6. La Tierra

21

Trevize se sentía acalorado y molesto. Él y Pelorat estaban sentados en la pequeña zona dedicada a comedor, donde acababan de almorzar.

Pelorat dijo:

—Sólo hace dos días que estamos en el espacio y ya me encuentro muy cómodo, aunque añoro el aire fresco, la naturaleza, y todo eso. ¡Es extraño! Nunca se me ocurrió fijarme en esas cosas cuando las tenía a mi alrededor. De todos modos, entre mi oblea y esa notable computadora suya, llevo toda mi biblioteca conmigo… o todo lo que me importa, cuando menos. Y ya no me siento nada asustado de estar en el espacio. ¡Asombroso!

Trevize hizo un sonido ambiguo. Tenía los ojos fijos en el infinito.

Pelorat dijo con amabilidad:

—No pretendo molestarle, Golan, pero creo que no me está escuchando. No es que yo sea una persona muy interesante…, siempre he sido un poco aburrido, ¿sabe? Sin embargo, usted parece preocupado por alguna otra cosa. ¿Tenemos problemas? No debe ocultármelo, ¿sabe? Supongo que yo no podría hacer demasiado, pero tampoco me dejaría llevar por el pánico, querido muchacho.

—¿Problemas? —Trevize pareció volver a sus cabales, y frunció ligeramente el ceño.

—Me refiero a la nave. Es un modelo nuevo, y supongo que algo podría fallar. —Pelorat se permitió una leve y atemorizada sonrisa.

Trevize meneó la cabeza enérgicamente.

—He sido un estúpido dejándole en tal incertidumbre, Janov. A la nave no le pasa nada. Funciona a la perfección. Es sólo que he estado buscando un hiperrelé.

—Ah, comprendo…, aunque no demasiado. ¿Qué es un hiperrelé?

—Bueno, se lo explicaré, Janov. Yo estoy en comunicación con Términus. Al menos, puedo estarlo siempre que lo desee, y Términus puede, a su vez, comunicarse con nosotros. Conocen la situación de la nave, pues han observado su trayectoria. Aunque no lo hubieran hecho, podrían localizarnos registrando el espacio cercano en busca de una masa, lo que les advertiría sobre la presencia de una nave o, posiblemente, un meteorito. Pero también podrían detectar un patrón energético, que no sólo diferenciaría una nave de un meteorito sino que identificaría a una nave determinada, pues no hay dos naves que utilicen la energía del mismo modo. En ciertos aspectos, nuestro patrón resulta característico, por mucho que conectemos o desconectemos aparatos o instrumentos. La nave puede ser desconocida, naturalmente, pero si es una nave cuyo patrón energético esté registrado en Términus, como el nuestro, puede ser identificada en cuanto se la detecta.

Pelorat dijo:

—Me parece, Golan, que el avance de la civilización no es más que un ejercicio en la limitación de la intimidad.

—Quizá tenga razón. Sin embargo, antes o después tenemos que movernos por el hiperespacio o estaremos condenados a permanecer dentro de un radio de uno o dos pársecs de Términus durante el resto de nuestras vidas. Entonces seremos incapaces de emprender viajes interestelares. Además, al pasar por el hiperespacio sufrimos una discontinuidad en el espacio ordinario. Pasamos de aquí allí, y me refiero a un vacío de cientos de pársecs, algunas veces, en un instante de tiempo experimentado. De repente estamos enormemente lejos en una dirección que es muy difícil predecir y, en un sentido práctico, ya no podemos ser detectados.

—Lo comprendo. Sí.

—A menos, naturalmente, que hayan colocado un hiperrelé a bordo. El hiperrelé envía una señal a través del hiperespacio, una señal característica de esta nave, y las autoridades de Términus saben dónde estamos en todo momento. Esto responde a su pregunta, ¿verdad? No habría ningún lugar en la Galaxia donde pudiéramos escondernos y ninguna combinación de saltos por el hiperespacio nos permitiría eludir sus instrumentos.

—Pero, Golan —dijo Pelorat con suavidad—, ¿acaso no necesitamos la protección de la Fundación?

—Sí, Janov, pero no siempre. Usted ha dicho que el avance de la civilización significaba la continua restricción de la intimidad. Bueno, yo no quiero estar tan avanzado. Quiero libertad para moverme a mi antojo sin ser detectado, a menos que quiera protección. De modo que me sentiría mejor, mucho mejor, si no hubiera un hiperrelé a bordo.

—¿Lo ha encontrado, Golan?

—No, aún no. En todo caso, podría volverlo inoperante de alguna manera.

—¿Reconocería uno si lo viera?

—Esta es una de las dificultades. Quizá no lo reconociera. Sé cómo suele ser un hiperrelé y sé cómo examinar un objeto sospechoso…, pero esta es una nave último modelo, diseñada para misiones especiales. El hiperrelé puede haber sido incorporado a su diseño de forma que no de ninguna muestra de su presencia.

—Por otra parte, quizá no haya ningún hiperrelé en la nave y este sea el motivo por el que no lo ha encontrado.

—No me atrevo a confiar en ello y no me gusta la idea de dar un salto hasta que lo sepa.

El rostro de Pelorat se iluminó.

—Por eso hemos estado dando vueltas en el espacio. Me preguntaba por qué no habíamos saltado.

He oído hablar de los saltos, ¿sabe? La verdad es que estaba un poco nervioso pensando en ello, preguntándome cuándo me ordenaría que me atara o tomase una pastilla o algo así.

Trevize esbozó una sonrisa.

—No debe tener miedo. Las cosas ya no son como antes. En una nave como esta, la computadora lo hace todo. Tú le das las instrucciones y ella se encarga del resto. No nos daremos cuenta de nada, excepto de que el panorama ha cambiado de repente.

Si ha estado alguna vez en una sesión de diapositivas, sabrá lo que ocurre cuando se proyecta una diapositiva en lugar de otra. Pues bien, el salto será algo parecido.

—¡Caramba! ¿No se nota nada? ¡Qué curioso! Lo encuentro un poco decepcionante.

—Yo nunca he notado nada y las naves en que he viajado no eran tan sofisticadas como esta. Pero no es por el hiperrelé por lo que no hemos saltado. Tenemos que alejarnos un poco más de Términus, y del sol. Cuanto más lejos estemos de cualquier objeto macizo, más fácil nos resultará controlar el salto, y salir de nuevo al espacio en las coordenadas deseadas. En una emergencia, puedes arriesgarte a dar un salto cuando sólo estás a doscientos kilómetros de la superficie de un planeta y confiar en que tendrás la suerte de terminarlo a salvo. Como en la Galaxia hay mucho más volumen seguro que inseguro, puedes confiar en lograrlo. Sin embargo, siempre hay la posibilidad de que factores accidentales te hagan reaparecer a unos pocos millones de kilómetros de una estrella grande o en el núcleo galáctico, y entonces te fríes antes de poder pestañear.

Cuanto más lejos estés de una masa, más remotos serán estos factores y menos probable que se produzca un contratiempo.

—En ese caso, alabo su prudencia. No tenemos ninguna prisa.

—Exactamente. Además, me encantaría encontrar el hiperrelé antes de hacer nada. O encontrar un modo de convencerme a mí mismo de que no hay ningún hiperrelé.

Trevize pareció sumirse nuevamente en su concentración privada y Pelorat dijo, alzando un poco la voz para superar la barrera de preocupación:

—¿De cuánto tiempo disponemos?

—¿Qué?

—Quiero decir, ¿cuándo efectuaría el salto si no estuviese inquieto por el hiperrelé, mi querido amigo?

—Teniendo en cuenta nuestra velocidad y trayectoria, yo diría que cuatro días después del despegue.

Lo calcularé exactamente con ayuda de la computadora.

—Bueno, entonces, aún dispone de dos días para seguir buscando. ¿Puedo hacerle una sugerencia?

—Adelante.

—Sé por mi propio trabajo, muy distinto del suyo, naturalmente, pero quizá podamos generalizar, que concentrarse demasiado en un problema determinado es contraproducente. ¿Por qué no se relaja y habla de alguna cosa? Quizá su subconsciente, liberado del peso de la concentración, resuelva el problema por usted.

Trevize pareció momentáneamente molesto y luego se echó a reír.

—Bueno, ¿por qué no? Dígame, profesor, ¿qué le hizo interesarse por la Tierra? ¿Qué le inspiró esa extraña teoría sobre un planeta concreto del que procedemos todos?

—¡Ah! —Pelorat inclinó la cabeza en actitud meditativa—. Eso es retroceder mucho. Más de treinta años. Yo pensaba ser biólogo cuando iba a la escuela. Estaba particularmente interesado por la variación de las especies en los distintos mundos.

La variación, como usted sabe, bueno, quizá no lo sepa, de modo que no le importará que se lo explique, es muy pequeña. Todas las formas de vida existentes en la Galaxia, al menos todas las que hemos descubierto hasta ahora, tienen en común una composición de agua, proteínas y ácido nucleico.

Trevize dijo:

—Yo fui a la escuela militar, donde hacían hincapié en la tecnología nuclear y gravitica, pero no soy exactamente un especialista. Sé algunas cosas sobre la base química de la vida. Nos enseñaron que el agua, las proteínas y los ácidos nucleicos son la única base posible para la vida.

—En mi opinión, esa es una conclusión injustificada. Es mejor decir que aún no ha sido encontrada ninguna otra forma de vida, o, en todo caso, reconocida, y nada más. Lo más sorprendente es que las especies indígenas, es decir, las especies encontradas en un solo planeta y ningún otro, son escasas en número. La mayoría de las especies que existen, incluido el Homo sapiens en particular, están repartidas por todos o casi todos los mundos habitados de la Galaxia y son muy parecidas bioquímica, fisiológica y morfológicamente. Por otra parte, las especies indígenas se diferencian enormemente de las formas diseminadas y unas de otras.

—¿Y bien?

—La conclusión es que un mundo de la Galaxia, un solo mundo, es distinto del resto. Decenas de millones de mundos de la Galaxia, nadie sabe exactamente cuántos, han desarrollado vida. Era una vida simple, una vida escasa, una vida débil; no muy diversificada, difícilmente mantenida y difícilmente extendida. Un mundo, sólo un mundo, desarrolló vida en millones de especies, muchos millones, algunas muy especializadas, altamente desarrolladas, muy propensas a multiplicarse y extenderse, y entre ellas nos encontramos nosotros. Nosotros fuimos suficientemente inteligentes para formar una civilización, para desarrollar los vuelos hiperespaciales, y para colonizar la Galaxia, y, al extendemos por la Galaxia, tomamos muchas otras formas de vida, formas relacionadas entre sí y con nosotros.

—Si uno se detiene a pensarlo —dijo Trevize con bastante indiferencia—, supongo que es lógico. Es decir, aquí estamos en una Galaxia humana. Si suponemos que todo empezó en un solo mundo, ese mundo tendría que ser distinto. Pero ¿por qué no? Las posibilidades de desarrollar vida de un modo tan tumultuoso deben ser muy pocas, quizás una en cien millones de modo que es posible que sucediera en un mundo entre cien millones. Tuvo que ser uno.

—Pero ¿que es lo que hizo a ese mundo concreto tan distinto de los demás? —inquirió Pelorat con excitación—. ¿Cuáles fueron las condiciones que lo hicieron único?

—Simple casualidad, tal vez. Después de todo, los seres humanos y las formas de vida que trajeron consigo ya existen en decenas de millones de planetas, todos los cuales pueden sustentar vida, de modo que todos esos mundos deben reunir las condiciones necesarias.

—¡No! Una vez la especie humana hubo evolucionado, una vez hubo desarrollado una tecnología, una vez se hubo endurecido en la ardua lucha por la supervivencia, fue capaz de adaptarse a la vida en cualquier mundo, por muy inhóspito que este fuera; en Términus, por ejemplo. Pero ¿puede usted imaginar que la vida inteligente se haya desarrollado en Términus? Cuando Términus fue ocupada por seres humanos en tiempos de los enciclopedistas, la forma de vida vegetal más avanzada que producía era una planta musgosa que crecía sobre las piedras; las formas de vida animal más avanzadas eran pequeñas formaciones coralinas en el mar y organismos voladores similares a insectos en la tierra.

Nosotros los aniquilamos y surtimos el mar y la tierra de peces, conejos, cabras, yerba, cereales, árboles y así sucesivamente. No nos queda nada de la vida indígena, excepto lo que existe en los zoológicos y acuarios.

—Hmm —dijo Trevize.

Pelorat lo miró durante un minuto, y después suspiró y dijo:

—No le importa demasiado, ¿verdad? ¡Notable! Por alguna razón, nunca encuentro a nadie que le importe. Supongo que es culpa mía. No puedo hacerlo interesante, aunque a mi me interese tanto.

Trevize dijo:

—Es interesante. Lo es. Pero… pero… ¿y qué?

—¿No le parece que podría ser científicamente interesante estudiar un mundo que dio origen al único equilibrio ecológico indígena realmente floreciente que la Galaxia ha visto jamás?

—Tal vez, sí eres biólogo. Yo no lo soy. Tendrá que perdonarme.

—Naturalmente, querido amigo. Lo malo es que tampoco he encontrado nunca a un biólogo que estuviera interesado. Ya le he dicho que quería especializarme en biología. Planteé el tema a mi profesor y ni siquiera él se mostró interesado. Me recomendó que dedicara mis esfuerzos a algún problema práctico. Esto me decepcionó tanto que cambié la biología por la historia, que, en todo caso, había sido una de mis aficiones desde la adolescencia, y abordé la «Cuestión del Origen» desde ese ángulo.

Trevize dijo:

—Pero al menos le ha proporcionado un trabajo para toda la vida, de modo que debe alegrarse de que su profesor fuera tan ignorante.

—Sí, supongo que podría mirarse de ese modo. Y es un trabajo interesante, del que nunca me canso… Pero desearía que a usted le interesara. Odio esta sensación de hablar siempre conmigo mismo.

Trevize inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír de buena gana.

El sereno rostro de Pelorat adquirió una expresión ofendida.

—¿Por qué se ríe de mí?

—De usted no, Janov —dijo Trevize—. Me reía de mi propia estupidez. A usted le estoy muy agradecido. Tenía toda la razón, ¿sabe?

—¿Al reconocer la importancia de los orígenes humanos?

—No, no… Bueno, sí, en eso también… Pero me refería a que ha tenido razón aconsejándome que dejara de pensar conscientemente en mi problema y volviera mi mente hacia otro lado. Ha dado resultado. Cuando usted hablaba del modo en que evolucionó la vida, al fin se me ha ocurrido que sabía cómo encontrar ese hiperrelé si existía.

—¡Oh, eso!

—¡Si, eso! Es mi monomanía en este momento.

He buscado ese hiperrelé como si estuviera en mi viejo lanchón de una nave escuela, examinando cada parte de la nave con la vista, buscando algo que destacara del resto. Había olvidado que esta nave es un elaborado producto de miles de años de evolución tecnológica. ¿No lo entiende?

—No, Golan.

—Tenemos una computadora a bordo. ¿Cómo puedo haberlo olvidado?

Agitó la mano y fue hacia su propia habitación, arrastrando a Pelorat consigo.

—Sólo he de intentar comunicarme —dijo, colocando las manos en el contacto de la computadora.

Era cuestión de intentar comunicar con Términus, que ahora estaba a varios miles de kilómetros.

¡Llama! ¡Habla! Fue como si las terminaciones nerviosas brotaran y crecieran, extendiéndose con asombrosa velocidad, la velocidad de la luz, naturalmente, para establecer contacto.

Trevize se sorprendió tocando…, bueno, no exactamente tocando, sino percibiendo…, bueno, no exactamente percibiendo, sino…, no importaba, pues no había una palabra para ello.

Fue consciente de que Términus estaba a su alcance y, aunque la distancia entre él y el planeta se incrementaba a razón de unos veinte kilómetros por segundo, el contacto persistió como si el planeta y la nave estuvieran inmóviles y separados por unos pocos metros.

No dijo nada. No pensó nada. Únicamente estaba comprobando el principio de comunicación; no estaba comunicándose activamente.

Más allá, a ocho pársecs de distancia, estaba Anacreonte, el planeta grande más cercano, a la vuelta de la esquina, según los patrones galácticos. Enviar un mensaje por el mismo sistema, de velocidad equivalente a la de la luz, que acababa de funcionar con Términus, y recibir una respuesta, requeriría cincuenta y dos años.

¡Comunícate con Anacreonte! ¡Piensa en Anacreonte! Piensa en él tan intensamente como puedas.

Conoces su situación en relación a Términus y el núcleo galáctico; has estudiado su planetografía e historia; has resuelto problemas militares para recuperar Anacreonte (en el caso imposible, actualmente, de que fuera tomado por un enemigo).

¡Espacio! Has estado en Anacreonte.

¡Imagínatelo! ¡Imagínatelo! Sentirás que estás sobre él vía hiperrelé.

¡Nada! Sus terminaciones nerviosas vibraron y finalmente no se detuvieron en ningún sitio.

Trevize se liberó.

—No hay ningún hiperrelé a bordo del Estrella Lejana, Janov. Estoy seguro. Y si no hubiera seguido su sugerencia, me pregunto cuánto hubiese tardado en llegar a esta conclusión.

Pelorat, sin mover un solo músculo facial, resplandeció de alegría.

—Me satisface haberle servido de ayuda. ¿Significa esto que saltamos?

—No, esperaremos dos días más, para estar seguros. Tenemos que alejarnos de la masa, ¿recuerda? Normalmente, considerando que tengo una nave nueva y desconocida sobre la que no sé casi nada, tardaría dos días en calcular el procedimiento exacto, la hiperpropulsión correcta para el primer salto, en particular. No obstante, tengo la corazonada de que la computadora lo hará todo.

—¡Caramba! Eso significa que tenemos por delante un aburrido espacio de tiempo, creo yo.

—¿Aburrido? —Trevize sonrió ampliamente—. ¡Nada de eso! Usted y yo, Janov, vamos a hablar de la Tierra.

Pelorat dijo:

—¿En serio? ¿Acaso intenta complacer a un viejo? Es usted muy amable. De verdad.

—¡Tonterías! Lo que intento es complacerme a mí mismo. Janov, ha hecho de mí un converso. A resultas de lo que me ha explicado, creo que la Tierra es el objeto más importante y más interesante del universo.

22

Trevize debió comprenderlo en el momento en que Pelorat le expuso su punto de vista sobre la Tierra. No reaccionó inmediatamente porque estaba obsesionado por el problema del hiperrelé. Y en cuanto el problema desapareció, reaccionó.

Tal vez la aseveración que Hari Seldon repetía con más frecuencia era el comentario de que la Segunda Fundación estaba «en el otro extremo de la Galaxia» con relación a Términus. Seldon incluso había bautizado el lugar. Estaría «en el Extremo de las Estrellas».

Esto fue incluido por Gaal Dornick en su informe sobre el día del juicio ante el tribunal imperial.

«El otro extremo de la Galaxia»; estas eran las palabras que Seldon había dicho a Dornick, y a partir de aquel día su significado había sido objeto de debate.

¿Qué era lo que conectaba un extremo de la Galaxia con «el otro extremo»? ¿Era una línea recta, una espiral, un círculo, o qué?

Y ahora, luminosamente, Trevize comprendió que no era una línea, ni una curva, lo que debía, o podría, dibujarse sobre el mapa de la Galaxia. Era algo más sutil que esto.

Estaba completamente claro que uno de los extremos de la Galaxia era Términus. Se hallaba en el limite de la Galaxia, sí, nuestro límite de la Fundación, que daba a la palabra «extremo» un sentido literal. Sin embargo, también era el mundo más nuevo de la Galaxia en época de Seldon, un mundo que estaba a punto de fundarse, que aún no había contado para nada.

¿Qué sería el otro extremo de la Galaxia, desde este punto de vista? ¿El límite de la otra Fundación? ¿El mundo más viejo de la Galaxia? Y según el argumento expuesto por Pelorat, sin saber qué estaba exponiendo, sólo podía ser la Tierra. La Segunda Fundación bien podía estar en la Tierra.

Sin embargo, Seldon había dicho que el otro extremo de la Galaxia estaba «en el Extremo de las Estrellas». ¿Quién podía decir que no hablaba metafóricamente? Rastreando la historia de la humanidad como Pelorat había hecho, la línea iría desde cada sistema planetario, cada estrella que brillaba sobre un planeta habitado, hasta algún otro sistema planetario, alguna otra estrella de la que habrían venido los primeros inmigrantes, y después hasta una estrella anterior a esa, y finalmente, todas las líneas terminarían en el planeta donde se había originado la humanidad. La estrella que brillaba sobre la Tierra era el «Extremo de las Estrellas».

Trevize sonrió y dijo casi afectuosamente:

—Cuénteme algo sobre la Tierra, Janov.

Pelorat meneó la cabeza.

—En realidad, le he contado todo lo que hay. Averiguaremos más en Trántor.

Trevize dijo:

—No, no lo haremos, Janov. Allí no averiguaremos nada. ¿Por qué? Porque no iremos a Trántor. Yo dirijo esta nave y le aseguro que no iremos.

Pelorat se quedó con la boca abierta. Luchó por recobrar el aliento durante unos momentos y luego exclamó con desconsuelo:

—¡Oh, mi querido amigo!

—Vamos, Janov. No se ponga así. Encontraremos la Tierra —dijo Trevize.

—Pero sólo en Trántor podíamos…

—No, no es así. Trántor sólo es un lugar donde uno puede estudiar películas quebradizas y documentos polvorientos, y volverse igualmente quebradizo y polvoriento.

—Durante décadas, he soñado…

—Ha soñado con encontrar la Tierra.

—Pero sólo en…

Trevize se levantó, se inclinó hacia delante, agarró a Pelorat por el escote de la túnica, y dijo:

—No repita eso, profesor. No lo repita. La primera vez que me dijo que íbamos a buscar la Tierra, incluso antes de que llegáramos a esta nave, me aseguró que la encontraríamos porque, y cito sus propias palabras, «se me ha ocurrido una excelente posibilidad». Ahora no quiero volver a oírle decir Trántor nunca más. Sólo quiero que me hable de esta excelente posibilidad.

—Pero tiene que confirmarse. Hasta ahora sólo es una idea, una esperanza, una vaga posibilidad.

—¡Bien! ¡Hábleme de ella!

—Usted no lo entiende. No entiende nada. No es un campo en el que nadie más que yo haya hecho investigaciones. No hay nada histórico, nada firme, nada real. La gente habla de la Tierra como si fuera un hecho, y también como si fuera una leyenda. Hay millones de relatos contradictorios…

—Bueno, entonces, ¿en qué ha consistido su investigación?

—Me he visto obligado a reunir todos los relatos, todos los detalles de supuesta historia, todas las leyendas, todas las fábulas. Incluso novelas. Cualquier cosa que incluya el nombre de la Tierra o la idea de un planeta de origen. Durante más de treinta años, he reunido todo lo que he podido encontrar en todos los planetas de la Galaxia. Si ahora pudiese encontrar algo más fiable en la Biblioteca Galáctica de… Pero usted no me deja pronunciar esa palabra.

—Así es. No la pronuncie. En cambio, dígame que uno de esos documentos le ha llamado la atención, y dígame sus razones para pensar que ese, entre todos ellos, debería legitimarse.

Pelorat meneó la cabeza.

—Vamos, Golan, si me disculpa por decírselo, habla como un soldado o un político. No es así cómo funciona la historia.

Trevize inspiró profundamente y se contuvo.

—Explíqueme cómo funciona, Janov. Tenemos dos días. Edúqueme.

—No se puede confiar en una sola leyenda, ni siquiera en un solo grupo. He tenido que reunirlas todas, analizarlas, organizarlas, establecer símbolos para representar distintos aspectos de su contenido; relatos de climas imposibles, detalles astronómicos de sistemas planetarios en desacuerdo con lo que realmente existe, lugar de origen de héroes específicamente declarados como no nativos, y centenares de documentos más. No le enumeraré la lista completa. Dos días no serían suficientes. Como le he dicho, yo he tardado más de treinta años.

»Después elaboré un programa para que la computadora examinara todas esas fábulas en busca de componentes comunes, y busqué una transformación que eliminara las verdaderas imposibilidades. Fui haciendo un modelo de cómo debió de ser la Tierra. Al fin y al cabo, si todos los seres humanos se originaron en un solo planeta, ese planeta debe representar el único hecho que todas las fábulas sobre los orígenes, todos los relatos sobre los héroes, tienen en común. Bueno, ¿quiere que entre en detalles matemáticos?

Trevize respondió:

—Ahora no, gracias, pero ¿cómo sabe que sus matemáticas no le engañarán? Sabemos con certeza que Términus fue fundado hace sólo cinco siglos y que los primeros seres humanos llegaron como una colonia desde Trántor, pero habían sido seleccionados por docenas, si no por centenares, en otros mundos. Sin embargo, alguien que no lo supiera podría suponer que Hari Seldon y Salvor Hardin, ninguno de los cuales nació en Términus, procedían de la Tierra, y que Trántor era el nombre que designaba a la Tierra. Indudablemente, si se emprendiera la búsqueda del Trántor descrito en tiempos de Seldon, un mundo revestido de metal, no se encontraría y podría ser considerado una fábula imposible.

Pelorat parecía complacido.

—Retiro mi observación anterior sobre soldados y políticos, mi querido amigo. Tiene usted una gran intuición. Naturalmente, tuve que establecer controles. Inventé un centenar de falsedades basadas en deformaciones de la historia real e imitaciones de fábulas del tipo que yo había reunido. Después traté de incorporar mis invenciones al modelo. Una de ellas incluso estaba basada en la historia reciente de Términus. La computadora las rechazó todas. Absolutamente todas. Sin duda, eso también podría significar que carezco de inventiva para idear algo razonable, pero hice lo que pude.

—Estoy seguro de ello, Janov. ¿Qué le dijo su modelo respecto a la Tierra?

—Una serie de cosas con diversos grados de verosimilitud. Una especie de perfil. Por ejemplo, aproximadamente un noventa por ciento de los planetas habitados de la Galaxia tienen períodos rotativos de veintidós a veintiséis Horas de Tiempo Galáctico.

Pues bien…

Trevize le interrumpió.

—Confío en que no prestara atención a eso, Janov. Ahí no hay misterio. Para que un planeta sea habitable, no debe girar con tal rapidez que la circulación de aire produzca condiciones tormentosas imposibles, ni con tal lentitud que la variación de temperatura sea extrema. Es una propiedad autoselectiva.

Los seres humanos prefieren vivir en planetas con características adecuadas y después, cuando todos los planetas habitables tienen características parecidas, algunos dicen: «¡Qué asombrosa coincidencia!», cuando no es nada asombroso y ni siquiera una coincidencia.

—De hecho —dijo Pelorat con tranquilidad—, este es un fenómeno muy conocido en la ciencia social. En física también, me parece…, pero yo no soy físico y no estoy seguro de ello. En todo caso, se llama «principio antrópico». El observador influye sobre los sucesos que observa por el simple hecho de observarlos o estar allí para observarlos. Pero la pregunta es: ¿Dónde está el planeta que sirvió de modelo? ¿Qué planeta gira precisamente en un Día de Tiempo Galáctico o Veinticuatro Horas de Tiempo Galáctico?

Trevize pareció pensativo y echó hacia fuera el labio inferior.

—¿Cree que podría ser la Tierra? El tiempo galáctico pudo basarse en las características locales de cualquier mundo, ¿no es verdad?

—No es probable. No se ajustaría a la forma de ser del hombre. Trántor fue el mundo-capital de la Galaxia durante doce mil años, el mundo más populoso durante veinte mil años, pero no impuso su período rotativo de 1,08 Días de Tiempo Galáctico en toda la Galaxia. Y el período rotativo de Términus es 0,91 DTG, a pesar de lo cual no lo hacemos valer en los planetas dominados por nosotros. Cada planeta utiliza sus propios cálculos particulares en su propio sistema de Días Planetarios Locales, y para cuestiones de importancia interplanetaria se establecen valores, con la ayuda de computadoras, entre los DPL y los DTG. ¡El Día de Tiempo Galáctico debe proceder de la Tierra!

—¿Por qué debe?

—En primer lugar, la Tierra fue una vez el único mundo habitado, de modo que su día y año debían ser las normas por las que se regían, y muy probablemente continuaron siéndolo, por inercia social, a medida que se poblaban otros mundos. Además, el modelo que yo hice era el de una Tierra que giraba sobre su eje en sólo veinticuatro Horas de Tiempo Galáctico y que giraba en torno a su sol en sólo un Año de Tiempo Galáctico.

—¿No podría ser una coincidencia?

Pelorat se echó a reír.

—Ahora es usted quien habla de coincidencias. ¿Se atrevería a apostar que una cosa así es una coincidencia?

—De acuerdo, de acuerdo —murmuró Trevize.

—De hecho, esto no es todo. Hay una arcaica medida de tiempo llamada mes…

—He oído hablar de ella.

—Al parecer, corresponde al período de revolución del satélite de la Tierra alrededor de la Tierra. Sin embargo…

—¿Sí?

—Bueno, uno de los factores más asombrosos del modelo es que el satélite que acabo de mencionar es enorme; mide más de una cuarta parte del diámetro de la misma Tierra.

—Jamás he oído nada igual, Janov. No hay un solo planeta habitado en toda la Galaxia con un satélite así.

—Pero eso es bueno —dijo Pelorat con animación—. Si la Tierra es un mundo único en su producción de especies diferenciadas y en la evolución de la inteligencia, necesitamos alguna singularidad física.

—Pero ¿qué relación podría tener un satélite grande con las especies diferenciadas, la inteligencia, y todo eso?

—Bueno, ha puesto el dedo en la llaga. No lo sé con exactitud. Pero vale la pena estudiarlo, ¿no cree?

Trevize se puso en pie y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Dónde está el problema, entonces? Consulte las estadísticas sobre planetas habitados y encuentre uno que tenga un período de rotación y de revolución de un Día de Tiempo Galáctico y un Año de Tiempo Galáctico respectivamente. Y si también, posee un satélite gigantesco, habrá encontrado lo que busca. Deduzco, por eso de que «se me ha ocurrido una excelente posibilidad», que ya ha hecho todo esto, y que ha encontrado su mundo.

Pelorat pareció desconcertado.

—Pues, verá, esto no es exactamente lo que sucedió. Es cierto que repasé las estadísticas, o al menos se lo encargué al departamento de astronomía y…, bueno, para decirlo sin rodeos, ese mundo no existe.

Trevize volvió a sentarse bruscamente.

—Pero eso echa por tierra todo su argumento.

—No del todo, creo yo.

—¿Cómo que no del todo? Hace un modelo con toda clase de descripciones detalladas y no logra encontrar nada que concuerde. Entonces, su modelo no sirve para nada. Tiene que empezar desde el principio.

—No. Esto sólo significa que las estadísticas sobre los planetas habitados son incompletas. Al fin y al cabo, hay decenas de millones de ellos, y algunos son mundos muy oscuros. Por ejemplo, no hay datos exactos sobre la población de casi la mitad.

Y respecto a seiscientos cuarenta mil mundos habitados casi no hay más información que sus nombres, y a veces su localización. Algunos galactógrafos han estimado que puede haber hasta diez mil planetas habitados que ni siquiera figuran en la lista. Presumiblemente, los mundos lo prefieren así. Durante la Era Imperial, esto pudo ayudarles a evitar los impuestos.

—Y en los siglos que siguieron —dijo Trevize con cinismo—, pudo ayudarles a constituirse en una base para los piratas, lo cual seguramente se reveló más productivo que el comercio ordinario.

—Yo no sé nada de eso —dijo Pelorat en tono de duda.

Trevize prosiguió:

—De todos modos, creo que la Tierra tendría que estar en la lista de planetas habitados, cualesquiera que fuesen sus propios deseos. Por definición, sería el más viejo de todos ellos, y no pudo ser pasado por alto en los primeros siglos de civilización galáctica. Y una vez en la lista, permanecería en ella. No hay duda de que también ahora podemos contar con la inercia social.

Pelorat titubeó y pareció angustiado.

—En realidad, hay… hay un planeta llamado Tierra en la lista de planetas habitados.

Trevize lo miró con asombro.

—Tengo la impresión de que, hace un rato, me ha dicho que la Tierra no figuraba en la lista.

—Como la Tierra, así es. Sin embargo, hay un planeta llamado Gaia.

—¿Qué tiene eso que ver? ¿Gahyah?

—Se deletrea G-A-I-A. Significa «Tierra».

—¿Por qué significaría Tierra, Janov, en vez de cualquier otra cosa? Ese nombre no tiene sentido para mí.

El rostro normalmente inexpresivo de Pelorat se distendió en algo semejante a una mueca.

—No sé si creerá lo que voy a decirle… Si me guío por mi análisis de las leyendas, en la Tierra había varios idiomas distintos, mutuamente ininteligibles.

—¿Qué?

—Si. Al fin y al cabo, nosotros tenemos mil modos de hablar distintos en toda la Galaxia…

—Es cierto que en toda la Galaxia hay variaciones dialécticas, pero no son mutuamente ininteligibles. Y aunque comprender algunas, de ellas sea un poco difícil, todos compartimos el idioma galáctico.

—Desde luego, pero hay constantes viajes interestelares. ¿Y si algún mundo estuviera aislado durante un largo período?

—Pero usted habla de la Tierra. Un solo planeta. ¿Dónde está el aislamiento?

—No olvide que la Tierra es el planeta de origen, donde en una época la humanidad debió ser más primitiva de lo imaginable. Sin viajes interestelares, sin computadoras, sin tecnología de ninguna clase, evolucionando a partir de antepasados no humanos.

—Es tan ridículo…

Pelorat bajó la cabeza con evidente turbación.

—Quizá sea mejor no hablar de ello, querido muchacho. Nunca he conseguido que resultara convincente para nadie. Es culpa mía, estoy seguro.

Trevize se mostró instantáneamente contrito.

—Janov, le pido perdón. He hablado sin pensar. Después de todo, estos son puntos de vista a los que no estoy acostumbrado. Usted ha estado desarrollando sus teorías durante más de treinta años, mientras que yo es la primera vez que las oigo. Tiene que ser indulgente. Escuche, me imaginaré que la Tierra está habitada por unos seres primitivos que hablan dos lenguas completamente distintas y mutuamente ininteligibles…

—Media docena, tal vez —dijo Pelorat con timidez—. Es posible que la Tierra estuviera dividida en varias áreas de tierra, y es posible que, al principio, no hubiera comunicaciones entre ellas. Los habitantes de cada área de tierra debieron desarrollar una lengua individual.

Trevize aventuró con cautelosa gravedad:

—Y es posible que en cada una de estas áreas de tierra, una vez se tuvo conocimiento de las demás, debatieran la «Cuestión del Origen» y se preguntaran en cuál de ellas los seres humanos habían surgido de otros animales por primera vez.

—Es muy posible, Golan. Sería una actitud muy natural por su parte.

—Y en una de estas lenguas, Gaia significa Tierra. Y la misma palabra «Tierra» se deriva de otra de esas lenguas.

—Sí, sí.

—Y mientras que el idioma galáctico se derivó de la lengua en que «Tierra» significa «Tierra», los habitantes de la Tierra llaman «Gaia» a su planeta porque así se le designaba en otra de sus lenguas.

—¡Exactamente! Es usted muy rápido, Golan.

—Pero a mí me parece que no es necesario hacer un misterio de todo esto. Si Gaia es realmente la Tierra, a pesar de la diferencia de nombres, Gaia, según su argumento anterior, debe tener un periodo de rotación de un Día Galáctico, un período de revolución de un Año Galáctico, y un satélite gigantesco que gira a su alrededor en un mes.

—Si, tendría que ser así.

—Pero ¿reúne o no reúne estos requisitos?

—No lo sé. La información no consta en las tablas.

—¿En serio? Entonces, Janov, ¿qué le parece si vamos a Gaia y cronometramos sus períodos y observamos su satélite?

—Me gustaría, Golan —titubeó Pelorat—. Lo malo es que su localización tampoco consta en ningún sitio.

—¿Quiere decir que todo lo que tiene es el nombre y nada más, y que esta es su excelente posibilidad?

—¡Precisamente por este motivo quiero ir a la Biblioteca Galáctica!

—Bueno, espere. Dice que las tablas no dan la situación exacta. ¿Dan algún tipo de información?

—Lo sitúan en el sector de Sayshell… y añaden un interrogante.

—Entonces… Janov, no se desanime. ¡Iremos al sector de Sayshell y nos las arreglaremos para encontrar Gaia!