XII
Carencia de hierro en la antigüedad – Otros dos tesoros – Suelo cubierto de antiguos cascos – Ruinas del templo de Hera – Argos – La acrópolis – Historia de Argos – Mis veintidós guías – Ruinas de la antigua ciudad – La foustanella – Vino resinoso – Tirinto y los muros ciclópeos – Historia de los tirintios – Nauplia – Leyenda de Palamedes – Pruebas de que el arte de escribir no era conocido en tiempos de Homero – Fortaleza de Palamedes – Los prisioneros
Es cierto que el hierro y el acero ya eran conocidos en tiempos de Homero porque este poeta hace repetidas veces mención al síderos (hierro) y al kýanos, que no podemos traducir de otra manera que por acero (Ilíada, XXIII, 850-851; XI, 24-25; Odisea, IX, 391-393; VII, 87); pero uno y otro eran en ese entonces tan raros y tan costosos que todavía no se los empleaba para las armas; en efecto, todas las armas, en Homero, son de chalkós (que quiere decir bronce o cobre).
Encontramos la confirmación de esto en Pausanias (III, 3 y 6):
Que en la edad heroica todas las armas eran de acero, Homero nos lo testimonia por lo que dice del hacha de Pisandro y de la flecha de Merino. Encuentro otra prueba en la lanza de Aquiles, conservada en el templo de Palas Atenea en Faselis, y en el sable de Menón, que se ve en el templo de Esculapio, en Nicomedia; la punta y la protección de la lanza, así como el sable en su totalidad, son de acero; sabemos que es así.
Incluso siete siglos después de la guerra de Troya el hierro seguía siendo tan caro y tan escaso que, en el tratado que Porsena acuerda con el pueblo romano luego de la expulsión de los reyes, se encuentra la cláusula expresa que los romanos no emplearían el hierro más que para el cultivo de los campos (Plinio, XXXIV, 39).
Casi al costado de la ciudadela se ven las ruinas de otros dos tesoros de menores dimensiones, pero construidos de la misma manera de la que acabo de describir. Las bóvedas de ambos se deterioraron, pero la mayor parte de los muros todavía se encuentra en buen estado de conservación. Al examinar con atención las piedras de estos edificios, pude reconocer también la existencia de clavos de bronce, prueba evidente de que el interior ha estado de igual modo cubierto de placas de cobre.
Todo el emplazamiento de la antigua ciudad de Micenas está cubierto de restos de tejas y de alfarería, e incluso sin hacer mención ni de la acrópolis ni de los tesoros, no mirando más que al suelo, uno advierte que allí existió una gran ciudad.
Al regresar a Charvati a las cuatro de la tarde encontré a mi guía y a mi escolta profundamente dormidos, no pude despertarlos más que mojándoles la cara con agua. Cuando volvieron en sí, esos simpáticos muchachos intentaron persuadirme de que permaneciera esa noche en esa aldea, diciendo que era demasiado tarde, y que no podríamos llegar a Argos. Pero yo no tenía ninguna gana de pasar la noche en esa aldea, la más sucia y más miserable que haya visto en Grecia, en la que no había ni fuente termal, ni pan, ni frutas y sólo un poco de agua de lluvia salobre, y di orden de partir. Pero, como mi gente ponía nuevos inconvenientes, envié a los dos soldados a darles una reprimenda; monté entonces en mi rocinante, y a fuerza de golpes de látigo y de espolón, logré hacerlos marchar rápidamente en dirección a Argos. Mi guía, que era el propietario del caballo, se vio entonces forzado a seguirme, y lo hizo corriendo para poder alcanzarme.
Si es desagradable galopar en un mal caballo, aun cuando esté bien ensillado, es todavía mucho más desagradable galopar sobre un animal miserable, que tiene sobre su lomo, en lugar de silla, un artefacto cuadrangular de madera sin estribos, y una cuerda en torno al pescuezo en lugar de riendas en la boca; pero uno se habitúa a todas las miserias, sobre todo si uno está muy preocupado. El vívido deseo que tenía de examinar el Heraeum, el celebre templo de Hera, y de llegar todavía de tarde a Argos, me hizo olvidar que no tenía montura.
Llegué en cinco horas a ese templo, que se incendió accidentalmente en el 423 a. C. Pausanias (II, 17) nos proporciona la descripción del nuevo templo, que fue erigido al lado del antiguo.
Las ruinas se encuentran sobre una colina, cuya plataforma irregular está dividida en tres terrazas que se elevan una sobre la otra. No resta más que un sustrato masivo, ciclópeo, del antiguo, y algunos muros de construcción helénica del nuevo templo.
Llegué a las seis y media de la tarde a Argos, que ha sido edificada sobre las ruinas de la antigua ciudad del mismo nombre. La ciudad moderna no tiene más que ocho mil habitantes, pero cubre con todo una plaza inmensa, porque las calles son largas y todas las casas tienen un piso y están rodeadas de jardines. Es una de las ciudades más industriosas, una de las más agrícolas y una de las más florecientes de Grecia.
No hay hoteles en la ciudad, y no queriendo arriesgarme de nuevo a pasar la noche en un almacén, me vi obligado a acostarme, después de la cena, en un campo vecino.
Al otro día, por la mañana, después del desayuno, que tomé en una fonda de Argos, subí a la acrópolis, situada sobre un peñasco de forma cónica de 334 metros de altura. Dos muchachos me ofrecieron sus servicios para guiarme hasta allí, a quienes di diez lepta (ocho céntimos) a cada uno.
A esta ciudadela, en la antigüedad, se la llamaba con el nombre pelásgico Larisa, y también Aspis, o escudo, a causa de su forma redonda; pero no se ven en sus muros más que pequeños restos de construcción ciclópea; queda incluso muy poco de la construcción helénica, y la mayor parte de los muros han sido levantados por los venecianos o por los turcos. Al presente, la ciudadela está abandonada y caída en ruinas.
La vista desde lo alto es magnífica; se ve toda la planicie de Argos, Tirinto, Nauplia, Micenas, el lago Alcione, el pantano de Lerna, etcétera.
Durante una hora permanecí sobre el punto más elevado de la acrópolis, contemplando la llanura de Argos y repasando en mi memoria los principales acontecimientos de los que había sido escenario. Allí se fijó, en 1856 a. C., Ínaco, y, en 1500 a. C., Dánao con los colonos de Egipto. Allí dominaron Pélope, cuyo nombre recibió la península, y sus descendientes Atreo y Agamenón, Adrasto, Aristeo y Diomedes; allí nació Heracles, que mató al león en la caverna de Nemea y a la hidra en el pantano de Lerna. En la más remota antigüedad, Argos ya estaba dividida en muchos pequeños reinos: Argos, Tirinto, Epidauro, Hermione, Trecena y Micenas, que más tarde formaron estados independientes.
Argos, una de las más grandes y de las más poderosas ciudades de la antigua Grecia, era célebre por el amor de sus habitantes por las bellas artes, y, sobre todo, por la música. Según Pausanias (II, 19 y 20), la ciudad tenía treinta soberbios templos, espléndidas tumbas, un estadio, un gimnasio y muchos otros magníficos monumentos; pero de éstos no quedan más que unas pocas ruinas.
Apenas descendí de la ciudadela con mis dos jóvenes guías, una veintena de otros jóvenes se me acercó y, aunque me esforcé por liberarme de este tropel, no lo logré. Así escoltado, visité en primer lugar los restos de las viejas murallas de la ciudad, luego el antiguo teatro, en el cual conté, divididas en tres secciones, setenta y una gradas, talladas en la roca, que forma una curva natural. Este teatro tiene 150 metros y la orquesta 67 metros de diámetro; se calcula que ha podido contener veinte mil espectadores.
Cerca del teatro están las ruinas de muchos templos, en uno de los cuales, a un aldeano, compré, por tres dracmas —alrededor de 2,60 francos—, un pequeño busto marmóreo de Zeus, que él decía haber encontrado trabajando la tierra.
Como no había más antigüedades para ver, regresé entonces a la ciudad, cuando los veinte jóvenes, que me habían acompañado a mi pesar, pidieron a grandes gritos que les pagara porque cada uno de ellos pretendía haber sido mi guía. Para liberarme de ellos, di a cada uno diez lepta (8 céntimos), con los que se contentaron.
En Argos, como en casi todo el Peloponeso, casi todo el mundo conserva la vestimenta nacional griega que consiste, para los ricos, en dos vestidos de terciopelo bordado en oro y, para los campesinos, en una o dos vestimentas de tela simple; además, todos llevan la foustanella sujeta por encima del vientre mediante un chal o un cinturón que contiene una o dos pistolas y un puñal. La vestimenta de las mujeres consiste en un estrecho vestido bordado y una falda de vivos colores; ellas llevan sobre la cabeza un fez rojo turco con un largo adorno de seda o de hilos de oro.
Ese día el calor era sofocante, y todavía más intolerable porque no había un soplo de viento. Como estaba permanentemente bajo el sol, sufría mucho y toda mi ropa estaba empapada de sudor. Una sed ardiente me atormentó durante todo el día; bebí, sin lograr apagarla, una cantidad de agua mezclada con vino, que me bastaría para una semana en condiciones normales. Al igual que en toda Grecia, en Argos el vino es excelente, sobre todo el vino blanco, llamado retsino, al que una especie de resina, que se mezcla con aquél, da un gusto muy amargo.
Hacia las dos de la tarde tomé un coche colectivo que iba a Nauplia, y descendí en el camino, a siete kilómetros de Argos y a tres y medio de Nauplia, en la ciudadela de Tirinto, situada sobre la planicie de una pequeña colina y rodeada de murallas de una altura de 8 a 12 metros y de un espesor de 8 a 9 metros. Estas murallas están construidas con grandes piedras groseramente talladas de 2 a 4 metros de largo, de 1,33 metros de ancho y otro tanto de alto. Pausanias nos dice que el héroe Tirinto, del que la ciudad ha recibido el nombre, era hijo de Argos, hijo de Zeus; que de las ruinas no resta más que el muro, que está construido con inmensas piedras; que ha sido levantado por los cíclopes y que el tamaño de esas piedras es tal que un tiro de dos mulas no podría mover la más pequeña. Agrega que los intersticios entre las grandes piedras están llenos de pequeñas piedras (Pausanias, II, 25).
Naturalmente Pausanias entiende por la palabra teîchos (muro) los grandes muros de la ciudadela, ya que no queda ningún trazo de los muros de la ciudad. Y, si éstos hubiesen existido en tiempos de Pausanias, probablemente existirían en el presente, tan bien conservados como aquellos de la ciudadela.
Éstos fueron considerados como una maravilla en toda la antigüedad; y Pausanias (II, 16; VII, 25) y Estrabón (VIII, 6) confirman que estos muros fueron construidos por los cíclopes para el rey Preto. Píndaro (Fragmenta ad Boeck) habla también de «puertas ciclópeas de Tirinto» y Pausanias refiere incluso (IX, 36) que los muros de Tirinto no son menos maravillosos que las pirámides de Egipto. En todos los casos sus fundamentos se remontan a las más antiguas leyendas míticas de Grecia; la tradición sostiene que Preto cedió Tirinto a Perseo, quien la cedió a Electrión cuya hija Alcmena, madre de Heracles, se casó con Anfitrión, quien fue expulsado por Esténelo, rey de Argos. Heracles conquistó Tirinto de inmediato, donde residió durante largo tiempo, por lo que, con frecuencia, se lo llama «el Tirintio» (Píndaro, Olímpica, IX, 40; Ovidio, Metamorfosis, VII, 410; Virgilio, Eneida, VII, 662).
La ciudad quedó bajo el poder de los aqueos incluso después del retorno de los heráclidas, y luego de la conquista del Peloponeso por los dorios. Heródoto (VI, 81-83) cuenta que después de la derrota total de los argivos por Cleómenes, su ciudad (Argos) quedó sin hombres, de manera que los esclavos la dominaron; pero que, cuando los hijos de los habitantes muertos crecieron, expulsaron a los esclavos quienes entonces conquistaron Tirinto y allí se instalaron.
Como ya referí al hablar de Micenas, cuatrocientos micénicos y tirintios tomaron parte en la batalla de Platea (Heródoto, IX, 28). Finalmente Tirinto fue destruida por los argivos en el 466 a. C. (Estrabón, VIII, 6).
En el interior de la ciudadela, hay dos planicies separadas por un muro de construcción ciclópea de las que una está cuatro metros más elevada que la otra. La superior tiene 135 metros de largo y de 70 a 80 metros de ancho; y la inferior no tiene más que 115 metros de largo y 40 metros de ancho. Sobre la planicie superior pueden verse muchas terrazas sostenidas por los muros ciclópeos.
En las murallas sur y este, hay dos galerías cubiertas, de una construcción singular. En la muralla existen dos corredores paralelos, uno de ellos tiene seis nichos en el muro exterior. En la muralla sur hay una galería de cuatro metros de largo, en medio de la cual existe un inmenso poste como puerta con un gran hueco para la cerradura, lo que demuestra que se podía cerrar el pasaje cuando se lo deseaba. Sin duda esas galerías han servido para establecer comunicaciones entre dos torres o plazas de armas que se encontraban en los dos extremos.
Homero llama a Tirinto (Ilíada, II, 559) «Tirinto rodeada de murallas», y como no emplea la palabra teichóessa para ninguna otra ciudad, sin duda quiso decir que las murallas de Tirinto eran las murallas por excelencia.
Hay suficiente lugar para una ciudad sobre el lado sudoeste de la ciudadela y, en efecto, su suelo está cubierto por restos de tejas y de alfarería, lo que no deja ninguna duda de que allí ha existido una ciudad; pero parece imposible que esta ciudad haya tenido muros ciclópeos ya que, de otra manera, todavía deberíamos ver sus ruinas. Mas, como ni siquiera pude encontrar, en los alrededores, una sola piedra que podamos atribuir a una construcción ciclópea, supongo que, en los tiempos de Homero, toda la ciudad, o al menos su mayor parte, se encontraba en la misma acrópolis, y que la ciudad fuera de la acrópolis era de construcción posterior. La palabra teichóessa, empleada por Homero, debe pues, en mi opinión, aplicarse exclusivamente a las enormes murallas ciclópeas de la ciudadela de Tirinto.
Continué mi camino solo y a pie en dirección a Nauplia, llamada en griego Nauplía y en italiano Napoli di Romagna y, en una hora, llegué frente a la puerta de la ciudad, que está hasta ahora coronada por el león de San Marcos. Al volver al hotel, pasé por las calles delante de muchas fuentes que llevaban inscripciones turcas, que indican que han sido construidas en el siglo doce de la hégira.
El barco de vapor acababa justamente de partir hacia el Pireo, por lo que debía esperar una semana para la partida siguiente.
Nauplia fue fundada por Naúplios, hijo de Poseidón y de Amimone (Estrabón, VIII, 6, y Pausanias, II, 38). Según la tradición, Palamedes, hijo de Nauplio, había ido a Ítaca para descubrir la astucia de Ulises que, para escapar de la expedición de Troya, se hacía pasar por demente. Al ver a ese héroe trabajar la arena del mar con un arado tirado por un caballo y un buey y sembrar sal en los surcos, Palamedes tomó de los brazos de Penélope al pequeño Telémaco, recién nacido, y lo puso delante del arado. Entonces Ulises desvió la reja del arado para no arrollar a su hijo; por esa acción Palamedes reconoció la astucia de Ulises y lo forzó a unirse a la expedición de Troya. Éste, para vengarse, imitando la firma de Palamedes, escribió con su nombre cartas a Príamo en las que traicionaba a los griegos y maniobró de modo que la correspondencia cayera en manos de los griegos, quienes condenaron a Palamedes a muerte y lo lapidaron. Pero Estrabón (VIII, 6) declara que esta leyenda es una fábula, y dice que si la historia fuera verdadera Homero, ciertamente, no habría omitido hablar de un hombre como Palamedes quien, luego de demostrar tanta sabiduría e intuición, había sido asesinado de manera injusta.
Podríamos agregar que, por otras dos importantes razones, esta historia debe ser una fábula. En primer lugar, en ningún sitio de Ítaca existe una costa arenosa, toda la costa de la isla esta cubierta de rocas que descienden bruscamente en el agua y no permiten que la arena pueda acumularse en ese sitio. En segundo, parece casi con certeza que el arte de escribir no había sido inventado en los tiempos de la guerra de Troya, ya que todavía no hemos encontrado ninguna inscripción de la edad heroica; e incluso en Homero, quien se supone vivió dos siglos después de esta guerra, la palabra grapheîn no significaba todavía escribir, sino arañar, rasguñar, grabar. Por ejemplo (Ilíada, VI, 167-170):
Eludía matarlo, pues sentía escrúpulos en su ánimo; pero lo envió a Licia y le entregó luctuosos signos, mortíferos la mayoría, que había grabado en una tablilla doble, y le mandó mostrárselas a su suegro, para que así pereciera.
Apolodoro (II, 3) quien también narra la historia de la que hemos hablado en estos versos, ha comprendido, sin ninguna duda, que Homero entendía por sémata, letras escritas, y por grapheîn, escribir, ya que dice: «Porque dio a Yóbates cartas en las que estaba escrito matar a Belerofonte».
Pero Apolodoro se equivoca porque, en los poemas homéricos, no hay en ninguna parte el menor indicio del uso de la escritura, y de esta manera no podemos admitir que los héroes homéricos hayan conocido este arte.
Pero, gracias a la referida fábula de Palamedes, el alto peñasco escarpado y aislado delante de Nauplia, hoy se llama precisamente Palamedes. Sobre la parte más alta de este peñasco, que se eleva a 240 metros sobre el nivel del mar, hay una gran fortaleza construida por los venecianos, e inaccesible por todos sus lados, excepto por un punto en el este, donde el peñasco está unido a una cadena de colinas rocosas. A causa de su posición, que parece inaccesible, se la llama el Gibraltar de Grecia. Ésta no fue conquistada por los griegos a los turcos más que luego de un largo asedio, y cuando casi toda la guarnición estaba muerta de hambre. Las fortificaciones son muchas, pero muy mal conservadas, y la guarnición se reduce a una treintena de soldados.
Con un permiso del estado mayor de Nauplia, me mostraron esta ciudadela con todos sus detalles y también me introdujeron en el patio de las prisiones, donde hicieron construir muchos tabiques para permitir que allí los prisioneros tomaran aire una vez por día y cada uno en su turno.
Eran las cinco de la tarde y todos los prisioneros ya habían hecho su paseo, con excepción de cinco a quienes vi marchar en uno de los corredores; pero su andar era penoso a causa de las grandes cadenas que llevaban en los pies. Su aspecto salvaje llamó mi atención y me aproximé al corredor para mirarlos más de cerca. Los cinco hombres vinieron inmediatamente a mi encuentro y, luego de haberme hecho profundas reverencias, me preguntaron si no tenía algún libro o, al menos, un diario griego para darles. Llevaba conmigo, por casualidad, un volumen de poesías de Alejandro Soutzos, que me dispuse a obsequiarles, recomendándoles aprender todo el libro de memoria. Recibieron el volumen expresando la más viva alegría; pero, sorprendido al ver que sostenían el libro al revés, comencé a dudar de sus conocimientos literarios, y les pregunté si sabían leer. «Oúde grámma (ninguna letra)» fue la respuesta. «Pero entonces ¿qué quieren hacer con este libro?» les pregunté. «Queremos aprender a leer», me respondieron.
Aunque no comprendí cómo se las ingeniarían par estudiar lectura en un libro impreso, del que no conocían letra alguna, no quise hacerles ninguna pregunta al respecto, para que no creyeran que quería pedirles que me restituyeran el volumen y entonces volví la conversación a otro tema preguntándoles por qué estaban en prisión.
«Primero le juramos —respondieron— que estamos aquí contra nuestra voluntad, y después que somos totalmente inocentes, ya que somos pastores pacíficos, y jamás causamos daño a persona alguna». «Pero no se encarcela a gente honesta —les dije—; ustedes deben de haber ofendido gravemente a la sociedad, para que ella se vengue de esta manera terrible». «Es que nos han despreciado —dijeron—; creyeron que ejercíamos el pillaje en las montañas, cuando en realidad no hacíamos más que llevar a pastar a nuestros rebaños».
Poco crédulo de las protestas de que habían llevado siempre una vida ejemplar, me alejé de ellos recomendándoles estudiar bien el libro, cuando el oficial que me había conducido me dijo que esos cinco hombres eran famosos maleantes, que eran culpables de un gran número de muertes, que habían sido condenados a muerte y que debían ser ejecutados en pocos días.