VI

Valle de Polis cubierto de ruinas – Antigua caverna – Sarcófago con inscripción, lanza, espada, escarabajo egipcio, flauta, ídolos, etcétera – Acrópolis – La isla Dascalión – Las dos fuentes de agua negra – Escuela de Homero – Aldea de Stavros – Monte Anoge, el Nérito de Homero – Fuente Aretusa – El peñasco Corax (Cuervo) – Ruinas de la estación del divino porquerizo Eumeo – Desaparición de los robles – Enfermedad del olivar

Continuamos nuestra ruta por la pendiente de la montaña y finalmente vimos, a cincuenta metros debajo de nosotros, el fértil valle llamado Polis, situado sobre un magnífico golfo del lado occidental de la isla.

Para evitar hacer un gran rodeo, descendimos, con mucha dificultad, la empinada pendiente y arribamos a las tres horas y media. Aferrándome durante el descenso con las manos a las piedras y arbustos para no caerme, no pude evitar la risa al acordarme de que casi todos los arqueólogos viajeros ubican la capital homérica en el valle de Polis, mientras que, de acuerdo con las indicaciones de Homero, ésta se encontraba sobre una elevación ya que Ulises y Telémaco «descienden de la ciudad al dirigirse al jardín de Laertes» (Odisea, XXIV, 205-206). Pero, al ir desde Polis a ese lugar, necesariamente deberían haber ascendido.

Las numerosas ruinas de las que el valle de Polis está sembrado e incluso el mismo nombre de Polis (ciudad) no permiten dudar de que haya habido aquí, en la antigüedad, una ciudad un tanto importante; pero volveré más tarde a la capital homérica, e intentaré dar muchas otras pruebas de que ésta no ha podido encontrarse en el valle de Polis.

En la actualidad el valle está sembrado de viñas, y hay en él sólo una casa. Pregunté al propietario si no tenía curiosidades para vender. Me respondió que no tenía, pero que un tal Dmitrios Loïsos, de la aldea de Caluvia, cavando en la playa del mismo puerto de Polis, una fosa para preparar cal viva acababa de descubrir una tumba con muchas curiosidades. Me condujo al lugar y el citado Loïsos se apresuró a mostrarme los objetos encontrados en el sepulcro, así como la piedra que lo había recubierto.

Inspeccionando los lugares, reconocí fácilmente que este sitio había sido una inmensa caverna abierta sobre el mar, cuyo techo probablemente se había quebrado a causa de un temblor terrestre. Sin duda el techo, al caer, había roto la piedra sepulcral, de la que no quedaba más que un trozo de 70 centímetros de largo y 50 de ancho, con la siguiente inscripción:

Es evidente que a esta inscripción le faltan muchas letras.

El resto del sarcófago, que tiene tres metros de largo, también es de piedra, pero carece de inscripciones y está muy deteriorado.

El obrero me mostró los huesos humanos que había encontrado allí y que estaban bien conservados, sobre todo la cabeza. Además, había hallado en el sarcófago una lanza de bronce, dos escarabajos egipcios sobre uno de los cuales los jeroglíficos son muy visibles, un anillo de piedra, ocho monedas de cobre, de las que una de Egium tiene un águila en una cara y, en la otra, la cabeza de Dioniso coronada con hiedra, con la inscripción

(las otras siete monedas estaban desgastadas por el óxido); luego un ídolo de Palas Atenea, en terracota, un fragmento de flauta de piedra con la siguiente inscripción:

,

un trozo de piedra pulida muy semejante al cuerno de un carnero; pequeños cubos de piedra verde y, finalmente, restos de una espada broncínea.

Este obrero parecía más admirado frente al dinero que frente a Homero y, al principio, me pidió doscientos francos por estos objetos, pero, a fuerza de regateo, finalmente los obtuve por 25 francos.

La presencia de la lanza y de la espada en el sarcófago y la majestuosidad de éste, no me dejaban duda de que el difunto debió haber sido un guerrero distinguido.

Dmitrios Loïsos estaba ocupado en excavar el suelo al lado del mencionado sepulcro, y no tardó en retirar dos gruesos clavos de hierro que estaban tan comidos por el óxido que se destruyeron en pequeños fragmentos al contacto con la mano. «Estos clavos me hacen creer que hubo en este lugar un ataúd de madera», dije al obrero, y ni bien pronuncié estas palabras, el operario sacó a luz un tosco ídolo fenicio en terracota, una elegante estatuilla de Palas Atenea, igualmente en terracota, y varias monedas de cobre comidas por el óxido. Le compré todos estos objetos por 1,40 francos.

Inmediatamente encima de este sitio, sobre una colina de cien metros de altura, pueden verse las ruinas de la antigua acrópolis de Polis. Subí hasta ella para examinarla, pero de ésta no quedan más que muros de un cercado en piedra groseramente tallada, de 1 a 2 metros de largo, y de 1 a 1,5 metros de ancho. Vi allí una tumba que acababan de descubrir en la roca; pero en ella no encontraron más que restos óseos y un anillo de plata y ninguna inscripción. Esta ciudadela es insignificante si se la compara con el palacio de Ulises en el monte Aetos. Desde allí puede verse muy bien la pequeña isla de Dascalión, que está a diez kilómetros al noroeste de Polis y a tres kilómetros de Cefalonia. El nombre de Dascalión no es, sin ninguna duda, más que la abreviación de «Didaskaleïon» (escuela), ya que un monje había establecido en ese sitio una escuela en el siglo XVII. Actualmente está deshabilitada; pero puede verse allí una casa y una pequeña iglesia donde el sacerdote de Cefalonia acude dos veces por año a oficiar misa. Como es la única isla en el estrecho que separa Ítaca de Cefalonia, se cree que es la isla de Ásteris de Homero (Odisea, IV, 842-847), pero es un error. Volveré sobre este tema y daré numerosas pruebas de que es imposible de que lo sea.

Luego visitamos las dos fuentes vulgarmente llamadas «las dos fuentes de agua negra», cuyas aguas, aunque perfectamente claras, tienen, sin embargo, la singular propiedad de teñir de negro.

Cerca de estas dos fuentes, en el centro de un valle de gran fertilidad, se encuentra un edificio sin techo de 8,33 metros de largo, 5,32 de ancho y 3 metros de alto, que la tradición designa como la escuela de Homero. Sus muros están construidos en piedra de 1,67 metros de largo, sobre otro tanto de ancho, puestas unas sobre otras sin cemento ni ataduras. La hilera inferior de las piedras parece ser mucho más antigua que el resto. En uno de los muros hay un nicho donde debe haber habido una estatua.

Al costado de esa construcción, una escalera tallada en la roca, pero casi destruida por el tiempo, y de la que apenas pueden reconocerse los escalones, conduce hasta un magnífico viñedo.

Descansamos un poco en la aldea vecina llamada Stavros, donde se me brindó un recibimiento cordial, y ascendimos luego al monte Anoge, el Nérito de Homero, que se eleva en las inmediaciones a mil metros sobre el nivel del mar.

En lugar de los bosques que cubrían esta montaña en tiempos de Homero, en la actualidad no se ve más que un pequeño número de olivos. Una ruta de casi 2,66 metros de ancho, y muy bien construida, conduce en espiral desde la aldea de Stavros al convento de la Santa Virgen, en la cima de la montaña, y de allí, en zigzag, sobre la pendiente sur, hasta abajo. La ascensión es un poco fatigosa; pero, llegado a la cima, uno siente su esfuerzo recompensado, porque el panorama es verdaderamente admirable: desde allí se ve la totalidad de la isla de Ítaca, con sus numerosos golfos, todas las islas jónicas (exceptuando Corfú), la Acarnania y el Peloponeso.

Regresamos a Vathy al caer la noche. Al día siguiente, 13 de julio, me bañé como de costumbre a las cuatro de la mañana, haciéndome transportar en una barca hasta una pequeña isla en medio del puerto. Sobre este islote los ingleses construyeron una prisión cuando las islas jónicas todavía se encontraban bajo su protección. En la actualidad sus celdas están deshabitadas y la ciudad las utiliza como arsenal marítimo. Alrededor de esta prisión hay una amplia vereda donde uno puede desvestirse y, de un salto, se encuentra en el agua, en ese sitio de una profundidad de ocho a diez brazas. La temperatura del agua es, a la mañana, de veintiocho grados, y, al atardecer, de treinta.

Después del baño marché con mi guía para visitar la parte sur de la isla.

Al principio el camino era bueno, pero luego un sendero miserable, totalmente escarpado y tan lleno de piedras resbaladizas al punto de que estuve a punto de descender del caballo y seguir a pie. Después de dos horas llegamos a la famosa fuente de Aretusa, que se encuentra al pie de una roca perpendicular de treinta y cuatro metros de altura, llamada Corax (Cuervo).

Parece cierto que esta fuente ha sido en otro tiempo extremadamente abundante y violenta, porque delante de ella se encuentra un barranco de treinta y cuatro metros de profundidad y de setenta metros de ancho, que se extiende hasta el mar, distante un kilómetro y que, evidentemente, ha sido cavado en la roca por la ímpeto de las aguas de la fuente Aretusa. Pero en este momento esta fuente corre con tal lentitud que no alcanzaría a deslizar doscientos litros por días.

Homero habla de Aretusa y de Corax en hermosos versos (Odisea, XIII, 407-410):

Allá por la peña del Cuervo y la fuente Aretusa veráslo paciendo el ganado de sabrosa bellota, abrevándolo de aguas sombrías, lo mejor para dar a los cerdos lozana gordura.

Sin embargo, la ubicación de esta fuente, que está bordeada al norte por el peñasco perpendicular Corax y al sur por una pendiente que desciende en un ángulo de cincuenta y cinco a sesenta grados hacia el vecino mar, no deja lugar a la suposición de que las piaras hayan podido acercarse a la misma Aretusa, ni que hayan podido ser criadas frente a ella junto al mar. Pero, más allá del peñasco Corax, a ochenta metros sobre el nivel del mar, hay una planicie llana y muy fértil, bordeada al norte por una elevación rocosa de pocos metros de altura. Al pie de esta elevación, del lado sur, se ven ruinas donde pude encontrar diez construcciones; cada una no contenía más que una habitación de 3,33 metros de largo por otro tanto de ancho, y estaban construidas una al lado de otra con piedras groseramente talladas, de 1 a 2 metros de largo y 66 centímetros a 1 metro de ancho y de alto. Tres de estos edificios están en parte cavados en la roca. A 10 metros hacia el sur de estas ruinas, pueden verse los restos de una construcción de aproximadamente 15 metros de largo por otro tanto de ancho.

Con facilidad puede reconocerse en esa planicie el campo donde el divino porquerizo Eumeo había establecido su feudo, su casa y los doce establos para los puercos, porque no hay otro campo llano en los alrededores, y además aquél responde de manera perfecta a las palabras de Homero (Odisea, XIV, 6): «en un campo visible a los alrededores», es decir, sobre una llanura elevada. Además, esta planicie está inmediatamente por encima del peñasco Corax, al cual Homero alude cuando Ulises desafía a su huésped a precipitarse del gran peñasco si no dice la verdad (Odisea, XIV, 398-400):

Mas si miento y no viene ya acá tu señor, que tus siervos azuzados por ti me despeñen por hondo barranco, con lo cual ningún otro mendigo vendrá con patrañas.

De la misma manera reconocemos en las ruinas de estas construcciones ciclópeas diez de los doce establos porcinos que Homero menciona (Odisea, XIV, 13-16):

Y por dentro había obrado en el patio hasta doce zahúrdas, una al lado de otra, de albergue a las hembras. Guardaba cada una cincuenta cochinas, criadoras fecundas con sus lechos terrizos; los machos quedábanse fuera.

De esta planicie, una pendiente se extiende hasta la desembocadura del barranco en el mar, y sin duda las piaras eran conducidas mañana y noche por esta pendiente para que bebieran en el barranco agua de la fuente Aretusa, porque no existe ninguna otra vertiente en los alrededores. Es cierto que esta pendiente, que al principio es poco pronunciada, se hace más empinada en los treinta y tres últimos metros de su extensión y desciende en un ángulo de treinta y seis grados, de manera que parece imposible que puercos gordos y, sobre todo, hembras preñadas, hayan podido descenderla y subirla dos veces por día. Pero, sin ninguna duda, en este sitio debió de existir en la antigüedad un camino largo y cómodo que descendía en zigzag. Con mucho esfuerzo encontré vestigios de ese camino, pero como no llevaba conmigo ningún instrumento para excavar, no pude llevar a cabo la excavación.

Las piaras de Eumeo se nutrían con bellotas (Odisea, XIII, 409); Ítaca tenía entonces gran abundancia de robles, pero este árbol ha desaparecido totalmente de la isla.

El único árbol que hoy en día crece en Ítaca es el olivo; pero una peste se declaró hace dos años y, hasta el presente, todos los esfuerzos para encontrarle remedio no han tenido éxito. La corteza y las hojas del olivo enfermo se tornan negruzcas y producen un olor fétido; el árbol sigue floreciendo pero sus escasos frutos son débiles y caen antes de madurar. Hasta el presente el mal se limitaba a una cierta cantidad de árboles, y se cree que no es contagioso; sin embargo, el número de árboles contaminados va en aumento.

La peste de las uvas está de igual modo lejos de ser extirpada; se la remedia aplicándole azufre; pero el mal reaparece por todos lados donde se lo descuida: si, por ejemplo, uno aplica azufre a todos los racimos de una planta y omite sólo uno, el mal se manifiesta inevitable sobre este único racimo.