VII
En las habitaciones campesinas uno siente revivir la antigüedad clásica – Ferocidad de los perros que se serenan humillándose delante de ellos – Carácter de un viejo de la campiña de Ítaca; su patriotismo, su orgullo nacional, su avidez por instruirse – Baño nocturno – Antiguo camino de Aretusa al palacio de Ulises – Se identificó la pendiente con el monte Palea-Moscata y con el emplazamiento de la capital homérica
El martes, 14 de julio, partí a caballo a las cinco de la mañana con mi guía para explorar las partes sudeste y sur de la isla, a la izquierda de Aretusa; pero las dificultades del terreno eran tantas que nos vimos forzados a dejar el caballo en un campo y continuar la travesía a pie.
En cada casa campesina de la isla de Ítaca se siente revivir la antigüedad clásica, y uno no puede dejar de pensar en la descripción que Homero hace del sitio del divino porquerizo Eumeo (Odisea, XIV, 5-12):
A la entrada sentado lo halló del corral de altas tapias que bien grande y hermoso se alzaba en lugar abrigado con su cerca completa, que el mismo porquero había hecho sin contar con su dueña ni el viejo Laertes: guarida de los cerdos del príncipe ausente, solada con lajas de acarreo, encimadas las tapias por bardas de espinos. Toda en torno por fuera había puesto apretada y espesa larga fila de estacas que hachó de unos troncos de encina.
Las habitaciones en todos los casos estaban construidas sobre planicies elevadas; se encontraban siempre en el centro de un corral, rodeado éste por una muralla de piedras descuidadamente apoyadas unas sobre otras; la parte alta de esta muralla está en todas partes protegida por una hilera de espinas secas y por una empalizada espesa de ramas puntiagudas.
Al acercarme a estas aisladas habitaciones en los campos, ya sea para comprar uvas, ya para beber agua, estaba permanentemente asediado por una jauría. Hasta entonces siempre había logrado mantener los perros a una distancia respetuosa arrojándoles piedras o amenazándolos sólo con recoger alguna. Pero, ese día, queriendo ingresar al corral de un campesino en el sur de la isla, fui atacado con furia por cuatro grandes perros que no temieron ni a mis piedras, ni a mis amenazas. Grité para que me socorrieran, pero mi guía se había quedado detrás y parecía que no había nadie en la casa del campesino. En esa terrible posición, me vino por fortuna al espíritu lo que Ulises había hecho frente a un peligro semejante (Odisea, XIV, 29-31):
Viendo en esto los perros a Ulises lanzáronse a una contra él con agudos ladridos; el héroe, prudente, se sentó y el garrote dejó por el suelo.
Seguí entonces el ejemplo del sabio rey, al sentarme con valentía en el suelo y al quedarme inmóvil, de inmediato los cuatro perros, que parecían prestos a devorarme, formaron un círculo alrededor de mí y continuaron ladrando, pero sin tocarme. Si hubiese hecho el más mínimo movimiento, me habrían mordido; pero, al humillarme frente a ellos, calmé su ferocidad.
Encontramos esta particularidad del carácter de los perros confirmada en Plinio (VIII, 61, ed. F. Didot): «Se detiene la impetuosidad y la furia de los perros al sentarse en el suelo», y también en Aristóteles (Ret., II, 3): «Que la cólera cese contra aquellos que se humillan, lo ponen en evidencia los perros que no muerden a los hombres que se sientan».
Mi guía, al ver la situación desesperada en que me encontraba, atrajo con sus gritos al dueño de la casa, que estaba ocupado en una viña a una cierta distancia, y éste último apresuradamente llamó a los perros y, de este modo, quedé libre. Era un viejo septuagenario, de dulces facciones, con grandes e inteligentes ojos, de nariz aguileña; su larga cabellera blanca como la nieve contrastaba de un modo singular con el tinte de su rostro oscurecido por el ardor del sol. Siguiendo la costumbre de los campesinos, iba descalzo y llevaba la foustanella, el típico ropaje blanco de algodón sujetado en torno al cuerpo sobre el vientre y que desciende en mil pliegos hasta las rodillas.
Es la costumbre albanesa, adoptada en Grecia luego de la revolución; se la conserva en Albania desde la más temprana antigüedad ya que, a menudo, se la encuentra representada sobre las antiguas estatuas, particularmente en la de Pirro, rey del Épiro, del Museo de Nápoles.
Reproché al viejo campesino por la ferocidad de sus perros que me habrían desgarrado, o al menos mordido cruelmente, si, en el momento del inminente peligro, no hubiera recordado el recurso empleado en circunstancia semejante por el gran rey de Ítaca.
Me dio mil excusas y me dijo que los perros conocían perfectamente a los habitantes de los alrededores y apenas ladraban a quien se les acercara; que no recordaba a ningún extranjero que hubiera llegado a su casa, en medio de los campos, casi en la extremidad de la isla y, por consiguiente, no había previsto un peligro semejante.
Al preguntarle por qué, pese a su aparente indigencia, guardaba cuatro perros que debían comer, al menos, tanto como dos hombres, me respondió encolerizado que su padre, su abuelo, y todos sus ancestros hasta Telémaco, Ulises y Penélope, habían tenido la misma cantidad de perros y que él preferiría someterse a privaciones antes que deshacerse de uno solo de sus fieles guardianes.
No tuve nada que responder a los argumentos del astuto viejo que, en el exceso de su patriotismo y de su orgullo nacional, se revelaba contra la sola idea de tener en su casa una cantidad menor de perros que sus gloriosos ancestros del tiempo de la guerra de Troya. Creyendo haberme satisfecho con sus explicaciones, me trajo una fuente llena melocotones y uvas y, nueva prueba de su orgullo y amor propio, rechazó enérgicamente aceptar la más mínima remuneración ya que, sin duda, pensó en indemnizarme con esos frutos por las angustias que había experimentado a causa de los perros. Pero, queriendo a toda costa recompensarme con su hospitalidad, le leí en su antigua lengua y le traduje a su idioma los ciento trece primeros versos del canto XIV de la Odisea, que escuchó con profundo recogimiento.
Una vez terminada esta lectura, quería partir, pero insistió en que le contase algo de la Ilíada, de la que no tenía más que una confusa idea. Consideré, sin embargo, que mi deuda estaba suficientemente pagada y no me dejé retener. Pero la curiosidad del viejo era tan grande como para dejar escapar la ocasión de conocer los acontecimientos de la guerra de Troya; me acompañó entonces a pie durante el resto de la jornada y no me permitió un momento de descanso antes de haber escuchado el resumen del relato de los veinticuatro cantos de la Ilíada.
Recorrimos las partes sur y sudeste de la isla y encontramos sobre dos pequeñas superficies en la costa escarpada del mar, las ruinas de un cierto número de edificios de ladrillo, de piedra y de cemento que, a juzgar por sus construcciones, bien podían remontarse a fines de la época romana o a comienzos del Imperio; pero, a pesar de todas mis investigaciones, no puede descubrir allí ni una sola piedra de construcción ciclópea.
Como mi exploración me había alejado mucho del campo donde habíamos dejado el caballo, envié a mi guía para que lo llevara a la ciudad, en tanto yo volvía a pie con el amo de los perros feroces, quien manifestaba un deseo de aprender difícil de encontrar incluso en los jóvenes. Se quedó a cenar conmigo en Vathy, y no me dejó más que cuando me acosté y fingí dormir. Finalmente salió, pero murmurando que regresaría el día de mi partida para despedirse.
La noche era una de las más calurosas que jamás experimenté en Europa y, aunque abrí las ventanas de ambos lados, mi termómetro indicaba 35 grados a medianoche. No podía dormir, ya sea a causa del gran calor, ya por la gran cantidad de vino que la sed me había obligado a beber. Me levanté entonces a las dos de la mañana, salí con mi ropa de cama, que dejé sobre la ribera, inmediatamente debajo de mi ventana, y salté al mar cuya temperatura no bajaba de treinta y uno o treinta y dos grados. Nada más agradable que un baño con esa temperatura, en un mar muy profundo, calmo y que contenía seis por ciento de sal, de manera que uno nada casi sin moverse. Recorrí y volví a recorrer el magnífico golfo, y eran las cuatro de la mañana cuando volví a mi habitación.
Mis simpáticas anfitrionas ya habían preparado mi almuerzo, y a las cuatro y media partí con mi guía para visitar nuevamente la pequeña planicie debajo de Aretusa, donde se encuentran las ruinas del corral de Eumeo y para, desde allí, marchar por el antiguo camino, a visitar la parte norte de la isla.
Este camino no tiene más que de 66 centímetros a un metro de ancho y da vuelta en torno del monte Neion (llamado en la actualidad monte San Esteban) con una altura de alrededor de 66 metros sobre el nivel del mar; está casi enteramente cortado en el peñasco y, a primera vista, se reconoce que es muy antiguo. Según refieren todos los viejos habitantes, ese camino era en otro tiempo la única vía de comunicación entre el sur y el norte de la isla, porque la nueva ruta ha sido construida hace sólo treinta años por los ingleses.
Sin ninguna duda es por ese camino, llamado por Homero (Odisea, XIV, 1) «sendero áspero», y (Odisea, XVII, 204) «camino rugoso», donde Ulises, después de su llegada al puerto de Forcis, va a encontrar al fiel guardián de su ganado, y por ese mismo camino también el rey y Eumeo irán juntos al palacio sobre el Aetos. En efecto, éste responde perfectamente a los calificativos de áspero y rugoso que les da el poeta, porque sus pendientes son pronunciadas, y es tan desparejo y tan resbaladizo, que en muchos sitios no se lo puede transitar a caballo.
Después de tres horas de marcha llegamos al pie del monte Aetos, donde el antiguo camino se bifurcaba, en otro tiempo, en dos senderos de los que uno conducía del lado este al palacio de Ulises, y del otro lado, a la parte norte de la isla. De este último, toda huella ha sido borrada por la nueva ruta que va en la misma dirección. Pero del primero encontré numerosos vestigios al descender del monte Aetos.
Al comienzo de la antigua bifurcación, hay una fuente abundante de la que la construcción interior atestigua mucha antigüedad. Se puede reconocer en esta fuente la descrita por Homero (Odisea, XVII, 204-211):
Paso a paso bajaban la senda fragosa y se iban acercando al poblado. A la fuente labrada llegaban, la de hermosa corriente, en que el agua tomaba aquel pueblo. La había hecho Políctor con Ítaco y Nérito: en torno se extendía un redondo sotillo con chopos nutridos por el agua, que arriba brotaba de la peña, caía desde allá fresca siempre; un altar consagrado a la ninfas coronaba la roca y en él los viandantes dejaban sus ofrendas.
Es en esta fuente donde Ulises y Eumeo encontraron al cabrerizo Melanto, hijo de Dolio (Odisea, XVII, 212-216).
Escalamos luego el monte Palea-Moscata que está inmediatamente al norte del monte Aetos, y que no es más que una prolongación de éste. Habíamos alquilado, por alrededor de cincuenta céntimos, dos azadas a un campesino en el valle e hicimos numerosas perforaciones pequeñas en la cima de la colina y sobre la pendiente hasta la orilla del mar.
A una profundidad de entre 20 a 40 centímetros, encontramos en todas partes restos de tejas y de vasijas, lo que prueba hasta la evidencia que en ese sitio existió una ciudad, y me parece cierto que se trata de la capital homérica (Odisea, XVI, 471; XVII, 205; XXIII, 137 y XXIV, 205).
Reitero que existió una ciudad en el valle de Polis, y creo que es la misma ciudad a la que alude Ptolomeo (III, 14): «Ítaca, en la que hay una ciudad del mismo nombre», y aquélla de la que sitúa Scylax en la Acarnania: «la isla de Ítaca y la ciudad y el puerto»; pero me parece imposible que ésta haya podido ser la capital homérica, porque el valle de Polis está en la costa y rodeada de montañas. Por consiguiente, saliendo de Polis, de cualquier lado que fuere, necesariamente se debía «ascender» y no «descender». Pero Ulises, Telémaco y los dos esclavos «descendieron» de la ciudad (Odisea, XXIV, 205 y 206).
De igual modo según los versos (Odisea, XVI, 471-473):
Tras dejar la ciudad montaba la loma de Hermes y llegando a lo alto observé que una rápida nave descendía a nuestro puerto, traía muchos hombres…
Parece evidente que la ciudad estaba en una parte elevada.
Además, el viñedo que la tradición designa como Campo de Laertes se encuentra a doce kilómetros de Polis, en tanto que la ciudad homérica no está más que a dos kilómetros de Palea-Moscata, que yo indico como el sitio de aquélla. Como, según el libro XXIV, 205-206, Ulises y sus compañeros llegaron prontamente desde la ciudad al campo de Laertes, es imposible que hayan venido desde Polis. Finalmente, los versos (XXIII, 135-148; 370-373) no dejan ninguna duda de que el palacio de Ulises haya estado en la misma ciudad, sino al costado de ella; y, si por la tradición, por la alusión a II, 146-160, por el testimonio de Cicerón (De Oratore I, 44), y, por último, por las grandiosas ruinas deshechas por treinta y un siglos, admitimos como cierto que el palacio del rey estaba sobre el monte Aetos, la capital homérica no puede haber estado más que sobre la cima y sobre la pendiente este del monte Palea-Moscata.
Esta última exploración me había tomado casi toda la jornada, y eran las siete de la tarde cuando regresé a Vathy. Puesto que era miércoles, y por tanto día de ayuno, tuve abundantes y buenos pescados para mi cena, porque las señoritas Triantafyllidès, en el colmo de sus prevenciones, habían llamado con urgencia para mí a un pescador de fina red, asegurándole que le comprarían el producto de su pesca.
Mi insomnio de la noche precedente, mi largo baño nocturno y los trabajos de la jornada con un calor insoportable me habían cansado a tal punto que me dormí en la mesa antes de haber terminado mi cena, y permanecí en esta posición hasta las cinco de la mañana, cuando me despertó el sol que me daba directamente en los ojos. Me apresuré a tomar un baño, desayunar y partir a caballo para visitar, todavía una vez más, la parte norte de la isla.