8. Campesina
26
Los oradores permanecían sentados alrededor de la mesa, amparados tras su escudo mental. Era como si todos, de común acuerdo, hubiesen ocultado sus pensamientos para no insultar irrevocablemente al primer orador después de su declaración sobre Trevize. Miraron con disimulo a Delarmi e incluso esto fue muy significativo. De todos los oradores, ella era la más conocida por su irreverencia; incluso Gendibal se mostraba más respetuoso de los convencionalismos.
Delarmi fue consciente de las miradas y comprendió que no tenía más alternativa que afrontar la difícil situación. En realidad no quería eludir el problema. En toda la historia de la Segunda Fundación, ningún primer orador había sido acusado jamás de análisis erróneo (y detrás del término, que ella había inventado como encubrimiento, estaba la no reconocida incompetencia). Ahora dicha acusación era posible. No desaprovechara la oportunidad.
—¡Primer orador! —dijo suavemente, con sus finos labios descoloridos más invisibles que de costumbre en la blancura general de su cara—. Usted mismo declara que no tiene ninguna base sobre la que fundar su opinión, que las matemáticas psicohistoricas no revelan nada. ¿Nos pide que basemos una decisión crucial en una sensación mística?
El primer orador levantó la mirada con la frente arrugada. Era consciente de la generalización del escudo mental. Sabía lo que ello significaba y respondió con frialdad.
—No oculto la falta de evidencia. No intento engañarles. Lo que ofrezco es la desarrollada capacidad intuitiva de un primer orador que tiene décadas de experiencia y ha pasado casi toda su vida analizando el Plan Seldon. —Miró a su alrededor con una orgullosa severidad que raramente mostraba, y uno por uno los escudos mentales se debilitaron y cayeron. El de Delarmi (cuando se volvió a mirarla) fue el último.
La oradora, con una cautivadora franqueza que llenó su mente como si nada hubiese pasado, dijo:
—Naturalmente, acepto su declaración, primer orador. No obstante, tal vez desee reconsiderarla. En vista de sus opiniones actuales al respecto, habiendo expresado su vergüenza por tener que recurrir a la intuición, quizá desee que sus palabras no consten en acta; si opina que deben…
La voz de Gendibal la interrumpió.
—¿Cuáles son esas palabras que no deben constar en acta?
Todos los ojos se volvieron al unísono. Si no hubieran tenido los escudos levantados durante los cruciales momentos anteriores, se habrían dado cuenta de su presencia mucho antes de que llegara a la puerta.
—¿Todos los escudos levantados hace un momento? ¿Todos inconscientes de mi entrada? —dijo Gendibal sardónicamente—. ¡Qué reunión tan vulgar de la Mesa tenemos aquí! ¿Nadie estaba al acecho de mi llegada? ¿O es que todos pensaban que no llegaría?
Esta explosión era una flagrante violación de todas las normas. Ya era bastante perjudicial para Gendibal haber llegado tarde, pero entrar sin anunciarse era peor. Y hablar antes de que el primer orador certificara su presencia era lo peor de todo.
El primer orador se volvió hacia él. Todo lo demás quedó relegado a segundo término. La cuestión de la disciplina gozaba de prioridad.
—Orador Gendibal —dijo—, llega tarde. Llega sin anunciarse. Habla. ¿Hay alguna razón por la que no deba ser suspendido de sus funciones durante treinta días?
—Naturalmente. La moción de suspensión no debería ser considerada hasta que hayamos considerado quién ha sido el que se ha asegurado de que llegaría tarde y por qué. —Las palabras de Gendibal fueron frías y mesuradas, pero su mente revistió sus pensamientos de ira y a él no le importó quién lo percibiera.
Sin duda Delarmi lo percibió, y dijo enérgicamente:
—Este hombre está loco.
—¿Loco? Esta mujer está loca por decir tal cosa. O es consciente de su culpabilidad. Primer orador, recurro a usted y solicito debatir una cuestión de índole personal —dijo Gendibal.
—¿De qué se trata, orador?
—Primer orador, acuso a uno de los presentes de intento de asesinato.
La habitación estalló cuando todos los oradores se pusieron en pie y prorrumpieron en una cháchara simultánea de palabras, expresión y mentalidad.
El primer orador alzó los brazos y gritó:
—El orador debe tener la oportunidad de exponer su cuestión de índole personal. —Se vio obligado a intensificar su autoridad, mentalmente, de un modo muy inadecuado para el lugar, pero no había alternativa.
La cháchara cesó.
Gendibal esperó, impasible, hasta que el silencio fue audible y mentalmente profundo. Entonces dijo:
—Cuando venía hacia aquí, yendo por un camino hameniano a una distancia y una velocidad que habrían asegurado fácilmente mi llegada a tiempo para la reunión, he sido detenido por varios campesinos, y sólo gracias a un milagro he podido librarme de ser golpeado y quizá asesinado. Por suerte, sólo me he retrasado y acabo de llegar. Permítanme señalar, primer lugar, que no sé de ningún caso desde el Gran Saqueo en que un miembro de la Segunda Fundación haya recibido un trato irrespetuoso, y mucho menos brutal por parte de un hameniano.
—Yo tampoco —dijo el primer orador.
Delarmi exclamó.
—¡Los miembros de la Segunda Fundación no suelen andar solos por territorio hameniano! ¡Usted provoca estos incidentes haciéndolo así!
—Es cierto —dijo Gendibal— que suelo andar solo por territorio hameniano. He andado por allí cientos de veces y en todas direcciones. Sin embargo, nunca he sido abordado antes de hoy. Los demás no pasean con la misma libertad que yo, pero nadie se exilia a sí mismo del mundo o se recluye en la universidad, y nadie ha sido abordado jamás. Recuerdo varias ocasiones en que Delarmi… —y entonces, como acordándose demasiado tarde del tratamiento honorífico, lo convirtió deliberadamente en un mortífero insulto—. Quiero decir que recuerdo haber visto a la oradora Delarmi en territorio hameniano, más de una vez, y sin embargo ella nunca ha sido abordada.
—Quizá —dijo Delarmi con unos ojos que echaban chispas— porque no les hablé primero y mantuve las distancias. Porque me comporté como si mereciera respeto, me lo otorgaron.
—Es extraño —dijo Gendibal—, y estaba a punto de añadir que era porque usted tenía un aspecto más formidable que yo. Al fin y al cabo, pocos se atreven a abordarla incluso aquí. Pero, dígame, ¿por qué razón, con todas las oportunidades que han tenido, escogerían los hamenianos este día para agredirme, precisamente cuando tenía que asistir a una importante reunión de la Mesa?
—Si no es a causa de su conducta, debe haber sido casualidad —dijo Delarmi—. Que yo sepa, ni siquiera las matemáticas de Seldon han borrado el factor casualidad de la Galaxia, por lo menos, en el caso de sucesos individuales. ¿O es que usted también habla por inspiración intuitiva? —Hubo un leve suspiro mental por parte de uno o dos oradores ante este ataque lateral contra el primer orador.
—No ha sido mi conducta. No ha sido casualidad. Ha sido una interferencia deliberada —dijo Gendibal.
—¿Cómo podemos saberlo? —preguntó el primer orador con amabilidad. No pudo evitar ablandarse frente a Gendibal tras el último comentario de Delarmi.
—Mi mente está abierta para usted, primer orador. Le ofrezco, a usted y a toda la Mesa, mi recuerdo de los acontecimientos.
La transferencia sólo duró unos momentos. El primer orador exclamó:
—¡Espantoso! Ha actuado muy bien, orador, en circunstancias de considerable presión. Estoy de acuerdo en que la conducta hameniana es anómala y justifica una investigación. Mientras tanto, sea tan amable de unirse a nuestra reunión…
—¡Un momento! —interrumpió Delarmi—. ¿Cómo podemos estar seguros de que el relato del orador es exacto?
Gendibal enrojeció al oír el insulto, pero mantuvo la compostura.
—Mi mente está abierta.
—He visto mentes abiertas que no estaban abiertas.
—No lo dudo, oradora —dijo Gendibal—, ya que usted, como el resto de nosotros, debe mantener su propia mente bajo inspección en todo momento. Sin embargo, mi mente, cuando está abierta, está abierta.
El primer orador dijo:
—No sigamos…
—Una cuestión de índole personal, primer orador, con disculpas por la interrupción —dijo Delarmi.
—¿De qué se trata, oradora?
—El orador Gendibal ha acusado a uno de nosotros de intento de asesinato, probablemente instigando al campesino a atacarle. Mientras la acusación no sea retirada, debo ser considerada posible asesina, igual que todas las personas reunidas en esta habitación, incluido usted, primer orador.
—¿Quiere retirar la acusación, orador Gendibal? —preguntó el primer orador.
Gendibal ocupó su asiento y apoyó las manos sobre los brazos, agarrándolos fuertemente como si tomara posesión de él, y dijo:
—Así lo haré, en cuanto alguien explique por qué un campesino hameniano, apoyado por varios más, se empeñaría en retrasarme cuando venía a esta reunión.
—Puede haber mil razones —dijo el primer orador—. Repito que este suceso será investigado. ¿Querrá ahora, orador Gendibal, y a fin de continuar la presente discusión, retirar su acusación?
—No puedo, primer orador. He pasado largos minutos intentando sondear su mente, con la mayor delicadeza posible, en busca del modo de alterar su conducta sin daños y he fracasado. Su mente carecía de la flexibilidad que debería haber tenido. Sus emociones estaban arraigadas, como por una mente ajena.
Delarmi dijo con una súbita sonrisa:
—¿Y cree que uno de nosotros era la mente ajena? ¿No podría haber sido esa misteriosa organización que está compitiendo con nosotros y es más poderosa que la Segunda Fundación?
—Tal vez —dijo Gendibal.
—En este caso, nosotros, que no somos miembros de esa organización que sólo usted conoce, no somos culpables y usted debe retirar su acusación. ¿O quizás está acusando a alguno de los presentes de hallarse bajo el control de esa extraña organización? ¿Quizá uno de los aquí presentes no sea lo que parece?
—Quizá —dijo Gendibal con impasibilidad, consciente de que Delarmi estaba proporcionándole una cuerda con un lazo corredizo en el extremo.
—Podría parecer —dijo Delarmi, cogiendo el lazo y preparándose para apretarlo— que su sueño de una organización secreta, desconocida, oculta y misteriosa, es una pesadilla de paranoia. Concordaría con su fantasía paranoica de que los campesinos hamenianos están siendo influidos, y de que los oradores están bajo un control oculto. Sin embargo, estoy dispuesta a seguir su peculiar línea de pensamiento durante un rato más. ¿Quién de los aquí presentes, orador, cree que está bajo control? ¿Podría ser yo?
—No lo creo, oradora. Si intentara librarse de mí de un modo tan indirecto, no mostraría tan abiertamente su desagrado hacia mí —replicó Gendibal.
—¿Una traición doble, quizá? —dijo Delarmi. Estaba virtualmente ronroneando—. Esta sería una conclusión común en una fantasía paranoica.
—Podría serlo. Usted tiene más experiencia que yo en estas cuestiones.
El orador Lestim Gianni interrumpió acaloradamente.
—Escuche, orador Gendibal, si está exonerando a la oradora Delarmi, está dirigiendo sus acusaciones contra el resto de nosotros. ¿Qué motivos tendría cualquiera de nosotros para retrasar su presencia en esta reunión, y mucho menos para desear su muerte?
Gendibal contestó con rapidez, como si estuviera aguardando la pregunta.
—Cuando he entrado, estaban hablando de retirar ciertas palabras del acta, palabras pronunciadas por el primer orador Yo soy el único orador que no ha podido oír esas palabras. Díganme cuáles eran y yo les diré el motivo para querer retrasarme.
El primer orador explicó:
—He declarado, y es algo a lo que la oradora Delarmi y otros se han opuesto seriamente, que, basándome en la intuición y el uso indebido de las matemáticas psicohistóricas, podía afirmar que todo el futuro del Plan dependía del exilio del miembro de la Primera Fundación Golan Trevize.
—Lo que piensen los demás oradores es cosa suya. Par mi parte, estoy de acuerdo con esa hipótesis. Trevize es la clave. Encuentro su súbita expulsión de la Primera Fundación demasiado curiosa para ser inocente —manifestó Gendibal.
Delarmi replicó:
—¿Quiere decir, orador Gendibal, que Trevize está en las garras de esa misteriosa organización o que lo están las personas que le han exilado? ¿Cree quizá, que lo controlan todo y a todos excepto a usted y al primer orador y a mí, puesto que usted mismo ha declarado que no lo estoy?
Gendibal dijo:
—Estos desvaríos no requieren contestación. En cambio, permítame preguntar si hay algún orador que quiera expresar su conformidad con las tesis del primer orador y mías. Supongo que habrían leído el resumen matemático que, con la aprobación del primer orador, he distribuido entre ustedes.
Silencio.
—Repito la pregunta —dijo Gendibal—. ¿Hay alguien?
Silencio.
—Primer orador, ya tiene el motivo para retrasarme —Gendibal declaró.
—Formúlelo explícitamente —respondió el primer orador.
—Usted ha expresado la necesidad de tratar con Trevize, el miembro de la Primera Fundación. Esto representa una importante iniciativa en política y si los oradores hubieran leído mi resumen, sabrían lo que sucedía en líneas generales. Si, no obstante, hubieran discrepado unánimemente con usted, unánimemente, la autolimitación tradicional le habría impedido seguir adelante. Si un solo orador le respaldara, usted podría llevar a cabo esta nueva política.
Yo era el orador que le respaldaría, como sabría cualquiera que hubiese leído mi resumen, y era necesario evitar que compareciese ante la Mesa. El plan casi ha tenido éxito, pero ahora estoy y apoyo al Primer orador. Estoy de acuerdo con él y, según la tradición, él puede pasar por alto la disconformidad de los otros diez oradores.
Delarmi descargó un puñetazo sobre la mesa.
—De lo cual se deriva que alguien sabía de antemano qué aconsejaría el primer orador, sabía de antemano que el orador Gendibal le respaldaría y que todo el resto no lo haría; ese alguien sabía cosas que no podía saber. La segunda consecuencia es que esta iniciativa no es del agrado de la paranoica organización del orador Gendibal y que están luchando para impedir que se lleve a cabo y que, por lo tanto, uno o más de nosotros se halla controlado por esa organización.
—Estas son sus deducciones —convino Gendibal—. Su análisis es magistral.
—¿A quién acusa? —preguntó Delarmi.
—A nadie. Recurro al primer orador para que solucione el problema. Está claro que en nuestra organización hay alguien que trabaja contra nosotros. Sugiero que todos los que trabajen para la Segunda Fundación se sometan a un análisis mental. Todos, incluidos los mismos oradores. Incluido también yo mismo, y el primer orador.
La reunión de la Mesa se levantó en un ambiente de mayor confusión y mayor excitación que cualquiera de las celebradas hasta entonces.
Y cuando el primer orador finalmente la suspendió, Gendibal, sin hablar con nadie, se dirigió a su habitación. Sabía muy bien que no tenía ni un solo amigo entre los oradores, y que incluso el respaldo que el primer orador pudiese darle sería con reservas en el mejor de los casos.
No sabía con exactitud si temía por sí mismo o por toda la Segunda Fundación. El sabor de la fatalidad era muy amargo.
27
Gendibal no durmió bien. Tanto sus pensamientos conscientes como sus sueños inconscientes se centraron en Delora Delarmi. En un pasaje del sueño, incluso hubo una confusión entre ella y el campesino hameniano, Rufirant, de modo que Gendibal se encontró ante una desproporcionada Delarmi que se abalanzaba sobre él con enormes puños y una dulce sonrisa que revelaba unos dientes como agujas.
Al fin se despertó, más tarde de lo habitual, con la sensación de no haber descansado y con el timbre del intercomunicador resonando en sus oídos. Se volvió hacia la mesilla de noche y pulsó el interruptor.
—¿Si? ¿Qué hay?
—¡Orador! —La voz pertenecía al superintendente de la planta, y no era demasiado respetuosa—. Un visitante desea hablar con usted.
—¿Un visitante? —Gendibal accionó su programa de citas y la pantalla no mostró ninguna antes del mediodía. Apretó el botón de la hora; eran las 8.32 de la mañana: Preguntó con mal humor—: ¿Quién espacio es?
—No ha querido dar su nombre, orador. —Después, con clara desaprobación—: Uno de esos hamenianos, orador. Dice que usted le invitó. —La última frase fue pronunciada con una desaprobación aún más clara.
—Que espere en el recibidor hasta que yo vaya.
Tardaré un poco.
Gendibal no se apresuró, Mientras hacía sus abluciones matinales, no dejó de pensar. Que alguien utilizara a los hamenianos para entorpecer sus movimientos tenía sentido, pero le habría gustado saber quién era ese alguien. ¿Y qué significaba esta nueva intrusión de los hamenianos en su propia vivienda? ¿Una complicada trampa de alguna clase? ¿Cómo, en el nombre de Seldon, podía un campesino hameniano entrar en la universidad? ¿Qué razón podía dar? ¿Qué razón podía tener realmente?
Por espacio de un fugaz momento, Gendibal se preguntó si debería armarse. Resolvió no hacerlo casi enseguida, pues estaba desdeñosamente seguro de poder controlar a cualquier campesino en el recinto de la universidad sin peligro para sí mismo, y sin marcar la mente del hameniano de un modo inaceptable.
Gendibal llegó a la conclusión de que estaba demasiado afectado por el incidente del día anterior con Karoll Rufirant. Por cierto, ¿sería el propio campesino? Quizá ya no se hallara bajo la influencia de lo que fuera o quién fuera y quería ver a Gendibal para disculparse por lo que había hecho, temeroso de las represalias. Pero ¿cómo habría sabido Rufirant adónde ir o a quién dirigirse?
Gendibal enfiló resueltamente el pasillo y entró en la sala de espera. Se detuvo con asombro, y después se volvió hacia el superintendente, que simulaba estar ocupado en su cubículo de cristal.
—Superintendente, no me ha dicho que el visitante era una mujer.
El superintendente contestó con aplomo:
—Orador, le he dicho que era un hameniano, en general. Usted no me ha preguntado nada más.
—¿Información mínima, superintendente? Debo recordar que esta es una de sus características. —También debería comprobar si el superintendente era alguien designado por Delarmi. Y, a partir de ahora, debería fijarse en los funcionarios que le rodeaban, «subalternos» en los que era fácil no reparar desde las alturas de su nuevo cargo de orador—. ¿Está libre alguna sala de conferencias?
El superintendente dijo:
—La número 4 es la única libre, orador. Lo estará durante tres horas. —Echó una ojeada a la hameniana, y luego a Gendibal, con inexpresiva inocencia.
—Utilizaremos la número 4, superintendente, y le aconsejo que preste atención a sus pensamientos. —Gendibal atacó, sin benevolencia, y el escudo del superintendente se cerró con demasiada lentitud.
Gendibal sabía muy bien que era impropio de su dignidad maltratar una mente inferior, pero una persona incapaz de ocultar una conjetura desagradable contra un superior debía aprender a no hacerlas. El superintendente tendría un ligero dolor de cabeza durante varias horas. Se lo había merecido.
28
El nombre de la mujer no le vino enseguida a la mente y Gendibal no estaba de humor para ahondar más. De todos modos, ella no podía esperar que lo recordara.
—Tú eres… —dijo con malhumor.
—Yo ser Novi, maestro serio —contestó ella, casi sin aliento—. Mi primero ser Sura, pero ser llamada sólo Novi.
—Sí, Novi. Nos conocimos ayer; ahora lo recuerdo. No he olvidado que saliste en mi defensa. —No se decidió a emplear el acento hameniano en el mismo recinto de la universidad—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Maestro, tú dijiste que yo podía escribir carta.
Tú dijiste que tenía que decir «Casa de Oradores, Apartamento 27». Mí misma la traigo y enseño la escritura; mi propia escritura, maestro. —Lo dijo con una especie de tímido orgullo—. Ellos preguntan, «¿Para quién ser este escrito?». Yo oí el nombre de ti cuando se lo dijiste a ese bruto de Rufirant. Yo digo que ser para Stor Gendibal, maestro serio.
—¿Y te han dejado pasar, Novi? ¿No te han pedido que les dieras la carta?
—Yo estar muy asustada. Creo que quizás ellos sienten pena. Yo digo: «Orador Gendibal prometió enseñarme Lugar de Serios», y ellos sonríen. Uno de ellos en la puerta de entrada dice al otro: «Y esto no ser todo lo que él enseñará a ella». Y me enseñan dónde ir, y dicen que no ir a otro sitio o me sacan fuera en el momento.
Gendibal enrojeció ligeramente. Por Seldon, si sintiera la necesidad de una diversión hameniana, no sería de un modo tan manifiesto y haría la elección de forma más selectiva. Miró a la mujer trantoriana sacudiendo la cabeza para sus adentros.
Debía de ser muy joven, quizá más joven de lo que el duro trabajo le hacía aparentar. No podía tener más de veinticinco años, edad a la que las hamenianas ya solían estar casadas. Llevaba el oscuro cabello recogido en trenzas que la identificaban como una mujer soltera, virginal, de hecho, y a él no le extrañó. Su actuación del día anterior había revelado su carácter indomable, y Gendibal dudaba que hubiera algún hameniano dispuesto a emparejarse con su afilada lengua y su rápido puño. Su aspecto tampoco era muy atrayente. Aunque se había esforzado en estar presentable, su cara era angular y ordinaria, y sus manos rojas y nudosas. Lo que podía verse de su figura parecía hecho para la resistencia más que para la hermosura.
Su labio inferior empezó a temblar bajo el escrutinio. Él percibió claramente su turbación y miedo, y se compadeció. Le había sido de gran utilidad el día anterior y eso era lo que contaba.
En un intento por mostrarse jovial y amable, dijo:
—¿Así que has venido a ver…, uh… el Lugar de los Sabios?
Ella abrió desmesuradamente sus ojos oscuros (eran bastante bonitos) y dijo:
—Maestro, no te enfades con mí, pero vengo para ser seria mí misma.
—¿Quieres ser «sabia»? —Gendibal estaba atónito—. Mi buena mujer…
Hizo una pausa. Por Trántor, ¿cómo podía uno explicar a una ignorante campesina el nivel de inteligencia, instrucción y vigor mental requeridos para ser lo que los trantorianos llamaban un «serio»?
Pero Sura Novi prosiguió impetuosamente:
—Yo ser escritora y lectora. He leído libros enteros hasta final y desde principio, también. Y tengo deseo de ser seria. No deseo ser esposa de campesino. Yo no ser persona para granja. No me casaré con granjero ni tendré hijos granjeros. —Levantó la cabeza y añadió con orgullo—: Yo ser preguntada. Muchas veces. Siempre digo «Nanay». Con educación, pero «Nanay».
Gendibal vio claramente que estaba mintiendo.
Nadie la había pedido en matrimonio, pero no lo dejó traslucir.
—¿Qué harás con tu vida si no te casas? —preguntó.
Novi dejó caer la mano sobre la mesa, con la palma hacia abajo.
—Yo seré seria. No seré campesina.
—¿Y si no puedo conseguir que seas sabia?
—Entonces no ser nada y espero morir. Yo ser nada en vida si yo no ser una sería.
Por espacio de un momento Gendibal tuvo el impulso de sondear su mente y averiguar el alcance de sus motivaciones. Pero no sería correcto. Un orador no podía divertirse registrando las mentes indefensas de los demás. Había un código de la ciencia y la técnica del control mental, la mentálica, igual que en las otras profesiones. O debería haberlo. (De pronto se arrepintió de haber atacado al superintendente).
—¿Por qué no ser una campesina, Novi? —Con un poco de manipulación podía lograr que se contentara con eso y manipular a algún patán hameniano para que quisiera casarse con ella, y ella con él. No causaría ningún daño. Sería un favor… Pero iba contra la ley y, por lo tanto, era inimaginable.
La muchacha contestó:
—Yo no ser. Un campesino es un zoquete. Trabaja con terrones de tierra, y él se convierte en terrón de tierra. Si yo ser campesina, también ser terrón de tierra. No tendré tiempo para leer y escribir, y olvidaré. Mi cabeza —se llevó la mano a la sien— se volverá agria y rancia. ¡No! Un serio ser diferente. ¡Pensativo!
Gendibal dedujo que con esa palabra se refería a «inteligente» más que a «melancólico».
—Un serio —continuó ella— vive con libros y con…, con…, yo olvido el nombre de esas cosas.
—Hizo un gesto, como si estuviera realizando una especie de vagas manipulaciones, que no habría significado nada para Gendibal…, si no hubiera tenido las radiaciones mentales de la joven para guiarle.
—Microfilms —dijo—. ¿Cómo sabes que existen los microfilms?
—En libros, leo muchas cosas —contestó ella con orgullo.
Gendibal no pudo seguir resistiendo el deseo de saber más. Esta hameniana era de lo más extraordinario; nunca había oído nada igual. Nunca se reclutaba a los hamenianos, pero si Novi fuese joven, menor de diez años…
¡Qué tontería! No la molestaría; no la molestaría en absoluto, pero ¿de qué servía ser orador si no podía observar mentes inusuales y aprender de ellas?
—Novi, quiero que te quedes donde estás. No te muevas. No digas nada. No pienses en decir nada, sólo piensa en quedarte dormida. ¿Lo entiendes?
El temor volvió a adueñarse de ella.
—¿Por qué debo haces esto, maestro?
—Porque deseo reflexionar sobre cómo podrías llegar a ser sabia.
Al fin y al cabo, por mucho que hubiese leído, no podía saber qué significaba realmente ser un «sabio». Por lo tanto resultaba imprescindible averiguar qué pensaba ella que era un sabio.
Con mucho cuidado e infinita delicadeza sondeó su mente; percibiendo sin llegar a tocar, como colocando una mano sobre una reluciente superficie metálica sin dejar huellas. Para ella un sabio era alguien que siempre leía libros. No tenía la más ligera idea de por qué uno leía libros. Para ella, y según la imagen que había en su mente, ser una sabia era hacer el trabajo que conocía, llevar y traer cosas, cocinar, limpiar, obedecer órdenes, pero en el recinto de la universidad, donde había muchos libros y donde tendría tiempo para leerlos y, de un modo muy impreciso, «para ser enseñada». Todo lo cual significaba que quería ser una sirvienta… su sirvienta.
Gendibal frunció el ceño. Una sirvienta hameniana… y, además, vulgar, desgarbada, ignorante, casi iletrada. Inimaginable.
No le quedaba más remedio que manipularla. Tenía que haber algún modo de ajustar sus deseos para que se conformara con ser una campesina, algún modo que no dejara marca, algún modo por el que ni siquiera Delarmi pudiese denunciarle.
¿O quizás había sido enviada por la propia Delarmi? ¿Sería todo esto un complicado plan para inducirle a alterar una mente hameniana, con objeto de poder acusarle?
Ridículo. Estaba a punto de volverse paranoico. En algún lugar de la sencilla mente de la muchacha, una pequeña corriente mental debía ser desviada. Solo requería un ligero empujón.
Iba en contra de la ley, pero no causaría daño y nadie se daría cuenta.
Hizo una pausa.
Atrás. Atrás. Atrás.
¡Espacio! ¡Había estado a punto de pasarlo por alto!
¿Era víctima de una ilusión?
¡No! Ahora que se había fijado en ello, lo discernió claramente. Había un minúsculo zarcillo desordenado; un desorden anormal. Sin embargo era muy delicado y estaba libre de ramificaciones.
Gendibal emergió de su mente y dijo con amabilidad:
—Novi.
Los ojos de la muchacha se enfocaron.
—¿Sí, maestro?
—Puedes trabajar conmigo. Te convertiré en sabia… —dijo Gendibal.
Alegremente, con ojos centelleantes, la muchacha exclamó:
—Maestro…
Lo detectó enseguida. La joven iba a echarse a sus pies. Le puso las manos sobre los hombros y la sujetó fuertemente.
—No te muevas, Novi. Quédate donde estás… ¡Quieta!
Fue como si se dirigiera a un animal semiadiestrado. Cuando vio que la orden había penetrado en su mente, la soltó. Se percató de los recios músculos que recorrían la parte superior de sus brazos.
—Si vas a ser una sabia, tienes que comportarte como ellas. Esto significa que siempre deberás estar tranquila, hablar en voz baja, y hacer lo que yo te diga. Y tienes que intentar aprender a hablar como yo. También tendrás que conocer a otros sabios. ¿No te asustarás?
—No me asus… asustaré, maestro, si tú estar con mí.
—Estaré contigo. Pero ahora, primeramente… tengo que buscarte una habitación, hacer que te asignen un lavabo, un sitio en el comedor, y también ropas. Tendrás que llevar ropas más adecuadas para una sabia, Novi.
—Esto ser todo lo que yo…, —empezó ella con desconsuelo.
—Te proporcionaremos otras.
Indudablemente tendría que encontrar a una mujer que se encargara de vestir a Novi. También necesitaría a alguien que enseñara los rudimentos de la higiene personal a la hameniana. Después de todo, aunque la ropa que llevaba debía ser la mejor que tenía, y aunque era obvio que se había emperifollado con esmero, aún despedía un olor que resultaba ligeramente desagradable.
Y tendría que asegurarse de que la relación entre ellos quedaba bien entendida. Era un secreto a voces que los hombres (y también las mujeres) de la Segunda Fundación hacían ocasionales incursiones entre los hamenianos en busca de placer. Si ello no era motivo de interferencias en las mentes hamenianas, nadie tenía nada que objetar. Gendibal nunca lo había hecho, y le gustaba pensar que era porque no tenía necesidad de unas relaciones sexuales que tal vez fuesen más burdas y más picantes que las existentes en la universidad. Las mujeres de la Segunda Fundación tal vez fuesen descoloridas en comparación con las hamenianas, pero estaban limpias y tenían la piel suave.
Pero incluso si la situación era mal comprendida y había murmuraciones sobre un orador que no sólo prefería a las hamenianas sino que traía una a su vivienda, tendría que soportar la vergüenza. Según parecía, esta campesina, Sura Novi, era la clave de su victoria en el inevitable duelo que le enfrentaría a la oradora Delarmi y al resto de la Mesa.
29
Gendibal no volvió a ver a Novi hasta después de la cena, hora en que fue llevada a su presencia por la mujer a quien había explicado detalladamente la situación; por lo menos, el carácter no sexual de la situación. La mujer lo había comprendido; o, por lo menos, no se atrevió a demostrar que no lo comprendía, lo que era casi igual de válido.
Ahora Novi se encontraba frente a él, tímida, orgullosa, avergonzada, triunfante; todo a la vez, en una mezcla incongruente.
—Estás muy guapa, Novi.
La ropa que le habían dado le sentaba asombrosamente bien y no había duda de que no parecía en absoluto ridícula. ¿Le habrían comprimido la cintura? ¿O levantado el pecho? ¿O tal vez nada de esto era visible con su ropa de campesina?
Tenía las nalgas prominentes, pero no llegaba a resultar antiestético. Su cara, por supuesto, continuaba siendo vulgar, pero cuando el bronceado de la vida al aire libre desapareciese y ella aprendiera a cuidarse el cutis, no resultaría fea del todo.
Por el Viejo Imperio, aquella mujer sí pensaba que Novi iba a convenirse en su amante. Había intentado embellecerla para él.
Y entonces pensó: «Bueno, ¿por qué no?». Novi tendría que comparecer ante la Mesa de Oradores, y cuanto más atractiva estuviera, más fácilmente lograría convencerles.
Con este pensamiento en la mente recibió el mensaje del primer orador. Llegó con la oportunidad que era habitual en una sociedad mentálica. Esto se llamaba, más o menos informalmente, el «efecto de coincidencia». Si piensas vagamente en alguien cuando alguien está pensando vagamente en ti, hay un estímulo mutuo y creciente que en cuestión de segundos hace los dos pensamientos nítidos, terminantes y, a todas luces, simultáneos.
Puede ser asombroso incluso para quienes lo comprenden intelectualmente, en especial si los vagos pensamientos preliminares eran tan débiles, por un lado o el otro (o ambos), que habían pasado desapercibidos.
—No puedo quedarme contigo esta noche, Novi —dijo Gendibal—. Tengo trabajo que hacer. Te llevaré a tu habitación. Allí habrá algunos libros y puedes hacer prácticas de lectura. Te enseñaré a usar la señal por si necesitas ayuda de alguna clase… y te veré mañana.
30
Gendibal saludó cortésmente:
—¿Primer orador?
Shandess se limitó a inclinar la cabeza. Parecía malhumorado y realmente viejo. Parecía un hombre que no bebiera, pero al que no le sentaría mal un trago. Al fin dijo:
—Le he «llamado»…
—Sin intermediarios. Por la naturaleza de la «llamada» he supuesto que era importante.
—Lo es. Su presa…, el miembro de la Primera Fundación…, Trevize…
—¿Sí?
—No viene a Trántor.
Gendibal no se mostró sorprendido.
—¿Por qué iba a venir? La información que recibimos fue que se marchaba con un profesor de historia antigua que estaba buscando la Tierra.
—Sí, el legendario Planeta Original. Y por eso debería venir a Trántor. Al fin y al cabo, ¿sabe el profesor dónde está la Tierra? ¿Lo sabe usted? ¿Lo sé yo? ¿Podemos estar seguros de que verdaderamente existe, o existió alguna vez? —Sin duda tendrían que venir a esta biblioteca para obtener la información necesaria, si es que puede obtenerse en algún lugar. Hasta este momento no he creído que la situación hubiera llegado a un punto crítico; pensaba que el miembro de la Primera Fundación vendría aquí y, a través de él, nos enteraríamos de lo que necesitamos saber.
—Este debe ser el motivo por el que no le permiten venir.
—Pero, entonces, ¿adónde va?
—Aún no lo hemos averiguado.
El primer orador dijo con irritación:
—Parece tomárselo con mucha calma.
—Me pregunto si no es mejor así. Usted quiere que venga a Trántor para tenerle a buen recaudo y utilizarle como fuente de información. Sin embargo, ¿no resultará una fuente de información más valiosa, ya que implicará a otros aún más importantes que él mismo, si va a donde quiere ir y hace lo que quiere hacer; con tal de que no lo perdamos de vista? —replicó Gendibal.
—¡No es suficiente! —exclamó el primer orador—. Usted me ha persuadido de la existencia de un nuevo enemigo y ahora no puedo estar tranquilo. Peor aún, me he convencido a mí mismo de que debemos atraer a Trevize o lo habremos perdido todo, No puedo librarme de la corazonada de que él, sólo él, es la clave.
Gendibal dijo con vehemencia:
—Suceda lo que suceda, no perderemos, primer orador. Eso sólo habría sido posible si esos Anti-Mulos, citando otra, vez su frase, hubieran seguido actuando sin que nosotros lo supiéramos. Pero ahora sabemos que están ahí. Ya no trabajamos a ciegas. En la próxima reunión de la Mesa, sí podemos trabajar juntos, empezaremos el contrataque.
El primer orador añadió:
—No ha sido la cuestión de Trevize lo que me ha impulsado a llamarle. El tema ha surgido primero sólo porque me parecía una derrota personal. Yo había analizado erróneamente ese aspecto de la situación. He hecho mal anteponiendo el pique personal a la política general y pido disculpas. Hay algo más.
—¿Más serio, primer orador?
—Más serio, orador Gendibal. —El primer orador suspiró y tabaleó con los dedos sobre la mesa mientras Gendibal esperaba pacientemente, y al fin dijo con dulzura como si así suavizara el golpe—: En una reunión de emergencia de la Mesa, convocada por la oradora Delarmi…
—¿Sin su consentimiento, primer orador?
—Para lo que ella quería, sólo necesitaba el consentimiento de los otros tres oradores, sin incluirme a mí. En la reunión de emergencia que después fue convocada, ha sido usted residenciado, orador Gendibal. Se le acusa de ser indigno del cargo de orador y deberá ser juzgado. Esta es la primera vez en más de tres siglos que se presenta una demanda de residencia contra un orador…
Gendibal, procurando reprimir cualquier muestra de ira, dijo:
—Supongo que usted no votó a favor de la propuesta.
—No lo hice, pero estaba solo. El resto de la Mesa ha sido unánime, y el resultado fue de diez a uno a favor de la residencia. Como usted ya sabe, el requisito para dar curso a una residencia es de ocho votos, incluido el primer orador…, o de diez sin él.
—Pero yo no estaba presente.
—No habría podido votar.
—Habría podido hablar en mi defensa.
—En esta etapa aún no. Los precedentes son pocos, pero claros. Podrá defenderse en el juicio que, naturalmente, se celebrará lo antes posible.
Gendibal inclinó la cabeza en actitud meditativa. Luego, dijo:
—Eso no me preocupa demasiado, primer orador. Creo que su impulso inicial era acertado. La cuestión de Trevize tiene prioridad. ¿Puedo sugerirle que retrase el juicio por este motivo?
El primer orador alzó la mano.
—No le culpo por no entender la situación, orador. La residencia es algo tan excepcional que incluso yo he tenido que consultar los procedimientos legales que implica. No hay nada que sea prioritario. Tenemos que celebrar inmediatamente el juicio, posponiendo todo lo demás.
Gendibal colocó los puños sobre la mesa y se inclinó hacia el primer orador.
—¿No lo dirá en serio?
—Es la ley…
—La ley no debe ser un obstáculo frente a un peligro claro e inmediato.
—Para la Mesa, orador Gendibal, usted es el peligro claro e inmediato. ¡No, escúcheme! La ley que corresponde se basa en la convicción de que nada puede ser más importante que la posibilidad de corrupción o abuso del poder por parte de un orador.
—Pero yo no soy culpable de ninguna de las dos cosas, primer orador, y usted lo sabía. Esto es una venganza personal de la oradora Delarmi. Si hay abuso de poder, es por su parte. Mi delito es que nunca me he esforzado por hacerme popular, esto sí que lo admito, y no he prestado bastante atención a necios que son suficientemente viejos para ser seniles pero suficientemente jóvenes para tener poder.
—¿Como yo, orador?
Gendibal suspiró.
—Ya lo ve, he vuelto a hacerlo. No me refiero a usted, primer orador. De acuerdo, entonces; celebremos un juicio urgente. Celebrémoslo mañana. Aún mejor, esta noche. Terminemos con esto y después pasemos a la cuestión de Trevize. No podemos esperar.
El primer orador dijo:
—Orador Gendibal. No creo que entienda la situación. Hemos tenido residencias con anterioridad; no muchas, sólo dos. Ninguna de ellas dio por resultado una condena. Sin embargo, ¡usted será condenado! Entonces dejará de ser miembro de la Mesa y no tendrá voz en la política pública. De hecho, ni siquiera tendrá voto en la reunión anual de la Asamblea.
—¿Y usted no hará nada para impedirlo?
—No puedo. Me derrotarían unánimemente. Entonces me vería obligado a dimitir, que es lo que los oradores parecen desear en realidad.
—¿Y Delarmi se convertiría en primera oradora?
—Es muy posible.
—¡Pero eso hay que impedirlo!
—¡Exactamente! Por esa razón tendré que votar a favor de su condena.
Gendibal tomó aliento.
—Sigo reclamando un juicio urgente.
—Tiene que disponer de tiempo para preparar su defensa.
—¿Qué defensa? No escucharán ninguna defensa. ¡Juicio urgente!
—La Mesa tiene que disponer de tiempo para preparar su caso.
—No tienen ningún caso y no quieren tenerlo. Me han acusado en su mente y no necesitan nada más. De hecho, preferirían condenarme mañana que pasado… y esta noche mejor que mañana. Comuníqueselo.
El primer orador se puso en pie. Ambos se miraron fijamente a través de la mesa. El primer orador dijo:
—¿Por qué tiene tanta prisa?
—La cuestión de Trevize no esperará.
—Una vez usted haya sido condenado y mi posición se haya debilitado frente a una Mesa unida contra mí, ¿qué habremos conseguido?
Gendibal dijo en un vehemente susurro:
—¡No tema! A pesar de todo, no me condenarán.