IV

Cima del monte Aetos – Magnífico panorama – El cabo Ducato con el Salto de Safo – Antiguo camino – Ruinas ciclópeas – Hojas sobre el monte Aetos – Descubrimiento de una pequeña casa y de un pequeño cementerio doméstico con 20 vasos, un ídolo, un cuchillo y una espada – Días de ayuno estrictamente observados en Ítaca – Menú de una cena: patatas con piel – Antiguos sepulcros – Nuevas excavaciones

El suelo de esa planicie consiste en grandes piedras niveladas; pero aquí y allá vi algunos metros de terreno cubierto de matorrales y arbustos que me indicaron que también había tierra, y de inmediato resolví hacer excavaciones donde la tierra me lo permitiese. Mas, al no tener instrumentos conmigo, tuve que posponer mis investigaciones hasta el día siguiente.

El calor era excesivo; mi termómetro marcaba cincuenta y dos grados; no tenía conmigo ni agua ni vino y la sed me devoraba. Pero el entusiasmo que sentía al encontrarme en medio de las ruinas del palacio de Ulises era tan grande que olvidaba el calor y la sed: unas veces examinaba los lugares, otras leía en la Odisea la descripción de las escenas conmovedoras de las que este palacio había sido escenario; otras, admiraba el magnífico panorama que se desarrollaba delante de mis ojos por todos lados, y que cedía apenas al que había gozado ocho días antes aproximadamente en la cima del Etna en Sicilia.

Al norte vi la isla de San Moro, en Leucadia, con el cabo Ducato, tan célebre en la antigüedad por su famoso peñasco, llamado Salto de Safo, desde donde los desafortunados amantes se arrojaban al mar, persuadidos de que ese salto audaz les curaría su pasión. Entre las principales víctimas de esa creencia, se cita la célebre poetisa Safo, el poeta Nicóstrato, Deucalión, Artemisa, reina de Caria, etcétera.

Según Estrabón (X, 2, p. 332, edición Tauchnitz), cada año, durante la fiesta de Apolo, los leucadios tenían la costumbre de arrojar al mar desde ese peñasco a un criminal, como sacrificio expiatorio por todos los crímenes del pueblo. Se le ataba una masa de plumas y pájaros vivos para amortiguar la caída y debajo, ordenados en círculo, había barcos de pescadores para salvarlo si era posible.

Del lado sur vi las magníficas montañas del Peloponeso; al este los picos grandiosos de la Acarnania. Al oeste, a mis pies, vi el hermoso estrecho más allá del cual las bellas montañas de Cefalonia se elevan bruscamente y casi a pico sobre el mar.

Finalmente descendí por el lado este y vi, a aproximadamente treinta y ocho metros de la cima, los restos de un camino que evidentemente conducía en la antigüedad al palacio de Ulises. Aquí y allá, sobre la pendiente de la montaña, encontré también ruinas de casas cuya construcción ciclópea revela mucha antigüedad.

Arribado al pie de la montaña, fui abordado por un paisano que ofreció venderme un vaso de tierra cocida y una hermosa moneda de plata de Corinto que, de un lado, representaba la cara de Palas Atenea y del otro, un caballo. Acababa de hallar esos objetos en un sepulcro groseramente tallado en la roca y sin restos de huesos humanos. Se los compré por seis francos.

De regreso a Vathy, contraté para el día siguiente a cuatro obreros para excavar en el monte Aetos, luego un joven y una joven para llevar agua y vino a la montaña; finalmente, alquilé un caballo para mí y un asno para transportar los instrumentos.

El 10 de julio, luego de haber tomado un baño de mar y bebido una taza de café negro, partí, a las cinco de la mañana, con mis obreros, y llegamos a las siete bañados de sudor, a la cima del monte Aetos.

En primer lugar, indiqué a los cuatro hombres que arrancaran los arbustos, luego que excavaran el ángulo noreste donde, según mis conjeturas, debía haberse encontrado el famoso olivo del que Ulises hizo su lecho de bodas y, en torno del cual construyó su dormitorio conyugal (Odisea, XXIII, 183-204).

¡Oh mujer! Lo último que has dicho es lo más doloroso: ¿quién cambió mi lecho de lugar? No era cosa hacedera ni por un buen experto a no ser que algún dios en persona con su solo querer trasladáralo a algún otro sitio. Ningún hombre viviente y mortal, ni en su edad más lozana lo hubiera removido: tenía la labor de aquel lecho su secreto y su marca y lo hice yo mismo y no otro. Un olivo de gráciles hojas se alzaba en el patio, floreciente, crecido, como una columna de grueso en su tallo; y en torno de éste, con piedras bien juntas levanté mi aposento, lo cubrí con un buen tejado y le puse unas puertas trabadas de sólido ajuste.

Corté luego el ramaje al olivo de gráciles hojas y mondé de raíz para arriba su tronco, pulido lo dejé por el bronce con arte y destreza, réglelo a cordel como pata de cama, le abrí los taladros y empezando por ello, hice el lecho completo que luego revestí con marfil, oro y plata, y al fin sus costados uní con correas de buen cuero teñidas de rojo.

Pero no encontramos más que restos de telas y de alfarería, y a 66 centímetros de profundidad, dejamos la roca al desnudo. En esas rocas había grietas en las que las raíces del olivo habrían podido penetrar, pero toda esperanza de encontrar allí objetos arqueológicos había desaparecido para mí.

Ordené luego que excavaran el suelo a los costados, porque en ese lugar había encontrado dos piedras talladas que parecían haber formado parte de un muro, y luego de tres horas de trabajo los obreros despejaron las dos capas inferiores de una pequeña construcción de 3 metros de ancho por 4,75 de largo; la abertura de la puerta tenía 1 metro de ancho: las piedras estaban bien talladas y tenían 33 centímetros de largo y otro tanto de ancho; estaban unidas por mucho cemento, blanco como la nieve, del que me llevé algunos fragmentos. Había una capa espesa de cemento también debajo de la hilera inferior de piedras. Gracias a la presencia de este cemento no me queda duda de que esta construcción no sea al menos siete siglos posterior a la guerra de Troya, porque nunca vi cemento en las construcciones de la edad heroica. Incluso encontramos en esta excavación muchos restos de telas poco cosidas, dobladas y también una tela entera de 66 centímetros de largo y otro tanto de ancho; también muchos otros tejidos.

En tanto mis obreros estaban ocupados en esta excavación, examiné todo el emplazamiento del palacio de Ulises con la más rigurosa atención; y, habiendo encontrado una gran piedra, cuya extremidad parecía describir una pequeña línea curva —quizá la centésima parte de un círculo—, separé con mi cuchillo la tierra de la piedra y vi que ésta formaba un semicírculo. Raspando un poco más con el cuchillo me di cuenta con facilidad de que habían completado el círculo del otro lado con pequeñas piedras puestas unas sobre otras, que formaban como un muro en miniatura. Quise en primer lugar cavar ese círculo con el cuchillo, pero no había manera de lograrlo, ya que la tierra mezclada con una sustancia blanca, que reconocí que eran cenizas óseas calcinadas, eran casi tan duras como la piedra. Me puse entonces a cavar con el pico, pero apenas alcancé diez centímetros, rompí un hermoso y pequeño vaso, lleno de cenizas humanas. Continué entonces cavando con mayor precaución y encontré una veintena de vasos de formas raras y perfectamente diferentes entre sí: unos estaban acostados; otros, de pie; pero, por desgracia, a causa de la dureza de la tierra y a falta de buenos instrumentos, rompí la mayor parte al extraerlos, y sólo pude llevar cinco en buen estado. El más grande de éstos no tiene más que once centímetros de altura; el diámetro de su abertura es de un centímetro; otro tiene una abertura de seis milímetros solamente. Dos de esos vasos presentaban, cuando los extraje de la tierra, pinturas humanas bastante bellas. Esas pinturas casi desaparecieron cuando las expuse al sol, pero espero hacerlas reaparecer frotándolas con alcohol y agua.

Todos esos vasos están llenos de cenizas de cuerpos humanos quemados.

Encontré además en este pequeño cementerio doméstico la hoja curva de un cuchillo de sacrificio de 13 centímetros de largo, toda cubierta de óxido, pero por cierto muy bien conservada; un ídolo en terracota que representa a una diosa con dos flautas en la boca; luego los restos de una espada de hierro, un diente de jabalí, pequeños huesos de animales y, finalmente, un asa hecha de hilos de bronce trenzados. Habría sacrificado cinco años de mi vida por una inscripción, pero, ¡ay!, no la había.

Si bien la edad de esos objetos es difícil de constatar, sin embargo me parece lógico pensar que los vasos son mucho más antiguos que los más antiguos vasos de Cuma del Museo de Nápoles, y es muy posible que tenga en mis cinco pequeñas urnas los cuerpos de Ulises y de Penélope o de su prole.

Habiendo excavado el hueco circular hasta el fondo, lo medí y constaté que su profundidad era del lado sur de 76 centímetros, del lado norte, de 92,5 centímetros y de diámetro, 1,25 metros.

Nada provoca más sed que el rudo trabajo de las excavaciones bajo un calor de cincuenta y dos grados al sol. Habíamos llevado tres inmensos cántaros de agua y una gran botella que contenía cuatro litros de vino. El vino era suficiente para nosotros, porque el producto de las uvas de Ítaca es, lo repito, tres veces más fuerte que el vino de Burdeos; pero nuestra provisión de agua se agotó rápidamente y dos veces nos vimos obligados a buscar más.

Mis cuatro obreros habían terminado la excavación de la casa posthomérica, al mismo tiempo que yo terminé de cavar el pequeño cementerio circular. Había tenido mejor fortuna que ellos, pero no los menosprecié porque habían trabajado bien y pueden pasar más de mil años antes de que su excavación sea cubierta por el polvo de la atmósfera.

Era mediodía, no habíamos comido nada desde las cinco de la mañana; nos dispusimos a almorzar bajo un olivo, encerrado entre dos muros, a una quincena de metros debajo de la cima. Nuestra comida consistía en pan seco, vino y agua, cuya temperatura no bajaba de treinta grados. Pero eran los productos de la tierra de Ítaca los que consumía y los consumía en el patio del palacio de Ulises, y quizá en el mismo lugar donde ese rey lloró al volver a ver a su perro favorito, Argo, que murió de felicidad al reconocer a su amo luego de veinte años de ausencia y donde el divino porquerizo pronunció los célebres versos (Odisea, XVII, 322-323): «que Zeus, el tonante, arrebata al varón la mitad de su fuerza, desde el día en que él hace presa la vil servidumbre».

También puedo decir que nunca en mi vida he comido con más apetito una comida como esa frugal en el palacio de Ulises.

Después del almuerzo mis obreros descansaron una hora y media mientras yo, con el pico en la mano, sondeaba el terreno sobre el emplazamiento del palacio encerrado entre muros, para ver si no podía descubrir algo más. Marqué todos los sitios en los que la naturaleza del terreno permitía la posibilidad de encontrar algo para realizar excavaciones con los obreros. Éstos volvieron al trabajo a las dos de la tarde y trabajamos hasta las cinco pero, a partir de ese momento, sin éxito alguno. Queriendo sin embargo continuar las excavaciones a la mañana del siguiente día, dejamos los instrumentos en lo alto, y retornamos a Vathy, donde llegamos a las siete de la tarde.

Las dos amables señoritas Triantafyllidès tuvieron la atención de prepararme la cena; cuál fue mi estupefacción cuando me trajeron patatas con piel, sal y pan ¡y nada más! Les pregunté si querían burlarse de mí a lo que contestaron con sorpresa «¿Cómo? ¿Usted es cristiano y quiere comer carne el viernes?». «Pero, ¡por todos los dioses de la antigua Grecia! —respondí yo— si temen perder mi alma dándome carne, ¿por qué no me dan al menos pescado?». «Pero nunca vimos un cristiano —respondieron ellas— que coma pescado los días de ayuno. E, incluso, si quisiéramos darle un plato de carne no podríamos, porque ningún pescador tiende sus redes los viernes ni los miércoles, ya que nadie compraría sus pescados, y ningún carnicero abre su negocio ese día, porque se lo insultaría».

La seriedad con la que me daban esas explicaciones me demostró hasta la evidencia su profunda convicción, ya que consideraban un crimen transgredir los mandamientos de Dios al comer carne los días de ayuno. Entonces no respondí nada más, y salí en busca de un poco de jamón o de manteca, pero me di cuenta, en los negocios a los que iba, de que no había nada de eso en la isla de Ítaca. Con mucho esfuerzo logré comprar un poco de aceite de oliva para embeber mis patatas. Pero esa comida más que modesta no molestó de ninguna manera a mi estómago; en efecto, nunca me comporté mejor en mis viajes que cuando no tenía para comer más que pan, y para beber más que agua.

Al día siguiente, 11 de julio, me levanté a las 4 de la mañana y partí nuevamente hacia el monte Aetos con los cuatro obreros, sobre la pendiente sur de la que, a casi veinte metros sobre el nivel del mar, me mostraron una gran cantidad de antiguos sepulcros tallados en la roca y excavados en 1811 y 1814 por el capitán Guitara, quien retiró una cantidad de objetos de oro, como brazaletes, anillos, aros, etcétera.

Pero esas tumbas no pueden ser de tanta antigüedad porque podemos ver en Homero que en la edad heroica se quemaban los cadáveres. Y, como pueden verse con frecuencia en los sepulcros de Ítaca y de Corfú escarabajos con jeroglíficos egipcios e ídolos fenicios junto a monedas y lacrimatorios griegos, me parece cierto que la costumbre de enterrar a los muertos no haya sido introducida en las islas jónicas más que muchos siglos después de Homero, por los egipcios y los fenicios.

En Roma, el antiguo hábito de quemar los cuerpos desapareció bajo el imperio de Domiciano, y puede verse en el museo del Vaticano, por ejemplo, una piedra con la inscripción «Hic Caius Caesar crematus est» (Aquí fue cremado Cayo César) y otra en la que puede leerse «Hic Germanicus crematus est» (Aquí fue cremado Germánico).

Llegados a la cima de la montaña, retomamos nuestras excavaciones, y en el emplazamiento del palacio de Ulises no quedó trozo de tierra del tamaño de la mano que no haya sido registrado por nosotros. Realizamos igualmente excavaciones entre los muros del recinto y alrededor de la cima; pero, esfuerzo inútil: no encontramos nada más.

El único descubrimiento interesante que realicé ese día fue el de los vestigios de un antiguo camino que desciende del palacio del lado norte. No pude seguir esos trazos, tanto a causa de los arbustos espinosos, cuanto a causa de las enormes dificultades del terreno; pero habiendo tenido conocimiento a través de mis obreros que habían visto en las rocas los vestigios de un antiguo camino, casi cuatro kilómetros más al norte, deduje luego que debía ser la misma ruta.

Nuestro consumo de agua fue todavía más grande ese día, porque el calor de cincuenta y dos grados es agotador incluso para los lugareños.

No existe la menor duda de que esas ruinas del monte Aetos hayan sido consideradas en la antigüedad como las del palacio de Ulises, y que sea este sitio, colgado sobre las rocas del Aetos, al que Cicerón alude cuando escribe (De Oratore, I, 44): «Ut Ithacam illa, in asperrimis saxis tanquam nidulum affixam, sapientissimus vir immortalitati anteponeret» (Que el más sabio de los hombres prefería incluso a la inmortalidad esta Ítaca, que está fijada como un nido de pájaros entre las rocas más escarpadas).

Por lo demás, la tradición designa esas ruinas como Fortaleza o Palacio de Ulises. En fin, el mismo nombre Aetos (aetós = águila) recuerda la escena ominosa de la Odisea (II, 146-156), donde, durante la asamblea de los habitantes de Ítaca, Zeus hizo que súbitamente volaran dos águilas desde la cima de la montaña; cuando estuvieron sobre el centro de la ruidosa asamblea, volvieron agitando las alas; miraron las cabezas de los griegos reunidos y presagiaron la muerte de los pretendientes.

Volvimos a Vathy alrededor de las siete de la tarde. Esta vez mis anfitrionas me habían preparado un plato de pescado frito, y había además patatas, pequeñas uvas frescas en abundancia, y vino.