. La protección ahogó a las personas y se hizo insoportable.
»Los robots eran esencialmente bondadosos. Sus esfuerzos eran claramente humanos y tenían por objeto el bien de todos, lo que en cierto modo les hizo aun más insoportables.
»Cada mejora de los robots empeoraba la situación. Los robots tenían facultades telepáticas, pero eso significaba que incluso podían leer el pensamiento humano, de modo que la conducta humana se hizo aún más dependiente de la fiscalización de los robots.
»Los robots fueron pareciéndose cada vez más a los seres humanos, pero siguieron siendo robots en su conducta, y el ser humanoides les hacía aun más repulsivos. Así pues, naturalmente, eso debía terminar.
—¿Por qué «naturalmente»? —preguntó Pelorat, que había escuchado con gran atención.
—Es cuestión de seguir la lógica hasta sus últimas consecuencias —dijo Dom—. Con el tiempo, los robots progresaron hasta llegar a ser suficientemente humanos para comprender por qué los seres humanos no querían que se les privara de todo lo humano con la excusa de su propio bien. A la larga, los robots se vieron obligados a admitir que quizá la humanidad se sentiría más a gusto cuidando de sí misma, aunque lo hiciera con negligencia e ineficacia.
»Por lo tanto, se dice que fueron los robots quienes establecieron de algún modo la Eternidad y se convirtieron en «eternos». Localizaron una realidad en la que consideraron que los seres humanos podían estar seguros, en la medida de lo posible, solos en la Galaxia. Después, habiendo hecho lo que podían para protegerlos y con objeto de cumplir la primera ley en su más estricto sentido, los robots dejaron de funcionar por su propia voluntad, y desde entonces hemos sido seres humanos… avanzando, como podemos, sin ayuda de nadie.
Dom hijo una pausa. Miró a Trevize y Pelorat, y luego preguntó:
—Bueno, ¿creen todo eso?
Trevize meneó lentamente la cabeza.
—No. No hay nada parecido a esto en ninguna crónica histórica de la que yo haya oído hablar. ¿Y usted, Janov?
—Hay algunos mitos que son semejantes en ciertos aspectos —dijo Pelorat.
—Vamos, Janov, hay mitos que se ajustarían a cualquier cosa que pudiéramos inventar, si les diéramos una interpretación suficientemente ingeniosa. Estoy hablando de historia, datos fidedignos.
—Oh, bueno. Que yo sepa, de eso no hay nada.
—No me sorprende —dijo Dom—. Antes de que los robots se retiraran, muchos grupos de seres humanos se internaron en el espacio para colonizar mundos sin robots, con objeto de tomar sus propias medidas para alcanzar la libertad. Procedían especialmente de la superpoblada Tierra, con su larga historia de resistencia a los robots. Los nuevos mundos fueron fundados con otros criterios y los fundadores no quisieron ni recordar su amarga humillación de niños sometidos a niñeras-robots. No llevaron ningún registro y olvidaron.
—Eso es inverosímil —objetó Trevize.
Pelorat se volvió hacia él.
—No, Golan. No es inverosímil. Las sociedades crean su propia historia y tienden a borrar los comienzos difíciles, olvidándolos o inventando heroicos rescates totalmente ficticios. El gobierno imperial trató de ocultar el pasado preimperial para reforzar la mística atmósfera de régimen eterno. Por otra parte, casi no hay datos sobre la época anterior a los viajes hiperespaciales, y usted sabe que la misma existencia de la Tierra es hoy desconocida para la mayoría de la gente.
—No puede usar ambas alternativas, Janov. Si la Galaxia ha olvidado los robots, ¿cómo es que Gaia los recuerda? —dijo Trevize.
Bliss intervino con una súbita carcajada de soprano.
—Nosotros somos diferentes.
—¿Sí? —dijo Trevize—. ¿En qué sentido?
Dom terció:
—Vamos, Bliss, déjame esto a mí. Nosotros somos diferentes, hombres de Términus. Entre todos los grupos de refugiados que huyeron de la dominación de los robots, los que finalmente llegamos a Gaia (siguiendo las huellas de los que llegaron a Sayshell) éramos los únicos que habíamos aprendido el arte de la telepatía de los robots.
»Es un arte, se lo aseguro. Es inherente a la mente humana, pero debe desarrollarse de un modo muy sutil y difícil. Se necesitan muchas generaciones para alcanzar todo su potencial, pero una vez bien iniciado, progresa por sí solo. Nosotros lo iniciamos hace veinte mil años y el sentir de Gaia es que ahora todavía no hemos alcanzado todo su potencial. Hace mucho tiempo nuestro desarrollo de la telepatía nos hizo percatar de la conciencia colectiva; primero sólo de los seres humanos, después de los animales, después de las plantas, y finalmente, no hace muchos siglos, de la estructura inanimada del mismo planeta.
»Como nos remontamos hasta los robots, no los olvidamos. No los consideramos nuestras niñeras sino nuestros profesores. Comprendimos que nos habían abierto la mente a algo que ni por un momento desearíamos ignorar. Los recordamos con gratitud.
—Pero tal como en otros tiempos fueron niños para los robots, ahora son niños para la conciencia colectiva. ¿No han perdido humanidad ahora, tal como la perdieron entonces? —dijo Trevize.
—Es distinto, Trev. Lo que hacemos ahora es por propia elección… nuestra propia elección. Esto es lo que cuenta. No nos ha sido impuesto desde fuera, sino que se ha desarrollado desde dentro. No lo olvidamos nunca. Y también somos diferentes en otro aspecto. Somos únicos en la Galaxia. No hay ningún mundo como Gaia.
—¿Cómo están tan seguros?
—Lo sabríamos, Trev. Detectaríamos una conciencia mundial como la nuestra incluso en el otro extremo de la Galaxia. Podemos detectar los comienzos de tal conciencia en su Segunda Fundación, por ejemplo, aunque sólo desde hace dos siglos.
—¿En tiempos del Mulo?
—Sí. Uno de los nuestros. —Dom torció el gesto—. Era un anormal y nos dejó. Nosotros fuimos suficientemente ingenuos para no creerlo posible, de modo que no actuamos a tiempo para detenerlo. Luego, cuando volvimos nuestra atención hacia los mundos exteriores, adquirimos conciencia de lo que ustedes llaman la Segunda Fundación y la abandonamos a su suerte.
Trevize no reaccionó durante unos momentos, y después murmuró:
—¡Ahí van nuestros libros de historial! —Meneó la cabeza y dijo en voz más alta—: Eso fue una cobardía por parte de Gaia, ¿no cree? Él era responsabilidad de ustedes.
—Tiene razón. Pero cuando al fin volvimos los ojos hacia la Galaxia, nos percatamos de algo que hasta entonces habíamos ignorado, de modo que la tragedia del Mulo nos salvó la vida. Fue entonces cuándo nos dimos cuenta de que una peligrosa crisis terminaría abatiéndose sobre nosotros. Y así ha sido…, pero no antes de que pudiéramos tomar medidas, gracias al incidente del Mulo.
—¿Qué clase de crisis?
—Una crisis que nos amenaza con la destrucción.
—No lo creo. Ustedes contuvieron al Imperio, al Mulo y a Sayshell. Tienen una conciencia colectiva capaz de atraer a una nave en el espacio a una distancia de millones de kilómetros. ¿Qué pueden temer? Mire a Bliss. Ella no parece estar alterada. Ella no cree que haya una crisis.
Bliss había colocado una torneada pierna sobre el brazo de la butaca y agitó los dedos de los pies en dirección a él.
—Claro que no estoy preocupada, Trev. Usted lo arreglará.
Trevize exclamó:
—¿Yo?
—Gaia le ha traído aquí por medio de numerosas manipulaciones. Es usted quien debe enfrentarse a nuestra crisis —dijo Dom.
Trev se lo quedó mirando y, poco a poco, su estupefacción se transformó en rabia.
—¿Yo? ¿Por qué, en todo el espacio, yo? No tengo nada que ver con esto.
—No obstante, Trev —dijo Dom, con una calma casi hipnótica—, es usted. Sólo usted. En todo el espacio, sólo usted.