XIII

Acronauplia – Pantano de Lerna – La hidra de Lerna – Tortugas y serpientes – Partida de Nauplia – Hidra – Las encantadoras hidriotas – Sphaeria y su población albanesa – Amable sociedad griega – Egina – Su antigua gloria – Sus ruinas – Dificultad de explicar la abundancia de las monedas antiguas – Clima de Egina – Arribo al Pireo y a Atenas

En la misma ciudad hay una segunda fortaleza llamada Acronauplia, pero es totalmente insignificante.

Nauplia es una de las más antiguas ciudades de Grecia, pero estaba deshabitada y probablemente en ruinas cuando Pausanias la visitó.

Atravesé en barco el golfo de Nauplia, y desembarqué del otro lado, en un sitio llamado Oi mýloi (Los molinos) para visitar el famoso pantano de Lerna. Este último estaba habitado en otro tiempo, según la leyenda, por la Hidra, hija de Tifón y de Equidna; ella tenía (según Diodoro) cien cabezas, y sólo siete según otros antiguos autores; la del medio era inmortal. Cuando Heracles recibió de Euristeo la orden de matarla, la sacó de su madriguera mediante sus flechas, la asió con las manos y comenzó a cortarle las cabezas. Pero, en el lugar de cada cabeza cortada pronto renacían otras dos; además, Hera envió en socorro de la Hidra un cangrejo que hirió a Heracles en los pies. Éste mató al cangrejo y encomendó a Yolao que quemara un bosque vecino; ambos tocaron entonces el sitio de cada cabeza cortada con tizones ardientes y de ese modo quemaron las heridas, para que una nueva cabeza no pudiera renacer. Así Heracles llegó a cortar todas las cabezas, excepto la cabeza inmortal que hundió en la tierra y cubrió con bloques rocosos. Entonces empapó sus flechas de la sangre envenenada del monstruo para poder producir heridas incurables y mortales.

El pantano de Lerna, llamado en griego he límen tês Lérnes es un lago muy pequeño, que se encuentra a 400 metros de la costa, en medio de un pantano con un contorno de alrededor de 3 kilómetros. El pequeño lago es de forma redonda y no tiene más de l0 metros de diámetro. Como aún no ha podido encontrarse su fondo, ni siquiera con las sondas más largas, tiene en el país la reputación de ser insondable. De ese lago nace un pequeño río que se divide en muchos brazos y se arroja al mar. Sus aguas no tienen más de dieciséis grados de temperatura y entonces parecen muy frías con respecto al calor de la atmósfera; son muy transparentes y llenas de tortugas, casi no hay peces, quizá a causa de las tortugas que se comen los huevos. Todo el pantano está cubierto de una vegetación abundante de árboles, de arbustos y de hierbas y llena de serpientes venenosas, de manera que uno no puede penetrar sin peligro. Me hice llevar en una pequeña canoa por todos los brazos del pequeño río.

Muy cerca de este pantano, el río Erasinos sale del monte Caón y se lanza en el golfo haciendo girar numerosos molinos. La caverna de donde sale presenta en su entrada la forma de una ojiva gótica y penetra 65 metros en la montaña. Se pretende que es el río Estínfalo, que desaparece bajo el monte Apelauro en la Arcadia.

Partí de Nauplia el 28 de julio a la una de la mañana, en el barco de vapor Jonia, y llegamos a las siete a Hidra, donde nos detuvimos para desembarcar algunos pasajeros y para que embarcaran otros. Hidra es una ciudad situada en la pequeña isla del mismo nombre, formada por un peñasco de una esterilidad tal que no hay hierba alguna en toda la isla. El pequeño puerto, encima del cual las casas de la ciudad están colgadas de la roca escarpada, no está protegido más que por las montañas de la costa del Peloponeso, distante ocho kilómetros. Las calles son muy desiguales a causa de los accidentes del terreno, pero llamativas por su pulcritud. El muelle está flanqueado por numerosos negocios que atestiguan el gran comercio de la ciudad. Todas las casas tienen techos planos y murallas de un espesor tal que parecen estar hechas a prueba de temblores de tierra. Se caracterizan por su pulcritud, y el interior no desmiente en nada su apariencia externa, porque, gracias a las costumbres de las hermosas, graciosas, encantadoras y laboriosas damas hidriotas, sus enseres presentan un aspecto de limpieza que deslumbra la vista. Los muebles, mitad en estilo oriental y mitad en el gusto europeo, unen el lujo de uno con la comodidad del otro, en tanto que su solidez y su falta de ornamentos prueban que están hechos para el confort y no para la ostentación.

Los hidriotas tienen reputación de gran honestidad y de gran desinterés, y han hecho célebre a su pequeña isla por la parte gloriosa que han tenido en la recuperación de Grecia. En efecto, el nombre de los valientes hidriotas vivirá hasta la última posteridad como emblema de amor a la libertad. En la revolución de Grecia, los heroicos Conduriotti, Miaulis, Boudouri y Tombazi eran todos nativos de Hidra.

Esta isla no estuvo habitada en la antigüedad. Sólo en el último siglo, algunos pescadores y campesinos, escapando de la opresión turca en el continente vecino, construyeron aquí una pequeña ciudad, que pronto creció gracias a refugiados de Albania, del Ática y de la Argólida. La población, que al comienzo de la revolución griega era de 40 000 almas, no tiene al presente más que de alrededor de 20 000. También el número de navíos de Hidra, que entonces era de ciento cincuenta, ha disminuido mucho.

Creo no poder dar una mejor prueba de la identidad de los hidriotas y de su confianza recíproca, que al decir que cuando un capitán de la isla se apresta a partir para un largo viaje, va a Hidra, de casa en casa, y logra que los habitantes le entreguen dinero para hacer negocios en su nombre. No entrega recibo por ese dinero, y a pesar de eso no hay caso de que a su regreso no lo haya restituido a quien corresponde, con el dividendo de la ganancia que hubiera podido hacer.

A las nueve de la mañana partimos de Hidra y en dos horas arribamos a la pequeña isla de Poros, llamada en la antigüedad Sphaeria. Es un peñasco volcánico separado, al sur, del Peloponeso por un canal estrecho. Del lado norte, Poros está separada de la isla de Calauria por un estrecho que es preciso vadear a lomo de mula para visitar las ruinas del templo de Poseidón, donde murió Demóstenes.

Poros es célebre por las conferencias que los embajadores de Rusia, de Francia y de Inglaterra mantuvieron allí en 1828, porque mediante lazos comunes de esos embajadores los gobiernos aliados establecieron las bases de la nueva monarquía griega.

La ciudad de Poros posee una apariencia singular, sus pequeñas casas blancas están colgadas como pájaros marinos sobre las altas rocas escarpadas de un tono sombrío. La población es de raza albanesa y cuenta con 7000 almas. Esos hombres tienen un aire soso, son taciturnos, tienen los cabellos rubios o castaños y se los distingue inmediatamente de los griegos, vivos, inteligentes y de cabellos negros.

Los barcos de vapor en Grecia son muy malos e incómodos al máximo, pero ese defecto estaba siempre mil veces compensado por el gran encanto que encontraba en el trato con los griegos de la clase superior que hallaba a bordo, porque eran sociables y simpáticos en grado extremo, amables y atentos, instruidos e inteligentes, y lo que, tal vez, más me encantaba entre todas sus otras cualidades, es que siempre hallaba en ellos un vivo entusiasmo por sus antiguas glorias y una gran admiración por sus divinos poetas de la antigüedad, entusiasmo y admiración que yo también sentía.

Así me sucedía siempre que, a pesar de los defectos de los barcos de vapor griegos y no obstante su extrema lentitud, los viajes siempre me parecían demasiado rápidos y muy cortos, y habría deseado que fuesen cien veces más largos. Desgraciadamente no he podido tomar notas de los numerosos, encantadores e inteligentes pasajeros a bordo del Jonia, y al presente no me acuerdo más que de los nombres del célebre lexicógrafo y director de las escuelas de Grecia, Sparlatos D. Byzantios, de Atenas; del director del colegio de Esparta, Teodoro Boukides, y del director del colegio de Trípoli, en el Peloponeso, Angélos Capotas, en cuyas conversaciones encontré interés muy particular.

Al mediodía partimos de Poros y a las dos y media de la tarde llegamos a Egina, donde desembarqué para visitar la región. Es, quién podría negarlo, una de las ciudades más célebres de Grecia. Homero ya la menciona (Ilíada, II, 562); Estrabón escribió sobre Egina:

¿Quién ha tenido necesidad de decir que la isla de Egina es una de las más célebres? Porque se dice que Eaco y su posteridad son originarios de allí. Es ella también la que, en otro tiempo, dominó en los mares y la que, en la batalla de Salamina contra los persas, disputó a los atenienses el primer rango (Estrabón, VIII, p. 207, edición Tauchnitz).

La isla fue poblada por los dorios de Epidauro y tenía una flota muy poderosa. Se hizo célebre, sobre todo, por la batalla de Salamina en la que los eginetas se distinguieron por su bravura por encima de todos los otros pueblos griegos. Después de haber sido durante largo tiempo la rival de Atenas, sucumbió a ésta en el 456 a. C., y pasó a ser provincia ateniense. Pero Pericles, que temía con justa razón el resentimiento de los habitantes de la isla, que él llamaba la preocupación del ojo del Pireo, expulsó en el 431 a. C. a toda la población de la isla y la reemplazó por colonos atenienses. Los espartanos establecieron entonces a los eginetas en Thyrea y les restituyeron su isla al final de la guerra del Peloponeso; pero éstos jamás pudieron recuperar su potencia ni su antigua prosperidad.

La ciudad de Egina está situada en el extremo noroeste de la isla, sobre el emplazamiento de la antigua ciudad, lo que está macado por una columna dórica solitaria. Al sur de esta columna se ven las trazas de un antiguo puerto de forma oval, protegido por dos viejos malecones, entre los cuales no hay ningún pasaje estrecho. Un poco más al sur se advierten los restos de otro puerto de forma oval, que tiene dos veces el ancho del primero. Desde la costa opuesta del mar, pude ver las ruinas de la muralla de la antigua ciudad.

En otro tiempo Egina era célebre por el número y el esplendor de sus monumentos, pero nada queda de esto, excepto la columna sobre la costa, algunas tumbas mutiladas y algún vestigio de pozos.

Parece cierto que Egina ha sido en tiempos muy antiguos muy industriosa y muy opulenta, y que ha tenido un gran comercio ya que en todos los sitios de Grecia y de las islas jónicas se encuentran muchas monedas de Egina, en plata, de los siglos VIIIVII a. C., y también de siglos más antiguos que las más antiguas monedas de otros estados griegos. Presentan la forma de una semiesfera y tienen, de un lado, una tortuga y, del otro, tres o cuatro incisiones en forma de puntas de flecha. Las que poseen cuatro incisiones son las más antiguas.

Estimo oportuno decir en este caso que con nuestra manera de vivir no estamos en condiciones de formarnos idea alguna del modo de vida de los antiguos griegos y romanos. Egina era ya, en los siglos VIIIVII a. C., muy floreciente; pero el emplazamiento de la vieja ciudad, bien indicado por las ruinas de las antiguas murallas, no deja lugar a la suposición de que jamás haya podido tener más de veinte mil habitantes o sea 1/2000 por ciento de la población de Francia. El comercio de Egina era muy grande, y sin embargo no puede haber superado a la cien milésima parte de la importancia del gobierno de Francia. Además, la plata todavía era muy rara en los siglos VIIIVII a. C., porque sólo entonces comenzaban a utilizarse monedas. Si bien esas monedas de plata en todos los tiempos han sido recogidas en todas partes donde se las ha encontrado, sin embargo aún hoy se las encuentra después de 2600 años, en grandes cantidades.

Supongamos hoy que Francia sea abandonada por sus habitantes. Creo que entonces no se encontraría, incluso en todo el país, veintiséis siglos después de ese abandono, una mísera moneda de cobre y, menos aún, una moneda de plata o de oro, a pesar de los millares de francos que han estado aquí en circulación desde hace siglos.

La cantidad de monedas de cobre, y también de plata y de oro, que diariamente los labradores encuentran en toda los campos romanos, es verdaderamente fabulosa. Así, puede incluso indicarse la ruta de los ejércitos de Alejandro Magno y de los romanos, y los lugares de sus campamentos, por las numerosas monedas que dejaron a su paso. Y sin embargo vemos a través de los antiguos autores que Mammón tenía ya en la antigüedad tantos fervientes adoradores como en nuestro tiempo. Como dice Virgilio (Eneida, III, 56):

… Quid non mortalia pectora cogis

Auri sacra fames?

… ¿A qué corazones mortales no dominas

execrable deseo de oro?

En Roma escuché decir que el despilfarro de monedas en la antigüedad provenía de que los antiguos eran grandes jugadores; pero esta explicación no es en modo alguno satisfactoria, porque cada uno jugaba para ganar, y el que ganaba embolsaba naturalmente la ganancia, y no hay ninguna razón para suponer que haya podido dejarla en la tierra.

De esa manera este hecho me resulta inexplicable.

En el interior de la isla de Egina, a catorce kilómetros de la ciudad, todavía se ven las ruinas del templo de Zeus Panhelénico, de las que se conservan veintidós columnas y la mayor parte del arquitrabe. Ese edificio fue construido con piedra porosa cubierta de yeso. Sobre la cornisa y el arquitrabe, todavía se ven restos de pintura; también se advierten algunas trazas de yeso color bermellón con el que estaba cubierto el pavimento.

Estrabón describe la isla como pedregosa y poco fértil; pero, desde esa época, la industria de los habitantes y la acumulación del polvo atmosférico han hecho su suelo muy productivo. Su clima es excelente, porque los inviernos son muy dulces, y, por efecto de la constante brisa refrescante, jamás puede uno quejarse de excesivo calor durante el verano.

Al otro día a la mañana alquilé, mediante 11 francos, una barca y me hice conducir al Pireo, adonde llegué a las diez de la mañana, y una hora más tarde estaba en Atenas.

No intento describir aquí las antigüedades de la capital de Grecia, porque son ya muy conocidas gracias a las obras de muchos sabios ilustres que han hecho estudios profundos sobre éstas. Me limito, pues, a decir que, habiendo tenido el placer de encontrar aquí a mi sabio amigo y antiguo maestro de griego, Teocleto Bimpos, convertido en un distinguido hombre de letras, profesor en la Universidad de Atenas y archimandrita, gocé durante ocho días de su instructiva conversación.