7. Campesino
23
Stor Gendibal corría a ritmo moderado por el camino rural cercano a la universidad. No era habitual que los miembros de la Segunda Fundación se internaran en el mundo campesino de Trántor. Indudablemente, podían hacerlo, pero cuando lo hacían, no llegaban muy lejos ni estaban demasiado rato.
Gendibal era una excepción y, en tiempos pasados, se había preguntado por qué. Formularse toda clase de preguntas significaba explorar la propia mente, algo que los oradores, en particular, eran alentados a hacer. Sus mentes eran simultáneamente sus armas y sus blancos, y tenían que estar bien entrenados tanto en el ataque como en la defensa.
Gendibal había llegado a la conclusión, muy satisfactoria para él, de que era diferente porque procedía de un planeta más frío y más macizo que la media de los planetas habitados. Cuando le llevaron a Trántor siendo un muchacho (a través de la red tendida secretamente sobre la Galaxia por agentes de la Segunda Fundación en busca de talento), se encontró, por lo tanto, en un campo de gravedad más ligero y un clima deliciosamente suave. Naturalmente disfrutaba más que otros estando al aire libre.
Durante sus primeros años en Trántor adquirió conciencia de su constitución menuda y enclenque, y temió que el asentamiento en la comodidad de un mundo benigno le volviera realmente fofo. Por lo tanto, empezó a realizar una serie de ejercicios físicos que, a pesar de no haber transformado su apariencia, lo mantenían fuerte y ágil. Parte de su régimen eran estos largos paseos, sobre los que murmuraban algunos miembros de la Mesa de Oradores. Gendibal hacía caso omiso de sus habladurías.
Mantenía sus propias costumbres, pese al hecho de pertenecer a una primera generación. Todos los demás miembros de la Mesa pertenecían a una segunda o tercera generación, y tenían padres y abuelos que habían sido integrantes de la Segunda Fundación. Además, eran mayores que él. Así pues, ¿qué podía esperarse más que murmuraciones?
Según una vieja costumbre, todas las mentes de la Mesa de Oradores estaban abiertas (supuestamente en su totalidad, aunque era raro el orador que no mantuviera un rincón de intimidad en alguna parte, a la larga inútilmente, claro) y Gendibal sabía que lo que sentían era envidia. Ellos también lo sabían, del mismo modo que Gendibal sabía que su propia actitud era defensiva, para compensar su ambición.
Y ellos tampoco lo ignoraban.
Además (la mente de Gendibal volvió a las razones de sus paseos por el campo), había pasado su infancia en un mundo completo, extenso y hermoso, con paisajes grandiosos y variados, y en un fértil valle de ese mundo, rodeado por lo que él consideraba la cordillera más bella de la Galaxia, que resultaba increíblemente espectacular en el riguroso invierno de ese mundo. Recordó su antiguo mundo y las glorias de una infancia ya lejana. Soñaba a menudo con ello. ¿Cómo podía resignarse a permanecer confinado en unas pocas docenas de kilómetros cuadrados de arquitectura antigua?
Miró despectivamente a su alrededor mientras corría. Trántor era un mundo benigno y agradable, pero no escarpado y hermoso. A pesar de ser un mundo agrícola, no era un planeta fértil.
Nunca lo había sido. Quizás esto, junto con otros factores, fue la razón de que se convirtiera en el centro administrativo de, primero, una extensa unión de planetas, y después un Imperio Galáctico. No tenía ninguna cualidad especial para ser otra cosa. No era extraordinariamente bueno en ningún sentido.
Tras el Gran Saqueo, lo único que mantuvo a Trántor en pie fue sus enormes reservas de metal. Era una gran mina que abastecía a medio centenar de mundos de acero de aleación, aluminio, titanio, cobre, magnesio… De este modo devolvía lo que había acumulado durante miles de años, y sus existencias se reducían a una velocidad cientos de veces superior a la velocidad original de acumulación.
Aún había enormes reservas de metal, pero estaban bajo tierra y era difícil llegar a ellas. Los campesinos hamenianos (que nunca se llamaban a sí mismos «trantorianos», término que ellos consideraban de mal agüero y, por lo tanto, los miembros de la Segunda Fundación se reservaban para sí) se mostraban reacios a seguir tratando con el metal. Superstición, indudablemente.
Una insensatez por su parte. El metal que permanecía bajo tierra bien podía estar envenenando el suelo y mermando aún más su fertilidad. Y sin embargo, por otro lado, la población estaba muy extendida y vivían de la tierra. Y siempre había alguna venta de metal.
Los ojos de Gendibal recorrieron el llano horizonte. Trántor estaba geológicamente vivo, como casi todos los planetas habitados, pero habían transcurrido cien millones de años, por lo menos, desde que tuvo lugar el último período geológico importante de formación montañosa. Todas las altiplanicies existentes habían sido erosionadas hasta convertirse en colinas suaves. En realidad, muchas de ellas habían sido allanadas durante el gran período de revestimiento metálico de la historia de Trántor.
Al sur, más allá del alcance de la vista, estaba la costa de Capital Bay, y aun más allá, el océano Oriental; ambos se habían vuelto a formar tras la rotura de las cisternas subterráneas.
Hacia el norte estaban las torres de la universidad galáctica, oscureciendo la biblioteca (que era comparativamente más achatada y ancha, y subterránea en su mayor parte), y los restos del Palacio Imperial, todavía más al norte.
A su alrededor había granjas en las cuales se veía algún edificio de vez el cuando. Pasó junto a grupos de vacas, cabras y gallinas, la amplia variedad de animales domésticos que se encontraba en cualquier granja trantoriana. Ninguno de ellos le prestó atención.
Gendibal pensó que en cualquier lugar de la Galaxia, en cualquiera de los muchos mundos habitados, vería esos mismos animales, y que en ninguno de ellos serían exactamente iguales. Recordó las cabras de su hogar y su dócil cabrita particular a la que en otros tiempos había ordeñado. Eran mucho más grandes y resueltas que los pequeños y filosóficos ejemplares traídos a Trántor y criados allí desde el Gran Saqueo. En todos los mundos habitados de la Galaxia había variedades de cada uno de estos animales en número imposible de calcular, y no había hombre alguno en ningún mundo que no jurara por su variedad favorita, ya fuera por su carne, su leche, sus huevos, su lana, o lo que pudiera producir.
Como de costumbre, no había ningún hameniano a la vista. Gendibal tenía el presentimiento de que los campesinos procuraban no dejarse ver por los que ellos llamaban «serios» (una degeneración, quizá deliberada, de la palabra «sabios» en su dialecto). Otra superstición.
Gendibal alzó los ojos hacia el sol de Trántor. Estaba bastante alto, pero su calor no era opresivo. En ese lugar, en esa latitud, el calor nunca agobiaba y el frío nunca helaba. (Gendibal incluso añoraba el frío intenso algunas veces, o eso se imaginaba. Nunca había vuelto a su mundo de origen. Quizá, se confesaba a sí mismo, porque no quería desilusionarse).
Tuvo la agradable sensación de unos músculos flexibles y ejercitados al máximo, y decidió que ya había corrido bastante. Redujo la velocidad a un paso normal, respirando profundamente.
Ya estaba dispuesto para la próxima reunión de la Mesa y para un último empujón que provocara un cambio de política, una nueva actitud que reconociera el creciente peligro de la Primera Fundación y otros lugares, y que pusiera fin a la fatal confianza en el «perfecto» funcionamiento del Plan. ¿Cuándo comprenderían que la misma perfección era la señal dé peligro más clara?
De haberlo propuesto cualquier otro, habría sido aceptado sin problemas, y él lo sabia. Tal como estaban las cosas, habría problemas, pero lo aceptarían de todos modos, pues el viejo Shandess le respaldaba e indudablemente continuaría haciéndolo.
No desearía figurar en los libros de historia como el único primer orador bajo el cual la Segunda Fundación se había marchitado.
¡Hameniano!
Gendibal se sobresaltó. Fue consciente del lejano zarcillo mental mucho antes de ver a la persona. Era una mente hameniana, de campesino, burda y nada sutil. Gendibal se retiró cautelosamente, dejando una huella tan ligera que resultara imposible de descubrir. La política de la Segunda Fundación era muy firme en este aspecto. Los campesinos eran los inconscientes protectores de la Segunda Fundación. Había que interferir lo menos posible.
Cualquiera que visitara Trántor por negocios o turismo nunca veía nada más que campesinos, y quizás algunos sabios insignificantes que vivían en el pasado. Si los campesinos desaparecían o su inocencia era alterada, los sabios serían más conspicuos y eso tendría resultados catastróficos. (Esta era una de las demostraciones clásicas que los universitarios novatos debían realizar por sí solos. Las tremendas desviaciones exhibidas en el Primer Radiante, cuando las mentes de los campesinos sufrían la más ligera alteración, eran asombrosas).
Gendibal lo vio. Indudablemente era un campesino, hameniano hasta la médula. Casi parecía una caricatura de lo que debía ser un campesino trantoriano: alto y corpulento, de piel morena, toscamente vestido, con los brazos desnudos, el cabello oscuro, los ojos oscuros, y una torpe manera de andar. Gendibal incluso creyó percibir su olor a establo. (No debía despreciarlos tanto, pensó. A Preem Palver no le había importado desempeñar el papel de campesino cuando fue necesario para sus planes. Vaya un granjero debió de ser; bajo, rollizo y apacible. Fue su mente lo que engañó a la joven Arkady, no su cuerpo).
El campesino se iba acercando a él, caminando torpemente, mirándolo sin disimulo, cosa que hizo fruncir el ceño a Gendibal. Ningún hameniano, fuera hombre o mujer, lo había mirado jamás de ese modo. Incluso los niños echaban a correr y escudriñaban desde lejos.
Gendibal no aflojó su propio paso. Había espacio suficiente para cruzarse con el otro sin un comentario o una mirada, y eso sería lo mejor. Decidió mantenerse alejado de la mente del campesino.
Gendibal se hizo a un lado, pero el campesino no siguió adelante. Se detuvo, separó las piernas, extendió sus fornidos brazos como para cerrarle el paso y dijo:
—¡Hey! ¿Ser tú serio?
Aunque lo intentó, Gendibal no pudo dejar de percibir la oleada de belicosidad que surgió de aquella mente. Se detuvo. Sería imposible intentar pasar de largo sin conversación, y eso resultaría, en sí mismo, una labor fatigosa. Habituado como estaba a la veloz y sutil interacción de sonido, expresión, pensamiento y mentalidad que se combinaban para formar la comunicación entre los miembros de la Segunda Fundación, era muy fastidioso recurrir únicamente a la combinación de palabras. Era como levantar una piedra con el brazo y el hombro, teniendo una palanca al lado.
Gendibal contestó, tranquilamente y con cautelosa falta de emoción:
—Soy un sabio. Sí.
—¡Hey! Tú soy un serio. ¿No hablas tú como uno? ¿Y no puedo yo ver que tú ser uno o soy uno?
Inclinó burlonamente la cabeza.
—Siendo, como tú ser, pequeño y débil y pálido y orgulloso.
—¿Qué quieres de mí, hameniano? —preguntó Gendibal, impasible.
—Yo ser llamado Rufirant. Y Karoll ser mi primero. —Su acento se tornó perceptiblemente más hameniano. Arrastraba las erres con un sonido gutural.
Gendibal dijo:
—¿Qué quieres de mi, Karoll Rufirant?
—¿Y cómo ser tú llamado, serio?
—¿Acaso importa? Puedes continuar llamándome «sabio».
—Si yo pregunto, importa que tú contestes, pequeño serio orgulloso.
—Bueno, en ese caso, me llamo Stor Gendibal y ahora debo atender a mis asuntos.
—¿Cuáles ser tus asuntos?
Gendibal notó que se le erizaba el vello de la nuca. Había otras mentes presentes. No necesitó volverse para saber que había otros tres hamenianos detrás de él. Algo más lejos había otros. El olor a campesino era fuerte.
—Mis asuntos, Karoll Rufirant, no son de vuestra incumbencia.
—¿Verdad? —Rufirant alzó la voz—. Compañeros, dice que sus asuntos no ser nuestros.
Hubo una carcajada a su espalda y se oyó una voz.
—Dice verdad, porque sus asuntos ser los libros y las computadoras, y eso ser malo para los verdaderos hombres.
—Cualesquiera que sean mis asuntos —dijo Gendibal con firmeza—, ahora debo marcharme.
—¿Y cómo harás eso, serio? —preguntó Rufirant.
—Pasando junto a ti.
—¿Tú lo intentarías? ¿Tú no temerías ser detenido?
—¿Por ti y todos tus compañeros? ¿O por ti solo?
—Gendibal adoptó súbitamente el dialecto hameniano. —¿Tener miedo de luchar solo?
Estrictamente hablando, no era correcto pincharle de esa manera, pero impediría un ataque en masa y había que impedirlo, con objeto de que no provocara una indiscreción aún mayor por su parte.
Dio resultado. La expresión de Rufirant se tornó amenazadora.
—Si hay miedo, librero, tú ser el que lo tienes.
Compañeros, atrás. Hacer sitio y dejarle pasar para que él vea si tengo miedo.
Rufirant levantó sus fornidos brazos y los agitó en el aire. Gendibal no temía la ciencia pugilística del campesino; pero siempre había la posibilidad de que un golpe bien dirigido diera en el blanco.
Gendibal se acercó cautelosamente, trabajando con delicada velocidad en la mente de Rufirant. No mucho, sólo un toque imposible de detectar, pero sí lo suficiente para adormecer sus reflejos. Después se retiró, y fue introduciéndose en las de todos los demás, que ahora ya eran bastantes. La mente del orador Gendibal siguió trabajando con virtuosismo, sin quedarse en una mente el tiempo suficiente para dejar marca, pero si el necesario para detectar algo que pudiera resultarle útil.
Se acercó al campesino con prudencia, alerta, consciente y aliviado de que nadie hiciera ademán de intervenir.
Rufirant atacó de repente, pero Gendibal lo leyó en su mente, antes de que uno solo de sus músculos empezara a tensarse, y se hizo a un lado. El golpe se perdió en el vacío, aunque casi le rozó. Pero Gendibal se mantuvo firme. Los otros exhalaron un suspiro colectivo.
Gendibal no intentó parar o devolver ningún golpe. Lo primero habría sido difícil sin paralizar su propio brazo y lo segundo habría sido inútil, pues el campesino lo resistiría sin dificultad.
Sólo podía manejar al hombre como si fuera un toro, obligándole a fallar. Eso serviría para desmoralizarle de un modo que una oposición directa no podría hacer.
Como un toro furioso, Rufirant cargó. Gendibal estaba preparado y se apartó lo suficiente para que el campesino fallara el golpe. Una nueva carga un nuevo fallo.
Gendibal notó que su propia respiración empezaba a silbar a través de su nariz. El esfuerzo físico era pequeño, pero el esfuerzo mental de intentar controlar sin excederse era enormemente difícil. No lo resistiría mucho más.
Oprimió ligeramente el mecanismo disparador del miedo de Rufirant, intentando despertar de un modo minimalista lo que sin duda era el supersticioso temor del campesino hacia los sabios, y dijo con la máxima tranquilidad posible:
—Ahora me marcho.
La cara de Rufirant enrojeció de ira, pero durante un momento no se movió. Gendibal percibió sus pensamientos. El pequeño sabio se había desvanecido como por arte de magia. Gendibal notó que el temor del otro aumentaba, y durante un momento…
Pero después la ira hameniana surgió con más fuerza y ahogó el miedo.
Rufirant gritó:
—¡Compañeros! El serio ser bailarín. Salta sobre mis pies ágiles y desprecia las reglas del honesto golpe por golpe hameniano. Agarradlo. Sujetadlo. Ahora cambiaremos golpe por golpe. Él puede ser el primero en golpear, ventaja que le doy, y yo… yo seré el último.
Gendibal observó los huecos que quedaban entre aquellos que ahora lo rodeaban. Su única oportunidad era mantener una abertura el tiempo suficiente para pasar, y después echar a correr, confiando en su propia agilidad y en su capacidad para embotar la voluntad de los campesinos.
Hizo un regate tras otro, con la mente dolorida por el esfuerzo.
No daría resultado. Había demasiados y la necesidad de ajustarse a las reglas de la conducta trantoriana era demasiado constrictiva.
Notó unas manos sobre sus brazos. Lo sujetaron.
Tendría que introducirse al menos en unas cuantas de aquellas mentes. Sería inaceptable y su carrera quedaría destruida. Pero su vida, su propia vida estaba en peligro.
¿Cómo había sucedido una cosa así?
24
La reunión de la Mesa no estaba completa. No era costumbre esperar si algún orador llegaba tarde. Además, pensó Shandess, la Mesa tampoco estaba en disposición de esperar. Stor Gendibal era el más joven y no parecía consciente de este hecho. Actuaba como si la juventud fuese una virtud en si misma y la edad una cuestión de negligencia por parte de aquellos que deberían ser más sabios. Gendibal no gozaba del aprecio de los demás oradores. Pero este no era el asunto que ahora se debatía.
Delora Delarmi interrumpió su ensoñación. Estaba mirándolo con sus grandes ojos azules, y su redonda cara, con su acostumbrado aire de inocencia y cordialidad, encubría una mente aguda (para todos excepto para los miembros de la Segunda Fundación de su propio rango) y ferocidad de concentración. Con una sonrisa, dijo:
—Primer orador, ¿seguimos esperando? —la reunión aún no había sido declarada oficialmente abierta de modo que, estrictamente hablando, podía iniciar la conversación, aunque otro habría esperado que Shandess hablara primero por respeto a su título.
Shandess la miró con benevolencia, a pesar de la leve falta de cortesía.
—Normalmente no lo haríamos, oradora Delarmi, pero ya que la Mesa se reúne precisamente para oír al orador Gendibal, es aconsejable quebrantar la costumbre.
—¿Dónde está, primer orador?
—Eso, oradora Delarmi, no lo sé.
Delarmi miró en torno al rectángulo de caras.
Estaba el primer orador y lo que debería haber sido otros once oradores. Sólo doce. A lo largo de cinco siglos, la Segunda Fundación había aumentado sus atribuciones y sus deberes, pero todos los intentos para aumentar el número de miembros de la Mesa más allá de doce habían fracasado.
Habían sido doce tras la muerte de Seldon, cuando el segundo primer orador (el propio Seldon siempre había sido considerado como el primero de ellos) lo decidió así, y seguían siendo doce.
¿Por qué doce? Este número podía dividirse fácilmente en grupos de idéntico tamaño. Era suficientemente pequeño para consultarse como un todo y suficientemente grande para trabajar en subgrupos. Mayor, habría sido difícil de manejar; menor, demasiado inflexible.
Eso decían las explicaciones. De hecho, nadie sabía por qué había sido elegido ese número, o por qué debía ser inmutable. Pero, bueno, incluso la Segunda Fundación podía ser esclava de la tradición.
Delarmi sólo requirió un fugaz momento para que su mente pasara revista a la cuestión, mientras miraba una cara tras otra, y una mente tras otra, y después, sardónicamente, el asiento vacío, el asiento del orador más nuevo.
Le satisfacía que nadie simpatizara con Gendibal. En su opinión, el joven tenía todo el encanto de un ciempiés y había que tratarlo como tal. Hasta entonces, sólo su incuestionable capacidad y talento habían impedido que alguien propusiera abiertamente un juicio de expulsión. (Sólo dos oradores habían sido residenciados, aunque no condenados, durante los cinco siglos de historia de la Segunda Fundación).
Sin embargo, el evidente desprecio que implicaba faltar a una reunión de la Mesa era peor que muchas ofensas, y a Delarmi le satisfizo observar que la predisposición a un juicio había aumentado considerablemente.
—Primer orador, si usted ignora el paradero del Orador Gendibal, yo tendré sumo gusto en decírselo —manifestó.
—¿Sí, oradora?
—¿Quién de nosotros no sabe que ese joven no utilizó ningún tratamiento honorífico para designarle y, naturalmente, todos lo notaron —encuentra continuos pretextos para estar entre los hamenianos? No se cuales pueden ser esos pretextos, pero en este momento está con ellos y su interés por ellos es suficientemente importante para tener prioridad sobre esta Mesa.
—Creo —dijo otro de los oradores— que únicamente anda o corre como una forma de ejercicio físico.
Delarmi volvió a sonreír. Le gustaba sonreír, No le costaba nada.
—La universidad, la biblioteca, el palacio y todos los terrenos que los rodean son nuestros. Es pequeño en comparación con el planeta entero, pero hay espacio suficiente, creo yo, para el ejercicio físico…, Primer orador, ¿no deberíamos empezar?
El primer orador suspiró interiormente. Tenía plenos poderes para seguir haciendo esperar a la Mesa, o incluso para aplazar la reunión hasta un momento en que Gendibal estuviera presente. Sin embargo, ningún primer orador podía desenvolverse satisfactoriamente durante mucho tiempo sin el apoyo, al menos pasivo, de los demás oradores, y nunca era aconsejable irritarles, Incluso Preem Palver había tenido que recurrir alguna vez a los halagos para salirse con la suya. Además, la ausencia de Gendibal era irritante, aun para el primer orador. El joven orador necesitaba saber que no era tan importante como suponía.
Y ahora, como primer orador, fue el primero en hablar, diciendo:
—Empezaremos. El orador Gendibal ha expuesto algunas deducciones sorprendentes basadas en los datos del Primer Radiante. Cree que hay una organización que trabaja para mantener el Plan Seldon más eficientemente que nosotros mismos, y que lo hace en su propio beneficio. Por lo tanto, él opina que debemos averiguar algo más al respecto para poder defendernos. Todos ustedes, ya han sido informados sobre el tema, y esta reunión es para darles la oportunidad de interrogar al orador Gendibal, a fin de poder llegar a alguna conclusión sobre la política futura.
De hecho, era incluso innecesario decir tanto. Shandess mantuvo su mente abierta de modo que todos lo sabían, Hablar era una cuestión de cortesía.
Delarmi miró rápidamente a su alrededor. Los otros diez parecían dispuestos a dejarle asumir el papel de portavoz anti-Gendibal.
Sin embargo, Gendibal —volvió a omitir el tratamiento honorífico— no sabe y no puede decir qué o quién es esa otra organización.
Lo formuló inequívocamente como una afirmación que rozaba la descortesía. Fue tanto como decir: Puedo analizar su mente; no necesita molestarse en explicar nada.
El primer orador percibió la descortesía y tomó una rápida decisión de hacer caso omiso de ella.
—El hecho de que el orador Gendibal —evitó puntillosamente la omisión del tratamiento honorífico y ni siquiera recalcó el hecho subrayándolo— no sepa y no pueda decir qué es la otra organización, no significa que no exista. Los habitantes de la Primera Fundación, a lo largo de casi toda su historia, no sabían virtualmente nada de nosotros y, de hecho, ahora apenas saben algo más. ¿.Dudan ustedes de nuestra existencia?
—Esto no significa —dijo Delarmi— que, porque nosotros seamos desconocidos y no obstante existamos, cualquier cosa, a fin de existir, sólo necesite ser desconocida. —Y se rio alegremente.
—Muy cierto. Este es el motivo por el que la aseveración del orador Gendibal debe ser examinada cuidadosamente. Se basa en una rigurosa deducción matemática, que yo mismo he revisado y que todos ustedes deberían estudiar. No es —buscó el matiz mental que mejor expresara su opinión— antilógico.
—¿Y ese miembro de la Primera Fundación, Golan Trevize, que ronda por su mente pero que usted no menciona? —Otra descortesía y esta vez el primer orador enrojeció un poco.
—El orador Gendibal cree que ese hombre, Trevize, es el instrumento, quizás inconsciente, de esa Organización y que no debemos hacer caso omiso de él —respondió el primer orador.
—Si —dijo Delarmi, reclinándose en su asiento y echando hacia atrás su cabello gris— esa organización, sea lo que sea, existe, y si es peligrosamente poderosa por sus aptitudes mentales y tan secreta, ¿puede estar maniobrando tan abiertamente por medio de alguien tan conspicuo como un consejero exilado de la Primera Fundación?
El primer orador dijo gravemente:
—Podría pensarse que no. Sin embargo, yo he observado algo de lo más alarmante. No lo comprendo. —De un modo casi involuntario, sepultó el pensamiento en su mente, avergonzado de que los otros pudieran verlo.
Todos los oradores advirtieron la acción mental, y, tal como estaba rigurosamente prescrito, respetaron la vergüenza. Delarmi también lo hizo, pero lo hizo con impaciencia.
—¿Podemos suplicar que nos permita conocer sus pensamientos, ya que comprendemos y perdonamos la vergüenza que usted pueda sentir? —preguntó utilizando la fórmula adecuada.
El primer orador dijo:
—Como ustedes, yo no veo por qué deberíamos suponer que el consejero Trevize es un instrumento de la otra organización, o a qué fin podría servir si lo fuera. Sin embargo, el orador Gendibal parece seguro de ello, y nadie puede desestimar el posible valor intuitivo de quien ha llegado a ser orador. Por lo tanto, intenté aplicar el Plan a Trevize.
—¿A una sola persona? —dijo uno de los oradores con sorpresa, y luego indicó su contrición por haber acompañado la pregunta con un pensamiento que equivalía claramente a: ¡Qué tonto!
—A una sola persona —dijo el primer orador—, y tiene usted razón. ¡Qué tonto soy! Sé muy bien que el Plan no puede aplicarse a una sola persona, ni siquiera a pequeños grupos de personas. No obstante, tenía curiosidad. Extrapolé las intersecciones interpersonales más allá de los límites razonables, pero lo hice de dieciséis modos distintos y escogí una región más que un punto. Después utilicé todos los detalles que sabemos acerca de Trevize, un consejero de la Primera Fundación nunca pasa completamente desapercibido, y de la alcaldesa de la Fundación. Entones lo mezclé todo, sin orden ni concierto, me temo. —Hizo Una pausa.
—¿Y bien? —dijo Delarmi—. Deduzco que… ¿Fueron sorprendentes los resultados?
—Como todos ustedes ya habrán supuesto, no hubo resultados de ninguna clase —dijo el primer orador—. No se puede hacer nada con una sola persona, y sin embargo…, y sin embargo…
—¿Y sin embargo?
—He pasado cuarenta años analizando resultados y estoy acostumbrado a tener una clara sensación de cuáles serán los resultados antes de analizarlos; y me he equivocado pocas veces. En este caso, a pesar de que no hubo resultados, tuve la firme sensación de que Gendibal estaba en lo cierto y Trevize debía ser vigilado.
—¿Por qué, primer orador? —preguntó Delarmi, claramente desconcertada por la firme sensación en la mente del primer orador.
—Me siento avergonzado —dijo el primer orador— por haber cedido a la tentación de usar el Plan para un fin que no le corresponde. Me siento mucho más avergonzado ahora por dejarme influir por algo que es puramente intuitivo. Sin embargo, debo hacerlo, pues la sensación es muy fuerte. Si el orador Gendibal está en lo cierto, si nos amenaza un peligro desconocido, tengo la sensación de que cuando llegue el momento de la crisis, será Trevize quien tenga y juegue la carta decisiva.
—¿En qué se basa para sentir así? —dijo Delarmi, escandalizada.
El primer orador Shandess miró en torno a, la mesa con expresión desconsolada.
—No tengo ninguna base. Las matemáticas psicohistóricas no revelan nada, pero cuando observé la interacción de relaciones, me pareció que Trevize era la clave de todo. Hay que prestar atención a ese joven.
25
Gendibal comprendió que no regresaría a tiempo para incorporarse a la reunión de la Mesa. Incluso era posible que no regresara nunca.
Lo sujetaban con firmeza y sondeó desesperadamente a su alrededor para descubrir cómo podía obligarles a soltarlo.
Rufirant se encontraba ahora frente a él exultante.
—¿Estar preparado ahora, serio? Golpe por golpe, porrazo por porrazo, al estilo hameniano. Vamos, tú ser el más pequeño; golpea el primero.
—Entonces, ¿te sujetará alguien a ti, igual que a mí? —preguntó Gendibal.
Rufirant dijo:
—Soltadle. Nah, nah. Sólo los brazos. Dejad libre los brazos, pero sujetad fuerte las piernas. No queremos bailes.
Gendibal se sintió clavado al suelo. Sus brazos estaban libres.
—Golpea, serio —dijo Rufirant—. Danos un golpe.
Y entonces la inquisidora mente de Gendibal encontró algo que respondió: indignación, un sentimiento de injusticia y pena. No tenía alternativa; debería correr el riesgo de un fortalecimiento total y después improvisar sobre la base de…
¡No hubo necesidad! No había tocado esta nueva mente, pero reaccionó como él habría deseado Exactamente.
De pronto se dio cuenta de que una pequeña figura, robusta, con el cabello negro, largo y enmarañado, y los brazos extendidos entró rápidamente en su campo de visión y empujó con brusquedad al campesino hameniano.
La figura pertenecía a una mujer. Gendibal pensó con severidad que era una consecuencia de su gran tensión y preocupación no haber reparado en ello hasta que sus ojos así se lo dijeron.
—¡Karoll Rufirant! —chilló al campesino—. ¡Tú ser bruto y cobarde! ¿Golpe por golpe, al estilo hameniano? Tú ser dos veces el tamaño del serio. Estarás en más peligro atacándome a mí. ¿Hay fama en empellar a un pobre escuálido? Hay vergüenza, estoy pensando. Serán un buen montón de dedos señalando y todos dirán: «Ese ser Rufirant, famoso pega-bebés». Será risa, estoy pensando, y ningún hameniano decente beberá contigo… y ninguna hameniana decente andará contigo.
Rufirant intentaba contener el torrente, parando los golpes que ella le dirigía, respondiendo débilmente con un apaciguador: «Vamos, Sura. Vamos, Sura».
Gendibal fue consciente de que las manos ya no lo sujetaban, de que Rufirant ya no lo miraba, de que las mentes de todos ellos ya no le prestaban atención.
Sura tampoco se la prestaba; su furia estaba concentrada únicamente en Rufirant. Gendibal, ya recobrado, tomó medidas para mantener esa furia y consolidar la inquietante vergüenza que llenaba la mente de Rufirant, y para hacer ambas cosas tan ligera y hábilmente que no dejaran marca. Tampoco ahora hubo necesidad.
La mujer dijo:
—Todos vosotros un paso atrás. Escuchad bien. Si no ser suficiente que este Karoll, basura ser como gigante para este famélico, tiene que haber cinco o seis más de vosotros aliados, amigos para compartir su vergüenza y volver a la granja con gloriosa historia de arrojo en pegar bebés. «Yo sujeté el brazo del escuálido», dirás tú, «y gigantesco Rufirant-tarugo le dio en la cara cuando él no estaba para devolver golpe». Y tú dirás: «Pero yo sujeté su pie, así que dadme también gloria». Y Rufirant-zoquete dirá: «Yo no podía tenerle en su sitio, así que mis compañeros de arado lo cogieron y, con la ayuda de los seis, le gané».
—Pero, Sura —objetó Rufirant, casi gimoteando—, dije a serio que podía dar primer golpe.
—Y temeroso estabas de los fuertes golpes de sus delgados brazos, ¿no ser así, Rufirant-cabeza dura? Vamos. Déjale ir adonde va, y el resto de vosotros a vuestras casas derechos, si ser que estas casas aún quieren hacer un recibimiento para vosotros. Todos teníais grandes esperanzas de que las hazañas de este día ser olvidadas. Y no lo serán, porque yo las esparciré por todas partes si me hacéis rabiar más furiosamente de lo que rabio ahora.
Se alejaron en silencio, con la cabeza gacha, sin volver la vista atrás.
Gendibal les siguió con la mirada, y después miró de nuevo a la mujer. Iba vestida con blusa y pantalones, y unos toscos zapatos cubrían sus pies.
Tenía la cara mojada de sudor y respiraba fuertemente. Su nariz era bastante grande; su pecho, voluminoso (por lo que Gendibal pudo ver a través de la holgura de la blusa); sus desnudos brazos, musculosos. Pero es que las hamenianas trabajaban en los campos junto a sus hombres.
Estaba mirándole severamente, con los brazos en jarras.
—Bueno, serio, ¿por qué estar remoloneando? Ir al Lugar de Serios. ¿Tienes miedo? ¿Te acompaño?
Gendibal olió el sudor en ropas que evidentemente no estaban recién lavadas, pero en vista de las circunstancias habría sido muy descortés mostrar repulsión.
—Le doy las gracias, señorita Sura…
—El apellido ser Novi —dijo ella con aspereza—. Sura Novi. Tú puedes decir Novi. No ser necesario decir más.
—Te doy las gracias, Novi. Has sido una gran ayuda para mí. Estaré encantado de que me acompañes, no porque tenga miedo sino por el placer de tu compañía. —Y se inclinó elegantemente, como habría podido hacerlo ante una de las jóvenes de la universidad.
Novi se ruborizó, pareció indecisa, y después trató de imitar su gesto.
—Placer…, ser mío —dijo, como buscando las palabras que expresaran adecuadamente su placer y tuvieran un cierto aire de cultura.
Echaron a andar juntos. Gendibal sabía muy bien que cada uno de sus lentos pasos le haría llegar aún más tarde a la reunión de la Mesa, pero ahora ya había tenido la oportunidad de pensar en el significado de lo ocurrido y se alegraba de prolongar el retraso.
Los edificios de la universidad se levantaban ante ellos cuando Sura Novi se detuvo y dijo vacilante:
—¿Maestro Serio?
Al parecer, pensó Gendibal, a medida que se acercaba a lo que ella llamaba el «Lugar de los Serios», se volvía más educada. Sintió el momentáneo impulso de decir: «¿Ya no me llamas pobre escuálido?». Pero eso la habría avergonzado demasiado.
—¿Sí, Novi?
—¿Ser muy bonito y rico el Lugar de los Serios?
—Es bonito —dijo Gendibal.
—Una vez soñé que estar en el Lugar. Y…, y ser seria.
—Algún día —dijo Gendibal cortésmente—, te lo mostraré.
La mirada que ella le dirigió revelaba bien a las claras que no lo interpretaba como una simple muestra de cortesía.
—Sé escribir. Maestro de escuela me enseña. Si te escribo carta —procuró decirlo con indiferencia—, ¿qué pongo para que venga a ti?
—Sólo pon «Casa de Oradores, Apartamento 27», y vendrá a mí. Pero ahora debo irme, Novi.
Volvió a inclinarse, y ella volvió a tratar de imitar el movimiento. Se alejaron en direcciones opuestas y Gendibal la apartó enseguida de su mente.
En cambio pensó en la reunión de la Mesa y, especialmente, en la oradora Delora Delarmi. Sus pensamientos no eran benévolos.