V
Antiguo camino maravilloso – Grámmata Odyssíos – Campo de Laertes – Lectura de Homero a los habitantes de San Juan y de Leucadia: su entusiasmo y su hospitalidad – Carácter del itacense, ser humano virtuoso – Su patriotismo – Abundancia de los nombres de Penélope, de Ulises y de Telémaco – Ignorancia del clérigo ilustrado según un proverbio en versos griegos – Ciento cuarenta y nueve días de fiesta por año
Al otro día, el 12 de julio, partí con mi guía, como de costumbre, a las cinco de la mañana, primero para explorar el antiguo camino cuyos vestigios había descubierto el día anterior, luego para visitar el norte de la isla. Las huellas del antiguo camino están sobre el empinado costado occidental del monte Sella, que no es —lo repito— más que una continuación del monte Aetos, y que se encuentra aproximadamente a cuatro kilómetros al norte de éste. Como no podía ir hasta ese sitio a caballo, y como supe que el antiguo camino conducía, cerca de la aldea de San Juan, hasta las viñas sobre el borde del mar, que la tradición designa como Campo de Laertes, envié hasta allí a mi guía con el caballo, en tanto que contraté a otro hombre para que me llevara por la antigua ruta hasta la propiedad del padre de Ulises.
Ascendí, con mucha dificultad, al monte Sella, que tiene sus buenos cien metros de altura y que se eleva al lado este con un ángulo de cincuenta grados, en tanto que su pendiente del lado del mar es todavía más pronunciada. Llegados a la cima, tuvimos que recorrer, al otro lado, alrededor de treinta y tres metros para llegar al camino que tiene, evidentemente, mucha antigüedad y cuyas ruinas son maravillosas. Está totalmente tallado en las rocas; tiene cuatro metros de ancho y está flanqueado, a intervalos de alrededor de veinte metros, por pequeñas torres defensivas construidas con grandes piedras groseramente talladas. Inmensas masas pétreas han debido ser elevadas para diagramar esta ruta en un roquedal cuya pendiente no puede tener menos de cincuenta y cinco grados. Las lluvias del invierno de treinta y un siglos han devastado este camino, pero permanece lo suficiente como para mostrar lo que fue en el tiempo del gran rey Ulises.
Desde allí se ve, de manera destacada, el camino que atraviesa hacia el sur los montes Chordakia y Palea-Moscata y que sube enseguida el monte Aetos en dirección al palacio de Ulises. Asimismo se puede ver que desciende, de modo poco perceptible, hacia los viñedos de la aldea de San Juan.
Es, pues, por ese camino que, según Homero (Odisea, XXIV, 205-207), Ulises y Telémaco descendieron al Campo de Laertes.
Bien pronto con los suyos Ulises bajó del poblado a la finca de Laertes, cuidada y hermosa, que él mismo en un tiempo para sí consiguió tras dar cima a penosos trabajos.
Descendí en la misma dirección y encontré, casi a la mitad del camino, una delta griega, de 33 centímetros de altura y otro tanto de ancho, grabada sobre una piedra de 3,30 metros de largo sobre otros tanto de ancho. Esta letra, llamada por los lugareños Grámmata Odyssíos, parece ser ciertamente muy antigua, y puede ser que haya sido grabada por Ulises.
No me demoré en llegar al Campo de Laertes, donde me senté para descansar y para releer el canto XXIV de la Odisea. La llegada de un extranjero es un acontecimiento en la capital de Ítaca y mucho más aún en el campo. Ni bien me senté todos los habitantes de la aldea se reunieron a mi alrededor y me llenaron de preguntas. Para resumir, les leí en voz alta el canto XXIV de la Odisea, desde el verso 205 hasta el 412, traduciéndolos, verso por verso, a su dialecto. Su entusiasmo fue inmenso al escucharme recitar, en la sonora lengua de Homero, en la lengua de sus gloriosos ancestros de hacía 3000 años, la descripción de las penosas miserias que el viejo rey Laertes había soportado en el mismo lugar donde estábamos reunidos, y la alegría extrema que había sentido al reencontrar en este mismo sitio, luego de veinte años de separación, a Ulises, su hijo querido, al que creía muerto. Todos los ojos estaban llenos de lágrimas y, cuando hube terminado, hombres, mujeres y niños, todo el mundo vino a abrazarme y a decirme: «Tú nos has dado una gran alegría; te lo agradecemos mucho». Me llevaron a la aldea en triunfo, donde todos rivalizaron queriendo hospedarme, sin aceptar ninguna remuneración. No querían dejarme partir sin que antes les hubiese prometido una segunda visita a la aldea.
Finalmente, hacia las diez horas de la mañana, continúe mi ruta sobre la pendiente del monte Anoge (el antiguo Nérito) y luego de una hora y media de caminata llegamos a la encantadora aldea de Leucadia (Leúke). Ya estaban al tanto de mi visita y los lugareños, precedidos del sacerdote, vinieron a recibirme a una buena distancia de la aldea. Me recibieron expresándome la más viva alegría, y no se contentaron hasta que hube estrechado la mano de cada uno. Ya era mediodía cuando llegamos a la aldea y como aún debía visitar el emplazamiento del antiguo valle de Polis y su acrópolis, la aldea de Stavros, y el convento de la Santa Virgen sobre la cima el monte Anoge, no quise detenerme en Leucadia. Pero me rogaron mucho para que leyera algunos pasajes de la Odisea, e insistieron de tal manera que me vi obligado a ceder. Para ser escuchado por todo el mundo, me construí una tarima bajo un plátano, en medio de la aldea, y leí en voz alta el canto XXIII de la Odisea, desde el primer verso hasta el 247, donde la reina de Ítaca, la más casta y mejor de las mujeres, reconoció a su adorado marido luego de veinte años de separación. Aunque hubiese leído este episodio mil veces, jamás pude hacerlo sin que me provocara una viva emoción: esos versos divinos produjeron el mismo efecto sobre mi auditorio; todo el mundo lloró y yo lloré con todo el mundo. Acabada la lectura, insistieron para que me quedase en la aldea hasta el día siguiente, pero me negué de manera absoluta.
Me trajeron un montón de antiguas monedas griegas, y entre ellas piezas muy raras: todas esas monedas habían sido encontradas en excavaciones en el emplazamiento vecino de la antigua ciudad de Polis. Querían regalármelas, pero como insistí, aceptaron veinte francos. Con gran esfuerzo finalmente logré alejarme de estos simpáticos lugareños, pero no sin haber brindado con ellos y sin haberme abrazado con todo el mundo.
Los habitantes de Ítaca son francos y leales, extremadamente castos y piadosos, hospitalarios y caritativos, vivos y trabajadores, simpáticos y expansivos, limpios y cuidadosos; poseen alto grado de prudencia y de sabiduría, dos sublimes virtudes que recibieron como herencia de su gran ancestro Ulises. Consideran el adulterio un crimen tan abominable como el parricidio y, quien sea culpable de esta mancha, es condenado a muerte sin piedad. Son analfabetos y me atrevo a decir que apenas uno entre cincuenta sabe leer y escribir; pero lo que les falta de instrucción lo reemplazan por una tal vivacidad de espíritu natural que encuentro gran encanto en su conversación. Me bastó haberme sentado sólo un cuarto de hora con un itacense, para conocer toda su biografía y todos sus secretos; me contó sus historias debido a la necesidad que sentía de desahogar su corazón, y sin un ápice de prejuicio.
En Grecia, como en todas partes, se dice «usted» al dirigirse a alguien, pero la ingenuidad de los itacenses es tal que jamás emplean esa palabra para una sola persona, y no sólo los hombres, sino también las mujeres de las familias más distinguidas de la capital, me tutean.
El inmenso patriotismo del que Ulises da prueba al preferir el regreso a su patria adorada a la inmortalidad que le ofrecía la diosa Calipso (Odisea, V, 203-224), ese patriotismo está también vivo en la actualidad en los habitantes de la isla; y cuando, durante mis viajes al Oriente, encontré un itacense y le pregunté «¿De qué parte de Grecia es usted?» respondió siempre, orgulloso de su nacionalidad, levantando la cabeza, «¡Soy itacense, por Dios!».
Otra prueba de su patriotismo y de su veneración por la memoria de sus gloriosos ancestros, es que en cada familia hay una hija de nombre Penélope y dos hijos que llevan los nombres de Ulises y Telémaco.
Gracias a su actividad sin descanso, esa valiosa gente está por encima de sus necesidades y nunca vi un mendigo en Ítaca.
En Ítaca, como en el resto de Grecia, la clerecía no está subvencionada, y debe subsistir de las escasas recompensas de los bautismos, entierros, casamientos, etc. La vida del sacerdote griego es, por consiguiente, una lucha continua contra la necesidad y, como la carrera clerical no ofrece nada para el porvenir, los jóvenes no quieren estudiar teología. Es de este modo que, en ese país, uno se convierte en sacerdote antes por indolencia que por convicción, como lo prueba el hermoso proverbio en versos griegos:
Es un hombre ignorante e inmortal, un holgazán y un glotón; no le queda más que hacerse sacerdote.
Es inútil decir que la civilización no puede avanzar en un país donde muchos de los vicarios de Dios no han abrazado su ministerio más que a causa de su ignorancia y de su incapacidad frente a cualquier otra ocupación, tanto más que, a pesar de esta ignorancia, tienen gran influencia sobre el pueblo. Mi ilustre amigo, el archimandrita Teocleto Bimpos, de Atenas, no deja de predicar y escribir contra este estado de cosas, pero no se ha reformado nada hasta el presente.
Una gran calamidad, que Ítaca tiene en común con toda Grecia, es que posee, anualmente, además de los cincuenta y dos domingos, noventa y siete días festivos, y de este modo tiene ciento cuarenta y nueve días feriados por año. Este enorme abuso es naturalmente una gran traba para el desarrollo de la industria agrícola y manufacturera.