5. Orador
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¡Trántor!
Durante ocho mil años fue la capital de una extensa y poderosa entidad política que abarcaba una agrupación de sistemas planetarios en constante crecimiento. Durante los doce mil años siguientes fue la capital de una entidad política que abarcaba toda la Galaxia. Fue el centro, el corazón, el epítome del Imperio Galáctico.
Era imposible pensar en el Imperio sin pensar en Trántor.
Trántor no alcanzó su culminación física hasta que el Imperio se halló en plena decadencia. De hecho, nadie se percató de que el Imperio había perdido su poderío y su empuje porque Trántor conservaba el fulgor de su brillante metal.
Su desarrollo llegó al punto máximo cuando se convirtió en una ciudad extendida por todo el planeta. Su población se estabilizó (por decreto) en los cuarenta y cinco mil millones, y las únicas zonas verdes se hallaban en el Palacio Imperial y el complejo de la Universidad/Biblioteca Galáctica.
La superficie de Trántor fue revestida de metal.
Tanto sus desiertos como sus zonas fértiles fueron recubiertas y se convirtieron en hormigueros humanos, junglas administrativas, elaboraciones computadorizadas, grandes almacenes de alimentos y piezas de repuesto. Sus cordilleras fueron abatidas, y sus abismos rellenados. Los interminables pasillos de la ciudad discurrían bajo las plataformas continentales, y los océanos se transformaron en enormes cisternas acuaculturales subterráneas, la única (e insuficiente) fuente nativa de alimentos y minerales.
Las relaciones con los mundos exteriores, de los que Trántor obtenía los recursos que necesitaba, dependían de sus mil espaciopuertos, sus diez mil naves de guerra, sus cien mil naves comerciales, y su millón de cargueros espaciales.
Ninguna ciudad tan extensa fue nunca reconvertida tan rigurosamente. Ningún planeta de la Galaxia había hecho nunca tanto uso de la energía solar o llegado a tales extremos para librarse del calor residual. Brillantes radiadores se alzaban hasta la tenue atmósfera superior en el lado nocturno y se retiraban al interior de la ciudad metálica en el lado diurno. Mientras el planeta giraba, los radiadores iban elevándose a medida que la noche caía progresivamente sobre el mundo, e iban descendiendo a medida que el día rompía. De este modo Trántor siempre tenía una asimetría artificial que casi era su símbolo.
En su apogeo, ¡Trántor gobernó el Imperio!
Lo hizo mal, pero nada habría podido hacerlo bien. El Imperio era demasiado grande para ser gobernado por un solo mundo, incluso bajo los emperadores más dinámicos. ¿Qué otra cosa pudo hacer Trántor más que gobernarlo mal cuando, en los siglos de decadencia, la corona imperial estuvo a merced de taimados políticos y necios incompetentes. Y la burocracia se convirtió en una subcultura de corruptibles?
Pero incluso en sus peores épocas hubo innumerables factores positivos. El imperio galáctico no habría podido ser gobernado sin Trántor.
El Imperio fue derrumbándose ininterrumpidamente, pero, mientras Trántor siguió siendo Trántor, continuó habiendo un núcleo del Imperio y este re tuvo un aire de orgullo, de prosperidad, de tradición, poder y… exaltación.
Sólo cuando sucedió lo inimaginable; cuando Trántor finalmente cayó y fue saqueado; cuando sus ciudadanos fueron asesinados por millones y condenados a la inanición por millones; cuando su resistente capa metálica fue abollada, perforada y fundida por el ataque de la flota «bárbara», sólo entonces se consideró que el Imperio había caído. Los supervivientes de aquel mundo tan glorioso destrozaron lo que había quedado y, en una generación, Trántor pasó de ser el planeta más grande que la raza humana había visto jamás a convertirse en un inconcebible laberinto de ruinas.
Esto había sucedido casi dos siglos y medio antes. En el resto de la Galaxia aún se recordaba Trántor tal como había sido. Viviría eternamente como el escenario preferido de las novelas históricas, el símbolo y el recuerdo preferido del pasado, la palabra preferida para adagios como «Todas las naves estelares aterrizan en Trántor», «Como buscar a una persona en Trántor» y «Se parece como esto y Trántor».
En todo el resto de la Galaxia…
¡Pero no sucedía lo mismo en el propio Trántor! Allí el antiguo Trántor estaba olvidado. El metal de la superficie había desaparecido casi en todas partes. Trántor era ahora un mundo de campesinos autosuficientes casi despoblado, un lugar al que las naves comerciales raramente acudían y no eran particularmente bien recibidas cuando lo hacían. La misma palabra «Trántor», aunque todavía en uso oficial, había desaparecido del lenguaje popular. Los trantorianos lo llamaban «Hame», que en su dialecto era el equivalente de «Hogar», en el idioma galáctico.
Quindor Shandess pensaba en todo esto y mucho más mientras permanecía sumido en un grato estado de somnolencia, en el cual podía dejar que su mente discurriera a lo largo de una línea de pensamiento automotriz y no organizada.
Había sido primer orador de la Segunda Fundación durante dieciocho años, y bien podría seguir siéndolo durante otros diez o doce si su mente se mantenía razonablemente vigorosa y era capaz de continuar librando guerras políticas.
Era el cargo análogo, el fiel reflejo del de alcalde de Términus, que gobernaba la Primera Fundación, pero ¡qué diferentes en todos los aspectos! El alcalde de Términus era conocido en toda la Galaxia y, por lo tanto, la Primera Fundación era simplemente «la Fundación» para todos los mundos. El primer orador de la Segunda Fundación sólo era conocido por sus compañeros.
Y, sin embargo, era la Segunda Fundación, bajo él mismo y sus predecesores, la que detentaba el verdadero poder. La Primera Fundación era superior en el reino del poder físico, de la tecnología, de las armas bélicas. La Segunda Fundación era superior en el reino del poder mental, del intelecto, de la capacidad para controlar. En un conflicto entre las dos, ¿acaso importaría de cuántas naves y armas dispusiera la Primera Fundación, si la Segunda Fundación podía controlar las mentes de aquellos que controlaban las naves y las armas?
Pero ¿durante cuánto tiempo podía él recrearse en esta certeza de su poder secreto?
Era el vigésimo quinto primer orador y ya llevaba en el cargo más tiempo del habitual. ¿Debería, tal vez, no seguir aferrándose a él y ceder el paso a los aspirantes más jóvenes? Estaba el orador Gendibal, el más perspicaz de la Mesa y el que se había incorporado más recientemente a ella. Esa noche pasarían un rato juntos y Shandess lo esperaba con interés. ¿Debería esperar también el posible acceso al poder de Gendibal algún día?
La respuesta a la pregunta era que Shandess no pensaba realmente dejar su puesto. Lo disfrutaba demasiado.
Permanecía allí, en su vejez, aún perfectamente capaz de cumplir con sus obligaciones. Su cabello era gris, pero siempre había sido de un color claro y lo llevaba muy corto, de modo que el color apenas importaba. Tenía los ojos de un azul pálido y su ropa se ajustaba al sobrio estilo de los campesinos trantorianos.
El primer orador podía pasar entre los habitantes de Hame como uno de ellos, si así lo deseaba, pero su oculto poder seguía existiendo. Podía optar por concentrar sus ojos y su mente en cualquier momento; entonces ellos actuarían según su voluntad y después no recordarían nada.
Rara vez ocurría. Casi nunca. La Regla de Oro de la Segunda Fundación era: «No hagas nada a menos que sea preciso, y cuando sea preciso actuar… vacila.».
El primer orador suspiró quedamente. Vivir en la vieja universidad, con la melancólica grandeza de las minas del Palacio Imperial no demasiado lejos, impulsaba a preguntarse de vez en cuando si la Regla de Oro era realmente de oro.
En los días del Gran Saqueo, la Regla de Oro había sido extremada hasta el límite. No había modo de salvar Trántor sin sacrificar el Plan Seldon de establecer un Segundo Imperio. Habría sido humano salvar a los cuarenta y cinco mil millones de víctimas, pero no habrían podido ser salvadas sin retención del núcleo del Primer Imperio y eso sólo habría retrasado el cumplimiento de las previsiones. Habría llevado a una destrucción mayor unos siglos más tarde, y quizá el Segundo Imperio nunca…
Los primeros oradores anteriores habían trabajado en el previsto saqueo durante décadas, pero no habían encontrado ninguna solución, ningún medio para asegurar tanto la salvación de Trántor como el posible establecimiento del Segundo Imperio. ¡Hubo que escoger el mal menor, y Trántor había muerto!
Los miembros de la Segunda Fundación de aquella época consiguieron salvar, por un estrechísimo margen, el complejo de la universidad/biblioteca, y esto también había generado un sentimiento de culpabilidad. Aunque nadie había demostrado jamás que la salvación del complejo condujera al meteórico ascenso del Mulo, siempre persistió la intuición de que existía una relación.
¡Qué cerca habían estado de destruirlo todo!
Sin embargo, tras las décadas del saqueo y el Mulo, llegó la Edad de Oro de la Segunda Fundación.
Antes de eso, durante más de dos siglos y medio después de la muerte de Seldon, los miembros de la Segunda Fundación se habían escondido como topos en la biblioteca, con el único fin de no cruzarse en el camino de los imperiales. Ejercieron de bibliotecarios en una sociedad decadente cada vez menos interesada por la ahora mal llamada Biblioteca Galáctica, que cayó en el desuso que tanto convenía a la Segunda Fundación.
Fue una vida innoble. Se limitaron a conservar el Plan, mientras en el extremo de la Galaxia, la Primera Fundación luchaba por sobrevivir contra enemigos cada vez más poderosos sin la ayuda de la Segunda Fundación ni la seguridad de que existiera realmente.
Fue el Gran Saqueo lo que liberó a la Segunda Fundación, otro motivo (el joven Gendibal, que tenía valor, había dicho recientemente que fue el motivo principal) por el que se permitió que el saqueo tuviera lugar.
Después del Gran Saqueo, el Imperio desapareció y, durante los últimos tiempos, los supervivientes trantorianos nunca habían entrado en el territorio de la Segunda Fundación sin ser invitados. Los miembros de la Segunda Fundación se encargaron de que el complejo universidad/biblioteca, que había sobrevivido al saqueo, también sobreviviera a la Gran Renovación. Las ruinas del palacio fueron asimismo preservadas. El metal había desaparecido de casi todo el resto del mundo. Los amplios e interminables corredores estaban cubiertos, rellenados, destruidos, abandonados; todo bajo piedra y tierra; todo excepto en ese lugar, donde el metal aún circundaba los antiguos espacios abiertos.
Podía ser considerado un gran monumento a la grandeza, el sepulcro del Imperio pero para los trantorianos, los hamenianos, esos eran lugares embrujados, llenos de fantasmas a los que no se debía molestar. Sólo los miembros de la Segunda Fundación penetraban en los antiguos corredores o tocaban el brillante titanio.
Y aun así, todo había estado a punto de perderse a causa del Mulo.
El Mulo había estado en Trántor. ¿Y si hubiera descubierto la naturaleza del mundo donde se encontraba? Sus armas físicas eran mucho más poderosas que aquellas de las que la Segunda Fundación disponía, y sus armas mentales casi igualmente poderosas. La Segunda Fundación siempre se vería obstaculizada por la necesidad de no hacer nada más que lo preciso, y por la certeza de que casi cualquier esperanza de ganar la lucha inmediata podría comportar una pérdida aún mayor.
De no haber sido por Bayta Darell y su rápida decisión… ¡Y eso también se produjo sin la ayuda de la Segunda Fundación!
Y después…, la Edad de Oro, durante la cual los primeros oradores de la época hallaron de algún modo los medios para pasar a la acción, deteniendo al Mulo en su carrera de conquistas, controlando al fin su mente; y deteniendo luego a la propia Primera Fundación cuando reveló una suspicacia y una curiosidad excesivas sobre la naturaleza y la identidad de la Segunda Fundación. Fue Preem Palver, decimonoveno primer orador y el más grande de todos, quien consiguió poner fin a todo peligro, no sin terribles sacrificios, y restauró el Plan Seldon.
Ahora, desde hacía ciento veinte años, la Segunda Fundación volvía a estar donde había estado, escondida en una zona embrujada de Trántor. Ya no se escondían de los imperiales, sino todavía de la Primera Fundación, una Primera Fundación casi tan extensa como el antiguo Imperio Galáctico, é incluso más poderosa en tecnología.
El primer orador cerró los ojos bajo el cálido sol y se sumió en ese estado irreal de relajantes experiencias alucinatorias que no eran sueños ni pensamientos conscientes.
Tenía que desterrar la melancolía. Todo iría bien. Trántor aún era la capital de la Galaxia, pues la Segunda Fundación estaba aquí y detentaba más poder y capacidad de control de los que el emperador había tenido jamás.
La Primera Fundación sería contenida y guiada, y se movería correctamente. Por muy formidables que fuesen sus naves y sus armas, no podrían hacer nada mientras los líderes clave pudieran ser, en caso de necesidad, mentalmente controlados.
Y el Segundo Imperio llegaría, pero no sería como el primero. Sería un imperio federado, en el que cada una de sus partes tendría un considerable autogobierno, a fin de que no se diese la fuerza aparente y la debilidad real de un gobierno unitario y centralizado. El nuevo imperio sería más liberal, más manejable, más flexible, más capaz de resistir la tensión, y siempre, siempre, sería guiado por los ocultos hombres y mujeres de la Segunda Fundación. Trántor seguiría siendo entonces la capital más poderosa con sus cuarenta mil psicohistoriadores de lo que lo había sido jamás con sus cuarenta y cinco mil millones…
El primer orador se despertó con un sobresalto.
El sol estaba bajo en el cielo. ¿Habría murmurado?
¿Habría dicho algo en voz alta?
Si la Segunda Fundación tenía que saber mucho y decir poco, los oradores tenían que saber más y decir menos, y el primer orador tenía que ser el que más supiera y el que menas dijera.
Sonrió irónicamente. Siempre resultaba tan tentador convertirse en un patriota trantoriano, creer que la finalidad del Segundo Imperio era conseguir la hegemonía trantoriana… Seldon ya lo había advertido; había previsto incluso esto, cinco siglos antes de que pudiera pasar.
Sin embargo, el primer orador no había dormido demasiado. Aún no era la hora de la audiencia de Gendibal.
Shandess esperaba con interés esa reunión privada. Gendibal era suficientemente joven para mirar el Plan con ojos nuevos, y suficientemente sagaz para ver lo que otros quizá no pudiesen. Y no era imposible que Shandess aprendiera algo oyendo lo que el joven tenía que decir.
Nadie sabría jamás con certeza lo mucho que Preem Palver, el gran Palver en persona, había aprendido el día en que el joven Kol Benjoam, que aún no tenía treinta años, fue a verle para hablar sobre los posibles modos de controlar la Primera Fundación. Benjoam, que más tarde sería reconocido como el mayor teórico desde Seldon, nunca habló de esa audiencia en años posteriores, pero al fin se convirtió en el vigésimo primer orador. Hubo algunos que atribuyeron a Benjoam, más que a Palver, los grandes logros de la administración de Palver.
Shandess se distrajo pensando en lo que Gendibal podría decir. Era tradicional que los jóvenes entusiastas, al hallarse por primera vez a solas con el primer orador, condensaran toda su tesis en la primera frase. E indudablemente no solicitaban esa importante primera audiencia por algo trivial, ya que toda su carrera subsiguiente se derrumbaría si el primer orador les consideraba personas de pocas luces.
Cuatro horas más tarde, Gendibal se presentó ante él. El joven no daba muestras de nerviosismo. Esperó tranquilamente a que Shandess hablara primero.
—Ha solicitado una audiencia privada, orador, para tratar de un asunto importante. ¿Quiere hacer el favor de resumirme este asunto? —dijo Shandess.
Y Gendibal, hablando serenamente, casi como si estuviera describiendo lo que acababa de cenar, exclamó:
—¡Primer orador, el Plan Seldon no tiene sentido!
18
Stor Gendibal no necesitaba la evidencia de que otros reconocieran su valía. No recordaba una época durante la que no se hubiera sentido diferente.
Fue reclutado para la Segunda Fundación, cuando sólo era un niño de diez años, por un agente que reconoció el potencial de su mente.
Después cursó sus estudios con asombrosa facilidad y se aficionó a la psicohistoria como una astronave responde a un campo de gravedad. La psicohistoria tiró de él y él se curvó hacia ella, leyendo el texto de Seldon sobre las leyes fundamentales cuando otros muchachos de su edad simplemente intentaban resolver ecuaciones diferenciales.
A los quince años ingresó en la Universidad Galáctica de Trántor (como había sido rebautizada oficialmente la Universidad de Trántor), tras una entrevista durante la cual, al ser preguntado sobre sus ambiciones, contestó resueltamente: «Ser primer orador antes de los cuarenta».
No se había molestado en aspirar al sillón del primer orador sin merecimientos. Alcanzarlo, de un modo u otro, parecía ser una certidumbre para él.
Era hacerlo en la juventud lo que parecía ser su objetivo. Incluso Preem Palver contaba cuarenta y dos años cuando accedió al cargo.
La expresión del entrevistador cambió cuando Gendibal le reveló su propósito, pero el joven ya dominaba el psicolenguaje y supo interpretar ese cambio. Supo, con tanta certeza como si el entrevistador lo hubiera anunciado, que este haría una pequeña anotación en su expediente en el sentido de que sería difícil de manejar.
¡Naturalmente!
Gendibal se proponía ser difícil de manejar.
Ahora tenía treinta años. Cumpliría treinta y uno al cabo de dos meses, y ya era miembro del Consejo de Oradores. Disponía de nueve años, como máximo para convertirse en primer orador y sabia que lo lograría. La audiencia con el actual primer orador era crucial para sus planes y, mientras la preparaba con el fin de causar la impresión deseada, no había regateado esfuerzos para pulir su dominio del psicolenguaje.
Cuando dos oradores de la Segunda Fundación se comunican entre sí, el lenguaje no se parece a ningún otro de la Galaxia. Es tanto un lenguaje de gestos fugaces como de palabras; consiste tanto en detectar cambios mentales como en cualquier otra cosa.
Un extraño oiría poco o nada, pero en un corto espacio de tiempo, se habrían intercambiado muchas ideas en forma de pensamientos, y la comunicación sería imposible de transmitir en su forma literal a alguien que no fuera otro orador.
El lenguaje de los oradores tenía sus ventajas en velocidad e infinita discreción, pero tenía el inconveniente de impedir el ocultamiento de la verdadera opinión.
Gendibal conocía su propia opinión del primer orador. Pensaba que el primer orador era un hombre que ya no estaba en su plenitud mental. El primer orador, a juicio de Gendibal, no esperaba ninguna crisis, no se hallaba preparado para enfrentarse a una crisis, y carecía de astucia para resolverla si aparecía. Pese a toda la buena voluntad y amabilidad de Shandess, con él el desastre era inminente.
Gendibal tenía que borrar todo esto no sólo de las palabras, gestos y expresiones faciales, sino incluso de sus pensamientos. No conocía ningún modo de hacerla con tal eficacia que el primer orador no percibiera el más leve indicio de todo ello.
Gendibal tampoco podía ignorar algunos de los sentimientos del primer orador hacia él. A través de la afabilidad y benevolencia, completamente aparentes y razonablemente sinceras, Gendibal percibía el distante matiz de condescendencia y diversión, y reforzó el dominio de su propia mente para no revelar ningún resentimiento, o el mínimo posible.
El primer orador sonrió y se recostó en su butaca. No llegó a apoyar los pies en la superficie de la mesa, pero reflejó la mezcla correcta de confiada naturalidad e informal amistad, lo suficiente de cada una para mantener la incertidumbre de Gendibal respecto al efecto causado por su declaración.
Ya que Gendibal no había sido invitado a sentarse, las acciones y actitudes de que disponía para minimizar la incertidumbre eran limitadas. El primer orador no lo ignoraba.
—¿El Plan Seldon no tiene sentido? ¡Qué afirmación tan notable! ¿Ha mirado el Primer Radiante últimamente, orador Gendibal? —dijo Shandess.
—Lo estudio con frecuencia, primer orador. Es mi deber hacerlo así y también un placer.
—¿Por casualidad no estudiará sólo las partes que le incumben de un modo directo? ¿Lo observa microscópicamente; un sistema de ecuaciones aquí, una línea de ajuste allí? Es muy importante, desde luego, pero yo siempre lo he considerado un excelente ejercicio para observar el curso completo. El estudio del Primer Radiante, acre por acre, tiene su utilidad, pero observarlo como un continente es inspirativo. Si he de decirle la verdad, orador, yo mismo no lo he hecho desde hace tiempo. ¿Le gustaría unirse a mí?
Gendibal no se atrevió a guardar un silencio demasiado prolongado. Tenía que hacerse, y debía hacerse fácil y agradablemente, o más valdría no hacerlo.
—Sería un honor y un placer, primer orador.
El primer orador bajó una palanca acoplada al lado de su mesa. Había una igual en el despacho de cada orador, y la del despacho de Gendibal no era en modo alguno inferior a la del primer orador La Segunda Fundación era una sociedad igualitaria en todas sus manifestaciones superficiales, las poco importantes. De hecho, la única prerrogativa oficial del primer Orador era la que su título llevaba explícita:
Siempre hablaba primero.
La habitación se oscureció al ser accionada la palanca, pero casi enseguida, la oscuridad dio paso a una penumbra nacarada. Las dos paredes largas adquirieron una tonalidad cremosa que después se hizo más brillante y blanca, y finalmente aparecieron unas ecuaciones impresas con nitidez, aunque tan pequeñas que no podían leerse fácilmente.
—Si no tiene objeciones —dijo el primer orador, dejando muy claro que no permitiría ninguna— reduciremos la ampliación para ver todas las que podamos a la vez.
La nítida tipografía se redujo a finísimos trazos, borrosos meandros negros sobre el fundo nacarado.
El primer orador pulsó las teclas de un pequeño tablero de mandos empotrado en el brazo de su sillón.
—Retrocederemos hasta el principio, hasta la época de Hari Seldon, y lo ajustaremos a un pequeño movimiento hacia delante. Pondremos el obturador para que sólo veamos una década de desarrollo cada vez. Eso proporciona una maravillosa sensación del flujo de la historia, sin que los detalles distraigan. Me pregunto si ha hecho esto en alguna ocasión.
—Nunca exactamente así, primer orador.
—Debería hacerlo. Es una sensación maravillosa.
Observe la escasez de trazos negros que hay al principio. No hubo muchas alternativas en las primeras décadas. Sin embargo, las ramificaciones aumentan exponencialmente con el tiempo. De no ser porque, tan pronto como se toma una ramificación determinada, hay una extinción de un vasto conjunto de las restantes en su futuro, pronto serían difíciles de manejar. Naturalmente, al tratar con el futuro, debemos tener cuidado con las extinciones en que confiamos.
—Lo sé, primer orador. —Hubo un toque de sequedad en la contestación que Gendibal no pudo erradicar del todo.
El primer orador no respondió a ella.
—Observe las sinuosas líneas de símbolos en rojo.
No se ajustan a ninguna norma. A todas luces, deberían existir fortuitamente, ya que cada orador obtiene su cargo introduciendo mejoras en el plan original de Seldon. Parece que, después de todo, no hay modo de predecir dónde puede introducirse fácilmente una mejora o adónde podría un orador orientar sus intereses o su capacidad; pese a todo ello yo sospecho desde hace tiempo que la mezcla de Negro Seldon y Rojo Orador sigue una estricta ley que depende en gran medida del tiempo y poca cosa más.
Gendibal siguió observando cómo pasaban los años y cómo los finos trazos negros y rojos formaban un dibujo entrelazado casi hipnótico. Naturalmente, el dibujo en sí no significaba nada, lo que contaba eran los símbolos de que estaba compuesto.
Aquí y allí aparecía una línea de color azul intenso, curvándose, ramificándose, y destacándose, para caer finalmente sobre sí misma y desvanecerse en el negro o el rojo.
El primer orador dijo:
—Desviación Azul —y la sensación de repugnancia originada en ambos llenó el espacio que los separaba—. Se repite una y otra vez, de modo que pronto llegaremos al Siglo de las Desviaciones.
Así fue. Vieron claramente cuándo el nefasto fenómeno del Mulo llenó momentáneamente la Galaxia, ya que el Primer Radiante se espesó de pronto de numerosas líneas azules, que se multiplicaban más rápidamente de lo que desaparecían, hasta que la misma habitación pareció volverse azul a medida que las líneas se hacían más gruesas y marcaban la pared con una contaminación cada vez más brillante (esta era la única palabra).
Alcanzó su punto culminante y luego palideció, se hizo menos densa, y continuó así durante un largo siglo antes de disolverse definitivamente. Cuando hubo desaparecido, y cuando el Plan hubo vuelto al negro y el rojo, se vio claramente que la mano de Preem Palver había estado allí.
Adelante, adelante…
—Este es el presente —dijo el primer orador.
Adelante, adelante…
De pronto tuvo lugar una concentración de líneas en un compacto nudo negro con muy poco rojo.
—Este es el establecimiento del Segundo Imperio —dijo el primer orador.
Desconectó el Primer Radiante y la habitación quedó bañada por la luz ordinaria.
Gendibal dijo:
—Ha sido una experiencia emocionante.
—Si —sonrió el primer orador—, y usted procura no identificar la emoción, ya que no le conviene hacerlo. No importa. Déjeme poner en claro algunas cosas.
»Observará, en primer lugar, la casi total ausencia de desviación azul tras la época de Preem Palver, durante las últimas doce décadas, en otras palabras. Observará que no hay probabilidades razonables de desviaciones por encima de la quinta clase durante los cinco siglos siguientes. Observará, asimismo, que hemos empezado a extender las mejoras de la psicohistoria más allá del establecimiento del Segundo Imperio. Como ya debe saber, Hari Seldon, a pesar de ser un genio extraordinario, no es, y no podía ser, omnisciente. Nosotros le hemos superado. Sabemos más sobre psicohistoria de lo que él pudo llegar a saber.
»Seldon terminó sus cálculos con el Segundo Imperio y nosotros hemos continuado más allá. En realidad, y lo digo sin ánimo de ofender, el nuevo Hiper-Plan que va más allá del establecimiento del Segundo Imperio es, en gran parte, obra mía y me ha servido para obtener el cargo que ocupo.
»Se lo digo para que me ahorre charlas innecesarias. Con todo esto, ¿cómo puede llegar a la conclusión de que el Plan Seldon no tiene sentido? Carece de defectos. El mero hecho de que sobreviviera al Siglo de las Desviaciones, con todo el respeto debido al genio de Palver, es la mejor prueba de que no tiene ningún defecto. ¿Dónde está su debilidad, joven, para que usted califique el Plan de algo sin sentido?
Gendibal se enderezó con rigidez.
—Tiene usted razón, primer orador. El Plan Seldon carece de defectos.
—Así pues, ¿retira su afirmación?
—No, primer orador. Su falta de defectos es un defecto. ¡Su perfección es fatal!
19
El primer orador miró a Gendibal con ecuanimidad. Había aprendido a controlar sus expresiones y le divertía observar la ineptitud de Gendibal en ese aspecto. En cada intercambio, el joven hacía lo posible para ocultar sus sentimientos, pero cada vez los exhibía completamente.
Shandess lo examinó con imparcialidad. Era un joven delgado, que apenas sobrepasaba la mediana estatura, de labios finos e inquietas manos huesudas. Tenía unos ojos oscuros y desprovistos de humor que tendían a encenderse.
El primer orador comprendió que no le resultaría fácil disuadirle de sus convicciones.
—Habla usted en paradojas, orador —dijo.
—Parece una paradoja, primer orador, porque hay demasiados factores en el Plan de Seldon que damos por sentados y aceptamos de modo demasiado incondicional.
—¿Qué es, entonces, lo que usted cuestiona?
—La misma base del Plan. Todos sabemos que el Plan no funcionará si su naturaleza, o incluso su existencia, es conocida por demasiados de aquellos cuya conducta está destinado a predecir.
—Creo que Hari Seldon lo comprendió así. Incluso creo que hizo de ello uno de los dos axiomas fundamentales de la psicohistoria.
—No previo la aparición del Mulo, primer orador, y por lo tanto no pudo prever hasta qué punto se convertiría la Segunda Fundación en una obsesión para los habitantes de la Primera Fundación, una vez que el Mulo les hubo revelado su importancia.
—Hari Seldon… —y por espacio de un momento, el Primer orador se estremeció y guardó silencio.
El aspecto físico de Hari Seldon era conocido por todos los miembros de la Segunda Fundación.
Sus reproducciones en dos y en tres dimensiones, fotográficas y holográficas, en bajorrelieve y en bulto redondo, sentado y de pie, eran muy numerosas. Todas lo representaban en los últimos años de su vida. Todas reproducían a un hombre viejo y afable, con el rostro arrugado por la sabiduría de la edad, simbolizando la quintaesencia del genio bien maduro.
Pero ahora el primer orador recordó haber visto una fotografía de Seldon cuando era joven. La fotografía fue desechada, ya que la idea de un Seldon joven constituía prácticamente una contradicción inmediata. Sin embargo, Shandess la había visto, y de repente se le ocurrió pensar que Stor Gendibal tenía un parecido muy notable con el joven Seldon.
¡Ridículo! Era la clase de superstición que afligía a todo el mundo, de vez en cuando, por muy racional que uno pudiera ser. Se había dejado engañar por una similitud fugitiva. Si tuviese la fotografía ante sí, enseguida vería que la similitud era una ilusión. No obstante, ¿por qué se le había ocurrido esa tonta idea precisamente ahora?
Se recobró. Había sido un estremecimiento momentáneo, una efímera desviación mental, demasiado breve para ser observada por nadie más que un orador. Gendibal podía interpretarla como quisiera.
—Hari Seldon —dijo firmemente la segunda vez sabía muy bien que había un número infinito de posibilidades que no podía prever, y por eso estableció la Segunda Fundación. Nosotros tampoco previmos al Mulo, pero lo reconocimos cuando emprendió nuestra búsqueda, y lo detuvimos. No previmos la obsesión subsiguiente de la Primera Fundación por nosotros, pero la reconocimos cuando se produjo y la detuvimos. ¿Qué es lo que usted desaprueba en todo esto?
—En primer lugar —dijo Gendibal—, la obsesión de la Primera Fundación por nosotros aún no ha terminado.
Hubo una merma sustancial en la deferencia con que Gendibal había estado hablando. Había percibido el estremecimiento en la voz del primer orador (decidió Shandess) y lo había interpretado como inseguridad. Eso tenía que combatirse.
El primer orador dijo enérgicamente:
—Permítame anticipar los acontecimientos. Habrá personas en la Primera Fundación que, comparando las grandes dificultades de los casi cuatro primeros siglos de existencia con la placidez de las últimas doce décadas, llegarán a la conclusión de que esto no puede ser a menos que la Segunda Fundación esté velando por el Plan, y, naturalmente, acertarán en su conclusión. Deducirán que la Segunda Fundación puede no haber sido destruida después de todo, y, naturalmente, acertarán en su deducción. De hecho, hemos sido informados de que hay un joven en el mundo capital de la Primera Fundación, un miembro de su gobierno, que está plenamente convencido de todo esto. He olvidado cómo se llama…
—Golan Trevize —dijo Gendibal con suavidad—. Fui yo quien consignó el asunto en los informes en primer lugar, y fui yo quien envió el asunto a su despacho.
—¿Ah, sí? —dijo el primer orador con exagerada cortesía—. Y ¿cómo se fijó en él?
—Uno de nuestros agentes en Términus envió un tedioso informe sobre los miembros del Consejo que acababan de ser elegidos, algo totalmente rutinario que suele enviarse a todos los oradores y a lo cual todos los oradores suelen hacer caso omiso. Este me llamó la atención por la naturaleza de la descripción de un nuevo consejero, Golan Trevize. Según la descripción, está muy seguro de sí mismo y es extraordinariamente combativo.
—Reconoció a un espíritu afín, ¿verdad?
—De ningún modo —dijo Gendibal con rigidez—. Parece una persona imprudente que disfruta haciendo cosas ridículas, una descripción que no puede aplicarse a mí. En cualquier caso, ordené un estudio en profundidad. No tardé mucho en deducir que habría sido un buen material para nosotros si lo hubieran reclutado a una edad temprana.
—Tal vez —dijo el primer orador— pero ya sabe que no reclutamos en Términus.
—Lo sé muy bien. En cualquier caso, incluso sin nuestra instrucción, posee una intuición extraordinaria. Naturalmente, es muy indisciplinada. Así pues, no me sorprendió que hubiese deducido el hecho de que la Segunda Fundación aun existe. Sin embargo, me pareció suficientemente importante para enviar un informe sobre el asunto a su despacho.
—¿Debo entender que eso no es todo?
—Habiendo deducido el hecho de que aún existimos, gracias a sus facultades intuitivas altamente desarrolladas, lo utilizó de un modo indisciplinado y, como resultado, ha sido exilado de Términus.
El primer orador enarcó las cejas.
—Se calla de repente. Quiere que yo interprete el significado. Sin emplear la computadora, déjeme aplicar mentalmente una burda aproximación de las ecuaciones de Seldon y adivinar que una astuta alcaldesa, capaz de sospechar que la Segunda Fundación existe, prefiere no tener a un individuo indisciplinado que lo grite a la Galaxia y alerte del peligro a la susodicha Segunda Fundación. Deduzco que Branno, la mujer de bronce, pensó que Términus estará más seguro con Trevize lejos del planeta.
—Podría haber encarcelado a Trevize o haberle hecho asesinar secretamente.
—Las ecuaciones no son fiables cuando se aplican a las personas aisladas, como usted bien sabe. Sólo tratan con la humanidad en masa. La conducta individual es, por lo tanto, imprevisible, y podemos deducir que la alcaldesa es una persona aislada convencida de que el encarcelamiento, y mucho más el asesinato, es una crueldad.
Gendibal no dijo nada durante un rato. Fue un silencio elocuente, y lo mantuvo lo suficiente para que el primer orador empezara a sentirse inseguro de sí mismo, pero no tanto como para producir una ira defensiva.
La cronometró hasta el segundo y luego dijo:
—Yo no lo interpreto así. Creo que Trevize, en este momento, representa el filo cortante de la mayor amenaza para la Fundación en toda su historia, ¡un peligro incluso mayor que el Mulo!
20
Gendibal estaba satisfecho. La fuerza de la aseveración había dado resultado. El primer orador no la esperaba y se hallaba desprevenido. A partir de ese momento, Gendibal dominaba la situación. Si tenía alguna duda al respecto, se desvaneció con el siguiente comentario de Shandess.
—¿Tiene esto algo que ver con su argumento de que el Plan Seldon carece de sentido?
Gendibal apostó por una certeza absoluta; atacando con una pedantería que no permitiría recobrarse al primer orador, dijo:
—Primer orador, es un artículo de fe que fue Preem Palver quien encauzó de nuevo el Plan tras la aberración del Siglo de las Desviaciones. Observe el Primer Radiante y verá que las desviaciones no desaparecieron hasta dos décadas después de la muerte de Palver, y que desde entonces no ha aparecido ni una sola desviación. El mérito podría atribuirse a los primeros oradores que sucedieron a Palver, pero es improbable.
—¿Improbable? Admito que ninguno de nosotros hemos sido un Palver, pero… ¿por qué es improbable?
—Permítame demostrárselo, primer orador. Utilizando las matemáticas de la psicohistoria, puedo probar claramente qué las posibilidades de total desaparición de las desviaciones son demasiado pequeñas para haberse producido gracias a algo que la Segunda Fundación sea capaz de hacer. No es necesario que me dé permiso si carece de tiempo o el deseo de ver la demostración, que requerirá media hora de gran atención. Como alternativa, puedo solicitar la reunión plenaria de la Mesa de Oradores y demostrarlo allí. Pero ello significaría una pérdida de tiempo para mí y controversias innecesarias.
—Si, y una posible perdida de prestigio para mi… Demuéstreme la cuestión ahora. Pero una advertencia —el primer orador estaba haciendo un esfuerzo heroico por recobrarse—: Si lo que me demuestra es inútil, no lo olvidaré.
—Si se revela inútil —dijo Gendibal con un orgullo fácil que pisoteó al otro—, tendrá mi dimisión en el acto.
En realidad, tardaron mucho más de media hora, pues el primer orador puso en duda las matemáticas con intensidad casi salvaje.
Gendibal redujo el tiempo cuanto pudo utilizando su Micro-Radiante. El aparato, que localizaba holográficamente cualquier porción del vasto Plan y no requería paredes ni tableros de mando, había sido puesto en uso hacía sólo una década y el primer orador no había aprendido a manejarlo. Gendibal lo sabía. El primer orador era consciente de ello.
Gendibal lo sujetó con el pulgar derecho y manipuló los mandos con los cuatro dedos restantes, utilizando deliberadamente la mano como si fuera un instrumento musical. (En realidad, había escrito un pequeño artículo sobre las analogías).
Las ecuaciones que Gendibal mostró (y encontró con certera facilidad) se movieron sinuosamente de delante atrás para acompañar sus comentarios. Podía obtener definiciones, si era necesario, establecer axiomas, y mostrar gráficos, tanto bidimensionales como tridimensionales, así como proyectar relaciones multidimensionales.
Los comentarios de Gendibal fueron claros e incisivos, y el primer orador abandonó la partida. Estaba derrotado y dijo:
—No recuerdo haber visto ningún análisis de esta naturaleza. ¿De quién es obra?
—Es obra mía, primer orador. He publicado las matemáticas básicas utilizadas aquí.
—Muy ingenioso, orador Gendibal. Algo como esto le hará llegar a ser candidato al puesto de primer orador, si yo muero… o me retiro.
—No he pensado en eso, primer orador…, pero como no hay posibilidad de que usted me crea, retiro el comentario, He pensado en ello y confío en que seré primer orador, ya que quien acceda al cargo deberá seguir un procedimiento que sólo yo veo con claridad.
—Sí —dijo el primer orador—, la falsa modestia puede ser muy peligrosa. ¿Qué procedimiento? Quizás el primer orador actual también pueda seguirlo.
Si soy demasiado viejo para haber dado el mismo salto creativo que usted, no lo soy tanto que no pueda seguir su dirección.
Era una elegante rendición, y el corazón dé Gendibal empezó a simpatizar, bastante inesperadamente, con el anciano, aun sabiendo que esa era la intención del primer orador.
—Gracias, primer orador, porque necesitaré toda su ayuda. No puedo esperar convencer a la Mesa sin su esclarecido liderazgo. —Cumplido por cumplido—. Así pues, deduzco que mi demostración le ha convencido de que es imposible que el Siglo de las Desviaciones haya sido corregido por nuestra política o que todas las desviaciones hayan cesado desde entonces.
—Eso es evidente para mi —dijo el primer orador—. Si sus matemáticas son correctas, para que el Plan se recuperase como lo hizo y para que funcione tan perfectamente como parece estar funcionando, sería necesario que nosotros pudiéramos predecir las reacciones de pequeños grupos de personas, incluso de una persona, con cierto grado de seguridad.
—Así es. Ya que las matemáticas de la psicohistoria no permiten tal cosa, las desviaciones no deberían haber desaparecido y, lo que es más, no deberían haber permanecido ausentes. A esto me refería al decir que el defecto del Plan Seldon era su perfección.
—Entonces, o el Plan Seldon posee desviaciones, o hay algún error en sus matemáticas. Puesto que debo admitir que el Plan Seldon no ha revelado desviaciones en un siglo o más, se deduce que hay algún error en sus matemáticas… aunque yo no haya detectado ninguna equivocación o desliz —afirmó el primer orador.
—Hace usted mal —dijo Gendibal— excluyendo una tercera alternativa. Es muy posible que el Plan Seldon no tenga ninguna desviación y que no haya ningún error en mis matemáticas cuando predicen que eso es imposible.
—No veo la tercera alternativa.
—Supongamos que el Plan Seldon esté siendo controlado por medio de un método psicohistórico tan avanzado que las reacciones de pequeños grupos de personas, incluso de una sola persona, puedan ser previstas, un método que la Segunda Fundación no posee. ¡Entonces, y sólo entonces, mis matemáticas predecirían que el Plan Seldon no debería sufrir ninguna desviación!
Durante un rato (según los patrones de la Segunda Fundación) el primer orador no contestó. Al fin dijo:
—Yo no sé de ningún método psicohistórico tan avanzado y, por lo que deduzco de sus palabras, usted tampoco. Si usted y yo no lo conocemos, la posibilidad de que algún otro orador, o algún grupo de oradores, haya desarrollado tal micropsicohistoria, si puedo llamarla así, y la haya ocultado al resto de la Mesa es infinitamente pequeña. ¿No está de acuerdo?
—Lo estoy.
—Entonces, o bien su análisis es erróneo o bien la micropsicohistoria está en manos de algún grupo ajeno a la Segunda Fundación.
—Exactamente, primer orador; la última alternativa debe ser exacta.
—¿Puede demostrar la verdad de tal aseveración?
—No puedo, de un modo formal; pero consideremos… ¿No ha habido ya una persona que podía afectar al Plan Seldon tratando con seres individuales?
—Supongo que está refiriéndose al Mulo.
—Sí, desde luego.
—El Mulo sólo pudo interrumpir el Plan. Ahora el problema es que el Plan Seldon está funcionando demasiado bien, considerablemente más cerca de la perfección de lo que permitirían sus matemáticas.
Usted necesitaría un Anti-Mulo, alguien que sea tan capaz de pisotear el Plan como lo fue el Mulo, pero que actúe por el motivo opuesto, no para interrumpirlo sino para perfeccionarlo…
—Exactamente, primer orador. Ojalá se me hubiera ocurrido esa expresión. ¿Qué era el Mulo? Un mutante. Pero ¿de dónde venía? ¿Cómo llegó a existir? Nadie lo sabe con certeza. ¿No podría haber más?
—Aparentemente no. Lo único que se sabe con seguridad sobre el Mulo es que era estéril. De ahí su nombre. ¿O cree usted que eso es un mito?
—No me refiero a los descendientes del Mulo. ¿No podría ser que el Mulo fuera un miembro aberrante de lo que es, o ahora está llegando a ser, un considerable grupo de personas con los mismos poderes que él, que, por alguna razón que sólo ellos conocen, no están interrumpiendo el Plan Seldon sino respaldándolo?
—¿Por qué, en nombre de la Galaxia, iban a respaldarlo?
—¿Por qué lo respaldamos nosotros? Planeamos un Segundo Imperio en el que nosotros, o más bien nuestros descendientes intelectuales, seremos quienes tomemos las decisiones. Si algún otro grupo está respaldando el Plan, incluso más eficientemente que nosotros, no puede tener la intención de dejarnos tomar las decisiones en su lugar. Ellos lo harán, pero ¿con qué fin? ¿No deberíamos tratar de averiguar hacia qué clase de Segundo Imperio nos están arrastrando?
—¿Y cómo se propone averiguarlo?
—Bueno, ¿por qué ha exilado la alcaldesa de Términus a Golan Trevize? Al hacerlo, deja que una persona posiblemente peligrosa circule con libertad por toda la Galaxia. No puedo creer que lo haga por motivos humanitarios. Históricamente los gobernantes de la Primera Fundación siempre han actuado de un modo realista, lo cual significa, normalmente, sin miramientos por la «moralidad». Uno de sus héroes, Salvor Hardin, les aconsejó en contra de la moralidad, sin ir más lejos. No, creo que la alcaldesa actuó bajo coacción de agentes de los Anti-Mulos, para usar su frase. Creo que han reclutado a Trevize y creo que él es la punta de lanza del peligro para nosotros. Un peligro mortal.
Y el primer orador dijo:
—Por Seldon, es posible que tenga razón. Pero ¿cómo nos las arreglaremos para convencer a la Mesa?
—Primer orador, usted subestima su eminencia.