III

Ítaca – Llegada al puerto de San Espiridón – El sabio guía Panagis Asproieraca – Tradición de Ulises – Vathy, capital de Ítaca – Mención de las principales construcciones de Ítaca – Puerto de Reithron – Topografía y producciones de Ítaca – Puerto de Forcis – Monte Neion – Gruta de las Ninfas – Monte Aetos – Palacio de Ulises – Muros ciclópeos

Alquilé, aproximadamente por once francos, una barca para que me condujera a Ítaca; pero, por desgracia, el viento soplaba en sentido contrario, de manera que estuvimos continuamente forzados a bordear, y de este modo nos hicieron falta seis horas para cumplir la travesía, que uno hace fácilmente en una hora con viento a favor.

Finalmente, a las once de la noche, desembarcamos en el pequeño puerto de San Espiridón, al sur del monte Aetos, y pusimos pie en tierra en el antiguo reino de Ulises. Confieso que, a pesar de mi fatiga y de mi hambre, sentí una gloria inmensa al encontrarme en la patria del héroe cuyas aventuras leí y releí cien veces con el más vívido entusiasmo.

Al desembarcar, fui muy feliz al encontrar al famoso guía Panagis Asproieraca quien, cobrándome cuatro francos, me alquiló su asno para que llevara mis efectos personales, en tanto que él mismo me sirvió de guía y de cicerón hasta la capital, Vathy (Bathy). Habiendo sabido que yo había ido a Ítaca para realizar investigaciones arqueológicas, aplaudió vivamente mi proyecto y, marchando juntos, me contó todas las aventuras de Ulises de cabo a rabo. La fluidez con la que las recitaba me probó hasta la evidencia que ya había contado lo mismo mil veces. Su pasión por instruirme acerca de las glorias del rey de Ítaca era tal que no interrumpió en momento alguno su recitado. En vano le pregunté: «¿Es ése el monte Aetos? ¿Es ése el puerto de Forcis? ¿De qué lado se encuentra la gruta de las Ninfas? ¿Dónde está el campo de Laertes?…». Todas mis preguntas quedaron sin respuesta. El camino era largo, pero la historia del guía era larga también y cuando, finalmente, a las cero treinta de la mañana traspasamos el umbral de su puerta en Vathy, él entraba a los infiernos con las almas de los pretendientes bajo la conducción de Mercurio.

Lo felicité con entusiasmo por haber leído los poemas de Homero y haberlos memorizado lo suficiente como para narrar con tanta facilidad, en griego moderno, los principales acontecimientos de los veinticuatro cantos de la Odisea. Para mi gran sorpresa me respondió que no sólo no conocía la antigua lengua, sino que tampoco sabía leer ni escribir el griego moderno: agregó que conocía las aventuras de Ulises merced a la tradición. Le pregunté enseguida si esa tradición era general entre el pueblo de Ítaca, o particular en su familia. Replico que, en efecto, su familia era depositaria de esta tradición y que nadie en la isla conocía la historia del gran rey tan bien como él, pero que todo el mundo tenía una vaga idea de ella.

El hambre que tenía me impedía hacerle más preguntas; no había comido nada desde las seis de la mañana, ya que la indescriptible suciedad del alojamiento en Samos no me había permitido comer allí bocado alguno. Mi anfitrión no tenía para ofrecerme más que pan de cebada y agua de lluvia, cuya temperatura no era menor a treinta grados centígrados; pero presionado por el hambre, esa comida me pareció deliciosa.

El diligente guía no tenía más que su cama conyugal; y, con esa generosa hospitalidad que es propia de los descendientes de los hombres de Ulises, se empeñó en ponerla a mi disposición e insistió para que yo la aceptase y sentí mucha pena al resistirme a sus obligadas ofertas, y lo logré al acostarme valientemente sobre una gran caja cubierta con bandas de hierro que se encontraba en la habitación. Habituado a la fatiga de los viajes, dormí tan bien sobre esa caja como en la mejor de las camas y no me desperté hasta la mañana.

No hay hoteles en la capital de Ítaca, sin embargo encontré una buena habitación en la casa de las jóvenes y amables señoritas Elena y Espacia Triantafyllidès cuyo padre, distinguido hombre de letras, falleció hace algunos años.

La ciudad, que cuenta con alrededor de 2500 habitantes, rodea con una línea de casas blancas el extremo sur del largo y estrecho puerto, llamado Vathy (bathý, «profundo»), del cual toma su nombre, que no es más que una entrada del golfo de Molo. Es uno de los mejores puertos del mundo, ya que está bordeado por montañas y el agua es tan profunda que, incluso a un metro de la costa, las naves pueden arrojar el ancla delante de las casas de sus armadores.

Casi todos los arqueólogos viajeros reconocen la identidad de esta isla con la Ítaca de Homero, como E. Gandar, De Ulyssis Ithaca, París, 1854; Dr. Wordsworth, Greece, 1853; Rühle von Lilienstern, Über das homerische Ithaca; G.-F. Bowen, Ithaca in 1850, Londres, 1851; Leake, Travels in Northern Greece, 1835; Schreiber, Ithaca, 1829; Constantin Koliades, Ulysse-Homère; sir W. Gell, Ithaca, Argolis and Itineraires, 1813-1819; Estrabón, VIII, 10; Ptolomeo, III. En cambio, Spohn declara que Ítaca no era más que una ficción el poeta. Por su parte, Völker intenta probar, a través de ingeniosos documentos, que la topografía de Ítaca está en desacuerdo con las indicaciones de Homero y que la patria de Ulises debe estar situada al oeste de Cefalonia.

Como el puerto de Vathy se encuentra en la parte sur de la isla y al pie del monte Agîos Stéfanos (San Esteban), en el cual puede reconocerse el «Néion olên» (el Nérito cubierto de bosques) (Odisea, I, 186) no cabe duda de que sea el «Limén Reîtron» (el puerto de Ritro) mencionado en el mismo verso.

Ítaca, comúnmente llamada Theáke, sin duda saca su nombre del héroe Ítaco, mencionado por Homero (Odisea, XVII, 207).

La parte más ancha de la isla es de veintinueve kilómetros, de norte a sur; la más larga, de siete kilómetros de este a oeste. La población total es de 13 000 habitantes.

Consiste en una cadena de rocas calcáreas. El golfo de Molo la divide en dos partes casi iguales, unidas por un istmo estrecho de ochocientos metros de ancho, sobre el que se eleva el monte Aetos, coronado por vastas ruinas llamadas Palaiókastros (Viejo castillo), que la tradición designa como los restos del palacio de Ulises.

En todas partes se ven rocas escarpadas, entre las que la más elevada es el monte Anoge en la mitad norte: es el Nérito que Homero describe como «cubierto de bosques» (Odisea, XIII 351; IX, 21); pero los árboles han desaparecido de esta montaña al igual que del monte Nérito y de toda la isla lo que, sin duda, es causa de que las lluvias y los rocíos, en otro tiempo muy abundantes en Ítaca (Odisea, XIII, 245), estén presentes de manera mucho menos frecuente; que la inmensa («athésphatos») recolección de trigo (Odisea, XIII 244) se redujo ahora a un cuarto de lo que es necesario para consumo de los habitantes, y que las piaras (Odisea, XIII, 404-410), los rebaños de vacas (Odisea, XIII, 246), de cabras (Odisea, IV, 606; XIII, 246) y de ovejas (Odisea, XIII, 222), escaseen allí de tal modo que sea preciso importarlos para hacer frente a las necesidades de alimentación de carne.

Los principales productos de Ítaca en la actualidad son las pequeñas uvas, llamadas de Corinto, de las que se exporta alrededor de 150 000 kilos, y el aceite de oliva, del que se exporta alrededor de 2300 barriles por año. El vino es excelente, pero tres veces más fuerte que el de Burdeos, y no se lo exporta más.

A pesar de los fuertes calores del verano, el clima de la isla es muy sano y merece los elogios de Homero (Odisea, IX, 27), «aghatè koyrotróphos» (excelente para que crezcan hombres).

El señor Brown dice con razón sobre Ítaca que quizá no haya un lugar en el mundo donde los recuerdos clásicos sean tan vivos y tan puros. El pequeño peñón se ocultó en las sombras inmediatamente después del tiempo de su gran héroe mitológico y de su poeta, y se mantuvo así durante casi tres mil años. Contrariamente a muchos otros países, en otro tiempo gloriosos, la isla no ofrece ningún interés más reciente del que ilustrar. En efecto, el nombre de Ítaca ya casi no se encuentra bajo la pluma de ningún escritor posthomérico, si no es para hacer alusión a su celebridad poética. En el año 1504 Ítaca estaba despoblada debido a las incursiones de los corsarios y a la furia de las guerras entre turcos y cristianos; todavía se conserva el acta de privilegios que el gobierno veneciano acordó a los colonos de las islas vecinas y del continente griego que la repoblaron. Aquí, todos nuestros recuerdos están entonces concentrados en torno de la edad homérica: cada colina y cada roca, cada fuente y cada bosquecillo de olivares, respira a Homero y a la Odisea; y somos transportados de un brinco por encima de cien generaciones hasta la época más brillante de la caballería y del poema griegos.

Tan pronto como me hube instalado en mi nuevo alojamiento, contraté a un guía y alquilé un caballo, y me hice conducir hasta el pequeño golfo llamado Dexia, que se encuentra también al pie del monte Nérito que, de igual modo, forma parte del gran golfo de Molo. Es el «Phárkynos limén» (puerto de Forcis), en el que los marinos feacios depositaron a Ulises profundamente dormido y lo dejaron con sus tesoros, primero en la costa y luego bajo un olivar fuera del camino (Odisea, XIII, 96-124):

Hay en Ítaca un puerto, el de Forcis, el viejo marino, que se abre entre dos promontorios rocosos y abruptos, mas de blanda pendiente del lado de aquél; por fuera la resguardan del fuerte oleaje que mueven los vientos enemigos y dentro las naves de buena cubierta sin amarras están cuando vienen allá de arribada. Véase al fondo del puerto un olivo de gráciles hojas, y a su lado una cueva sombrosa y amena, recinto de las ninfas del agua que llaman las náyades; dentro sus crateras están y sus ánforas todas de roca en que suelen venir a libar las abejas, y hay asimismo, muy largos y pétreos telares en donde unas túnicas tejen las ninfas con brillos marinos que es hechizo de ver. Allí corren las aguas perennes y las puertas en dos: una al bóreas abierta a los hombres y la otra hacia el noto divina; ningún ser humano tiene entrada por ésta, que es paso no más de inmortales.

A este sitio avanzaron ya bien conocido y la nave en la costa encalló la mitad de su quilla al impulso de su rauda carrera regida por diestros remeros. Descendieron los hombres del sólido barco a la playa y tomaron a Ulises primero en su lecho de lino con el lindo cojín y dejáronlo presa del sueño en la arena; sacaron después los presentes que había recibido, al partir a su hogar, de los nobles feacios por favor de Atenea, la diosa magnánima y junto del olivo en redor, colocáronlo todo bien lejos del camino, temiendo que algún pasajero viniese a mermárselo antes de que él despertara.

En este pasaje la región está descrita con tal precisión que no hay manera de equivocarse porque, delante del pequeño golfo, se ven dos pequeñas rocas escarpadas, inclinadas hacia la entrada, y, muy cerca, sobre la pendiente del monte Nérito, a cincuenta metros sobre el nivel del mar, la gruta de las Ninfas. Hay efectivamente en ésta, del lado noroeste, una especie de puerta natural de dos metros de alto y de cuarenta centímetros de ancho por la que se puede entrar en la gruta y, del lado sur, un hueco redondo de ochenta y dos centímetros de diámetro que forma la puerta de los dioses; ya que la caverna tiene en este lugar una profundidad de diecisiete metros, y de esta manera el hombre no puede ingresar por este camino.

El interior está completamente oscuro pero mi guía encendió un gran fuego con maleza, de manera que pude examinar la gruta en todos sus detalles. Es casi redonda, y tiene diecisiete metros de diámetro desde la entrada hasta el fondo, hay una pendiente de 3,30 metros, allí se descubren restos de escalones tallados en la roca; en el costado opuesto se ve un altar muy mutilado. Del techo penden masas de estalactitas de formas extrañas, con un poco de imaginación uno puede reconocer urnas, ánforas y los oficios de tejedores sobre los cuales las ninfas tejían telas purpúreas. Es en esta gruta donde Ulises, por consejo de Palas Atenea y bajo su protección, escondió los tesoros que había recibido de los feacios (Odisea, XIII, 361-371).

Volvimos a descender al golfo o puerto de Forcis y continuamos nuestro camino hasta el pie del monte Aetos, que tiene ciento cincuenta metros de altura, y que, al sur, está separado del monte Nérito por un valle muy fértil, de un centenar de metros de ancho, que atraviesa el pequeño istmo. Al este la montaña forma, sobre los cincuenta primeros metros de su altura, una pendiente muy suave, que abunda en fuentes de buena agua, y que está en un estado floreciente de cultivo. Está bordeada por el golfo Aetos; trataré más tarde de demostrar que éste es el puerto de la antigua capital de Ítaca.

Desde el costado norte el monte Aetos continúa por una cadena de rocas, aproximadamente cincuenta metros más bajas, que toman los nombres de Palea-Moscata, de Chordakia y de Sella. Del lado oeste, desciende bruscamente en el mar, cuyo color azul oscuro indica ya a un metro del peñasco una profundidad enorme.

La ascensión al monte Aetos es muy difícil y arriesgada para un extranjero sobre todo durante los grandes calores del verano, ya que sus flancos, que se elevan bajo dos ángulos de entre cuarenta y cincuenta grados, están cubiertos de piedras y a falta de camino es necesario, casi continuamente, trepar en cuatro patas.

Pero, los naturales, habituados a escalar el peñasco, ascienden al monte sin siquiera fatigarse, incluso cultivan toda la montaña, hasta su cima, en cada lugar donde descubren un poco de tierra entre las piedras. El único instrumento que utilizan para el cultivo en las montañas es un azadón puntiagudo (díkella), con el que remueven un poco la tierra para depositar algunos granos de lino o de trigo.

Me sorprendí al ver que hay pocos olivares sobre las pendientes de las montañas ya que este árbol es muy productivo en las islas jónicas, de donde parece ser originario, y allí adquiere tales proporciones que no se asemeja a los árboles frutales de Francia, sino a los macizos y pintorescos árboles de los bosques.

Subimos al Aetos por el lado oeste, donde la pendiente es un poco más suave que en los otros lados: se ven allí numerosos vestigios de un antiguo camino que aparentemente llevaba del palacio de Ulises al pequeño puerto llamado hoy puerto de San Espiridón, que se encuentra también al este de la isla, entre el Aetos y el Nérito.

Necesité una media hora para alcanzar la cima del costado sur, sobre el que se encuentran las ruinas de una torre de piedras groseramente talladas, de un metro a 1,66 de largo, sobre un metro a 1,35 de ancho, depositadas unas sobre las obras sin cemento. Esta torre tiene 6,66 metros de largo y de ancho, y tal como puede verse, en el centro hay un subterráneo, probablemente un cisterna, porque todas las piedras del edificio se inclinan hacia el centro formando allí una especie de bóveda.

Diez metros más abajo hay un grueso muro de circunvalación, de construcción similar, mientras que otros dos muros ciclópeos, provistos de torres defensivas, descienden hacia el sudoeste y sudeste, y sus formidables ruinas se extienden sobre la pendiente de la montaña hasta una distancia de sesenta metros de la cima.

A partir de la mencionada gran torre, la cima del Aetos, de un ancho que varía de 8 a 10 metros, se extiende a lo largo de 74 metros elevándose gradualmente hasta 13 metros. Todo este espacio está cubierto de inmensas rocas que, evidentemente, nunca fueron tocadas por la mano del hombre, y que hacen suponer que allí jamás se construyó edificio alguno.

Más allá de estas piedras están las ruinas de otra torre de construcción ciclópea, de 8 metros de largo y otro tanto de ancho. Después hay una cisterna redonda, tallada en la roca, de 5 metros de profundidad, con un diámetro de 4 metros de altura y 6 de fondo. Después, la cima se agranda, manteniéndose unida, y se extiende sobre un ancho de 27 metros y una longitud de 37 metros hasta la extremidad norte.

Es sobre este espacio donde se encontraba el palacio de Ulises; pero, desgraciadamente allí no pueden verse más que las ruinas de dos muros paralelos cercados; seguidamente, una pequeña cisterna doméstica, redonda, tallada en la roca, de 1,34 metros de profundidad; el diámetro de ésta, en su parte superior, es de 1,33 metros, y en su parte inferior, 1,67.

En la extremidad norte, se ven las ruinas de dos grandes muros, de los cuales uno desciende hacia el nordeste, y el otro hacia el noroeste. A dieciséis metros de la cima, del lado este, se encuentra una cisterna redonda muy grande, tallada en la roca, de 10 metros de profundidad; en la parte superior su diámetro es de 8 metros; en la inferior, de 12.

El palacio real era grande, con muchos pisos y con un patio, porque Ulises dice a Eumeo (Odisea, XVII, 264-268):

De seguro, ¡oh Eumeo!, que es ésta la casa de Ulises, casa hermosa que bien se distingue aun estando entre muchas. Una pieza sigue a la otra, y el patio adosado tiene cerco de muros y almenas; la puerta es muy fuerte, de dos hojas: no hay hombre de cierto que pueda forzarla.

El palacio estaba adornado con altas columnas (Odisea, XIX, 38); alrededor de la mesa, en la sala principal, estaban sentados los ciento ocho pretendientes; había además en la sala ocho sirvientes, un heraldo y un rapsoda (Odisea, XVI, 247-253); el palacio era «hypselós» (alto) (I, 126); había altas bóvedas, «hypserephés» (IV, 757); era «hypsýphoros» (grandioso) (X, 474).

Vemos también que Penélope subió la alta escalera del palacio, tomó la llave y se marchó con los sirvientes a un apartamento alejado (Odisea, XXI, 5-9). No cabe duda, entonces, de que el palacio no haya ocupado toda la plataforma unida de la cima, y que el patio no haya estado entre los muros paralelos de circunvalación que están a 30 metros uno del otro. En este patio estaba el altar de Zeus (XXII, 334).