XXII
Nueva visita a Hissarlik – Ofrinio – Partida para Alejandría-Troas – Bosque de encinas – Ruinas grandiosas de Alejandría-Troas – Antiguo puerto – Balas de cañón registradas en las columnas – Carretas de música – La ciudad de Ougik – El travieso Topal – Regreso a Néochorion – Mi denuncia – Partida – Abundancia de tortugas en la llanura de Troya – Retorno a los Dardanelos – Horrible suciedad en el hotel – Soberbia colección de antigüedades de Frank Calvert
Al otro día, 16 de agosto, partí de nuevo con mi guía para visitar todavía una vez más Hissarlik, donde remontamos el magnífico valle del Doumbrek-Sou (Simunte), hasta las ruinas de Palaio-Castron, la antigua Ophrynium (Ofrinio), el sitio de la tumba de Héctor.
Seguimos más tarde el Doumbrek-Sou, que se pierde bajo las piedras y la arena debajo de la ciudad de Halil-Éli, pero que luego reaparece por encima de la ciudad. De éste se desprende un arroyo, atraviesa el pantano del costado norte de Hissarlik y se une a un riachuelo, el Kalifatli-Asmak, cerca de la aldea de Koumkévi, en tanto que, como ya lo he dicho, el brazo principal del Doumbrek-Sou corre de Halil-Éli hacia la cadena de las colinas de Retio, al oeste, y forma luego una curva que se orienta al norte. El canal artificial del que ya he hecho mención, la conecta en esta curva al Kalifatli-Asmak. Parece recibir mucha agua por este medio; porque, a partir de este sitio, su lecho se vuelve más ancho y más profundo. Sus bordes son más altos y escarpados hasta su desembocadura, que tiene la forma de un pequeño puerto y es llamado, a causa de ello, Haranlik-Liman.
Visité de nuevo la desembocadura de este río y del Kalifatli-Asmak, para examinar las márgenes de éste una vez más con mayor atención, y, convencido, más que nunca, de que esta planicie no podía ser, en ningún caso, producto del aluvión de ríos, regresé a la tarde con mi guía a Bounarbaschi, donde pasé la noche otra vez junto a los manantiales.
Al otro día, 17 de agosto, a las cinco de la mañana, partí con mi guía para Alejandría-Troas, llamada por sus habitantes Iskistamboul.
Esta ciudad, fundado por Antígono y llamada por él Antigonia, fue agrandada y embellecida por Lisímaco, que le dio el nombre de Alejandría-Troas en honor de Alejandro Magno. Está situada en la costa del mar Egeo, al sudoeste de la planicie de Troya y, aproximadamente, a 20 kilómetros de Bounarbaschi.
El camino nos llevó en primer lugar por terrenos sin cultivar, cubiertos de robles salvajes y pinos y después, a través de bosques de hermosos robles que ocupan asimismo el emplazamiento de la antigua ciudad. Antes de llegar, pasamos por muchos cementerios turcos, cuyas tumbas están adornadas con magníficos mármoles esculpidos que fueron sacados de la Alejandría-Troas.
Las murallas de la ciudad, que tienen 10 metros de ancho, están formadas por dos hileras de piedras de gran tamaño, entre las cuales observé que muchas de éstas tenían 2,66 metros de largo por 1,34 de ancho. El espacio entre esas dos hileras de piedras está rellenado con una argamasa de pequeñas piedras y tejas. Muchas puertas de la ciudad están bien indicadas. A cada paso que se da en el interior, uno encuentra las ruinas de grandes construcciones y, si el espeso bosque de robles no resulta un obstáculo, la vista sería de las más magníficas y más interesantes.
Entre esas ruinas llamaría la atención particularmente sobre las dos torres redondas que, aparentemente, han formado parte de un palacio, y luego en los restos de un inmenso establecimiento de baños, que no tiene menos de 350 metros de largo por otro tanto de ancho y cuyos muros tienen un espesor de 6,66 metros; allí se ven muchos arcos de 10 metros de diámetro.
En el bosque pueden encontrarse cientos de columnas de mármol, unas volcadas en el suelo, otras de pie, que no dejan duda sobre la magnificencia de Alejandría-Troas. A juzgar por la extensión de las ruinas, esta ciudad puede haber tenido una población de 500 000 almas.
Después de haber atravesado la ciudad en todos los sentidos, marché a la pequeña aldea turca llamada, al igual que la antigua ciudad, Iskistamboul, donde me detuve en la casa de un turco para almorzar. Este simpático hombre se apresuró a ofrecerme pan, queso de cabra, huevos, uvas, melones y agua de manantial; tenía un apetito terrible, que fue condimentado por la extrema pulcritud que reinaba en la casa. Di al simpático turco 1,40 francos por la comida, y se puso tan contento que se ofreció a conducirme al antiguo puerto de Alejandría-Troas.
La extensión de ese puerto, que es de forma redonda, está indicada exactamente por las ruinas de una antigua oficina de aduana, por otras construcciones y por numerosas columnas; no puede haber superado los 100 metros de diámetro, y uno no puede comprender, verdaderamente, cómo este puerto liliputiense pudo haber sido suficiente para una ciudad tan grande. Como la entrada del lado del mar está actualmente tapada por la arena, no queda del puerto más que un pequeño estanque.
Alrededor de la una de la tarde partí de la ciudad de Iskistamboul en dirección a la planicie de Troya, donde tenía pensado pasar la noche.
Pasando por la orilla del mar, pude ver una cantidad inmensa de balas de cañón en granito y mármol, de 33 a 67 centímetros de diámetro, apiladas en montones como en un arsenal. Esas balas han sido talladas por los turnos de las columnas de Alejandría-Troas.
El camino nos llevó casi continuamente a través de campos silvestres, cubiertos de robles salvajes y de pinos.
Hacia las cuatro y media pasé por la aldea de Gikly, que está habitada sólo por turcos agricultores, y que parece estar situada sobre el emplazamiento de una antigua ciudad, porque, en las murallas de los pozos, de las casas y de los tabiques, en todas partes advertí restos de esculturas, también puede pensarse que estos restos hayan sido traídos hasta aquí desde Alejandría-Troas.
Los habitantes de la aldea estaban ocupados en moler y limpiar el trigo, y todo el mundo —hombres, mujeres y niños—, estaba inmerso en esta tarea. Para el transporte de los fardos se servían de carretones de dos ruedas, que no tienen llantas y que consisten en un disco de madera rodeado de una banda de hierro. Parece que no engrasan en absoluto los ejes de estos carretones, porque provocan una música que destroza las orejas, incluso a gran distancia.
Mi caballo estaba de tal modo fatigado que no llegué sino con mucho esfuerzo, a eso de las nueve de la noche, a la aldea de Ougik, donde me vi obligado a pasar la noche. Tenía también muchas razones para deshacerme de mi guía, que procuraba engañarme en toda ocasión. Además, deseaba regresar lo antes posible a los Dardanelos, y me apresuré entonces a encontrar a un nuevo guía y dos caballos para la mañana siguiente; pero todas mis averiguaciones fueron inútiles.
Finalmente un hombre, de nombre Topal, se presentó, diciendo que me había encontrado dos buenos caballos, pero que para esto era menester 50 piastras, y que él reclamaba para sí, anticipadamente, una propina de 10 piastras. Como estaba en el límite de mi paciencia, acepté la oferta y le pagué las 10 piastras. Me tendí luego en la calle delante de una casa, pero apenas me dormí, el mismo hombre volvió para decirme que era preciso que le pagara anticipadamente las 50 piastras, o que de otro modo no tendría caballos al día siguiente. No sabiendo cómo proceder en ese asunto, le pagué las 50 piastras y me dormí nuevamente. Volvió a despertarme a la una y media de la mañana, diciéndome que los dos caballos estaban listos en un patio vecino y me invitó a que lo siguiera. Me llevó hasta un patio donde efectivamente vi a un hombre y un caballo; a mi pregunta dónde estaba el otro caballo, me respondió que estaba en un patio vecino, y de golpe desapareció. El otro hombre ató mi bolso de viaje al caballo cuando, a pesar de la oscuridad, reconocí que era el mismo pícaro y el mismo miserable rocinante fatigado que me había causado tanto hastío desde hacía varios días, y que no había ningún otro caballo.
Vi que había sido ingenuo ante un malicioso, pero, como este hombre había desaparecido, caí sobre el otro que debía ser su cómplice y, a fuerza de amenazas, logré obtener de él cuarenta y ocho piastras; era todo lo que pretendía haber recibido del otro.
Quise entonces ante todo vengarme del pícaro y, habiendo contratado mediante diez piastras a un muchacho para que llevara mi bolso de viaje, a las tres de la mañana me puse en marcha, a pie, hacia la aldea de Néochorion, distante 9 kilómetros, para hacer allí mi denuncia. Debí pasar al pie del túmulo de Udjek Tépé, cuyas tinieblas parecían aumentar todavía sus inmensas proporciones.
Corrimos tan rápidamente que llegamos en cuatro horas, mojados de sudor, a Néochorion, donde me detuve en un café.
Allí escribí de prisa en griego una denuncia, que presenté al amable magistrado, Georgios Mengioussis, rogándole pusiera al malhechor Topal inmediatamente en prisión, exigirle las doce piastras robadas y entregarlas a los pobres de la aldea.
El magistrado me respondió que enviaría al instante a un gendarme para que aprisionara a ese malhechor porque se suponía con evidencia que había cometido muchos robos de ganado y, a tenor de mi declaración, no había ninguna duda sobre su culpabilidad en cuanto a esos robos.
Acordé luego con el cafetero Georgios Tirpos que, mediante veintisiete piastras, me daría un caballo hasta Rinkoï y que él me acompañaría montado en un asno.
Atravesamos la planicie de Troya, desde donde desembocamos en las alturas del cabo Retio, y tuve así, todavía una vez más, la satisfacción de cruzar el Escamandro, el Kalifatli-Asmak y el Simunte, y de ver de lejos Hissarlik, las tumbas de Áyax, de Aquiles, de Patroclo, etcétera.
Pasando por el terreno elevado, más allá de la llanura de Troya, a la vera del camino, vi una piedra de 30 centímetros de largo, por 16 de ancho, con una larga inscripción griega, a la que desgraciadamente le faltaba la mitad. No tengo necesidad de decir que, a pesar de esa carencia, la tomé conmigo para añadirla a mi colección.
Aquí como en Grecia no se mata a las tortugas y, por consiguiente, hay una cantidad inmensa de éstas; se encuentra a cada paso tortugas de tierra, y en cada río, arroyo o estanque abundan las acuáticas.
No entiendo verdaderamente por qué no se exportan esos animales a Francia, donde son tenidos como manjares de gran delicadeza y donde se los paga muy caros. Mi guía me dijo que estaba seguro de que diez obreros podrían juntar en pocos días una centena de miles de tortugas.
Al mediodía llegué a Rinkoï, alquilé, mediante veinticinco piastras, dos caballos para que me llevaran a los Dardanelos, adonde llegué a las cuatro de la tarde. Me detuve en el único hotel del lugar y pedí una habitación. Estando agotado de fatiga, me tendí sobre la cama y me dormí de inmediato. Pero apenas hube dormido un cuarto de hora cuando me desperté sobresaltado por atroces dolores en las manos, en el rostro y en la nuca; y cual no fue mi horror, cuando me vi cubierto de chinches, ¡de las que a duras penas pude desembarazarme!
Desgraciadamente no había ningún barco de vapor que partiera para Constantinopla antes del 21 de agosto; entonces debí pasar tres noches en los Dardanelos.
Para no ser atormentado por la miseria, pasé las noches acostado en la ciudad, sobre la arena de la costa marina, haciendo velar cerca de mí a dos obreros griegos, armados de pistolas y de puñales y, durante el día, permanecí en el hotel, leyendo sobre el balcón que da al mar.
Aproveché mi estadía en los Dardanelos para ver la rica colección de vasos antiguos y otros objetos curiosos que el ingenioso e infatigable arqueólogo Frank Calvert encontró en sus numerosas excavaciones.