11. Sayshell
39
Janov Pelorat observó, por primera vez en su vida, cómo la brillante estrella iba convirtiéndose en un globo después de lo que Trevize llamó un «microsalto». Luego el cuarto planeta, el habitable y su destino inmediato, Sayshell, aumentó de tamaño y distinción más lentamente, a lo largo de varios días.
La computadora había hecho un mapa del planeta, ahora reflejado en una pantalla portátil que Pelorat tenía encima de las piernas.
Trevize, con el aplomo de quien, en sus tiempos, había aterrizado en varias docenas de mundos, dijo:
—No empiece a observar tan atentamente demasiado pronto, Janov. Primero tenemos que pasar por la estación de entrada y eso puede resultar tedioso.
Pelorat levantó los ojos.
—Seguramente sólo es una formalidad.
—Lo es. Pero, aun así, puede resultar tedioso.
—Pero es tiempo de paz.
—Naturalmente. Esto significa que nos dejarán pasar. No obstante, primero está la cuestión del equilibrio ecológico. Cada planeta tiene el suyo y no quieren que sea alterado. De modo que tienen la costumbre de registrar la nave en busca de organismos indeseables, o infecciones. Es una precaución razonable.
—Me parece que nosotros no tenemos esas cosas.
—No, no las tenemos y ya lo comprobarán. Además, recuerde que Sayshell no es miembro de la Confederación, de modo que seguramente exagerarán un poco para demostrar su independencia.
Una pequeña nave se acercó para registrarles y un inspector de la aduana sayshelliana subió a bordo. Trevize, que no había olvidado su instrucción militar, se mostró enérgico.
—El Estrella Lejana, procedente de Términus —dijo—. Los documentos de la nave. Sin armamento. Embarcación particular. Mi pasaporte. Hay un pasajero. Su pasaporte. Somos turistas.
El inspector lucía un llamativo uniforme en el que el carmesí era el color dominante. Sus mejillas y labio superior estaban afeitados, pero llevaba una corta barba partida de tal modo que los mechones sobresalían hacia ambos lados de su barbilla.
—¿Nave de la Fundación? —dijo.
Lo pronunció «neve de la Fundesión», pero Trevize tuvo cuidado de no corregirle ni sonreír. Había tantas variedades de dialectos como planetas, y cada uno hablaba el suyo. Mientras fuera posible comprenderse, no importaba.
—Sí, señor —dijo Trevize—. Nave de la Fundación. De propiedad privada.
—Muy bonita. Su flite, si hace el favor.
—Mi ¿qué?
—Su flite. ¿Qué llevan?
—Ah, mi carga. Aquí tiene la lista. Únicamente objetos personales. No estamos aquí para comerciar. Como le he dicho, somos simples turistas.
El inspector de aduanas miró a su alrededor con curiosidad.
—Es una embarcación muy compleja para unos turistas.
—No tanto, para la Fundación —repuso Trevize con un despliegue de buen humor—. Disfruto de una posición acomodada y puedo permitirme estos lujos.
—¿Está insinuando que yo podría ser opulentado? —El inspector le dirigió una breve mirada, y luego desvió los ojos.
Trevize vaciló un momento con objeto de interpretar el significado de la palabra, y después otro momento para decidir su línea de acción.
—No, no tengo la intención de sobornarle. No tengo ningún motivo para sobornarle…, y usted no parece el tipo de persona que se dejaría sobornar, si esta fuera mi intención. Puede registrar la nave, si lo desea —contestó.
—No es necesario —dijo el inspector, guardando su grabadora de bolsillo—. Ya han sido examinados en busca de una infección específica ilegal y han pasado. Se les ha asignado una longitud de onda radioeléctrica que servirá de luz de aproximación.
Se marchó. Todo el procedimiento había durado quince minutos.
Pelorat preguntó en voz baja:
—¿Habría podido causamos problemas? ¿Esperaba realmente un soborno?
Trevize se encogió de hombros.
—Dar propina a los aduaneros es algo tan viejo como la Galaxia y lo habría hecho gustosamente si él lo hubiera intentado por segunda vez. Tal como están las cosas…, bueno, supongo que prefiere no correr ningún riesgo con una nave de la Fundación, y muy perfeccionada, además. La vieja alcaldesa, bendita sea su estampa, dijo que el nombre de la Fundación nos protegería dondequiera que fuéramos y no se equivocó. Habríamos podido tardar mucho más.
—¿Por qué? Ha averiguado lo que quería saber.
—Sí, pero ha sido suficientemente considerado para inspeccionarnos por radioexploración remota. Si hubiera querido, habría podido registrar la nave con una máquina manual, y habría tardado horas. Habría podido internarnos en un hospital de campaña y retenernos días.
—¿Qué? ¡Mi querido amigo!
—No se excite. No lo ha hecho. Yo he pensado que tal vez lo haría, pero no ha sido así. Esto significa que somos libres de aterrizar. A mí me gustaría descender gravíticamente, lo podríamos hacer en quince minutos, pero no sé dónde están los lugares de aterrizaje permitidos y no quiero causar problemas. Esto significa que tendremos que seguir el haz radioeléctrico, y tardaremos horas, mientras descendemos en espiral a través de la atmósfera.
Pelorat pareció alegrarse.
—Pero eso es excelente, Golan. ¿Iremos suficientemente despacio para observar el terreno? —Levantó su pantalla portátil con el mapa reflejado sobre ella con poco aumento.
—Hasta cierto punto. Tendremos que atravesar el banco de nubes, y nos moveremos a unos cuantos kilómetros por segundo, No será como ir en globo por la atmósfera, pero verá la planetografía.
—¡Excelente! ¡Excelente!
Trevize dijo con actitud pensativa:
—Sin embargo, me pregunto si estaremos en el planeta Sayshell el tiempo suficiente para que valga la pena ajustar el reloj de la nave a la hora local.
—Depende de lo que pensemos hacer, supongo. ¿Qué cree usted que haremos, Golan?
—Nuestro objetivo es encontrar Gaia y no sé cuánto tardaremos en lograrlo.
—Podemos ajustar nuestras tiras de pulsera y dejar el reloj de la nave como está —sugirió Pelorat.
—Me parece muy bien —dijo Trevize. Dirigió la mirada hacia el planeta que se extendía debajo de ellos—. No hay por qué seguir esperando. Ajustaré la computadora al haz radioeléctrico que nos han asignado y puede utilizar la gravítica para imitar el vuelo convencional. ¡De acuerdo! Descendamos, Janov, y veamos qué encontramos.
Contempló el planeta con aire pensativo mientras la nave empezaba a moverse siguiendo su curva potencial de gravedad suavemente ajustada.
Trevize nunca había estado en la Unión de Sayshell, pero sabía que durante el último siglo se había mostrado resueltamente hostil hacia la Fundación. Estaba sorprendido, y un poco decepcionado, de que hubieran pasado la aduana tan rápidamente.
No parecía razonable.
40
El nombre del inspector de aduanas era Jogoroth Sobhaddartha y había trabajado intermitentemente en la estación durante la mitad de su vida.
El alejamiento no le importaba, pues le daba una oportunidad, durante un mes de cada tres, para ver sus libros, escuchar su música, y estar apartado de su esposa e hijo pequeño.
Claro que, durante los dos últimos años, el director de aduanas había sido un soñador, lo cual resultaba irritante. No hay nadie más insufrible que una persona que justifica cualquier acción diciendo que le ha sido inspirada en un sueño.
Personalmente Sobhaddartha no creía en ello, aunque tenía cuidado de no decirlo en voz alta, ya que en Sayshell casi todo el mundo desaprobaba las dudas antipsíquicas. Ser reconocido como materialista podría poner en peligro su próxima pensión.
Se alisó los dos mechones de pelo de su barbilla uno con la mano derecha y el otro con ja izquierda, carraspeó con fuerza, y después, con inadecuada indiferencia, preguntó:
—¿Era esta la nave, director?
El director, que respondía al nombre igualmente sayshelliano de Namarath Godhisavatta, estaba preocupado por un problema que se desprendía de algunos datos facilitados por la computadora, y no levantó los ojos.
—¿Qué nave? —dijo.
—La Estrella Lejana. La nave de la Fundación. La que acabo de dejar pasar. La que ha sido holografiada desde todos los ángulos. ¿Fue esta con la que usted soñó?
Ahora Godhisavatta levantó la mirada, Era un hombre bajo, con unos ojos casi negros y rodeados por finas arrugas que no habían sido causadas por su afición a sonreír.
—¿Por qué lo pregunta? —contestó.
Sobhaddartha se enderezó y dejó que sus oscuras y tupidas cejas se acercaran la una a la otra.
—Ellos dicen que son turistas, pero nunca había visto una nave como esa y en mi opinión son agentes de la Fundación.
Godhisavatta se reclinó en su butaca.
—Por más que lo intento, no recuerdo haberle pedido su opinión.
—Pero, director, considero un deber patriótico señalar que…
Godhisavatta cruzó los brazos encima del pecho y miró coléricamente a su subalterno, quien (aunque mucho más impresionante en cuanto a estatura y presencia física) se había empequeñecido y tenía un aspecto encogido bajo la mirada de su superior.
Godhisavatta dijo:
—Escuche, si sabe lo que le conviene, hará su trabajo sin comentarios…, o me ocuparé de que no reciba ninguna pensión cuando se retire, que será pronto si oigo algo más sobre un tema que no le incumbe.
Sobhaddartha contestó en voz baja:
—Sí, señor. —Después, con un sospechoso, grado de servilismo en la voz, añadió—: ¿Está dentro de los límites de mis obligaciones, señor, informar de que hay una segunda nave dentro de los límites de nuestras pantallas?
—Considérelo informado —replicó Godhisavatta con irritabilidad, volviendo a su trabajo.
—Con características muy parecidas —dijo Sobhaddartha aún más humildemente— a la que acabo de dejar pasar.
Godhisavatta puso las manos encima de la mesa y se levantó.
—¿Una segunda nave?
Sobhaddartha sonrió interiormente. Esa sanguinaria persona, nacida de una unión irregular (estaba refiriéndose al director), no debía de haber soñado con dos naves.
—¡Aparentemente, señor! Ahora regresaré a mi puesto y esperaré órdenes y confío, señor.
—¿Sí?
Sobhaddartha no pudo resistirse, a pesar de la amenaza de su pensión.
—Y confío, señor, en que no hayamos dado vía libre a la que no debíamos.
41
La Estrella Lejana avanzaba rápidamente sobre la superficie del planeta Sayshell y Pelorat observaba con fascinación. La capa de nubes era más fina y dispersa que en Términus y, tal como mostraba el mapa, las superficies terrestres eran más compactas y extensas, e incluían zonas desérticas más amplias, a juzgar por el color rojizo de gran parte del espacio continental.
No había indicios de nada vivo. Parecía un mundo hecho de estéril desierto, grisácea llanura, interminables arrugas que tal vez representaran zonas montañosas, y, naturalmente, de mar.
—Parece sin vida —murmuró Pelorat.
—No esperará ver algún signo de vida a esta altura —dijo Trevize—. A medida que vayamos descendiendo, verá el centelleante paisaje del lado nocturno. Los seres humanos tienden a iluminar sus mundos cuando llega la oscuridad; nunca he oído hablar de un mundo que sea una excepción a esa regla. En otras palabras, el primer signo de vida que verá no sólo será humano sino tecnológico.
Pelorat comentó con aire pensativo:
—Después de todo, los seres humanos son diurnos por naturaleza. Creo que una de las primeras tareas de una tecnología en desarrollo debería ser la conversión de la noche en día. De hecho, si un mundo careciese de tecnología y desarrollase alguna, debería ser posible seguir el progreso del desarrollo tecnológico por el aumento de luz sobre la superficie oscura. ¿Cuánto tiempo cree usted que sería necesario para pasar de la oscuridad uniforme a la luz uniforme?
Trevize se echó a reír.
—Se le ocurren unas ideas muy extrañas, pero supongo que eso se debe a que es mitologista. No creo que un mundo pueda llegar a conseguir jamás una luminosidad uniforme. La luz nocturna seguiría la norma de la densidad de población, de modo que los continentes brillarían en nudos y franjas. Incluso Trántor en su apogeo, cuando era una sola estructura gigantesca, únicamente dejaba traspasar la luz en puntos dispersos.
La tierra se tornó verde como Trevize había predicho y, durante la última vuelta al globo, señaló marcas que aseguró eran ciudades.
—No es un mundo muy urbano. Nunca había estado en la Unión de Sayshell con anterioridad, pero, según la información que me da la computadora, tienden a aferrarse al pasado. La tecnología, a juicio de toda la Galaxia, ha sido asociada con la Fundación, y allí donde la Fundación es impopular, hay una tendencia a aferrarse al pasado…, excepto, naturalmente, en cuanto a las armas bélicas se refiere.
Le aseguro que Sayshell es muy moderno en este aspecto.
—Caramba, Golan, no será desagradable, ¿verdad? Al fin y al cabo, pertenecemos a la Fundación y estando en terreno enemigo…
—No es territorio enemigo, Janov. Serán muy atentos, no tema. La Fundación no goza de popularidad, eso es todo. Sayshell no forma parte de la Confederación de la Fundación. Por lo tanto, están orgullosos de su independencia y, como no les gusta recordar que son mucho más débiles que la Fundación y sólo continúan siendo independientes porque nosotros estamos dispuestos a permitírselo, se dan el lujo de tenernos antipatía.
—Entonces, me temo que será desagradable —dijo Pelorat con desaliento.
—De ningún modo —replicó Trevize—. Vamos, Janov. Estoy hablando de la actitud oficial del gobierno sayshelliano. Los habitantes del planeta son individuos particulares, y si nosotros somos amables y no nos portamos como si fuéramos los señores de la Galaxia, ellos también serán amables. No venimos a Sayshell para establecer el dominio de la Fundación. Somos simples turistas, y haremos el tipo de preguntas sobre Sayshell que haría cualquier turista.
»Y, si la situación lo permite, también podremos disfrutar de un merecido descanso. No hay nada malo en quedarnos aquí unos cuantos días y ver lo que tienen que ofrecer. Quizá tengan una cultura interesante, un paisaje interesante, una comida interesante, y, si todo lo demás falla, mujeres interesantes. Disponemos de dinero en abundancia.
Pelorat frunció el ceño.
—Oh, mi querido compañero.
—Vamos —dijo Trevize—. Usted no es tan viejo… ¿No le interesaría?
—No negaré que hubo una época en la que desempeñé ese papel correctamente, pero este no es momento para ello. Tenemos una misión. Queremos llegar a Gaia. No tengo nada en contra de pasar un rato agradable, de verdad que no, pero si empezamos a metemos en líos, quizá nos resulte difícil liberarnos. —Meneó la cabeza y dijo con suavidad—: Creo que usted temía que yo pasara un rato demasiado agradable en la Biblioteca Galáctica de Trántor y no fuera capaz de liberarme. Sin ninguna duda, una atractiva damisela de ojos oscuros, o cinco o seis, podría ser para usted lo que la biblioteca es para mí.
Trevize contestó:
—No soy un libertino, Janov, pero tampoco tengo la intención de convertirme en un asceta. Muy bien, le prometo que nos ocuparemos del asunto de Gaia, pero si algo agradable se cruza en mi camino, no hay razón en toda la Galaxia por la que no deba reaccionar normalmente.
—Si pone a Gaia en primer…
—Lo haré. Sin embargo, acuérdese de no decir a nadie que somos de la Fundación. Lo sabrán, porque tenemos créditos de la Fundación y hablamos con un marcado acento de Términus, pero si no lo decimos, quizá finjan que somos extranjeros en general y se muestren cordiales. Si recalcamos el hecho de pertenecer a la Fundación, no hay duda de que nos hablarán con cortesía, pero no nos explicarán nada, no nos enseñarán nada, no nos llevarán a ningún sitio, y nos dejarán rigurosamente solos.
Pelorat suspiró.
—Nunca entenderé a las personas.
—No es difícil. Lo único que debe hacer es mirarse atentamente a sí mismo y entenderá a todos los demás. No somos distintos de ellos. ¿Cómo habría podido Seldon elaborar su Plan, y no me importa lo sutiles que fueran sus cálculos matemáticos, si no hubiese entendido a las personas; y cómo habría podido lograrlo si las personas no fuésemos fáciles de entender? Muéstreme a alguien que no pueda entender a las personas y yo le mostraré a alguien que ha formado una falsa imagen de sí mismo…, y no pretendo ofenderle.
—No lo ha hecho. Estoy dispuesto a admitir que carezco de experiencia y que he pasado una vida bastante egocéntrica y aislada. Es posible que nunca me haya mirado atentamente a mí mismo, de modo que le dejaré ser mi guía y consejero en lo que a personas se refiere.
—De acuerdo. Empiece siguiendo mi consejo y limítese a contemplar el paisaje. Pronto aterrizaremos y le aseguro que no notará nada. La computadora y yo nos encargaremos de todo.
—Golan, no se incomode. Si alguna joven…
—¡Olvídelo! Déjeme ocuparme del aterrizaje.
Pelorat se volvió a mirar el mundo al final de la espiral contractiva de la nave. Era el primer mundo extranjero que visitaba en su vida. Este pensamiento le llenó de emoción, a pesar de que todos los millones de planetas habitados de la Galaxia habían sido colonizados por personas no nacidas en ellos.
Todos menos uno, pensó con un estremecimiento de trepidación/deleite.
42
El espaciopuerto no era grande en comparación con los de la Fundación, pero estaba bien equipado. Trevize observó cómo el Estrella Lejana era colocado en su amarradero e inmovilizado en su lugar. Les entregaron un complicado recibo en clave.
Pelorat preguntó en voz baja:
—¿La dejamos aquí?
Trevize asintió y colocó la mano sobre el hombro del otro para tranquilizarle.
—No se preocupe —dijo, en voz igualmente baja.
Subieron al coche de superficie que habían alquilado y Trevize conectó el mapa de la ciudad, cuyas torres se veían en el horizonte.
—La Ciudad de Sayshell —dijo—, la capital del planeta. La ciudad, el planeta, la estrella, todo se llama Sayshell.
—Estoy preocupado por la nave —insistió Pelorat.
—No hay motivo para estarlo —dijo Trevize—. Regresaremos a ella esta misma noche, pues dormiremos en ella si tenemos que quedamos aquí más de unas horas. También debe usted comprender que hay un código interestelar de ética para los espaciopuertos que, que yo sepa, nunca se ha violado, ni siquiera en tiempo de guerra. Las astronaves que vienen en son de paz no son violadas. Si lo fuesen, nadie estaría a salvo y el comercio sería imposible.
Cualquier planeta en el que este código fuese quebrantado sería boicoteado por los pilotos espaciales de la Galaxia. Se lo aseguro, ningún mundo correría ese riesgo: Además…
—¿Además?
—Bueno, además, he programado la computadora para que cualquiera que no tenga el aspecto o la voz de uno de nosotros encuentre la muerte si intenta abordar la nave. Me he tomado la libertad de explicárselo al comandante del espaciopuerto. Le he dicho muy cortésmente que me encantaría desconectar ese dispositivo por deferencia a la fama de absoluta integridad y seguridad que tiene el espaciopuerto de la Ciudad de Sayshell en toda la Galaxia, pero he añadido que la nave es un modelo nuevo y yo no sabía desconectarlo.
—Sin duda, no lo habrá creído.
—¡Claro que no! Pero tenía que fingir creerlo porque, de lo contrario, habría tenido que sentirse insultado. Y como no podía hacer nada al respecto, ser insultado sólo habría conducido a la humillación. Y como no deseaba tal cosa, el camino más fácil a seguir era creer lo que yo le decía.
—¿Y este es otro ejemplo de cómo son las personas?
—Sí. Ya se acostumbrará.
—¿Cómo sabe que en este coche no hay un micrófono oculto?
—He pensado que podía haberlo. De modo que cuando me han ofrecido uno, he escogido otro al azar. Si todos lo llevan… bueno, ¿acaso hemos dicho algo que sea tan terrible?
Pelorat parecía desconsolado.
—No sé cómo decirlo. Me parece muy descortés quejarme, pero no me gusta cómo huele. Hay un olor especial.
—¿En el coche de superficie?
—Bueno, en primer lugar, en el espaciopuerto. Supongo que así es como huelen los espaciopuertos, pero el coche huele igual. ¿Podríamos abrir las ventanillas?
Trevize se echó a reír.
—Supongo que podría descubrir qué porción del tablero de mandos resuelve el problema, pero no serviría de nada. Este planeta apesta. ¿Le molesta mucho?
—No es muy fuerte, pero se nota… y me produce repulsión. ¿Huele así todo el mundo?
—Siempre me olvido de que nunca ha estado en otro mundo. Todos los mundos habitados tienen su propio olor. En su mayor parte se debe a la vegetación, aunque supongo que los animales e incluso los seres humanos contribuyen. Y que yo sepa, a nadie le gusta jamás el olor de ningún mundo cuando acaba de desembarcar en él. Pero ya se acostumbrará, Janov. Dentro de unas horas, le prometo que no lo notará.
—Seguramente no ha querido decir que todos los mundos huelen así.
—No. Como he dicho, cada uno tiene su propio olor. Si realmente nos fijáramos o nuestro olfato fuese más fino, como el de los perros anacreontianos, probablemente sabríamos en qué mundo estábamos sólo con olfatear el aire. Cuando ingresé en la Armada nunca podía comer el primer día que pasaba en un nuevo mundo; después aprendí el viejo truco de oler un pañuelo impregnado con el aroma del mundo durante el aterrizaje. Cuando sales al exterior ya no lo percibes. Y al cabo de un tiempo, te has insensibilizado; aprendes a no fijarte en él. De hecho, lo peor es regresar a casa.
—¿Por qué?
—¿Usted cree que Términus no huele?
—¿Pretende decirme que sí?
—Claro que sí. Una vez se aclimate al olor de otro mundo, como Sayshell, le sorprenderá el hedor de Términus. En los viejos tiempos, siempre que abríamos las compuertas al llegar a Términus después de un largo turno de servicio, toda la tripulación exclamaba: «De vuelta en el estercolero».
Pelorat no pudo ocultar su repugnancia.
Las torres de la ciudad estaban perceptiblemente más cerca, pero Pelorat mantuvo los ojos fijos en sus alrededores inmediatos. Otros coches de superficie circulaban en ambas direcciones y, de vez en cuando, un coche aéreo surcaba el cielo, pero Pelorat contemplaba los árboles.
—La vida vegetal parece extraña. ¿Cree que parte de ella es indígena?
—Lo dudo —contestó Trevize, distraído. Estaba examinando el mapa e intentando ajustar la programación de la computadora del coche—. En ningún planeta humano hay gran cosa de vida indígena. Los colonizadores siempre importaban sus propias plantas y animales, al establecerse o poco tiempo después.
—Sin embargo, parece extraña.
—No espere ver las mismas variedades en todos los mundos, Janov. Una vez me dijeron que los redactores de la Enciclopedia Galáctica confeccionaron un atlas de variedades que ascendía a ochenta y siete abultados discos de computadora y aun así era incompleto, además de anticuado, cuándo se terminó.
El coche de superficie siguió avanzando y los suburbios de la ciudad se abrieron y les absorbieron.
Pelorat se estremeció ligeramente.
—No tengo una gran opinión de su arquitectura urbana.
—A cada uno lo suyo —dijo Trevize, con la indiferencia del viajero espacial experimentado.
—Por cierto, ¿adónde vamos?
—Bueno —contestó Trevize con cierta exasperación—, estoy intentando que la computadora nos lleve al centro turístico. Confío en que la computadora conozca las calles de sentido único y las normas de tráfico, porque yo no.
—¿Qué haremos allí, Golan?
—En primer lugar somos turistas, de modo que ese es el lugar a donde iríamos en un caso normal, y queremos ser todo lo discretos y naturales que podamos. Y en segundo lugar, ¿adónde iría usted para obtener información sobre Gaia?
Pelorat contestó:
—A una universidad…, a una sociedad antropológica…, a un museo… Ciertamente no a un centro turístico.
—Pues bien, se equivoca. En el centro turístico seremos unos tipos intelectuales que están ansiosos por tener una lista de las universidades de la ciudad y los museos, y así sucesivamente. Decidiremos a dónde ir primero y es posible que allí encontremos a las personas adecuadas para consultarles sobre historia antigua, galactografía, mitología, antropología, o lo que a usted se le ocurra. Pero todo empieza en el centro turístico.
Pelorat guardó silencio y el coche siguió avanzando de un modo bastante tortuoso, mientras se internaba en el tráfico y sorteaba los demás vehículos.
Enfilaron una calle y dejaron atrás varias señales que tal vez representaran indicaciones e instrucciones de circulación, pero estaban escritas en un estilo de letra que las hacía ilegibles.
Por fortuna el coche se comportó como si conociera el camino, y cuando se detuvo y se introdujo en una plaza de aparcamiento, había un letrero que decía: CIRCULO EXTRANJERO DE SAYSHELL en la misma tipografía ilegible, y debajo: CENTRO TURÍSTICO DE SAYSHELL en la clara y fácilmente legible escritura galáctica.
Entraron en el edificio, que no era tan grande como la fachada les había inducido a creer. En el interior la actividad brillaba por su ausencia.
Había una serie de cabinas de espera, una de las cuales estaba ocupada por un hombre que leía las tiras de noticias que iban saliendo de un pequeño expulsor; en otra se hallaban dos mujeres, que parecían estar absortas en un complicado juego de cartas y baldosas. Detrás de un mostrador demasiado grande para él, con los centelleantes mandos de una computadora que parecía demasiado compleja para él, había un funcionario sayshelliano de aspecto aburrido que vestía algo semejante a un tablero de damas multicolor.
Pelorat lo miró con asombro y susurró:
—Sin lugar a dudas es un mundo con un estilo de vestir extrovertido.
—Sí —dijo Trevize—, ya me había fijado. No obstante, las modas cambian de un mundo a otro e incluso, a veces, de una región a otra de un mismo mundo. Y cambian con el tiempo. Hace cincuenta años es posible que en Sayshell todos vistieran de negro. Tómelo como viene, Janov.
—Supongo que tendré que hacerlo —contestó Pelorat—, pero prefiero nuestro propio estilo de vestir. Por lo menos, no es un ataque contra el nervio óptico.
—¿Porque tantos de nosotros llevan gris con gris? Esto molesta a algunas personas, He oído que lo llaman «vestir de lodo». Además, probablemente es la discreción cromática de la Fundación lo que impulsa a esta gente a vestir como un arco iris; para resaltar su independencia. De cualquier modo, todo se reduce a lo que estés acostumbrado. Vamos, Janov.
Los dos se dirigieron hacia el mostrador y entonces el hombre de la cabina dejó de leer las noticias, se levantó, y fue a su encuentro, sonriendo. Iba vestido en varios tonos de gris.
Al principio Trevize no miró hacia donde estaba él, pero cuando lo hizo se detuvo en seco.
Inspiró profundamente.
—Por la Galaxia… ¡Mi amigo, el traidor!