3. Historiador

9

Janov Pelorat tenía el cabello blanco y su cara, en reposo, era bastante inexpresiva. Pocas veces dejaba de serlo. De estatura y peso medios, tendía a moverse sin prisa y a hablar con ponderación. Aparentaba mucha más edad de los cincuenta y dos años que tenía.

Nunca había salido de Términus, algo de lo más insólito, en especial para una persona de su profesión. El mismo no estaba seguro de si había ido adoptando sus sedentarias costumbres a causa de, o a pesar de, su obsesión por la historia.

La obsesión le había sobrevenido repentinamente a la edad de quince años cuando, a raíz de una indisposición, le regalaron un libro de leyendas antiguas. En él encontró la reiterada alusión a un mundo que estaba solo y aislado, un mundo que ni siquiera era consciente de su aislamiento, ya que nunca había conocido otra cosa.

Su indisposición empezó a remitir inmediatamente. Al cabo de dos días había leído el libro tres veces y ya no tenía que guardar cama. Al día siguiente estaba frente a la terminal de la computadora, averiguando todo lo que la Biblioteca de la Universidad de Términus pudiera tener sobre leyendas similares.

Eran precisamente estas leyendas lo que le había ocupado desde entonces. La Biblioteca de la Universidad de Términus no había sido un gran recurso en este aspecto, pero, con el paso de los años, descubrió el placer de los préstamos interbibliotecarios.

Tenía impresiones en su poder que había recibido por señales de hiperradiación desde lugares tan lejanos como Ifnia.

Se convirtió en profesor de historia antigua y ahora, treinta y siete años más tarde, estaba empezando su primer año sabático, que había solicitado con la idea de realizar un viaje por el espacio (el primero) hasta el mismo Trántor.

Pelorat era plenamente consciente de lo insólito que resultaba para una persona de Términus no haber estado nunca en el espacio. Nunca había tenido la intención de ser notable en ese sentido en particular. Sin embargo, siempre que se le había presentado la oportunidad de ir al espacio, un nuevo libro, un nuevo estudio o un nuevo análisis se lo había impedido. Entonces retrasaba su proyectado viaje hasta haber estudiado a fondo el nuevo tema y haber añadido, si ello era posible, otro dato de hecho, especulación o imaginación a la montaña que había reunido. Después de todo, lo único que lamentaba era no haber hecho nunca aquel viaje a Trántor.

Trántor había sido la capital del Primer Imperio galáctico. Había sido la sede de los emperadores durante doce mil años y, antes de eso, la capital de uno de los reinos preimperiales más importantes que, poco a poco, había capturado o absorbido de algún otro modo a los otros reinos para constituir el imperio.

Trántor había sido una ciudad rodeada de mundos, una ciudad revestida de metal. Pelorat había leído sobre ella, en las obras de Gaal Dornick, que la había visitado en tiempos del propio Hari Seldon. El volumen de Dornick ya no circulaba, y el que pertenecía a Pelorat habría podido venderse por la mitad del salario anual del historiador. La sugerencia de que pudiera separarse de él lo habría horrorizado.

Naturalmente, lo que le interesaba a Pelorat de Trántor era la Biblioteca Galáctica, que en tiempos imperiales (cuando era la Biblioteca Imperial) había sido la mayor de la Galaxia. Trántor fue la capital del Imperio más extenso y populoso que la humanidad había visto jamás. Había sido una ciudad mundial con una población superior a los cuarenta mil millones, y su biblioteca había sido el archivo de todas las obras creativas (y no tan creadas) de la humanidad, el compendio completo de sus conocimientos. Y todo estaba computarizado de un modo tan complejo que se necesitaba ser un experto para manejar los ordenadores.

Y lo que era más, la biblioteca había subsistido.

Para Pelorat, esto resultaba asombroso en grado sumo. Cuando Trántor cayó y fue saqueada, hacía casi dos siglos y medio, sufrió una terrible destrucción, y los relatos de sufrimientos y muerte eran escalofriantes. A pesar de ello, la biblioteca subsistió, protegida (según se decía) por los estudiantes universitarios, que emplearon armas sumamente ingeniosas. (Algunos creían que la defensa llevada a cabo por los estudiantes había sido excesivamente mitificada).

En cualquier caso, la biblioteca había resistido a través del período de devastación. Ebling Mis había hecho su trabajo en una biblioteca intacta en un mundo destruido, cuando casi había localizado la Segunda Fundación (según la historia que el pueblo de la Fundación aún creía, pero que los historiadores siempre han tratado con reservas). Las tres generaciones de Darell (Bayta, Toran y Arkady) habían estado en Trántor en una u otra época. Sin embargo, Arkady no había visitado la biblioteca, y desde entonces la biblioteca no había figurado en la historia galáctica.

Ningún miembro de la Fundación había estado en Trántor desde hacía ciento veinte años, pero no existían motivos para creer que la biblioteca no siguiera todavía allí. El mero hecho de no saber nada de ella era la prueba más segura de que aún subsistía, Su destrucción habría sido sonada.

La biblioteca era anticuada y arcaica, lo había sido incluso en tiempos de Ebling Mis, pero eso formaba parte de su atractivo. Pelorat siempre se frotaba las manos con excitación cuando pensaba en una biblioteca vieja y anticuada. Cuanto más vieja y más anticuada fuese, más probabilidades había de que tuviese lo que él necesitaba. En sus sueños, entraba en la biblioteca y preguntaba con jadeante alarma; «¿Ha sido modernizada la biblioteca? ¿Han retirado las viejas grabaciones?». Y siempre se imaginaba la respuesta de polvorientos y ancianos bibliotecarios: «Sigue tal como estaba, profesor».

Y ahora su sueño se convertiría en realidad. La propia alcaldesa se lo había asegurado. Ignoraba cómo se había enterado de su trabajo. No había conseguido publicar muchos documentos. Poco de lo que había hecho era suficientemente sólido para ser publicado y lo que había aparecido no dejó huella. Sin embargo, se decía que Branno, «la mujer de bronce», sabía todo lo que pasaba en Términus y tenía ojos en el extremo de cada dedo. Pelorat casi se inclinaba a creerlo, pero si ella conocía su trabajo, ¿por qué no había visto su importancia y le había prestado un poco de apoyo financiero mucho antes?

Por alguna razón, pensó, con toda la amargura que podía generar, la Fundación tenía los ojos firmemente clavados en el futuro. Era el Segundo Imperio y su destino lo que les absorbía. No tenían tiempo, ni deseos de ahondar en el pasado, y les irritaba que otros lo hicieran.

Eran unos necios, naturalmente; pero él solo no podía erradicar tanta necedad. Y quizá fuese mejor así. Podría emprender la búsqueda por su cuenta y llegaría el día en que seria recordado como el gran pionero de lo importante.

Por supuesto, ello significaba (y era demasiado honesto intelectualmente para negarse a verlo) que también él estaba absorto en el futuro, un futuro en el que se le reconocería y sería un héroe de la magnitud de Hari Seldon. De hecho, incluso más importante, pues, ¿cómo podía compararse la investigación sobre un futuro de un milenio de duración, claramente visualizado, con la investigación sobre un pasado perdido de al menos veinticinco milenios de antigüedad?

Y este era el día; este era el día.

La alcaldesa había dicho que sería el día siguiente a la aparición de la imagen de Seldon. Esa era la única razón por la que Pelorat había estado interesado en la Crisis Seldon, que durante meses había preocupado a todos los habitantes de Términus e incluso a casi todos los habitantes de la Confederación.

A él le había parecido totalmente irrelevante la cuestión de si la capital de la Fundación permanecía en Términus o era trasladada a algún otro lugar. Y ahora que la crisis había sido resuelta, continuaba sin saber con certeza cuál era la alternativa apoyada por Hari Seldon, o si la cuestión en debate había sido mencionada.

Bastaba con que Seldon hubiese aparecido y que ahora este fuera el día.

Eran poco más de las dos de la tarde cuando un vehículo de superficie se detuvo frente a su casa, algo aislada en las afueras de la ciudad de Términus.

Una de las puertas traseras se abrió. Un guardia con el uniforme del Cuerpo de Seguridad de la Alcaldía se apeó, seguido por un hombre joven y otros dos guardias.

Pelorat se sintió impresionado a pesar suyo. La alcaldesa no sólo conocía su trabajo sino que también lo consideraba de la mayor importancia. La persona que debería acompañarle iba escoltada por una guardia de honor, y le habían prometido una nave de primera clase que su compañero pilotaría.

¡De lo más halagador! ¡De lo más…!

El ama de llaves de Pelorat abrió la puerta. El hombre joven entró y los dos guardias se colocaron a ambos lados de la entrada. Por la ventana, Pelorat vio que el tercer guardia permanecía fuera y que un segundo vehículo de superficie acababa de llegar.

¡Guardias adicionales!

¡Desconcertante!

Se volvió al oír entrar al joven en la habitación y se sorprendió al reconocerle. Le había visto en holoemisiones.

—Usted es ese consejero. ¡Usted es Trevize! —exclamó.

—Golan Trevize. Así es. ¿Y usted es el profesor Janov Pelorat?

—Si, sí —dijo Pelorat—. ¿Es usted el que…?

—Vamos a ser compañeros de viaje —dijo Trevize con voz átona—. O eso es lo que me han comunicado.

—Pero usted no es historiador.

—No, no lo soy. Como usted mismo ha dicho, soy consejero, un político.

Si… Si… Pero ¿en qué estoy pensando? Yo soy historiador; por lo tanto, ¿para qué necesitamos otro? Usted sabe pilotar una nave espacial.

—Si, lo hago bastante bien.

—Bueno, pues eso es lo que necesitamos. ¡Excelente! Temo no ser uno de sus prácticos pensadores, joven, de modo que si usted lo es, formaremos un buen equipo.

—En este momento, no me siento abrumado por la excelencia de mis propios pensamientos, pero al parecer no tenemos más alternativa que intentar formar un buen equipo —replicó Trevize.

—Entonces esperemos que yo pueda superar mi incertidumbre acerca del espacio, ¿sabe? Soy un ratón de biblioteca, por decirlo de alguna manera. Por cierto, ¿le apetece una taza de té? Voy a decirle a Kloda que nos prepare algo. Después de todo, creo que tardaremos varias horas en irnos. Sin embargo, yo estoy preparado. Tengo lo necesario para los dos, La alcaldesa ha cooperado mucho. Sorprendente… su interés por el proyecto.

—Así pues, ¿estaba al corriente de esto? ¿Desde cuando? —pregunto Trevize.

—La alcaldesa me lo propuso —aquí Pelorat frunció ligeramente el ceño y dio la impresión de estar haciendo ciertos cálculos— hace dos, o quizá tres semanas. Yo estuve encantado. Y ahora que tengo clara la idea de que necesito un piloto y no un segundo historiador, también estoy encantado de que mi compañero sea usted, mi querido amigo.

—Hace dos, o quizá tres semanas —repitió Trevize, un poco aturdido—. Entonces ha estado preparada todo ese tiempo. Y yo… —Su voz se desvaneció.

—¿Perdón?

—Nada, profesor. Tengo la mala costumbre de murmurar. Tendrá que acostumbrarse a ello, si nuestro viaje se alarga.

—Se alargará. Se alargará —dijo Pelorat, empujando al otro hacia la mesa del comedor, donde el ama de llaves estaba preparando un esmerado té—. No tiene limite de tiempo. La alcaldesa dijo que podíamos estar fuera todo lo que quisiéramos y que toda la Galaxia se extendía ante nosotros y que adonde fuéramos contaríamos con los fondos de la Fundación. Naturalmente, añadió que deberíamos ser razonables. Yo se lo prometí. —Se rio entre dientes y se frotó las manos—. Siéntese, mi buen amigo, siéntese. Esta puede ser nuestra última comida en Términus en mucho tiempo.

Trevize se sentó y dijo:

—¿Tiene familia, profesor?

—Tengo un hijo. Forma parte del cuerpo docente de la Universidad de Santanni. Es químico, creo, o algo así. Salió a su madre. Ella no está conmigo desde hace mucho tiempo, de modo que como verá no tengo responsabilidades, ni rehenes activos a quienes favorecer. Confío en que usted tampoco los tenga… Coja un bocadillo, muchacho.

—Ningún rehén por el momento. Alguna que otra mujer. Vienen y se van.

—Sí. Sí. Delicioso cuando funciona. Incluso más delicioso cuando descubres que no es necesario tomárselo en serio. Ningún hijo, supongo.

—Ninguno.

—¡Bien! Verá, estoy de un humor excelente. Me ha cogido desprevenido al llegar. Lo admito. Pero ahora le encuentro muy estimulante. Lo que necesito es juventud y entusiasmo, y alguien que sepa moverse por la Galaxia. Vamos a emprender una búsqueda, ¿sabe? Una búsqueda extraordinaria. —El tranquilo rostro y la tranquila voz de Pelorat alcanzaron una animación insólita sin cambio preciso alguno de expresión o entonación—. Me pregunto si se lo habrán contado.

Los ojos de Trevize se empequeñecieron.

—Una búsqueda extraordinaria.

—Si, desde luego. Una perla de gran precio está escondida entre las decenas de millones de mundos habitados en la Galaxia, y no tenemos más que pistas insignificantes para guiarnos. De todos modos, el premio sería increíble si la encontráramos. Si usted y yo tenemos éxito, muchacho, Trevize debería decir, ya que no es mi intención tratarle con condescendencia, nuestros nombres sonarán a lo largo de los siglos hasta el fin de los tiempos.

—El premio del que habla…, esa perla de gran precio…

—Parezco Arkady Darell, la escritora, ya sabe, hablando de la Segunda Fundación, ¿verdad? No me extraña que esté sorprendido. —Pelorat inclinó la cabeza hacia atrás como si fuera a estallar en carcajadas, pero se limitó a sonreír—. Nada tan tonto y carente dé importancia, se lo aseguro.

—Si no está hablando de la Segunda Fundación, profesor, ¿de qué está hablando? —preguntó Trevize.

Pelorat se mostró súbitamente grave, casi arrepentido.

—Ah, ¿entonces la alcaldesa no se lo explicado? Es muy raro, ¿sabe? He pasado décadas resentido con el gobierno y su incapacidad para comprender lo que estoy haciendo, y ahora la alcaldesa Branno se muestra notablemente generosa.

—Si —dijo Trevize, sin tratar de ocultar un tono de ironía—, es una mujer de notable filantropía, pero no me ha explicado de qué se trata todo esto.

—¿Entonces no está al tanto de mi investigación?

—No. Lo siento.

—No necesita disculparse. Es normal. No he causado exactamente un revuelo. Déjeme explicárselo.

Usted y yo vamos a buscar, y encontrar, pues se me ha ocurrido una excelente posibilidad, la Tierra.

10

Trevize no durmió bien aquella noche.

Una y otra vez, examinó la prisión que la anciana había edificado a su alrededor. No pudo encontrar ninguna salida.

Le estaban conduciendo al exilio y él no podía hacer nada para evitarlo. La alcaldesa había sido inexorable y ni siquiera se había tomado la molestia de disfrazar la inconstitucionalidad de todo ello. Él había confiado en sus derechos de consejero y ciudadano de la Confederación, y ella no les había otorgado ningún valor.

Y ahora ese Pelorat, ese extraño académico que parecía estar ubicado en el mundo sin formar parte de él, le decía que la temible anciana llevaba semanas haciendo preparativos para aquello.

Se sentía como el «muchacho» que ella le había llamado.

Iban a exiliarle con un historiador que se empeñaba en dirigirse a él como «mi querido amigo» y parecía estar sufriendo un mudo ataque de alegría causado por el inicio de la búsqueda galáctica de… ¿la Tierra?

En nombre de la abuela del Mulo, ¿qué era la Tierra?

Lo había preguntado. ¡Naturalmente! Lo había preguntado en cuanto se hizo mención de ella.

Había dicho:

—Perdóneme, profesor. Soy un total ignorante de su especialidad y confío en que no se molestará si le pido una explicación en términos sencillos. ¿Qué es la Tierra?

Pelorat lo miró con gravedad mientras veinte segundos transcurrían lentamente. Luego, dijo:

—Es un planeta. El planeta original. Aquel donde primero aparecieron seres humanos, mi querido amigo.

Trevize se asombró.

—No entiendo lo que eso significa. ¿Dónde primero aparecieron? ¿Procedentes de que lugar?

—De ningún lugar. Es el planeta donde la humanidad se desarrolló a través de procesos evolutivos desde animales inferiores.

Trevize reflexionó, y luego meneó la cabeza. Una expresión de fastidio pasó brevemente por el rostro de Pelorat. Se aclaró la garganta y dijo:

—Hubo un tiempo en que Términus no estaba habitado por seres humanos. Fue colonizado por seres humanos procedentes de otros mundos. Supongo que lo sabia, ¿verdad?

—Si, naturalmente —dijo Trevize con impaciencia. Se sintió irritado por la súbita actitud pedagógica del otro.

—Muy bien. Esto también reza para todos los demás mundos. Anacreonte, Santanni, Kalgan…, todos ellos. Todos, en algún momento del pasado, fueron fundados. Llegaron personas de otros mundos. Reza incluso para Trántor. Puede haber sido una gran Metrópoli durante veinte mil años, pero antes no lo era.

—Pues, ¿qué era antes?

—Un planeta vacío. Por lo menos, de seres humanos.

—Es difícil de creer.

—Es verdad. Los viejos documentos lo demuestran.

—¿De dónde procedían las personas que colonizaron Trántor?

—Nadie lo sabe con certeza. Hay cientos de planetas que aseguran haber estado poblados en la oscura neblina de la antigüedad y cuyos habitantes explican cuentos fantásticos sobre la naturaleza del primer advenimiento de la humanidad. Los historiadores tendemos a descartar tales cosas y a meditar sobre la «Cuestión del Origen».

—¿Qué es eso? Nunca he oído hablar de ello.

—No me sorprende. Ahora no es un problema histórico popular, lo admito, pero hubo una época durante la decadencia del Imperio en que gozó de cierto interés entre los intelectuales. Salvor Hardin lo menciona brevemente en sus memorias. Es la cuestión de la identidad y emplazamiento del planeta donde todo empezó. Si miramos hacia atrás, la humanidad fluye hacia el centro desde los mundos establecidos más recientemente hacia otros más antiguos, y hacia otros incluso más antiguos, hasta que todos se concentran en uno: el original.

Trevize se percató enseguida del fallo evidente del argumento.

—¿No es posible que hubiera un gran número de mundos originales?

—Claro que no. Todos los seres humanos de toda la Galaxia pertenecen a una sola especie. Una sola especie no puede originarse en más de un planeta.

Completamente imposible.

—¿Cómo lo sabe?

—En primer lugar… —Pelorat dio un golpecito en el dedo índice de su mano izquierda con el dedo índice de la derecha, y luego pareció cambiar de opinión respecto a lo que indudablemente habría sido una larga y complicada exposición. Dejó caer ambas manos a lo largo del cuerpo y dijo con gran seriedad—: Mi querido amigo, le doy mi palabra de honor.

Trevize se inclinó ceremoniosamente y replicó:

—Jamás se me ocurriría dudar de ella, profesor Pelorat. Así pues, digamos que hay un solo planeta de origen, pero ¿no podría haber cientos que reclaman ese honor?

—No sólo podría haberlos, sino que los hay. Sin embargo, ninguno de ellos presenta una evidencia terminante. Ni uno solo de los centenares que aspiran al mérito de la prioridad revela indicio alguno de una sociedad prehiperespacial, y mucho menos indicios de evolución humana a partir de organismos prehumanos.

—Así pues, ¿está diciendo que hay un planeta de origen, pero que, por alguna razón, no reclama ese mérito?

—Ha dado en el clavo.

—¿Y usted va a buscarlo?

—Nosotros, Esta es nuestra misión. La alcaldesa Branno lo ha dispuesto todo. Usted pilotará nuestra nave hasta Trántor.

—¿Hasta Trántor? No es el planeta de origen usted mismo acaba de decirlo.

—Claro que no es Trántor; es la Tierra.

—En ese caso, ¿por qué no me está diciendo que pilote la nave hasta la Tierra?

—Veo que no me explico con claridad. La Tierra es un nombre legendario. Está encerrado en antiguas leyendas. No tiene un significado del que podamos estar seguros, pero es conveniente emplear la palabra como un corto sinónimo de «el planeta de origen de la especie humana». Sin embargo, nadie sabe qué planeta del espacio es el que nosotros definimos como «la Tierra».

—¿Lo sabrán en Trántor?

—Ciertamente espero encontrar información allí. Trántor es la sede de la Biblioteca Galáctica, la más grande del sistema.

—Seguramente esa biblioteca ha sido revisada por esas personas que, según usted, estaban interesadas en la «Cuestión del Origen» en tiempos del Primer Imperio.

Pelorat asintió con aire pensativo.

—Sí, pero quizá no suficientemente a fondo. Yo sé muchas cosas sobre la «Cuestión del Origen» que quizá los imperiales de hace cinco siglos no sabían. Quizá yo revise los viejos documentos con mayor discernimiento, ¿sabe? Hace mucho tiempo que pienso en esto y se me ha ocurrido una excelente posibilidad.

—Me imagino que le ha explicado todo esto a la alcaldesa Branno, y ella lo aprueba.

—¿Aprobarlo? Mi querido amigo, estaba extasiada. Me dijo que seguramente Trántor era el sitio idóneo para encontrar todo lo que necesitaba saber.

—No lo dudo —murmuró Trevize.

Esto fue parte de lo que le ocupó aquella noche. La alcaldesa Branno le enviaba fuera para averiguar lo que pudiese sobre la Segunda Fundación. Le enviaba con Pelorat para que pudiese disfrazar su verdadero propósito con la pretendida búsqueda de la Tierra, una búsqueda que podía conducirle a cualquier lugar de la Galaxia. De hecho, era una tapadera perfecta, y admiró la ingenuidad de la alcaldesa.

Pero ¿y Trántor? ¿Qué sentido tenía aquello? Una vez estuvieran en Trántor, Pelorat encontraría el camino de la Biblioteca Galáctica y no volvería a salir. Con interminables montones de libros, películas y grabaciones, con innumerables datos procesados y representaciones simbólicas, seguramente no querría marcharse jamás.

Aparte de esto…

Ebling Mis había ido una vez a Trántor, en tiempos del Mulo. La historia contaba que allí había encontrado la ubicación de la Segunda Fundación y había muerto antes de poder revelarla. Pero también este fue el caso de Arkady Darell, y ella había conseguido localizar la Segunda Fundación. Pero la ubicación que encontró estaba en el propio Términus, y allí el nido de sus miembros fue arrasado. El emplazamiento actual de la Segunda Fundación debía de ser distinto, de modo que, ¿qué otra cosa tenía Trántor que decir? Si estaba buscando la Segunda Fundación, era mejor ir a cualquier lugar menos a Trántor.

Aparte de esto…

Ignoraba qué otros planes tenía Branno, pero no estaba dispuesto a seguirle la corriente. ¿Así que Branno se había mostrado extasiada acerca de un viaje a Trántor? ¡Muy bien, si Branno quería Trántor, no irían a Trántor! A cualquier otro sitio. ¡Pero no a Trántor!

Y agotado, ya cerca del amanecer, Trevize se sumió en un ligero sueño intermitente.

11

El día que siguió al arresto de Trevize fue bueno para la alcaldesa Branno Recibió más alabanzas de las que en realidad merecía y el incidente ni siquiera se mencionó.

No obstante, ella sabía que el Consejo no tardaría en recobrarse de su parálisis y que haría preguntas. Tendría que actuar con rapidez. Así pues, dejando a un lado gran cantidad de asuntos, se dedicó al caso de Trevize.

Cuando Trevize y Pelorat estaban hablando de la Tierra, Branno estaba frente al consejero Munn Li Compor en su despacho de la alcaldía. Mientras él tomaba asiento al otro lado de la mesa, claramente seguro de sí mismo, lo estudió una vez más.

Era más bajo y delgado que Trevize y solo dos años mayor. Ambos eran consejeros novatos, jóvenes e impetuosos, y eso debía de ser lo único que tenían en común, pues eran diferentes en todos los demás aspectos.

Mientras Trevize parecía irradiar una ceñuda intensidad, Compor brillaba con una confianza en sí mismo casi serena. Quizá fuesen su cabello rubio y sus ojos azules, nada comunes entre los habitantes de la Fundación. Estos le conferían una delicadeza casi femenina que (a juicio de Branno) le hacían menos atractivo para las mujeres de lo que era Trevize. Sin embargo, él estaba claramente orgulloso de su aspecto, y le sacaba el máximo partido dejándose el cabello largo y asegurándose de que estuviera cuidadamente ondulado. Llevaba una tenue sombra azul debajo de las cejas para acentuar el color de los ojos. (Las sombras de diversos tonos sé habían generalizado entre los hombres a lo largo de los últimos diez años).

No era un tenorio. Vivía reposadamente con su Esposa, pero aun no había revelado intenciones paternales y no se le conocía una segunda compañera clandestina. En eso también era diferente de Trevize, que cambiaba de amante con la misma frecuencia que alternaba los chillones cinturones por los que se caracterizaba.

Había pocas cosas acerca de ambos consejeros que el departamento de Kodell no hubiera descubierto, y el propio Kodell se hallaba sentado silenciosamente en un rincón de la habitación, rezumando su acostumbrado buen humor.

Branno dijo:

—Consejero Compor, ha prestado un gran servicio a la Fundación, pero desgraciadamente para usted, no es de los que pueden ensalzarse en público o recompensarse del modo habitual.

Compor sonrió. Tenía unos dientes blancos y uniformes, y Branno se preguntó ociosamente durante un fugaz momento si todos los habitantes del Sector de Sirio tenían el mismo aspecto. Compor declaraba proceder de esa región, bastante periférica, basándose en las afirmaciones de su abuela materna, quien también había sido rubia y de ojos azules y quien había mantenido que su madre era del Sector de Sirio. Sin embargo, según Kodell, no existía ninguna evidencia concluyente a favor de ello.

Siendo las mujeres como eran, había dicho Kodell, bien podía haber alegado una ascendencia lejana y exótica para incrementar su encanto y ya formidable atractivo.

—¿Es así cómo somos las mujeres? —había preguntado Branno con sequedad, y Kodell había sonreído y murmurado que se refería a mujeres corrientes, naturalmente.

—No es necesario que los habitantes de la Fundación estén al corriente de mi servicio… sólo que usted lo esté —dijo Compor.

—Lo estoy y no lo olvidaré. Lo que tampoco haré es dejarle creer que sus obligaciones ya han concluido. Se ha lanzado a una empresa complicada y debe continuar. Queremos más sobre Trevize.

—Le he contado todo lo que sé respecto a él.

—Eso es lo que quiere hacerme creer. Quizá lo crea usted mismo. No obstante, conteste mis preguntas. ¿Conoce a un caballero llamado Janov Pelorat?

La frente de Compor se arrugó por espacio de Un momento, pero se alisó casi enseguida y dijo con lentitud:

—Quizá lo recordaría si lo viera, pero el nombre no me suena.

—Es un erudito.

La boca de Compor se abrió en un despectivo aunque mudo «¡Oh!», como si le sorprendiera que la alcaldesa esperase que él conociera a eruditos.

—Pelorat es una persona interesante que, por razones particulares, tiene la ambición de visitar Trántor. El consejero Trevize le acompañará. Ahora bien, ya que usted ha sido un buen amigo de Trevize y quizá conoce su sistema de pensar, dígame… ¿Cree que Trevize consentirá en ir a Trántor? —preguntó Branno.

Compor repuso:

—Si usted se encarga de que Trevize embarque en la nave, y si la nave es pilotada hasta Trántor, ¿qué puede hacer más que ir allí? ¿Acaso le cree capaz de amotinarse y adueñarse de la nave?

—No me ha entendido. Él y Pelorat estarán solos en la nave y será Trevize quien la pilote.

—¿Está preguntando si iría voluntariamente a Trántor?

—Sí, eso es lo que estoy preguntando.

—Señora alcaldesa, ¿cómo voy a saber yo lo que él hará?

—Consejero Compor, usted ha estado cerca de Trevize. Sabe que cree en la existencia de la Segunda Fundación. ¿No le había hablado nunca de sus teorías sobre dónde podría estar, dónde podría encontrarse?

—Nunca, señora alcaldesa.

—¿Cree que la encontrará?

Compor se rio entre dientes.

—Creo que la Segunda Fundación, fuera lo que fuese y por muy importante que hubiera llegado a ser, fue arrasada en tiempos de Arkady Darell. Creo su historia.

—¿De veras? En este caso, ¿por qué traicionó a su amigo? Si estaba buscando algo que no existe, ¿qué mal podía haber hecho planteando sus originales teorías?

—No sólo la verdad puede perjudicar. Es posible que sus teorías fueran simplemente originales, pero podrían haber inquietado al pueblo de Términus e, introduciendo dudas y temores respecto al papel de la Fundación en el gran drama de la historia galáctica, podrían haber debilitado su liderazgo de la Federación y sus sueños sobre un Segundo Imperio Galáctico. Está claro que usted también lo creyó así, o no le habría arrestado en la misma Cámara del Consejo, y ahora no se vería obligada a exiliarle sin un juicio. ¿Por qué lo ha hecho, si es que puedo preguntarlo, alcaldesa? —contestó Compor.

—Digamos que fui suficientemente cauta para considerar si había alguna pequeña posibilidad de que tuviese razón, y si la expresión de sus opiniones podía ser activa y directamente peligrosa.

Compor no dijo nada.

Branno añadió:

—Estoy de acuerdo con usted, pero las responsabilidades de mi cargo me obligan a tener en cuenta esa posibilidad. Déjeme volver a preguntarle si le dio alguna indicación acerca de dónde cree que está la Segunda Fundación, y adónde puede ir.

—No me dio ninguna.

—¿Nunca le insinuó nada en ese sentido?

—No, claro que no.

—¿Nunca? No se apresure a contestar. ¡Piense!

¿Nunca?

—Nunca —dijo Compor con firmeza.

—¿Ninguna alusión? ¿Ningún comentario en broma? ¿Ningún garabato? ¿Ningún ensimismamiento en momentos que adquieran significado al recordarlos?

—Nada. Se lo digo, señora alcaldesa, sus sueños sobre la Segunda Fundación son de lo más inconsistente. Usted lo sabe, y es una pérdida de tiempo preocuparse por ello.

—¿No estará por casualidad cambiando súbitamente de bando y protegiendo al amigo que puso en mis manos?

—No —dijo Compor—. Se lo entregué por lo que me parecieron razones buenas y patrióticas. No tengo ningún motivo para lamentar mi decisión, o cambiar de actitud.

—Entonces, ¿no puede darme ninguna pista sobre el lugar a donde irá cuando tenga una nave a su disposición?

—Como ya le he dicho…

—Y no obstante, consejero —y en este punto las arrugas del rostro de la alcaldesa se acentuaron hasta darle una expresión nostálgica—, me gustaría saber a dónde va.

—En ese caso, creo que debería colocar un hiperrelé en su nave.

—Ya había pensado en ello, consejero. Sin embargo, Trevize es un hombre receloso y creo que lo encontraría…, por muy astutamente que lo colocáramos. Naturalmente, podríamos colocarlo de tal modo que fuera imposible retirarlo sin dañar la nave, y se viera obligado a dejarlo en su lugar…

—Una idea excelente.

—Pero entonces —dijo Branno— estaría inhibido. Quizá no fuese a donde iría si se sintiera libre. Los datos que obtendría me resultarían inútiles.

—En ese caso, parece ser que no puede averiguar a dónde irá.

—Tal vez si, porque tengo la intención de ser muy primitiva. Una persona que espera algo sofisticado y toma precauciones contra ello no suele pensar en lo primitivo. Me propongo hacer seguir a Trevize.

—¿Hacerle seguir?

—Exactamente. Por otro piloto en otra astronave. ¿Ve como se sorprende? Él se sorprenderá del mismo modo. Quizá no se le ocurra examinar el espacio en busca de una masa de escolta y, de todos modos, nos aseguraremos de que su nave no esté equipada con nuestros últimos aparatos de detección de masa.

—Señora alcaldesa, hablo con todo el respeto posible, pero debo señalar que usted carece de experiencia en el vuelo espacial. Hacer seguir a una nave por otra es algo que no se hace nunca… porque no daría resultado. Trevize escapará en el primer salto hiperespacial. Aunque no sepa que le siguen, ese primer salto será su camino hacia la libertad. Si no tiene un hiperrelé a bordo de la nave, no puede ser rastreado —dijo Compor.

—Admito mi falta de experiencia. A diferencia de usted y Trevize, no he recibido instrucción naval. Sin embargo, mis asesores, que si han recibido esa instrucción, me dicen que si una nave, es observada inmediatamente antes de un salto, su dirección, velocidad y aceleración hacen posible adivinar cuál puede ser el salto…, en líneas generales. Con una buena computadora y un buen criterio, un perseguidor podría duplicar el salto con exactitud suficiente para volver a encontrar el rastro en el otro extremo, especialmente si el perseguidor tiene un buen detector de masa.

—Esto podría ocurrir una vez —dijo Compor con energía—, incluso dos veces si el perseguidor es muy afortunado, pero nada más. No se puede confiar en estas cosas.

—Quizá, nosotros podamos. Consejero Compor, usted compitió en hipercarreras en su juventud. Como ve, lo sé casi todo sobre usted. Es un piloto excelente y ha hecho cosas asombrosas en lo referente a seguir a un competidor a través de un salto.

Los ojos de Compor se agrandaron. Casi se retorció en su silla.

—En aquella época estaba en la universidad. Ahora soy más viejo.

—No demasiado viejo. Aún no ha cumplido los treinta y cinco. Por lo tanto, usted seguirá a Trevize, consejero. Adondequiera que vaya, usted lo seguirá, y me informará de ello. Saldrá poco después de que Trevize lo haga, y lo hará dentro de unas cuantas horas. Si rehúsa la misión, consejero, será encarcelado por traición. Si embarca en la nave que le proporcionaremos y fracasa, no se moleste en regresar. Será arrojado fuera del espacio si lo intenta.

Compor se puso bruscamente en pie.

—Tengo una vida que vivir. Tengo un trabajo que hacer. Tengo una esposa. No puedo abandonarlo.

—Tendrá que hacerlo. Aquellos de nosotros que elegimos servir a la Fundación debemos estar preparados en todo momento para servirla de un modo prolongado e incómodo, si eso fuese necesario.

—Mi esposa debe ir conmigo, naturalmente.

—¿Me toma por una idiota? Ella se queda aquí, naturalmente.

—¿Cómo rehén?

—Si le gusta la palabra. Yo prefiero decir que usted va a ponerse en peligro y mi bondadoso corazón quiere que ella se quede aquí, donde no estará en peligro. No hay nada que discutir. Usted se halla bajo arresto igual que Trevize, y estoy segura de que comprende que debo actuar con rapidez… antes de que la euforia que envuelve Términus se desvanezca. Me temo que mi estrella pronto palidecerá.

12

—No ha tenido clemencia con él, señora alcaldesa —dijo Kodell.

La alcaldesa replicó con un bufido:

—¿Por qué iba a tenerla? Traicionó a un amigo.

—Eso nos fue muy útil.

—Sí, dio esa casualidad. Sin embargo, su próxima traición podría no serlo.

—¿Por qué iba a haber otra?

—Vamos, Liono —dijo Branno con impaciencia—, no se haga el tonto conmigo. Cualquiera que hace gala de una aptitud para la traición debe ser considerado capaz de volver a utilizarla.

—Puede utilizar esa aptitud para cooperar una vez más con Trevize. Juntos, pueden…

—Usted no cree tal cosa. Con toda su insensatez e ingenuidad, Trevize avanza en línea recta hacia su objetivo. No comprende la traición y nunca, bajo ninguna circunstancia, confiará en Compor por segunda vez.

—Perdóneme, alcaldesa, pero permítame asegurarme de que la entiendo. ¿Hasta dónde, entonces, puede usted confiar en Compor? ¿Cómo sabe que seguirá a Trevize e informará sinceramente? ¿Cuenta con sus temores por el bienestar de su esposa como un freno? ¿Su deseo de regresar a ella? —preguntó Kodell.

—Esos son dos factores, pero no depende enteramente de ellos. En la nave de Compor habrá un hiperrelé. Trevize tendría sospechas de una persecución y abriría bien los ojos. Sin embargo, Compor, siendo el perseguidor, no creo que sospeche de una persecución, y no abrirá bien los ojos. Naturalmente, si lo hace, y lo descubre, tendremos que depender de los atractivos de su esposa.

Kodell se echó a reír.

—¡Pensar que en otros tiempos tuve que darle lecciones! ¿Y el fin de la persecución?

—Una capa doble de protección. Si Trevize es capturado, tal vez Compor siga adelante y nos dé la información que Trevize no podrá damos.

—Una pregunta más. ¿Y si, por casualidad, Trevize encuentra la Segunda Fundación, y nos enteramos a través de él, o a través de Compor, o si hallamos motivos para sospechar su existencia…, pese a la muerte de ambos?

—Yo espero que la Segunda Fundación exista, Liono —dijo ella—. De todos modos, el Plan Seldon no va a servimos mucho tiempo más. El gran Hari Seldon lo trazó en los últimos días del Imperio, cuando el adelanto tecnológico casi se había detenido.

Seldon también fue un producto de su tiempo, y por muy brillante que fuese su semimítica ciencia de la psicohistoria, no pudo crecer sin raíces. Seguramente no permitiría un rápido avance tecnológico.

La Fundación está lográndolo, en especial durante este último siglo. Tenemos aparatos de detección de masa tan perfeccionados como nadie ha soñado, computadoras que responden al pensamiento, y, por encima de todo, protección mental. La Segunda Fundación no puede seguir controlándonos mucho tiempo más, si es que ahora lo hacen. Yo quiero, en mis últimos años de poder, encauzar a Términus por un nuevo camino.

—¿Y si, en realidad, no hay una Segunda Fundación?

—Entonces iniciaremos ese nuevo camino inmediatamente.

13

El inquieto sueño que finalmente venció a Trevize no duró mucho. Alguien le tocó en el hombro por segunda vez.

Trevize se despertó sobresaltado, confuso e incapaz de entender por qué estaba en una cama desconocida.

—¿Qué…? ¿Qué…?

Pelorat le dijo en un tono lleno de excusas:

—Lo siento, consejero Trevize. Usted es mi invitado y tendría que dejarle descansar, pero la alcaldesa está aquí. —Se hallaba en pie junto a la cama, vestido con un pijama de franela y temblando ligeramente.

Los sentidos de Trevize se despertaron y recordó.

La alcaldesa estaba en el salón de Pelorat, tan serena como siempre. Kodell se encontraba con ella, frotándose el bigote.

Trevize se ajustó debidamente el cinturón y se preguntó si los dos, Branno y Kodell, habrían estado separados alguna vez.

Trevize dijo burlonamente:

—¿Es que el Consejo ya se ha recuperado? ¿Están sus miembros preocupados por la ausencia de uno de ellos?

La alcaldesa contestó:

—Hay señales de vida, si, pero no tantas como para que le sirvan de algo. Lo único importante es que aún tengo poder para obligarle a marcharse. Será conducido al puerto espacial de Ultimate…

—¿Por qué no al puerto espacial de Términus, señora alcaldesa? ¿Me privarán de la despedida de mis numerosos partidarios?

—Veo que ha recobrado su afición por las simplezas de la adolescencia, consejero, y me alegro.

Acalla lo que de otro modo podría ser un creciente remordimiento de conciencia. En el puerto espacial de Ultimate, usted y el profesor Pelorat se marcharán tranquilamente.

—¿Y nunca regresaremos?

—Y quizá nunca regresarán. Naturalmente —y en este punto esbozó una fugaz sonrisa—, si descubren algo de tanta importancia y utilidad que incluso yo pueda alegrarme de tenerles aquí con su información, regresarán. Quizá incluso sean recibidos con honores.

Trevize asintió con indiferencia.

—Eso puede ocurrir.

—Casi todo puede ocurrir. En cualquier caso, estarán cómodos. Se les ha asignado un crucero de bolsillo recién terminado, el Estrella Lejana, bautizado como el crucero de Hober Mallow. Una sola persona puede manejarlo, aunque albergará un máximo de tres personas con razonable comodidad.

Trevize se sorprendió hasta el punto de olvidar su fingida actitud de festiva ironía.

—¿Completamente armado?

—Desarmado, pero completamente equipado en lo demás. Adondequiera que vayan serán ciudadanos de la Fundación y siempre habrá un cónsul hacia el que puedan volverse, dé modo que no requerirán armas. Dispondrán de todos los fondos que necesiten. Aunque quizá deba añadir que no son fondos ilimitados.

—Es usted muy generosa.

—Lo sé, consejero. Pero, consejero, entiéndame. Usted ayudará al profesor Pelorat a buscar la Tierra. A pesar de lo que usted piense que está buscando, está buscando la Tierra. Todos aquellos a los que conozca deben entenderlo así. Y recuerde siempre que el Estrella Lejana no está armado.

—Estoy buscando la Tierra —dijo Trevize—. Lo entiendo perfectamente.

—Entonces ya puede marcharse.

—Perdóneme, pero seguramente hay muchos detalles de los que no hemos hablado. Piloté naves en mi juventud, pero no tengo experiencia en cruceros de bolsillo último modelo. ¿Y si no sé pilotarlo?

—Me han dicho que el Estrella Lejana está totalmente computadorizado. Y antes de que me lo pregunte, usted no tiene que saber manejar la computadora de una nave último modelo. Ella misma le dirá lo que necesite saber. ¿Desea alguna otra cosa?

Trevize se miró tristemente.

—Cambiarme de ropa.

—La encontrará a bordo de la nave, incluyendo esas fajas que lleva, o cinturones, o como se llamen. El profesor también dispondrá de lo que necesite. Todo lo razonable ya se halla a bordo, aunque me apresuro a añadir que eso no incluye la compañía femenina.

—Lástima —dijo Trevize—. Sería agradable, pero, en fin, da la casualidad de que en este momento no tengo una candidata adecuada. Sin embargo, me imagino que la Galaxia es populosa y que una vez lejos de aquí podré hacer lo que me plazca.

—¿Respecto a su compañía? Desde luego.

Se levantó pesadamente.

—Yo no le acompañaré al espaciopuerto —dijo—, pero hay quienes lo harán, y le aconsejo que no se esfuerce en hacer nada que no le digan. Creo que le matarían si intentara escapar. El hecho de que yo no esté con ellos impedirá cualquier inhibición.

—No haré ningún esfuerzo que no esté autorizado, señora alcaldesa, pero una cosa… —dijo Trevize.

—¿Si?

Trevize pensó con rapidez y finalmente, con una sonrisa que deseó no pareciera forzada, dijo:

—Quizá llegue el día, señora alcaldesa, en que usted me pida un esfuerzo. Entonces haré lo que me parezca mejor, pero recordaré estos dos últimos días.

La alcaldesa Branno suspiró.

—Ahórreme el melodrama. Si ese día llega, llegará, pero por ahora… no le pido nada.