fueron a vivir juntos, pero al poco tiempo ella tuvo un accidente con el Lada. Por semanas Guillermo no se movió del hospital, ni cuando le alertaron que podía perder el trabajo. Era periodista en la misma revista donde trabajaba Elena. No le importaba nada. Dos meses pasaron y Mercedes recuperó el conocimiento, pero quedó privada del movimiento de sus piernas. Aquel estado, postrada en la cama -no podía levantarse porque no había sillas de rueda. La familia que vivía en el norte iba a mandársela, pero no sabían cómo- la volvían histérica. A cada minuto le decía que se buscara otra mujer. “¿Para qué quieres a una inválida de mierda?” Guillermo pidió permiso en la redacción, pero no regresó hasta pasado un año, un año en el que cuidó a Mercedes, atendiendo a todos sus gustos, hasta cuando le dio por abrirle la puerta a todo vendedor ambulante con productos desinfectantes. Alegaba que la casa no estaba lo suficientemente limpia. Pronto se acabó el dinero. Tengo que recordar que Guillermo pintaba paisajes campesinos, muy lindos, talento natural desparramado en esas pinturas. Pero nadie compraba cuadros por esos tiempos, ni siquiera los pocos extranjeros que deambulaban por la ciudad en busca de novedades baratas. Guillermo comenzó a vender los muebles a un soviético que trabajaba en el Comité Central. Vendía todo a precio de ganga, los aparadores de caoba, las vitrinas, sillones, las lámparas de dos metros con base de plata, todo lujos. Cuando apenas quedaron pocas cosas –que el soviético no quería porque no eran lo suficientemente antiguas- tocó el turno a los libros. Y se deshizo de obras completas difíciles de conseguir en el país. Él no lo ha dicho nunca, pero yo sé cuánto dolor le produjo tener que separarse de todos esos muebles, y después de sus libros, sus grandes folletos y tomos de literatura universal, antiguos tomos de escritores de renombres importantes y ambicionados. Mercedes en tanto se deprimía. A nada sirvió que los albañiles y carpinteros que Guillermo contrató crearan una especie de pasamanos a lo largo de todas las paredes, de forma que pudiera sostenerse y dar pequeños pasitos, ni los descansillos agregados en los bajos de las puertas para que su silla de ruedas –que trajo finalmente un cubano americano que entraba cada tres meses con paquetes para familiares en la isla, pues de eso vivía- no tuviera dificultades al pasar, ni el mirador que mandó a construir en la azotea, con techo de placa cubierto con rosas y enredaderas. Él intentaba reanimarla pidiéndole que posara en sus cuadros. Ella se aburría y cambiaba de posición. Él, sereno y tranquilo la pintaba atendiendo a sus majaderías de enferma. En sus cuadros la silla de ruedas se convertía en el banco de un parque, o en una simple silla de mesa. Una mañana, a su regreso de comprar pasta para los colores, encontró la casa en silencio, algo anormal porque Mercedes siempre mantenía el televisor a todo volumen. La llamó. No contestó. Comenzó a abrir puertas. En la habitación ella yacía en el suelo, bocabajo, manos bajo el vientre, ojos