15. Gaia-S
58
Sura Novi entró en la sala de mando de la pequeña y anticuada nave donde Stor Gendibal y ella misma viajaban en pausados saltos a través del espacio.
Era evidente que había estado en el cuarto de aseo compacto, donde aceites, aire tibio, y un mínimo de agua habían refrescado su cuerpo. Iba envuelta en una toalla y se la sujetaba fuertemente con ambas manos en un paroxismo de recato. Tenía el pelo seco pero enredado.
—¿Maestro? —dijo en voz baja.
Gendibal levantó la mirada de los mapas y la computadora.
—¿Sí, Novi?
—Yo estar llena de sentir… —Hizo una pausa y después empezó de nuevo—: Siento mucho molestarte, maestro —entonces volvió a equivocarse—, pero yo estar perdida con mi ropa.
—¿Tu ropa? —Gendibal la miró con desconcierto durante un momento y luego se puso en pie con un acceso de contrición—. Novi, se me ha olvidado. Había que lavarla y está en el cesto de detergente. Está limpia, seca, doblada y a punto. Debería haberla sacado para colocarla a la vista. Lo olvidé.
—No me gustaría… —se miró de arriba abajo— ofender.
—Tú no ofendes —contestó Gendibal con jovialidad—. Escucha, te prometo que cuando esto haya terminado me ocuparé de que tengas mucha ropa, nueva y de última moda. Nos marchamos muy precipitadamente y no se me ocurrió traer una muda, pero en realidad, Novi, sólo estaremos nosotros dos y pasaremos algún tiempo juntos, en un espacio muy reducido y no hay necesidad de… de… preocuparse tanto… por… —Hizo un ademán impreciso, vio la horrorizada expresión de sus ojos, y pensó: «Bueno, al fin y al cabo, sólo es una campesina y tiene sus normas; seguramente no se opondría a incorrecciones de todas clases… pero con la ropa puesta».
Entonces se avergonzó de sí mismo y se alegró de que ella no fuese una «sabia», capaz de leer sus pensamientos.
—¿Quieres que vaya a buscarte la ropa? —dijo.
—Oh, no, maestro. No ser tú… Yo sé dónde está.
Cuando volvió a verla, iba debidamente vestida y peinada. Su actitud era muy tímida.
—Estoy avergonzada, maestro, de haberme portado tan inadecuada… mente. Debería haber encontrado la ropa por mí misma.
—No importa —contestó Gendibal—. Estás haciendo muchos progresos en galáctico, Novi. Captas muy rápidamente el lenguaje de los sabios.
Novi sonrió de pronto. Sus dientes eran algo desiguales, pero eso no hizo desmerecer el modo en que su cara se iluminó y se tornó casi dulce al oír el elogio, pensó Gendibal. Se dijo a sí mismo que por esta razón le gustaba elogiarla.
—Los hamenianos no me mirarán bien cuando vuelva a casa —dijo ella—. Dirán que yo ser… soy un tajador de palabras. Así es cómo llaman a alguien que habla de un modo… extraño. A ellos no les gusta eso.
—Dudo que vuelvas a vivir entre los hamenianos, Novi —repuso Gendibal—. Estoy seguro de que continuará habiendo un lugar para ti en el complejo… con los sabios, es decir… cuando esto haya terminado.
—Me gustaría, maestro.
—Supongo que no te importaría llamarme «orador Gendibal» o sólo… No, ya veo que no lo harías —dijo él, observando su expresión de escandalizado reparo—. Oh, está bien.
—No sería correcto, maestro. Pero ¿puedo preguntarte cuándo terminará esto?
Gendibal meneó la cabeza.
—No lo sé con certeza. Ahora mismo, sólo tengo que llegar a un sitio determinado lo más rápidamente que pueda. Esta nave, que es una nave muy buena para su clase, es lenta y «lo más rápidamente que pueda» no es muy rápidamente. Como ves —señaló la computadora y los mapas—, tengo que trazar la ruta para atravesar grandes extensiones de espacio, pero la capacidad de la computadora es limitada y yo no soy muy hábil.
—¿Tienes que estar rápidamente allí porque hay peligro, maestro?
—¿Qué te hace pensar que hay peligro, Novi?
—Porque a veces te observo cuando creo que no me ves y tu cara parece… no sé la palabra. No sustada… quiero decir, asustada… y tampoco malexpectante.
—Aprensiva —murmuró Gendibal.
—Pareces… preocupado. ¿Es esta la palabra?
—Depende. ¿Qué quieres decir con «preocupado», Novi?
—Quiero decir que parece como si estuvieras diciéndote a ti mismo: «¿Qué voy a hacer ahora en este gran problema?».
Gendibal se quedó atónito.
—Eso es «preocupado» pero ¿es eso lo que ves en mi cara, Novi? En el Lugar de los Sabios, tengo mucho cuidado de que nadie vea nada en mi cara, pero pensaba que, solo en el espacio, a excepción de ti, podía relajarme y dejar que mi cara se quedara en ropa interior, por así decirlo… Oh, lo siento. Esto te ha avergonzado. Lo que intento explicarte es que si eres tan perceptiva, tendré que ser más cuidadoso. De tiempo en tiempo he de volver a aprender la lección de que incluso los no mentálicos pueden hacer suposiciones astutas.
Novi lo miró con desconcierto.
—No entiendo, maestro.
—Estoy hablando conmigo mismo, Novi. No te preocupes. Ahí tienes la palabra otra vez.
—Pero ¿hay peligro?
—Hay un problema, Novi. No sé qué encontraré cuando llegue a Sayshell, que es el lugar adonde vamos. Quizá me encuentre en una situación muy difícil.
—¿Eso no significa peligro?
—No, porque podré controlarlo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque soy un… sabio. Y el mejor de todos ellos. No hay nada en la Galaxia que yo no pueda controlar.
—Maestro —y algo parecido a la angustia desfiguró el rostro de Novi—. No deseo ofensionarte… quiero decir, ofenderte…, y hacerte enfadar. Yo te he visto con ese: bruto de Rufirant y entonces estabas en peligro, y él sólo era un campesino hameniano. Ahora no sé qué te espera, y tú tampoco.
Gendibal se sintió mortificado.
—¿Tienes miedo, Novi?
—No por mí, maestro. Temo… tengo miedo… por ti.
—Puedes decir «temo» —murmuró Gendibal—. También es correcto.
Por un momento permaneció sumido en sus pensamientos. Luego alzó la mirada, tomó las ásperas manos de Sura Novi entre las suyas, y dijo:
—Novi, no quiero que temas nada. Déjame explicártelo. ¿Sabes cómo has visto qué había, o podía haber, peligro por la expresión de mi cara… casi como si pudieras leer mis pensamientos?
—¿Si?
—Yo puedo leer los pensamientos mejor que tú. Esto es lo que los sabios aprenden a hacer, y yo soy un sabio muy bueno.
Novi abrió mucho los ojos y rescató su mano. Parecía estar conteniendo la respiración.
—¿Tú puedes leer mis pensamientos?
Gendibal se apresuró a levantar un dedo.
—No lo hago, Novi. No leo tus pensamientos, excepto cuando no tengo más remedio. No leo tus pensamientos.
(Sabía que, en un sentido práctico, estaba mintiendo. Era imposible hallarse con Sura Novi y no captar la índole general de algunos de sus pensamientos. No había que ser miembro de la Segunda Fundación para hacerlo. Gendibal comprendió que estaba a punto de sonrojarse. Pero incluso tratándose de una hameniana, dicha actitud resultaba halagadora. Y sin embargo, tenía que tranquilizarla, aunque sólo fuese por humanidad…).
—También puedo cambiar el modo de pensar de la gente. Puedo producirles dolor. Puedo…
Pero Novi estaba meneando la cabeza.
—¿Cómo puedes hacer todo esto, maestro? Rufirant…
—Olvídate de Rufirant —replicó Gendibal con irritación—. Habría podido atajarlo en un momento. Habría podido hacerle caer al suelo. Habría podido hacer que todos los hamenianos… —Se calló de repente, avergonzado de alardear, de intentar impresionar a aquella mujer ignorante. Y ella seguía meneando la cabeza.
—Maestro —dijo—, tú intentas quitarme el miedo, pero yo sólo tengo miedo por ti, de modo que no hay necesidad. Sé que eres un gran sabio y puedes hacer que esta nave vuele por el espacio cuando a mi me parece que ninguna persona lograría otro que… quiero decir, otra cosa… que perderse. Y usas máquinas que yo no puedo entender, y que ninguna persona hameniana podría entender. Pero no necesitas hablarme de estos poderes mentales, que sin duda no son así, ya que todo lo que dices que habrías podido hacer a Rufirant, no lo hiciste, aunque estabas en peligro.
Gendibal apretó los labios. «Más vale dejarlo así —pensó—. Si ella insiste en que no teme por sí misma, más vale dejarlo así». Sin embargo, no quería que le considerase un apocado y un fanfarrón. Simplemente, no quería.
—Si no le hice nada a Rufirant, fue porque no lo deseaba. Los sabios no debemos hacer nada a los hamenianos. Somos huéspedes en vuestro mundo. ¿Lo entiendes?
—Vosotros sois nuestros amos. Es lo que nosotros siempre decimos.
Por un momento Gendibal se distrajo.
—¿Cómo es, entonces, que Rufirant me atacó?
—No lo sé —repuso ella con sencillez—. No creo que él lo supiera. Debía estar con su yo fuera… uh, fuera de sí…
Gendibal gruñó.
—En todo caso, nosotros no lastimamos a los hamenianos. Si no me hubiera quedado más remedio que detenerle lastimándole, los demás sabios habrían tenido una pobre opinión de mí y quizás habría perdido mi cargo. Pero para evitar que él me lastimara a mí, tendría que haberle manipulado un poco… lo menos posible.
Novi se mostró súbitamente abatida.
—Entonces, no era necesario que yo interviniera a toda prisa, como una tonta.
—Hiciste bien —le aseguró Gendibal—. Acabo de decirte que yo habría actuado mal lastimándole. Tú hiciste que eso fuera innecesario. Tú le detuviste y eso estuvo bien. Te lo agradezco.
Ella volvió a sonreír, con arrobamiento.
—Ahora comprendo por qué has sido tan amable conmigo.
—Estaba agradecido, naturalmente —dijo Gendibal, algo turbado—, pero lo importante es que comprendas que no hay peligro. Puedo controlar a un ejército de personas normales. Cualquier sabio puede hacerlo, en especial los importantes, y ya te he dicho que soy el mejor de todos. No hay nadie en la Galaxia que pueda resistírseme.
—Si tú lo dices, maestro, estoy segura de ello.
—Lo digo. Y ahora, ¿tienes miedo por mí?
—No, maestro, pero… Maestro, ¿sólo nuestros sabios pueden leer la mente y,…? ¿Hay otros sabios, en otros lugares, que puedan oponerse a ti?
Por un momento Gendibal se quedó perplejo. Aquella mujer tenía una perspicacia asombrosa.
Era necesario mentir.
—No los hay —contestó.
—Pero hay tantas estrellas en el cielo… Una vez intenté contarlas y no pude. Si hay tantos mundos de personas como estrellas, ¿no serán sabios algunas de ellas? Aparte de los sabios de nuestro mundo, quiero decir.
—No.
—¿Y si los hay?
—No serán tan fuertes como yo.
—¿Y si saltan de repente sobre ti antes de que te des cuenta?
—No pueden hacerlo. Si algún sabio desconocido se acercara, yo lo sabría en seguida. Lo sabría mucho antes de que pudiera lastimarme.
—¿Podrías huir?
—No tendría que huir. Pero (anticipándose a sus objeciones) si tuviera que hacerlo, podría refugiarme en otra nave, una nave mejor que cualquiera de la Galaxia. No me alcanzarían.
—¿No podrían cambiar tus pensamientos y obligarte a quedarte?
—No.
—Ellos podrían ser muchos. Tú sólo eres uno.
—En cuanto se acercaran, mucho, antes de que ellos lo creyeran posible, yo sabría que estaban ahí y me marcharía. Entonces, todo nuestro mundo de sabios se volvería contra ellos y no podrían resistirse. Y ellos lo sabrían, de modo que no se atreverían a hacerme nada. De hecho, no querrían que yo supiera nada de ellos… y, sin embargo, sería así.
—¿Porque eres mucho mejor que ellos? —preguntó Novi, con el rostro iluminado por un incierto orgullo.
Gendibal no pudo impedirlo. La innata inteligencia y la rápida comprensión de la muchacha eran tales que resultaba un placer estar con ella. Aquel monstruo de voz suave, la oradora Delora Delarmi, le había hecho un favor enorme al imponerle la compañía de esta campesina hameniana.
—No, Novi, no porque yo sea mejor que ellos, aunque lo soy. Es porque tú estás conmigo.
—¿Yo?
—Exactamente, Novi. ¿Lo habías adivinado?
—No, maestro —contestó ella, extrañada—. ¿Qué podría hacer yo?
—Es tu mente. —Levantó la mano enseguida—, no leo tus pensamientos. Sólo veo el contorno de tu mente y es un contorno uniforme, un contorno extraordinariamente uniforme.
La muchacha se llevó una mano a la frente.
—¿Porque soy una ignorante, maestro? ¿Por qué soy tan tonta?
—No, querida. —No reparó en el modo de dirigirse a ella—. Es porque eres sincera y sin dobleces; porque eres honrada y hablas sin ambages; porque eres bondadosa y… y otras cosas. Si otros sabios intentaran tocar nuestras mentes, la tuya y la mía, el toque sería instantáneamente visible sobre la uniformidad de tu mente. Yo me daría cuenta de ello incluso antes de advertir un toque sobre mi propia mente, y entonces tendría tiempo para contratacar; es decir, para rechazarlo.
Un largo silencio sucedió a estas palabras. Gendibal observó que no sólo había felicidad en los ojos de Novi, sino también alborozo y orgullo.
—¿Y me llevaste contigo por esta razón? —dijo con dulzura.
Gendibal asintió.
—Esta fue una razón importante. Si.
La voz de la hameniana se convirtió en un susurro.
—¿Cómo puedo ayudarte lo más posible, maestro?
Él contestó:
—Permanece tranquila. No tengas miedo. Y… y sigue siendo como eres.
—Seguiré siendo como soy. Y me interpondré entre ti y el peligro, como hice en el caso de Rufirant —repuso ella.
Salió de la habitación y Gendibal la siguió con la mirada.
Era extraño lo mucho que se escondía en su interior. ¿Cómo podía una criatura tan simple albergar tal complejidad? Bajo la uniformidad de su estructura mental había una inteligencia, una comprensión y un valor enormes. ¿Qué más podía pedir él de nadie?
De algún modo, percibió una imagen de Sura Novi que no era una oradora, ni siquiera un miembro de la Segunda Fundación, ni siquiera una mujer instruida junto a sí mismo, desempeñando un papel secundario vital en el drama que se avecinaba.
Sin embargo, no pudo ver los detalles con claridad. Aún no pudo ver exactamente qué era lo que les esperaba.
59
—Un solo salto —murmuró Trevize— y habremos llegado.
—¿A Gaia? —preguntó Pelorat, mirando la pantalla por encima del hombro de Trevize.
—Al sol de Gaia —respondió Trevize—. Llámelo Gaia-S, si quiere, para evitar confusiones. Los galactógrafos suelen hacerlo.
—Entonces, ¿dónde está Gaia? ¿O debo llamarlo Gaia-P, para designar al planeta?
—Gaia será suficiente para el planeta. Sin embargo, aún no podemos ver Gaia. Los planetas no son tan fáciles de ver como las estrellas, y todavía estamos a cien microparsecs de Gaia-S. Observará que sólo es una estrella, aunque muy brillante. No nos encontramos suficientemente cerca para que se vea como un disco. Y no lo mire directamente, Janov. A pesar de todo, es suficientemente brillante para lesionar la retina. Colocaré un filtro, una vez haya terminado mis observaciones. Entonces podrá mirarlo.
—¿Cuánto son cien microparsecs en unidades que un mitologista pueda entender, Golan?
—Tres mil millones de kilómetros; unas veinte veces la distancia que separa Términus de nuestro propio sol. ¿Le sirve eso de ayuda?
—Enormemente. Pero ¿no nos acercamos más?
—¡No! —Trevize levantó los ojos con sorpresa—. Por ahora, no. Después de lo que sabemos sobre Gaia, ¿para qué precipitamos? Una cosa es tener agallas, y otra estar loco. Primero echaremos una ojeada.
—¿A qué, Golan? ¿No ha dicho que aún no podemos ver Gaia?
—A simple vista, no. Pero tenemos visores telescópicos y una excelente computadora para análisis rápidos. En primer lugar, podemos estudiar Gaia-S y tal vez realizar alguna otra observación. Relájese, Janov. —Alargó una mano y dio una palmada en el hombro de su compañero.
Tras una pausa, Trevize dijo:
—Gaia-S es una estrella aislada o, si tiene un acompañante, ese acompañante está mucho más lejos de él que nosotros en este momento y, en el mejor de los casos, es una estrella enana de color rojo, así que no debemos preocuparnos. Gaia-S es una estrella G4, lo cual significa que es perfectamente capaz de tener un planeta habitable, y eso es bueno. Si fuese una A o una M, tendríamos que dar media vuelta y marcharnos ahora mismo.
—Es posible que yo sólo sea un mitologista pero ¿no podríamos haber determinado la clase espectral de Gaia-S desde Sayshell? —dijo Pelorat.
—Podíamos y lo hicimos, Janov, pero nunca está de más verificarlo sobre el terreno. Gaia-S tiene un sistema planetario, lo cual no es ninguna sorpresa. Hay dos gigantes gaseosos a la vista y uno de ellos es muy grande, si la computadora no se ha equivocado al calcular la distancia. Podría fácilmente haber otro en el lado opuesto de la estrella y, por lo tanto, no seria fácilmente detectable, ya que da la casualidad de que estamos cerca del plano planetario. No puedo vislumbrar nada en las regiones interiores, lo cual tampoco constituye una sorpresa.
—¿Es eso malo?
—En realidad, no. Era de esperar. Los planetas habitables serían de roca y metal, mucho más pequeños que los gigantes gaseosos, y estarían mucho más cerca de la estrella, si es que son suficientemente cálidos…, y en ambos casos resultarían mucho más difíciles de ver desde aquí fuera. Eso significa que tendremos que acercamos mucho más para inspeccionar la zona comprendida dentro del límite de los cuatro microparsecs de Gaia-S.
—Estoy preparado.
—Yo no. Haremos el salto mañana.
—¿Por qué mañana?
—¿Por qué no? Démosles un día para salir y alcanzarnos…, y para huir nosotros, tal vez, si los vemos venir y no nos gusta lo que vemos.
60
Fue un proceso lento y delicado. Durante todo aquel día, Trevize dirigió el cálculo de varias aproximaciones distintas e intentó escoger una de ellas.
Como carecía de datos seguros, sólo podía depender de la intuición, que desgraciadamente no le dijo nada. Carecía de aquella «seguridad» que a veces experimentaba.
Al fin marcó las indicaciones para un salto que les trasladara a gran distancia del plano planetario.
—Así tendremos una mejor perspectiva de la región en conjunto —explicó—, ya que veremos los planetas en todas las partes de su órbita a una distancia aparente máxima del sol. Y ellos, sean quienes sean, quizá no vigilen demasiado las regiones que están fuera del plano. Eso espero.
Se encontraban a la misma distancia de Gaia-S que el gigante gaseoso más cercano y grande y estaban a quinientos millones de kilómetros de él. Trevize lo centró sobre la pantalla en la ampliación máxima para que Pelorat lo viese. Era un panorama impresionante, a pesar de que los tres dispersos y estrechos anillos de deyecciones quedaban fuera del encuadre.
—Tiene la habitual comitiva de satélites —dijo Trevize—, pero a esta distancia de Gaia-S, sabemos que ninguno de ellos es habitable. Tampoco están colonizados por seres humanos que sobrevivan, por ejemplo, bajo una cúpula de cristal o en otras condiciones estrictamente artificiales.
—¿Cómo lo sabe?
—No hay ningún ruido radiofónico de características que indiquen un origen inteligente. Por supuesto —añadió, suavizando enseguida su afirmación—, una avanzada científica podría estar haciendo lo inimaginable para acallar sus señales radiofónicas y el gigante gaseoso produce un ruido radiofónico que podría camuflar lo que yo busco. Sin embargo, nuestra recepción es excelente y nuestra computadora es muy buena. Yo diría que la posibilidad de ocupación humana de esos satélites es sumamente pequeña.
—¿Significa eso que Gaia no existe?
—No. Pero sí significa que si Gaia existe, no se ha molestado en colonizar esos satélites. Quizá carezca de capacidad para hacerlo, o bien del interés necesario.
—Bueno, ¿existe o no?
—Paciencia, Janov. Paciencia.
Trevize miró el cielo con una paciencia aparentemente infinita. Se detuvo en un punto para decir:
—Francamente, el hecho de que no hayan salido para abalanzarse sobre nosotros es, en cierto modo, descorazonador. No cabe duda de que si tuvieran la capacidad que les atribuyen, ya habrían reaccionado.
—Es concebible, supongo —reconoció Pelorat con displicencia—, que todo el asunto sea una fantasía.
—Llámelo un mito, Janov —dijo Trevize con una sonrisa irónica—, y entrará en su especialidad. Sin embargo, hay un planeta en la ecósfera, lo cual significa que puede ser habitable. Me gustaría observarlo al menos durante un día.
—¿Para qué?
—En primer lugar, para asegurarme de que es habitable.
—Acaba de decir que está en la ecósfera, Golan.
—Sí, en este momento lo está. Pero su órbita podría ser muy excéntrica, y tal vez lo acerca a un microparsec de la estrella, o lo aleja hasta quince microparsecs, o ambas cosas. Tendremos que determinar y comparar la distancia que hay desde el planeta hasta Gaia-S con su velocidad orbital; quizás eso nos ayude a averiguar la dirección de su movimiento.
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Otro día.
—La órbita es casi circular —anunció finalmente Trevize—, lo que significa que la habitabilidad constituye una apuesta mucho más segura. Sin embargo, todavía no ha salido nadie a recibirnos. Tendremos que echar una ojeada desde más cerca.
—¿Por qué tarda tanto en dar un salto? Hasta ahora han sido muy pequeños —dijo Pelorat.
—¡Qué sabrá usted! Los saltos pequeños son más difíciles de controlar que los grandes. ¿Es más fácil coger una piedra o un fino grano de arena? Además, Gaia-S está cerca y el espacio es muy curvo. Eso complica los cálculos incluso para la computadora. Incluso un mitologista debería comprenderlo.
Pelorat gruñó.
—Ahora puede distinguir el planeta a simple vista. Allí. ¿Lo ve? El período de rotación es de unas veintidós horas galácticas y la inclinación axial es de doce grados. Constituye prácticamente un ejemplo de libro de texto sobre un planeta habitable, y tiene vida —afirmó Trevize.
—¿Cómo lo sabe?
—Hay una cantidad sustancial dé oxígeno libre en la atmósfera. Eso no es posible sin una vegetación bien arraigada.
—¿Será la vida inteligente?
—Eso depende del análisis de la radiación de ondas hertzianas. Naturalmente, supongo que podría haber una vida inteligente que haya abandonado la tecnología, pero eso parece muy improbable.
—Ha habido casos así —dijo Pelorat.
—Me fiaré de su palabra. Esta es su especialidad. Sin embargo, no es probable que sólo haya bucólicos supervivientes en un planeta que amedrentó al Mulo.
—¿Tiene satélite? —preguntó Pelorat.
—Sí, lo tiene —contestó Trevize con indiferencia.
—¿De qué tamaño? —inquirió Pelorat con voz súbitamente ahogada.
—No lo sé exactamente. Quizá mida unos cien kilómetros de diámetro.
—¡Válgame el cielo! —exclamó Pelorat con desconsuelo—. Ojalá tuviera un repertorio de imprecaciones más amplio, mi querido amigo, pero había una pequeña posibilidad.
—¿Quiere decir que, si tuviese un satélite gigantesco, podría ser la misma Tierra?
—Sí, pero está claro que no lo es.
—Bueno, si Compor no se equivoca, la Tierra no se encuentra en esta región galáctica, de todos modos. Se encontraría cerca de Sirio. De verdad, Janov, lo siento.
—Qué le vamos a hacer.
—Escuche, esperaremos, y nos arriesgaremos a dar otro pequeño salto. Si no hallamos señales de vida inteligente, no habrá peligro en aterrizar… sólo que entonces no tendremos motivo para aterrizar, ¿verdad?
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Después del salto siguiente, Trevize dijo con voz atónita:
—Ya está, Janov. Es Gaia, sin duda. Por lo menos, posee una civilización tecnológica.
—¿Lo sabe por las ondas hertzianas?
—Por algo mucho más determinante. Hay una estación espacial girando alrededor del planeta. ¿La ve?
Había un objeto reflejado sobre la pantalla. Para el inexperto Pelorat, no parecía muy notable, pero Trevize dijo:
—Artificial, metálico y fuente de ondas radioeléctricas.
—¿Qué hacemos ahora?
—Nada, de momento. Con este grado de tecnología, no pueden dejar de detectarnos. Si después de un rato, no hacen nada, les enviaré un mensaje. Si continúan sin hacer nada, me acercaré cautelosamente.
—¿Y si hacen algo?
—Dependerá del «algo». Si no me gusta, confiaré en la probabilidad de que no tengan nada que supere la efectividad de esta nave para dar un salto.
—¿Quiere decir que nos marcharemos?
—Como un misil hiperespacial.
—Pero nos iremos sabiendo lo mismo que cuando vinimos.
—De ningún modo. Como mínimo, sabremos que Gaia existe, que tiene una tecnología en funcionamiento, y que ha hecho algo para asustamos.
—Pero, Golan, no nos dejemos asustar demasiado fácilmente.
—Vamos a ver, Janov, sé que no desea nada más en la Galaxia que descubrir la Tierra a toda costa, pero haga el favor de recordar que yo no comparto su monomanía. Estamos en una nave desarmada y esa gente de ahí abajo se encuentra aislada desde hace siglos. Suponga que nunca hayan oído hablar de la Fundación y no sepan lo suficiente para respetarla. O suponga que esta sea la Segunda Fundación y, una vez estemos en sus garras, si se sienten molestos con nosotros, tal vez nunca volvamos a ser los mismos. ¿Quiere que le dejen la mente en blanco y encontrarse con que ya no es un mitologista y no sabe nada de ninguna leyenda?
Pelorat torció el gesto.
—Si lo plantea de este modo… Pero ¿qué haremos cuando nos vayamos?
—Muy sencillo. Volver a Términus con la noticia. O a la distancia de Términus que la vieja nos permita. Después podríamos regresar otra vez a Gaia, más rápidamente y sin tantas precauciones, con una nave armada o una flota armada. Entonces las cosas pueden ser muy diferentes.
63
Esperaron. Ya se había convenido en una rutina.
Habían pasado más tiempo esperando en las aproximaciones a Gaia que el invertido en el vuelo de Términus a Sayshell.
Trevize ajustó la alarma automática de la computadora e incluso se sintió suficientemente tranquilo para dormitar en su butaca acolchonada.
Esto hizo que se despertara con un sobresalto cuando sonó la alarma. Pelorat entró en la habitación de Trevize, igualmente agitado. En aquellos momentos estaba afeitándose.
—¿Hemos recibido algún mensaje? —preguntó Pelorat.
—No —respondió Trevize con energía—. Estamos avanzando.
—¿Avanzando? ¿Hacia dónde?
—Hacia la estación espacial.
—¿Por qué motivo?
—No lo sé. Los motores están en marcha y la computadora no me responde, pero estamos avanzando. Janov, nos han apresado. Nos hemos acercado demasiado a Gaia.