Prefacio

Cuando en Kalkhorst, aldea de Mecklemburgo-Schwerin, a la edad de diez años, entregué a mi padre, como regalo para la Navidad de 1832, un relato en un mal latín sobre los principales acontecimientos de la guerra de Troya, y las aventuras de Ulises y de Agamenón, estaba lejos de pensar que, treinta y seis años más tarde, ofrecería al público un libro sobre el mismo tema, luego de haber tenido la felicidad de ver con mis propios ojos el teatro de esta guerra y la patria de los héroes que Homero ha inmortalizado con sus nombres.

Desde que supe hablar, mi padre me contaba las grandes hazañas de los héroes homéricos; yo amaba esos relatos, me encantaban, me entusiasmaban. Las primeras impresiones que recibe un niño permanecen en él durante toda su vida, y aun cuando estaba destinado a ingresar, a la edad de catorce años, en el almacén del señor E. Lud. Holtz, en la pequeña ciudad de Fürstenberg, en Mecklemburgo, en lugar de seguir la carrera de letras por la que me sentía particularmente atraído, conservé siempre, por las glorias de la antigüedad, el mismo amor que había tenido en mi primera infancia.

En el pequeño negocio donde estuve empleado durante cinco años y medio, al principio junto al mencionado señor Holtz, y luego junto a su sucesor, el magnífico señor Th. Hückstaedt, mi ocupación era vender al por menor arenque, manteca, aguardiente, leche, sal, moler las patatas para la destilería, barrer el local, etcétera; no estaba en contacto más que con la clase baja de la sociedad.

Trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche y no tenía momentos libres para estudiar. De este modo olvidé rápidamente lo poco que había aprendido en mi infancia, pero no por ello perdía el deseo de aprender; ciertamente no lo perdí y me acordé toda mi vida de que una noche entró en nuestro negocio un joven molinero borracho. Era el hijo de un pastor protestante de un pueblo cerca de Teterow: había casi terminado sus estudios secundarios cuando lo expulsaron por mala conducta. Para castigarlo su padre lo destinó al oficio de molinero. Descontento de su suerte, el joven se había refugiado en la bebida que, sin embargo, no le había hecho olvidar a Homero; así pues nos recitaba un centenar de versos cuidando su ritmo.

Aun cuando yo no comprendía una palabra, esta lengua sonora me causó una profunda impresión; lloraba lágrimas amargas sobre mi desdicha, y tres veces me hice repetir esos versos divinos, por medio de tres vasos de aguardiente que yo pagaba con algunas monedas que constituían toda mi fortuna. A partir de ese momento, nunca cesé de rogarle a Dios que me concediese la gracia de aprender algún día la lengua griega.

Pero no tenía ninguna esperanza de salir de la triste y humilde situación en la que me encontraba. Sin embargo me salvó un milagro. Levantando un tonel demasiado pesado me lastimé el pecho; comencé a escupir sangre, y no era capaz de trabajar. En la desesperación, me fui a Hamburgo, donde tuve la suerte de hacerme aceptar como grumete a borde de un navío con destino a La Guaira, en Venezuela.

Partimos de Hamburgo el 28 de noviembre de 1841, pero el 12 de diciembre, debido a un terrible huracán, naufragamos junto a la costa de Texel. Luego de mil peligros, toda la tripulación estuvo a salvo. Pensé entonces que mi destino era quedarme en Holanda, y resolví ir a Ámsterdam para hacerme soldado. Pero eso no marchaba tan rápidamente como lo había pensado; algunos florines que había logrado reunir pidiendo limosna en la isla de Texel y en Enkhuyzen los gasté en dos días en Ámsterdam. Agotados mis recursos, fingí estar muy enfermo y me admitieron en el hospital. Fui rescatado de esta horrible situación por el simpático agente naviero, señor J.-F. Wendt, de Hamburgo, quien, habiendo oído hablar de mis desdichas, me envió el producto de una pequeña colecta que había hecho para mí. Al mismo tiempo me recomendó al buen señor W. Hepner, cónsul general de la Confederación del Norte en Ámsterdam, quien me procuró un puesto de empleado en la oficina del señor F.-C. Quien.

En mi nuevo empleo, mi ocupación era sellar las letras de cambio, depositarlas en la ciudad, llevar cartas al correo y buscar otras. Esta ocupación mecánica me agradaba, porque me permitía el tiempo de soñar en mi desatendida educación.

Me dediqué al principio a aprender a escribir de manera legible, e inmediatamente después me aboqué al estudio de lenguas modernas para mejorar mi situación. Mis ingresos no superaban los 800 francos anuales; yo gastaba en mis estudios la mitad de esa suma, con la otra mitad, vivía; pero vivía precariamente. Por ocho francos mensuales alquilaba una pequeña buhardilla sin calefacción, en la cual temblaba en invierno y me cocía en verano; un poco de caldo de harina de centeno era mi almuerzo; mi cena no me costaba más que cuatro monedas. Pero nada me estimulaba más al estudio que la miseria y la perspectiva cierta de salir de esa situación a fuerza de trabajo.

Así pues me entregué al principio al estudio del inglés con un celo inaudito. La necesidad me indicó entonces un método que facilita enormemente el estudio de las lenguas. Consistía en leer mucho en voz alta, no traducir jamás, aprender todos los días una lección, escribir siempre composiciones sobre temas que nos interesan, corregirlas uno mismo bajo la mirada de un maestro, aprenderlas de memoria y recitar palabra por palabra en la lección del día siguiente lo corregido el día anterior. Mi memoria era mala ya que no había sido ejercitada desde mi infancia; pero aprovechaba cada momento, incluso robaba tiempo para aprender. Nunca hacía mis recados, incluso bajo la lluvia, sin llevar mi cuaderno en la mano y sin aprender de memoria; jamás hacía cola en el correo sin leer. Mejoraba así mi memoria poco a poco, y alcancé en seis meses a conocer a fondo la lengua inglesa. Apliqué entonces el mismo método al estudio del francés, del que llegué a dominar de igual modo las dificultades en otros seis meses. Esos estudios forzados y excesivos fortalecieron mi memoria en el espacio de un año, a tal punto que el estudio del holandés, del español, del italiano y del portugués me parecieron más fáciles y no tuve necesidad de dedicarles más de seis semanas a cada una de esas lenguas para hablarlas y escribirlas de manera corriente. Pero mi pasión por los estudios me hicieron negligente con mi ocupación mecánica de empleado de oficina, sobre todo, cuando comencé a sentirla indigna de mí; tampoco mis jefes querían dejarme progresar; probablemente creerían que un hombre que muestra incapacidad para el servicio de empleado de oficina debía por eso mismo ser incapaz de una ocupación superior.

Finalmente, por mediación de mis buenos amigos, L. Stoll de Mannheim y Ballauff de Bremen, logré obtener un puesto como corresponsal y tenedor de libros en la oficina de los señores B. H. Schröder y Cía. de Ámsterdam, que me dispensaron un sueldo de 1200 francos; pero, viendo mi pasión, me pagaban 2000 francos para darme coraje. Esta generosidad, por la que les estaré eternamente agradecido, fue en efecto mi dicha ya que, creyendo que yo podría, quizá, serles más útil con el conocimiento de la lengua rusa, me apresuré a aprenderla. Pero para ello no pude procurarme libros rusos, salvo una vieja gramática, un diccionario y una mala traducción de Telémaco. A pesar de todas mis búsquedas tampoco logré encontrar un profesor de ruso, ya que no había nadie en Ámsterdam que supiera una palabra de esta lengua. Empecé entonces a estudiarla solo y, con la ayuda de la gramática, en unos días aprendí los caracteres rusos y su pronunciación. Comencé entonces a retomar mi antiguo método de escribir historietas de mi invención en ruso y aprenderlas de memoria. Como no tenía a nadie que corrigiera mis ejercicios, éstos debían ser horribles; pero trataba al mismo tiempo de corregirme mediante la práctica aprendiendo el Telémaco de memoria. Pensé que progresaría mucho si tenía cerca de mí a alguien a quien pudiera contarle las aventuras de Telémaco, y contraté para esto, por cuatro francos por semana, a un pobre judío, que debía venir cada noche a escuchar durante dos horas mis relatos rusos de los que él no comprendía una sola sílaba.

Como los techos en Holanda son simples planchas, se escucha en la planta baja lo que se dice en el tercer piso. Mis relatos en voz alta por tanto incomodaban mucho a los otros inquilinos, quienes se quejaban al propietario; y dos veces se me forzó a mudarme durante mis estudios de lengua rusa. Pero esos desacuerdos no debilitaron mi pasión, y, al cabo de seis semanas, escribí mi primera carta rusa a un ruso que estaba en Londres. Estaba ya en condiciones de conversar de corrido en este idioma con comerciantes rusos llegados a Ámsterdam para las subastas de índigo.

Cuando hube concluido el estudio de la lengua rusa, comencé a ocuparme seriamente de la literatura de las lenguas que había aprendido.

A comienzos del año 1846, mis apreciados jefes me enviaron como agente a San Petersburgo, donde, un año más tarde, abrí una oficina de comercio por mi propia cuenta; pero, durante los primeros ocho o nueve años que pasé en Rusia, estaba tan sobrecargado de trabajo que no podía continuar mis estudios de lenguas, y no fue sino en 1854 cuando pude aprender sueco y polaco.

Aunque deseaba aprender griego, no osé comenzar su estudio antes de haber alcanzado una cierta fortuna, porque tenía temor de que esta lengua me gustara demasiado y me desviara de mis asuntos comerciales. Pero, finalmente, al no poder resistir más el deseo de aprenderla, en enero de 1856, me dispuse a ello con valor, al principio con el señor N. Pappadakes y después con el señor T. Bimpos de Atenas, siguiendo siempre mi antiguo método. No empleé más de seis semanas en dominar las dificultades del griego moderno, y me entregué luego al griego antiguo, del que aprendí en tres meses lo suficiente como para comprender a algunos autores antiguos y, sobre todo, a Homero, que leí y releí con el más vivo entusiasmo.

Me ocupé luego durante dos años casi exclusivamente de la literatura griega antigua y recorrí en ese tiempo casi todos los autores antiguos, y muchas veces la Ilíada y la Odisea.

En 1858, visité Suecia, Dinamarca, Alemania, Italia y Egipto, donde remonté el Nilo hasta la segunda catarata en Nubia. Aproveché esta ocasión para aprender el árabe, y recorrí seguidamente el desierto, del Cairo hasta Jerusalén; visité Petra, recorrí toda Siria, y adquirí de esa manera una muy larga práctica de la lengua árabe, que luego profundicé en San Petersburgo. Después de Siria visité Atenas durante el verano de 1859 y estaba a punto de partir para la isla de Ítaca, cuando caí enfermo y me vi obligado a regresar a San Petersburgo.

El cielo había bendecido mis operaciones comerciales de manera milagrosa, de modo que a fines de 1863, me encontraba en posesión de una fortuna, a la que mi ambición jamás había osado aspirar. Me retiré entonces enteramente del comercio, para dedicarme de manera exclusiva a los estudios que es lo que más me atrae.

En 1864 estaba en camino para visitar la patria de Ulises y la planicie de Troya, cuando sentí la atracción de ir a la India, a China, a Japón y a hacer un viaje alrededor del mundo. Pasé dos años en ese viaje, y a mi regreso, en 1866, me instalé en París para dedicar el resto de mi vida a las letras, y para ocuparme principalmente de la arqueología, porque esta ciencia tiene, a mi entender, el encanto más grande.

Pude, finalmente, realizar el sueño de toda mi vida y visitar con tranquilidad el teatro de los acontecimientos que tanto me habían interesado y la patria de los héroes cuyas aventuras han encantado y consolado mi infancia. Partí pues el último verano y visité de manera sucesiva los lugares donde se encuentran todavía vivos los recuerdos poéticos de la antigüedad.

Sin embargo, no tenía la ambición de publicar un estudio sobre ese tema, y la idea no me llegó sino al constatar los errores de casi todos los arqueólogos viajeros acerca del sitio ocupado tiempo ha por la capital homérica de Ítaca, los establos de Eumeo, la isla de Ásteris, la antigua Troya, los túmulos de Batiea y de Esietes, la tumba de Héctor, etcétera.

Por otra parte, además de la esperanza de corregir las opiniones que considero erróneas, estaré feliz al contribuir a la difusión, entre el inteligente público francés, del gusto por los buenos y nobles estudios, que me han dado coraje en las duras pruebas de mi vida, y que encantarán mi descanso durante el resto de mis días.

HEINRICH SCHLIEMANN

6, place Saint-Michel

París, 31 de diciembre de 1868.