Estudio preliminar

Por Hugo Francisco Bauzá

Heinrich Schliemann se presenta como un caso notable y singularísimo en la historia de la cultura occidental: pese a proceder de orígenes muy humildes, pasó a ser una de las personas más ricas de Europa en el siglo XIX; también, de una niñez y juventud opacadas por la miseria y la falta de una formación cultural ordenada y sistemática, debido a una inteligencia privilegiada y a su tesón —especialmente a su tesón— se convirtió en un políglota de nota ya que llegó a dominar numerosas lenguas, no me refiero sólo a las que forman parte del tronco latino sino que, amén de su alemán natal, conoció, entre otras, el griego clásico y el moderno, el turco, el ruso y hasta llegó a tener un manejo nada despreciable del árabe, según declaraciones propias y testimonios de quienes lo trataron; más aún, merced a sus descubrimientos en Troya, Micenas, Orcómeno y Tirinto llegó a ser una de las personalidades más célebres del siglo XIX.

La fama y singularidad de este comerciante devenido arqueólogo por pasión de los textos homéricos y por su obsesión por demostrar el trasfondo histórico de esas epopeyas hicieron que pudiera localizar en la llanura de Hissarlik (Turquía) el sitio donde otrora estuviera emplazada Ilión —i. e., Troya—, pero sus hallazgos arqueológicos no se redujeron sólo a esa región del Asia Menor, sino que excavó en lo que en la antigüedad fueron importantes sitios de la Hélade. Incursionó en Ítaca, la legendaria isla de Odiseo, en la Micenas «rica en oro», según la denomina Homero, en 1874, en Orcómeno, en 1880, o, entre otros sitios de la antigüedad clásica, en Tirinto, en 1884, obteniendo siempre resultados sorprendentes[1]. Sobre la importancia y significación de sus hallazgos, S. Moscati explica que «Sin duda, a Schliemann debemos la demostración del fundamento histórico de tradiciones que la ciencia de su tiempo relegaba al mundo de la pura fantasía[2]».

Schliemann, como he destacado, no era arqueólogo de profesión; además, en esa época, esa ciencia aún no contaba con la metodología, medios y conocimientos que hoy son moneda corriente a la hora de emprender labores de campo. Su forma de trabajo era muy rudimentaria y hasta, en ocasiones, censurable, empero, en sus últimas excavaciones se advierte un perfeccionamiento en ese métier ya que acepta métodos científicos que había rehusado en su primera época. Pese a esas imperfecciones, lo que la historia de la arqueología debe agradecerle es haber dado visos de realidad histórica a un marco de relatos legendarios que, hasta esa época, eran considerados sólo del dominio de la fantasía. Por otra parte, la importancia de su labor trasciende el horizonte de Grecia y Asia Menor ya que sus sorprendentes hallazgos incitaron —y aún hoy incitan— a que profesionales especialistas en esa disciplina emprendieran excavaciones con métodos rigurosos y, más aún, que delinearan la fundamentación epistémica de esa disciplina, el afinamiento de sus modos de trabajo, y la incorporación y perfeccionamiento de una tecnología, hoy de vanguardia, a la hora de desocultar culturas y civilizaciones sepultadas bajo el peso de milenios. Por sólo citar algunos ejemplos memorables, Federico Halbherr, en agosto de 1902, descubrió el palacio de Hagia Triada, en la isla de Creta, el arqueólogo berlinés Ernst Curtius, secundado por Gustav Hirschfeld, comenzó a excavar en lo que otrora fue Olimpia donde halló el templo de Zeus, o el caso del ingeniero Carl Humann quien sacó a luz el majestuoso altar de Pérgamo y, más tarde, condujo con buenos resultados una expedición arqueológica a Boghazkoei, capital de los hititas.

Antes de los hallazgos de Schliemann en Hissarlik —i. e., en 1870— y de Micenas, en 1876, de las excavaciones de sir Arthur Evans en Cnossos[3] (Creta) y de los importantes descubrimientos fuera de la muralla de la ciudadela de Micenas debidos al arqueólogo británico Alan J. B. Wace, la historia de Grecia o, en otras palabras, la tradición escrita de la Hélade, comenzaba en el año 776 a. C.[4], vale decir, con la lista de los vencedores en la I Olimpíada, a la que sigue la de los éforos[5] de Esparta, consignada desde el año 754[6]. Gracias a los citados hallazgos la historia griega y de la cuenca del Egeo retrocedían hasta el III milenio incorporando así lo sucedido en la Edad del Bronce, iniciada en el 2900 circa.

A esos importantes descubrimientos es menester añadir el desciframiento del lineal B (= linear B, en la versión inglesa) —lineal porque se escribe en renglones— que el entonces joven arquitecto Michael Ventris hizo público en 1953, y merced al cual es posible leer textos cuya cronología va del siglo XIV al XII. Ese importante descubrimiento fue corroborado por el arqueólogo estadounidense Carl Blegen cuando pudo leer las tablillas de arcilla encontradas en Pylos gracias al silabario propuesto por el citado Ventris. Algunos presumen que debe de haber habido una épica micénica, de naturaleza oral, que exaltaría a los personajes que intervinieron en la guerra greco-troyana y, más aún, que podría haber influido, siglos más tarde, en la composición de las epopeyas homéricas; pero sólo se trata de meras conjeturas, aunque no descabelladas. Cabe referir que la escritura lineal B es una forma probablemente derivada de la lineal A y, tal vez, más simple que ésta.

El lineal A fue usado por los cretenses desde comienzos del segundo milenio hasta el año 1450 circa, fecha en que los micénicos se apoderan de la isla de Creta. Pese a ingentes esfuerzos y a hipotéticas suposiciones el lineal A aún no ha sido descifrado de manera plena, así como tampoco se conoce con claridad el origen de este alfabeto.

La notación de los textos en lineal B volcados en una grafía extraña revela, merced al desciframiento de M. Ventris, que la lengua que hablaban esos primitivos micénicos era la griega y aun cuando el contenido de esos textos no sea de suma importancia —son meros registros palaciegos o domésticos—, lo importante es que son testimonio de una mayor antigüedad que la que hasta entonces se atribuía a la lengua y a la cultura griegas, ya que, gracias a esos textos, sabemos que los micénicos eran griegos.

No referiré la manera, no siempre clara, en la que en casi dos décadas Schliemann logró atesorar una fortuna muy importante, sino para subrayar su ahínco por desentrañar el misterio de la realidad histórica de Troya, no sin mencionar la ayuda de dos personas valiosísimas en su acción en favor de esa empresa: su segunda esposa, Sofía Engastromenos (1852-1932), compañera de ruta en esos desvelos y quien inventarió y catalogó la cerámica encontrada en Troya, y la contribución del arquitecto W. Dörpfeld, su estrecho colaborador en sus tareas de campo, éste sí, con conocimientos científicos en materia arqueológica. Sobre la incidencia de Dörpfeld sobre Schliemann, el prestigioso arqueólogo Arthur Evans refiere «que el mayor descubrimiento de Schliemann había sido Dörpfeld[7]». Destaco que cuando Schliemann se trasladó a Micenas para excavar, dejó a Dörpfeld a cargo de las labores en Troya donde dirigió las excavaciones entre los años 1893 y 1894.

Schliemann a los cincuenta años

En cuanto a datos biográficos, Heinrich Schliemann nació en Neubukow (Mecklemburgo-Schwerin), en la Alemania septentrional, el 6 de enero de 1822 y falleció en Nápoles el 16 de diciembre de 1890. Aquejado por una fuerte dolencia de oídos —enfermedad que lo torturó durante años— y víctima de un ataque cardíaco, cayó en una de las calles de la antigua Parthenope sin que nadie pudiera reconocerlo; poco después se supo quién era y su muerte, como era de esperar, conmocionó al mundo de la cultura. Su cuerpo fue trasladado a Atenas donde hoy reposa en el más importante cementerio de esa ciudad, al abrigo de una bóveda que semeja un templo griego tetrástilo, junto a su segunda mujer, la citada Sofía Engastromenos. El friso de la bóveda que rodea la construcción narra plásticamente la excavación en Hissarlik hasta el descubrimiento de la antigua ciudad y el momento en que Schliemann, libro en mano, lo explica a Sofía, su mujer.

Fue hijo de un pastor evangélico —tercera generación de una familia de pastores—, humilde pero culto, quien le despertó la pasión por Homero; en cuanto a su madre, a la que perdió tempranamente, era música e hija del alcalde de un pueblo de Mecklemburgo; la pobre, enteramente dedicada a sus hijos, soportó con entereza la tragedia de convivir con un hombre que, con los años, se había volcado a la bebida. A Heinrich la vocación por Homero se le despertó cuando, en la Navidad de 1829, recibió, de manos de su padre, un volumen de la Weltgeschichte für Kinder (Historia universal para niños) de Georg Ludwig Jerrer, que contenía la «leyenda» de la guerra de Troya y estaba ilustrada con un grabado que representaba a Eneas con su padre Anquises y su hijo Ascanio que, saliendo por la puerta Escea, abandonaban Troya durante el incendio. Con sólo siete años, el pequeño Heinrich consideró que esa imagen no debía ser fruto de la fantasía, sino tener un fundamento histórico, y el desvelarlo habría de convertirse desde entonces en el centro de su interés.

Recibió Schliemann su primera formación en la ciudad de Neustrelitz; luego, urgido por la pobreza, fue aprendiz de comercio en Fürstenberg y, más tarde, con el propósito de labrarse un futuro más promisorio, se embarcó con rumbo a Venezuela, pero Dorothea, el velero en que viajaba, naufragó; el joven Schliemann logró salvarse y, tras padecer mil peripecias, recaló en la ciudad de Ámsterdam donde, con ayuda del cónsul general prusiano, logró emplearse en una oficina comercial de la Casa Quien cumpliendo tareas menores para sobrevivir.

En las páginas liminares de este volumen de tono memorialista y autobiográfico, Schliemann evoca, no sin emoción, las penurias económicas y, en especial, emotivas, que debió padecer durante esos años debido a la miseria, a la desazón y, sobre todo, a la falta de horizonte. Al evocar esas páginas autobiográficas sir A. Evans anota:

Algo de la novela de sus primeros años parece que se junta en su persona, y yo tengo un recuerdo muy claro de aquel hombrecillo flaco, mal formado, pálido, vestido de oscuro, con unos lentes extraños con los cuales a mí me parece que miraba a través de la tierra[8].

Esa falta de horizonte en él se agrava por la inquietante conciencia del paso del tiempo —fugit irreparabile tempus, recuerda Virgilio en las Geórgicas— y de la dificultad, cada vez más gravosa, de poder concretar sus anhelos: estudiar, focalizando esa labor en el caso de los poemas homéricos, para poder probar la existencia real de la antigua Troya y, de ese modo, demostrar el fundamento de veracidad de los relatos narrados en la Ilíada y la Odisea. Más que un sueño, era una obsesión que, con pasión casi paranoica, guió todos y cada uno de sus actos. Este aventurero devenido arqueólogo pretendía dar pruebas contundentes de que lo narrado en estas epopeyas, casi tres veces milenarias, no era sólo fruto de la fantasía, sino que tenía fundamento en circunstancias históricas que verdaderamente habían ocurrido.

Un hecho que decidiría su futuro fue que, en 1846, su nuevo empleador —la casa B. H. Schröder— lo envió primero a San Petersburgo y luego a Moscú como agente de la compañía holandesa donde trabajaba debido a su conocimiento de varias lenguas europeas, lo que resultaba clave para las labores de importación; pero Schliemann no se contentó con esa misión sino que, merced a su inteligencia, al referido conocimiento de lenguas, incluida la rusa y, sobre todo, a su astucia, independizándose de sus antiguos patrones, logró fundar, en 1851, su propia agencia de importaciones. Fue ése el comienzo de su fortuna que, según relata el arqueólogo que nos ocupa, un poco por azar, alcanzó cifras que jamás había soñado. Resta referir que durante su permanencia en tierra de los zares se casó con una aristócrata rusa, Katerina Petrovna Lyscin, junto a la cual acrecentó su fortuna durante la guerra de Crimea, con la que tuvo tres hijos y de la que, años más tarde, en 1869, se separaría.

Viajó luego a los Estados Unidos de Norteamérica donde, en California, estableció una banca con su nombre y merced a la cual acrecentó considerablemente la entonces incipiente fortuna. Pero en 1863, poseedor de cuantiosos bienes con los que nunca había pensado, decidió poner fin a sus actividades comerciales para abocarse a su propósito de desenterrar la Troya homérica; de ese modo, al año siguiente, emprendió rumbo al Asia Menor en una suerte de viaje de inspección.

Entre otros hechos destacables que obraron en favor de sus intereses por la arqueología está una visita a las ruinas de Pompeya —sobre las que en su infancia le hablara su padre—, lo que le hizo revivir el aciago destino de Troya. También es de importancia el haber conocido, pocos años después, a Frank Calvert, cónsul británico en los Dardanelos y arqueólogo de importancia, sobre el que volveré.

Sería largo, y ciertamente fatigoso, seguir el proceso de enriquecimiento de este «aventurero» e improvisado arqueólogo, proceso en el que también cupo al azar un papel importante. Pero conviene subrayar que la meta de Schliemann no era acumular dinero por el dinero mismo, sino como medio para poder acometer la empresa de localizar la Troya homérica. Para esta labor era menester, en primer lugar, proveerse de la máxima cantidad posible de datos referidos a su existencia y, para ello, contaba con una fidelidad extrema por los poemas homéricos.

Guiado por ese propósito acometió la tarea de aprender la lengua griega clásica con el fin de leer a los autores de la antigüedad, en especial las composiciones del aedo ciego, y también el griego moderno, como modo de comunicación y de penetración en esa realidad, fascinante a sus ojos, que era la Hélade.

Dueño ya de una fortuna respetable, en 1859, realiza su primer viaje a Grecia, no sin visitar antes Siria y Egipto donde también se fascina ante los restos de sus grandes culturas, pero deja Grecia para el final, temeroso de que el deslumbramiento al contacto con «esa tierra de dioses» pudiera debilitar su entusiasmo por conocer el resto del mundo.

En 1864 emprendió un viaje alrededor del mundo y, dos años más tarde, se estableció en París donde se dedicó con ahínco al estudio de la arqueología clásica. En la capital francesa diagramó escrupulosamente lo que sería su itinerario arqueológico: comenzaría por la isla que, en su opinión, debía de ser la Ítaca descrita por Homero y después cruzaría hasta el Asia Menor donde, siguiendo con fidelidad la geografía descrita por Homero, buscaría los restos de Troya (también en París, años más tarde, retirado ya de las labores de campo redactaría las memorias de sus principales hallazgos). En su mente supuso que las ruinas de esta ciudad debían hallarse en las colinas de Hissarlik y no en Bounarbaschi (= Bunarbashi), como sostenían algunos, aldea que, en época de Schliemann, sólo contaba con veintitrés casas —quince turcas y ocho albanesas.

La idea de que Bounarbaschi fuera la mítica Troya (Ilium Novum) era una hipótesis defendida por Lechevalier, Rennel, Forchhammer, Maudit, Welcker, Choisel-Gouffier y, entre otros, por Nicolaïdes —estudiosos a cuyas obras Schliemann remite (véase especialmente el cap. XVII)—. El caso es que estos autores no habían hecho trabajos de campo, sino que habían esbozado tal suposición a partir de referencias e indicaciones no corroboradas de viajeros e historiadores de la antigüedad. Otra hipótesis —sustentada por Clarke y Barber Webb— entendía que la antigua Troya se hallaría sepultada en las colinas de Chiblak.

Schliemann, en cambio, pensaba de otra manera ya que, tras realizar un minucioso estudio del terreno, entendió que Bounarbaschi jamás podría haber sido la antigua Troya, debido a que la orografía de esa aldea y la distancia entre el río Simois (= Simunte) y la supuesta ubicación de la legendaria Troya no coincidían en absoluto con las referencias homéricas. Así, basándose en las ideas del cónsul británico Frank Calvert, que atendía el parecer de Estrabón (XIII, 1), supuso que Ilium Novum no debía hallarse en Bounarbaschi, sino en un sitio plano y de esa manera comenzó a explorar la llanura de Hissarlik: sus primeras excavaciones dieron como resultado el hallazgo de un muro ciclópeo. Años más tarde, al encontrar ruinas arqueológicas en la referida llanura afianzó su intuición[9]: Hissarlik era la antigua Pérgamo del rey Príamo.

Es también muy importante mencionar su casamiento, en 1869, con quien sería su segunda esposa, Sofía Engastromenos, joven de singular belleza y muchos años menor que él. Sofía era sobrina de Bimpos, un sacerdote al que Schliemann había conocido en San Petersburgo, y quien, según costumbre de la época, a pedido de Schliemann, concertó esa boda. Con ella tuvo dos hijos, Andrómaca y Agamenón.

Sofía Engastromenos ataviada con las joyas de Troya

En abril de 1870, con el propósito de recuperar la Troya homérica, inició rudimentarias labores arqueológicas en el solar al que alude la tradición mítica, que continuó años más tarde, cada vez con mayores dedicación, número de asistentes y con la ayuda inestimable del citado Dörpfeld, según puntualicé. Prosiguió esas tareas con diversas interrupciones, hasta 1890, interrupciones debidas a que hay épocas del año en las que no se puede excavar a causa del frío, de las lluvias invernales y del calor abrasador de los veranos, de las dificultades en obtener los permisos de las autoridades turcas o de los campesinos propietarios de las tierras, de los terrenos pantanosos, del flagelo de la malaria y de otras enfermedades que, en diferentes ocasiones, atacaron a su equipo de excavación.

El hallazgo, en 1873, de un importante botín, que Schliemann llamó el «tesoro de Príamo[10]» y que se ocupó en difundir por los grandes centros científicos de Europa, puso sus descubrimientos en un escenario donde aparecieron tanto apologetas cuanto detractores, especialmente estos últimos, que ponían en duda la credibilidad de sus hallazgos (Schliemann fotografió a su esposa ornada con esas joyas milenarias; esa imagen, un «clásico» del arte fotográfico, está reproducida en numerosas obras referidas a la arqueología griega clásica).

Entre los incrédulos, Alexander Conze, con el propósito de desacreditar al «improvisado» arqueólogo, afirmó que esas joyas no eran troyanas, sino un conjunto de variada procedencia que Schliemann, en un acto no carente de picardía, habría recogido en diversos sitios de la Hélade y del Asia Menor para conferir una pátina de veracidad a sus supuestos hallazgos. Sin entrar a considerar el fundamento de esas acusaciones, las joyas existen, y Schliemann y la tradición aducen que proceden de la acrópolis de la ciudadela donde habría estado el palacio del viejo rey Príamo y que las había hallado adosadas al muro que rodeaba la acrópolis.

Por el hecho de haber trasladado ilegalmente a Grecia, vale decir, sin la debida autorización de las autoridades turcas, ese tesoro, Schliemann fue acusado por el gobierno otomano y condenado a abonar una multa que el arqueólogo pagó quintuplicada con la condición de que le permitieran retener parte de ese hallazgo y le renovaran el permiso para excavar. En cumplimiento de ese acuerdo dejó la parte convenida con destino al antiguo museo de Constantinopla, pero como la autorización para reiniciar las tareas arqueológicas se demoraba más de lo razonable, marchó a Grecia con el propósito de excavar en Micenas.

En cuanto al citado tesoro, con los años, contra la voluntad de su esposa que quería lo donara al gobierno griego, Schliemann lo confió al cuidado del entonces Imperio alemán, depositándolo en el Reichsbank de Berlín, pero estos objetos desaparecieron en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial sin que nada se supiera de su destino. Hace pocos años, la directora de uno de los museos de Moscú declaró que el llamado «tesoro de Príamo» estaba en sus depósitos y que lo expondría para que el público pudiera apreciarlo, y así lo hizo; de esa muestra valiente y memorable, resta un catálogo. Esa actitud, como es de imaginar, dio origen a un conflicto judicial de alcance internacional donde turcos, griegos, alemanes y rusos litigaron —y litigan— por su pertenencia; entretanto, el «tesoro de Príamo» continúa en el citado museo.

1876 es un año clave en la vida de Schliemann ya que, luego del diferendo con el gobierno turco y aceptadas por éste la disculpa y la referida compensación monetaria, el Gran Visir Mahmud Medim Pashá propició el otorgamiento del firmán que permitía a Schliemann proseguir las excavaciones en Troya. En ese mismo año, el gobierno griego le concedió autorización para excavar en Micenas, en los siguientes términos:

Se autoriza al señor Schliemann la excavación de la acrópolis de Micenas. Asimismo se le acuerda el derecho de prioridad para la publicación de los descubrimientos. Respecto al descubrimiento del sepulcro de Atreo, el ministerio se reserva la decisión para más adelante. La supervisión de las excavaciones será confiada a un éforo, con quien Schliemann habrá de entenderse acerca del comienzo del trabajo, el número de obreros, etcétera[11].

Si bien la identificación de la antigua Troya con la llanura de Hissarlik fue importante, de mucho más valor fueron sus hallazgos en Micenas donde comenzó a excavar en 1876, como indiqué. A meses de emprendida la labor tuvo la fortuna de sacar a luz el primer «círculo real» con seis antiguas sepulturas lujosamente adornadas con objetos artísticos, material que hoy conserva el Museo Arqueológico de Atenas. Sus hallazgos avivaron el deseo de otros emprendimientos y así fueron encontradas muchas otras sepulturas fuera del encintado murario. La tumba real de Micenas, por lo que significó para el enriquecimiento de la historia griega, fue de mucha mayor resonancia incluso que el descubrimiento del tesoro de Príamo: en esas tumbas —entre las que estaban las llamadas de Agamenón y Clitemnestra[12]— se hallaban las pruebas fehacientes de una cultura, en territorio griego, mil años más antigua que la hasta entonces conocida, que adquirió carta de ciudadanía científica cuando el profesor Karo publicó Die Schach-gräber von Mikenai.

Micenas, antigua ciudad del Peloponeso, fue la capital de la Argólide y solar de la primera civilización helénica, llamada precisamente «micénica». Su acrópolis estuvo habitada desde comienzos de la Edad del Bronce (2900 circa). Los aqueos, en el siglo XVI, establecieron en ella fortificaciones y el primer palacio; tras la destrucción de éste, fue reconstruido y el perímetro de la ciudad, ensanchado. Después de la caída de Cnossos, a la que aludí, Micenas heredó la talasocracia cretense y el control del Mediterráneo, donde comerció preferentemente con metales. No formó un imperio, pero dominó a los otros estados aqueos al punto que, cuando los aqueos sitiaron y atacaron Troya, Agamenón, rey de Micenas, comandó la flota. Esta guerra es el último y más célebre episodio conocido de la antigua Micenas que cayó en el siglo XII, al igual que las ciudades vecinas de Tirinto y Argos, con la invasión de los dorios.

Su labor en Micenas no fue nada fácil, amén del clima enrarecido por un viento tórrido del sur que traía arenas cegadoras, y las constantes lluvias, debió luchar permanentemente con el éforo Panagios Stamatakis, conservador de la Sociedad de Arqueología, a quien el gobierno griego había designado para que vigilara las excavaciones, memorioso éste de que Schliemann hubiera sacado de Turquía sin la debida autorización el tesoro de Príamo y que, con los hallazgos de Micenas, pudiera hacer otro tanto. Tuvo el arqueólogo conflictos con este funcionario al extremo de que fue preciso que el gobierno de Atenas enviara al profesor Spyridon Phendikles, vicepresidente de la Sociedad de Arqueología, como mediador, quien allanó la labor.

En Micenas, y siguiendo escrupulosamente las referencias de Pausanias, Schliemann se abocó a localizar las cinco tumbas reales de las que hablaba el historiador y viajero. Pausanias las ubicaba en la acrópolis, próximas a la Puerta de los Leones; también indicaba haber visto una bóveda con gran cúpula tradicionalmente conocida como el sepulcro de Atreo, aunque la asignación de este nombre es mera fantasía legendaria (este sepulcro ya había sido excavado en 1808 por orden de Veli Pashá, gobernador del Peloponeso).

Schliemann excavó dentro del encintado de la acrópolis hasta once metros de profundidad, viendo su labor coronada por el éxito, ya que, tras hallar un muro circular de treinta metros de diámetro, dio con los sepulcros que buscaba. Ese sorprendente descubrimiento avivó la tensión que mantenía con el arqueólogo Ernst Curtius, de Berlín, quien excavaba en Micenas fuera de la cintura muraria y, ciertamente, sin el éxito esperado.

El 16 de noviembre de 1876, en un telegrama cursado al rey de Grecia, Schliemann da cuenta del hallazgo de los sepulcros de héroes griegos de la época troyana. Pocos días después envía al Times de Londres una nota donde dice: «He hallado la tumba que las leyendas de los antiguos designan como la de Agamenón», pero pronto, debido a observaciones del citado Stamatakis, se percata de su error (no sabía el arqueólogo que había descubierto restos de una civilización cinco o seis siglos anterior a la que pertenecían los contemporáneos de la guerra troyana que él creía haber descubierto).

Tras sus importantes hallazgos en Micenas, Schliemann retomó, un año más tarde, las excavaciones que tiempo atrás había iniciado en la isla de Ítaca donde encontró restos de una muralla ciclópea y lo que habría sido el supuesto palacio de Odiseo, según refiere en los capítulos II y III de esta obra. Al año siguiente se trasladó a Orcómeno, también con el propósito de excavar, y entre 1884 y 1885 llevó a cabo labores de campo en la acrópolis de la antigua Tirinto donde descubrió restos de lo que otrora fue el palacio real.

Más tarde retornó a Micenas para proseguir las tareas iniciadas años atrás y que, transitoriamente, estaban en manos de sus colaboradores.

Gozaba ya de prestigio y fue entonces cuando comenzaron el reconocimiento y fama, al principio, no de su país, que guardaba recelos por su carencia de la formación científica de arqueólogo y también por intrigas de científicos en su contra, sino de Gran Bretaña aunque, con los años, Alemania reconoció y aplaudió sus labores. Así, la Universidad de Rostock lo distinguió con un doctorado honoris causa y Berlín, por mediación del científico Rudolf Virchow, lo hizo ciudadano honorario. Cabe referir que, con antelación, Virchow, amigo de Schliemann y médico de su familia, había advertido a las autoridades alemanas de la importancia de los hallazgos de Troya e intervino para que Schliemann donara el tesoro de Príamo al Imperio Alemán a cambio del reconocimiento por su labor arqueológica en Troya y de la citada ciudadanía honoraria, entre otros compromisos que asumía el Imperio. La condecoración le fue conferida por el emperador Guillermo el 7 de julio de 1881, en Berlín; en cuanto a Gran Bretaña, la reina Victoria le entregó una medalla en nombre de la Asociación de Arquitectos (también Sofía, su esposa, fue reconocida por sus labores arqueológicas; así, por ejemplo, sin ser científica, el Royal Archeological Institute de Londres la invitó a que expusiera sobre sus excavaciones en Micenas).

Fue entonces cuando decidió cambiar de lugar de residencia para lo cual se hizo construir, entre 1878 y 1880, en uno de los barrios más aristocráticos de Atenas, en un terreno que había adquirido en la avenida Panepistimiou, cerca del palacio real, una importante mansión[13] a la que denominó Iliou Mélathron, Palacio de Ilión (o Troya), y donde transcurrieron los últimos años de su vida, junto a su mujer y a sus dos hijos menores. Desde el año 2003 esa importante mansión alberga, en su planta baja, parte de la colección del Museo Numismático conformado por un importante legado de monedas del propio Schliemann[14].

Al advertir nexos entre Tirinto, Micenas, Troya y Creta, Schliemann decidió excavar en Tirinto; luego, en 1886, realizó un viaje a Creta donde deseó llevar a cabo una misión arqueológica en Cnossos junto con Dörpfeld, pero no logró el permiso pertinente, por lo que desistió.

En la última etapa de su vida escribió varias obras sobre sus labores en el campo de la arqueología que publicó, en su mayor parte, en su lengua natal: la alemana. Así, pues, podemos recordar: Trojanische Altertümer (Leipzig, 1874, provisto de un atlas de su autoría), Mykenae (Leipzig, 1877, prologada por Gladstone y también con un atlas), Ilios, Stadt und Land der Trojaner (Leipzig, 1881), Orchomenos (Leipzig, 1881), Reise in der Troas im Mai 1881 (Leipzig, 1881), Troja (Leipzig, 1883) y Tiryns (Leipzig, 1886).

Troya

El caso de Troya y el de la guerra que esta ciudad de Asia Menor mantuvo con los griegos micénicos a fines de la tardía Edad del Bronce, entre los siglos XIIIXII, interesó a la humanidad desde que Homero los evocara en sus dos epopeyas. Junto al problema de la historicidad de la mencionada ciudadela surgió el referido a la posible veracidad de los sucesos bélicos que la tuvieron como marco de esos acontecimientos, según narran esas epopeyas; éstos fueron cuestionados especialmente en el siglo XVIII cuando se agudizó la cuestión de la crítica de las fuentes históricas.

El interés por estos estudios tuvo su revival merced a Heinrich Schliemann quien, tras sus labores arqueológicas durante dos décadas (1870-1890), en territorio de lo que otrora fue Troya, demostró la existencia histórica de esa ciudad, aun cuando en su apreciación cometió errores de cronología.

A su tarea se añadieron las de su colaborador y luego continuador, el arquitecto Wilhelm Dörpfeld, los importantes trabajos in situ emprendidos, entre 1932 y 1938, por el arqueólogo norteamericano Carl William Blegen y, más recientemente, a partir de 1988, los sorprendentes hallazgos arqueológicos del profesor Manfred Korfmann, recientemente fallecido[15], en particular en las proximidades del río Escamandro, sobre los que volveré.

Para probar con rigor la real existencia de la Troya homérica, así como ciertos hechos referidos en la leyenda sobre esta ciudad, no bastan sólo los resultados de «la ciencia de la pala» —i. e., la arqueología—, sino que es menester una labor interdisciplinar donde otras ciencias puedan aportar datos y precisiones, en especial, la filología, la historia y, entre otras, la iconografía.

Vistas las cosas con un criterio positivista, ni desde el punto de vista estrictamente filológico, ni desde la indagación arqueológica es posible hablar de un «núcleo histórico de la saga[16]». Empero, existen indicios y algunos elementos probatorios que permiten conjeturar la existencia de la ciudadela de Príamo —i. e., Troya—, destruida en torno al 1180 por obra de los griegos micénicos luego de haberla sitiado, durante diez años según la tradición homérica. Además, en tablillas micénicas aparecen con frecuencia nombres heroicos vinculados con esa guerra, así, por ejemplo, Aquiles, Áyax o Héctor, entre los más mencionados. Sobre este particular, el micenólogo M. S. Ruipérez conjetura que esos nombres entonces eran populares debido a la épica, «lo que estaría de acuerdo con la veracidad histórica que suele reconocer el fondo de las leyendas heroicas griegas[17]».

En lo que concierne a la tradición, las vicisitudes de Troya eran conocidas por las epopeyas homéricas —de cronología incierta, pero sin duda situadas entre los siglos IXVII— y a un conjunto de composiciones, muchas de ellas perdidas, que evocaban el desastroso fin de esa ciudad. Así, la Cipríada, una composición debida a un poeta chipriota —para algunos Estásino— que narraba los acontecimientos que precedieron a la guerra; la Etiópida, atribuida a Arctino de Mileto, que continuaba el relato homérico desde la llegada de las amazonas, aliadas del rey Príamo, hasta la muerte de Aquiles a manos de Paris; la pequeña Ilíada del lesbio Lesques que evocaba la contienda entre Áyax y Odiseo por las armas de Aquiles, la Ilíou pérsis (El saqueo de Troya) del citado Arctino donde, según la tradición, se narraba el ardid del caballo ideado por Odiseo; los Nóstoi (Los regresos) en alusión al retorno de los héroes griegos de la guerra mencionada, obra de Agias de Trecena y, entre otras, la Telegonía, que rememoraba el final de los acontecimientos de esa contienda, de Eugamón de Cirene (siglo VI), donde se narraba la muerte de Odiseo a manos de Telégono, el hijo que había tenido con Circe y que ésta envió para que buscara a su padre, y a quien dio muerte sin conocerlo.

Troya estaba situada en el noroeste del Asia Menor, en lo que otrora fue la Misia, y fue capital de la región que se denominó Tróade. Esta comarca estaba delimitada por los ríos Escamandro[18] (o Janto) y Simois (= Simunte) —a los que permanentemente remiten los poemas homéricos— y próxima a la costa del mar Egeo, frente a las islas de Lemnos y Ténedos.

La Troya histórica estuvo habitada desde principios de la Edad del Bronce y emplazada en la actual provincia turca de Çanakkale, junto al estrecho de los Dardanelos (en el Helesponto), y ocupaba una posición estratégica en el acceso al Pontus Euxinus (Mar Negro); en sus inmediaciones se encuentra la cordillera de Ida.

En época de la guerra evocada por Homero, Príamo era rey de esa ciudad. Este monarca, hijo de Laomedonte y nieto de Ilo (el mítico fundador de Ilión, el primitivo nombre de Troya) era, por tanto, bisnieto de Dárdano. Con Hécuba, su esposa, tuvo —siempre ateniéndonos a la leyenda— diecinueve hijos, uno de los cuales, Paris (llamado también Alejandro), habría sido el desencadenante de la triste contienda aun cuando, ciertamente, las causas de la guerra sobrepasan con creces un mero conflicto amoroso.

Troya era denominada Wilusa entre los hititas; por caída de la digamma inicial, algunos lingüistas relacionan esa palabra con el nombre Ilión, ya que Ilo —junto con Teucro y Tros— pasan por ser sus fundadores epónimos; en cuanto a sus habitantes son llamados teucros, mientras Troya e Ilión son los dos nombres por los que se conocía la ciudad, como ya he indicado.

La tradición mítica refiere que sus fuertes murallas fueron construidas con la ayuda de Apolo y Poseidón para el citado Laomedonte y que, una vez construidas, este primitivo monarca faltó a la palabra empeñada incumpliendo lo prometido a los dioses, por lo que Poseidón inundó la tierra troyana y envió un monstruo marino que provocó estragos, hasta que finalmente los dioses decidieron la destrucción de la ciudad.

En ese aspecto es interesante observar cómo, a partir de un determinado hecho histórico —la construcción y posterior destrucción de la muralla de una ciudad histórica—, el imaginario popular idea mitos y leyendas con el propósito de darles una explicación, en este caso de origen divino.

Cuando H. Schliemann descubrió, bajo el suelo de Hissarlik, las murallas troyanas no sólo inició la reconstrucción histórica de la, hasta entonces, mítica ciudad, sino que abrió un venero inapreciable para la arqueología. Con posterioridad, las excavaciones de Dörpfeld y de Blegen mostraron, en ese solar, la existencia de nueve ciudades superpuestas a lo largo de los siglos. Se supone que la VIIa habría sido la Troya cantada por Homero, ciudad que habría sucumbido por causa de un incendio.

Desde el punto de vista arqueológico Troya I se remonta a época neolítica, y se la sitúa en el III milenio; habría sido de construcciones muy precarias, sin evidencias de sus habitantes se valieran del uso de metales, ya que las hachas y otros utensilios que allí se encontraron son de piedra.

Troya II resulta de mayor importancia que Troya I. Cronológicamente se la ubica entre el 2500 y 2000, lo que la hace contemporánea de la civilización minoica y, ciertamente, en contacto con la de las otras islas del Egeo; se presume que pereció también por un incendio.

Troya II estaba rodeada de una muralla defensiva con sus correspondientes puertas; existen vestigios de haber tenido grandes habitaciones rectangulares (mégara[19]) con abertura en la parte superior por donde debería salir el humo (construcciones semejantes se han encontrado en el centro del continente europeo y también en la península helénica). Los restos de esta cultura ponen en evidencia un sincretismo de elementos asiáticos y europeos, particularmente danubianos; ejemplos análogos se encuentran en el grupo de las islas Cíclades motivo por el cual se habla de civilización troyano-cicládica. Troya II da muestra de la utilización del bronce y de metales preciosos (joyas en oro y plata) y cerámica pulida —con evidencias de haber conocido la técnica del torno—; a diferencia de la cerámica de las islas, los ejemplos hallados de Troya II no están decorados. Hay algunos casos con formas zoomórficas, morfología practicada también en la cerámica de las islas del Egeo.

Las capas superpuestas de Troya III, IV y V no ofrecen pruebas de que se tratara de ciudades importantes, sino simples asentamientos humanos sobre los restos de la mencionada Troya II; tampoco puede fijarse con exactitud la cronología de estos asentamientos, con todo corresponde señalar que son contemporáneos de la importante civilización de la isla de Creta.

Troya VI es ya una ciudad relativamente extensa. La expedición arqueológica de Blegen (1932-1938) permite establecer que fue fundada circa el 1900, vale decir, a inicios del Bronce Medio y destruida luego merced a una catástrofe sísmica. Esta ciudad ofrece restos de varios recintos amurallados, provistos de puertas y torres defensivas. Se advierten también terrazas dado que la superficie del terreno presenta desniveles. Hay vestigios de que hubo casas, almacenes y, principalmente, mégara, uno de los cuales da cuenta de pilastras que sostenían el techo. Tenemos pocos indicios de ella ya que, durante la dominación romana, los restos de esta ciudad fueron utilizados para construir lo que la arqueología llama la Troya IX. Pese a que existen escasos testimonios culturales de esta ciudad, se han hallado algunos vasos de importación micénica, lo que pone en evidencia sus contactos con la importante civilización desarrollada en esa ciudad del Peloponeso. Blegen considera que habría sido destruida por un terremoto en torno al 1300.

Sobre las ruinas de Troya VI se levantó una nueva ciudad —Troya VII—, más modesta que la anterior, reconstruida y poblada —se presume— con los mismos habitantes de Troya VI. Se ha encontrado en ella cerámica de época postmicénica semejante a la danubiana de la zona continental realizada —se cree— con influencia de los grupos tracofrigios que invadieron la Tróade hacia esa época. En cuanto a la cronología de Troya VII, como existen diferencias notorias respecto del material de que se dispone —lo que permite hablar de diferentes estratos—, la arqueología la divide en dos etapas de ocupación: VIIa, VIIb.

Troya VIIa pereció, pocas décadas después, a causa de un incendio. Se conjetura, con razonable cuota de credibilidad, que ésta habría sido la Troya descrita en los poemas homéricos.

Si atendemos al relato homérico y a la presunción de Schliemann, esta ciudad habría sucumbido merced a los griegos micénicos, y hasta se sugieren posibles fechas; así, un grupo de estudiosos propone el año 1184 como fecha de su destrucción. Esta cronología tiene en cuenta datos que se desprendían de la Genealogía de familias reales troyanas, compuesta por el matemático griego Eratóstenes (284-192). En dicha Genealogía se mencionaba una circunstancia astronómicamente comprobable: un eclipse. En la antigüedad esta datación coincidía con referencias consignadas en el tratado De familiis Troianis[20] del polígrafo romano Varrón (Marcus Terentius Varro, 116-27) quien situaba la guerra greco-troyana entre los años 1193 y 1184, como he apuntado en otro sitio[21]. El Marmor Parium y otros testimonios de época clásica proponen, en cambio, otras fechas. M. S. Ruipérez, en su sintético pero muy cuidado estudio de la prehistoria de Grecia[22], sugiere como posible fecha de la caída de la Troya homérica un momento que se ubicaría entre los años que van del 1250 al 1225.

Esta discrepancia de opiniones pone al descubierto la dificultad de establecer una cronología precisa, si bien la mayor parte de los estudiosos coincide en situar la caída de Troya en torno de los siglos XIIIXII, momento de la colonización de aqueos y eolios en el Asia Menor[23].

Refiero una circunstancia histórica que atañe a esta guerra: el debilitamiento y posterior caída del imperio hitita, de los que tenemos noticia merced a los archivos de Hattusas (Boghazkoei), antigua capital del imperio hitita (circa 1800-1200)[24]. Estos archivos nos informan sobre la rivalidad, en costas de Asia Menor, de los aqueos (llamados ahhiyawa) con marcada política expansionista, por un lado, y el reino de Assuwa, por el otro. Este segundo grupo, rival de los micénicos, capitaneaba un conjunto de ciudades entre las cuales estaba Trusia (Troya). Cuando el emperador hitita derrotó a Assuwa, los griegos micénicos —que entonces se estaban extendiendo por el Mediterráneo oriental— atacaron Troya VIIa y la destruyeron tras sitiarla durante un lapso que los poemas homéricos estiman en una década.

En cuanto a Troya VIII, se remonta a los siglos VII al V y en ella se ha encontrado cerámica griega de esas centurias. La ciudad construida sobre las ruinas de la VIIa es la que debe de haberse visto en la época homérica y en la que perduraría el recuerdo de los héroes de la época de la guerra.

Con posterioridad, el solar troyano fue escenario de una manipulación ideológica ya que Alejandro Magno, tras sus victorias en el Oriente, mandó erigir un templo a Atenea Ilíaca que, además de recordar el triunfo de los griegos micénicos sobre los troyanos, celebraba su desembarco, en el 334, en territorio asiático. Se legitimaba así la presencia griega en la Tróade, en todo el Asia Menor e, incluso, en el otrora reino de Persia. Una vez más, política y religión se enlazaban para justificar las ambiciones hegemónicas de griegos y macedonios siendo esta vez la antigua Troya el ámbito geográfico escogido para esos fines.

En el emplazamiento de la Troya homérica, tal como referí, en época de Julio César y de Augusto, los romanos hicieron surgir una Troya «romana», pues veían en la vieja Troya su patria de origen. En efecto, según una tradición consolidada en la Eneida virgiliana, este héroe troyano —legendario ascendiente de la gens Iulia y de los romanos— provenía de esa ciudad (también en este ejemplo se advierte una utilización de la leyenda con fines políticos).

De ese modo la política augustea, a través de la figura de Eneas fundador de la nueva Troya, sugería una suerte de venganza contra los griegos que otrora la habían ultrajado. Consta que, en época de Augusto, cuando los habitantes de Ilio pidieron al Princeps exenciones impositivas, adujeron para ello la común descendencia de troyanos y romanos. Y no es casual que, tiempo más tarde, el emperador Adriano levantara en la nueva Troya un templo en honor de Apolo, divinidad que, desde la victoria de Accio, había pasado a formar parte de los dioses tutelares de Roma. También en ese afán de los romanos por reconstruir Troya se aprecia una nueva maniobra político-ideológica orientada a justificar su incursión en el Oriente.

Otra cuestión interesante respecto de Troya y la Tróade, es que en esta región existen diversos túmulos a los que Schliemann, sin atender a las exigencias de una arqueología rigurosamente científica, imaginó como los sepulcros de los héroes de la guerra greco-troyana. Con ello fortaleció antiguas tradiciones según las cuales la tumba de Aquiles estaba en el cabo Sigeo, la de Áyax, hijo de Telamón, en el cabo Retio, la de Héctor en Ofrinio. También la tradición refería que la del mítico Ilo, fundador de Troya, se encontraba en la parte norte de la planicie.

Es ardua labor discernir en qué medida es histórica la guerra greco-troyana, así como las diversas circunstancias referidas en las epopeyas homéricas. Empero, lo que no puede ponerse en duda es la imposibilidad de reconstruir la historia de la guerra troyana atendiendo a los poemas de Homero, ya que éstos, compuestos tres o cuatro siglos después de dicha contienda, narran esos sucesos no con la lente de la época de la guerra —i. e., siglos XIIIXII—, sino con la de los tiempos homéricos, vale decir, de los siglos IX al VII.

Es evidente que Troya VIIa, contemporánea de los griegos micénicos, luchó contra éstos y que pereció debido a un incendio. No hay indicios de que haya sido sitiada durante diez años, como afirma la leyenda, lo que no resulta verosímil; se conjetura, incluso, que esa cifra pueda tener un carácter simbólico. Tampoco es verosímil el ardid del caballo urdido por Ulises para poder tomar la ciudad, lo que, al igual que el sitio de diez años, tal vez pueda ser leído bajo una mirada simbólica de no fácil resolución. Tampoco hay certeza respecto de cuáles fueron los aliados troyanos; en cambio, merced al catálogo de las naves descrito en el II canto de la Ilíada (vv. 488-877)[25], tenemos clara noticia de qué ciudades griegas se habrían sumado a la lid.

Recientes hallazgos vinculados con Troya

El arqueólogo Manfred Korfmann, profesor en la Universidad de Tubinga y Director, desde 1988 hasta su reciente fallecimiento, de las excavaciones que se llevan a cabo en el solar de la antigua Troya, vale decir, durante diecisiete años, logró develar ciertas incógnitas referidas a la siempre dubitable historicidad de los hechos narrados en los poemas homéricos.

Su equipo de investigación descubrió, en los asentamientos que rodeaban la ciudadela de Troya hacia el sur y hacia el este, una inmensa muralla de época de la guerra greco-troyana. Su descubrimiento daría pruebas de que la ciudad en ese entonces —i. e., siglos XIIIXII— era aproximadamente algo más de diez veces más grande de lo que se la imaginaba; esa muralla era, ciertamente, un escudo defensivo frente a posibles saqueos e incursiones de pueblos vecinos. Su hipótesis provocó una encendida polémica con el historiador Frank Kolb, colega en su Universidad, cuando, en el 2001, expuso una maqueta de lo que suponía debió haber sido Troya. El profesor Kolb entendía que el arqueólogo no aportaba pruebas suficientes que avalaran sus afirmaciones; con todo, destaco que el equipo de investigación de Korfmann —que llegó a sumar 350 colaboradores entre científicos y técnicos de variadas nacionalidades— y arqueólogos ajenos a su misión arqueológica defienden sus ideas.

De ser cierta su suposición, Troya no era una ciudad palaciega más, sino un importante centro comercial que debía controlar la navegación en el Egeo oriental, ya que estaba situada en un enclave estratégico frente al estrecho de los Dardanelos con lo que controlaba el acceso al mar de Mármara y, a través de éste, con el Pontus Euxinus, es decir, el mar Negro.

Aun cuando el descubrimiento de Schliemann, en el siglo XIX, pareció probar la historicidad de Troya, historiadores, filólogos y arqueólogos de la centuria pasada cuestionaron y pusieron en duda sus afirmaciones. Sostenían que, más allá de la «fantasía» de Homero, ninguna contienda de proporciones mayúsculas habría podido tener lugar en un sitio reducido y que una ciudad diminuta no podría haber despertado el interés de pueblos y civilizaciones vecinas, ni que fuera necesario movilizar una vasta flota para atacarla.

El descubrimiento de ese nuevo encintado murario debido a M. Korfmann prueba fehacientemente que las dimensiones de Troya VIIa eran muy respetables y que esta ciudad, vista entonces desde lo que hoy es Europa, debería resultar una pólis singular. El citado Korfmann conjetura, con razonable cuota de credibilidad, que ninguna ciudad del continente europeo de ese período debía tener las dimensiones y el poderío de Troya, motivo por el cual debería ser apetecida por sus rivales allende el Egeo.

La existencia, en el solar troyano, de una ciudad «periférica» o baja, en contraposición a la «alta» donde estarían el palacio, sus dependencias administrativas y los templos —la acrópolis, en suma—, revelaba dimensiones mucho mayores que las hasta hace poco imaginadas. Este descubrimiento ayuda también a comprender mejor la expresión homérica «méga Priámiou ánaktos» (la gran [ciudad] del rey Príamo), tal como repetidamente aparece en las composiciones homéricas, referido este sintagma nominal a la ciudad alta o acrópolis, fortificada, ubicada en la colina, en contraste con la ciudad baja, situada en la llanura.

El descubrimiento del profesor Korfmann —a quien tuve el gusto de escucharle estas revelaciones en una conferencia que dictó en la Universidad de Buenos Aires pocos meses antes de su muerte— obliga a releer a Homero con una mirada más respetuosa en cuanto a sus referencias históricas y geográficas, particularmente estas últimas. El importante estudio de Victor Bérard[26] que prueba la veracidad geográfica del «mítico» viaje de Odiseo[27], es otro elemento a tener en cuenta a la hora de establecer los límites entre realidad y fantasía en las epopeyas homéricas; éstas, desde el momento que son composiciones poéticas, deben ser ubicadas en el campo de la ficción, pero eso no impide que contengan también un fundamento de verdad en cuanto a datos históricos y geográficos.

Sobre esta traducción

El texto y la prosa de Schliemann son de absoluta claridad. Esta claridad se ve expresada también por la diagramación en capítulos con sus correspondientes acápites introductorios. En el «Prefacio» el ilustre arqueólogo hace un racconto de sus principales hechos biográficos tratando de ajustarse lo máximo posible a lo que rescata de sus recuerdos. Describe con absoluta simpleza su experiencia como arqueólogo, fundada, ante todo, en el sentido común, la lógica y una honestidad respetuosa con ese métier, que son los principios que rigieron su proceder en la «ciencia de la pala».

Sorprenden los numerosos sacrificios que soportó con el fin de rescatar las huellas de la civilización descrita por Homero. Sorprende también la manera sencilla, pero minuciosa, de trabajar. Así, por ejemplo, mide escrupulosamente todos sus pasos, consigna en su bitácora hasta los detalles más insignificantes, en todo momento echa mano de la brújula, frente a las termas no descuida medir la temperatura de las aguas y, por sobre todo, no abandona la atenta lectura de Homero, en Ítaca y Troya, y de Pausanias, en Micenas.

Si bien sus labores de campo fueron precarias —aunque proporcionaron descubrimientos asombrosos—, sirvieron para cimentar la arqueología como ciencia. Tras sus pasos, destacados arqueólogos continuaron su labor y dieron también frutos de importancia.

Además del caso de M. Korfmann al que me he referido, sobre los estudios geológicos y la geografía de Troya y la Tróade, es menester referir los trabajos que Günther A. Wagner, Ernst Pernicka y Hans-Peter Uerpmann, en su calidad de editores, recogieron en una publicación notable[28].

En cuanto a la presente traducción, ha sido hecha sobre la edición francesa Ithaque, le Péloponnèse, Troie. Recherches archéologiques (París, 1869); destaco que simultáneamente, y editada en alemán, apareció la misma obra con el título Ithaka, der Peloponnes und Troja. Archäologische Forschungen (Leipzig, 1869). No consta traductor en ninguna de las dos y tampoco se sabe exactamente en cuál de las lenguas la escribió dado que manejaba perfectamente ambos idiomas, el alemán y el francés. En cuanto a esta traducción, he empleado los nombres griegos de los dioses y no los latinos como hace Schliemann, atento a la costumbre francesa decimonónica; así, en lugar de Neptuno he puesto Poseidón, o en lugar de Venus, Afrodita. Llama la atención que, en la mayor parte de los casos, al viejo rey de Ítaca, en lugar de llamarlo con la voz helénica Odiseo, lo llama Ulises[29], vale decir, con la deformación latina de la palabra griega con que se hizo popular.

En cuanto a las citas de Homero, he empleado las traducciones de Emilio Crespo Güemes para la Ilíada (Madrid, Gredos, 1991) y de José Manuel Pabón para la Odisea (Madrid, Gredos, 1993), con leves modificaciones en algunos casos.

Información bibliográfica

La bibliografía sobre H. Schliemann, sus descubrimientos y la cuestión homérica es copiosísima; a mero título informativo, destaco lo sustancial:

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