Es a mí a quien no importa. En verdad nunca importó nada.
Rebeca me hizo jurar que al menos intentaría hablar con las otras chiquillas. Sus intenciones no eran que comenzara a salir y que de paso conociera a chicos. Lo que buscaba era separarme de Luisito que me llevaba por el mal camino, según ella. La complací, seguí sus instrucciones sin renunciar a mi amistad con Luisito. Iba a las fiestecitas que organizaban mis viejas amigas, hasta me ponía a platicar en las esquinas. Pero lo cierto es que me aburría con las hembras, siempre hablando de peinados, de modas, de escuela, de novios. Querían que me ajuntara con un tal Ramiro que estaba enamoradísimo de mí, pero que va, era un pavo con espejuelos. Tan desagradable me resultaba que dejé de bajar, me quedaba sentada en mi balcón ignorando los llamados, escuchando a la fuerza el grupito de música del hotel.
Recuerdo que era sábado cuando en la calle se detuvo un camión cargado de muebles. Unos hombres se pusieron a bajar todo aquello bajo las órdenes de un hombre de unos cincuenta años, un blanco robusto con el cabello totalmente canoso. La mañana siguiente vi a su hijo. Entonces levanté la cabeza. El aburrimiento me había pasado de golpe, mientras abría grande los ojos y me preguntaba a mí misma si valía la pena seguir algunas de las orientaciones de mamá.
Me dio por fijarme en aquel blanquito un año mayor que yo, alto, delgado, cabellos negros y lacios. Cutis liso, limpio y blanco como porcelana, mirada verde, serena bajo unas cejas largas muy negras, nariz recta y afilada, con la graciosa verruga en el lado derecho. Sus labios, oh, sus labios, ni finos ni gruesos, lo justo; un conjunto encantador. Aquel muchacho era un sueño y soñarlo era soñar con los ángeles. Regresaba de la escuela con su uniforme todo limpiecito, como recién planchado. Lindo, refinado, demasiado perfecto para ser real.
Habría dejado que me cortaran un brazo para estar un minuto junto a él. Hasta perdí el hábito de colarme en las colas por tal de marcar detrás de él, para oler el perfume que emanaban sus cabellos siempre en orden, su cuello, su ropa. Me informé de todo lo suyo, ¿cómo se llamaba, en cuál preuniversitario estaba? Todo, todo que pudiera ser útil. Huérfano de madre, antes vivía en Miramar. Se mudaron porque su padre fue trasladado para el Tribunal Provincial, pues era fiscal. El hijo aspiraba a ser doctor. Las muchachas del barrio se morían por él, así que yo no era la única que notaba lo lindo que era. A él parecía importarle poco, por no decir que nada. Su mirada de indiferencia ponía a todas medio bizcas. Buscaban, investigaban quién era aquella que poseía la llave de su corazón. Traté de convencer a la del CDR para que me diera cargos que me permitieran entrar en su casa y mirar de cerca su mundo. ¿Tú?, me dijo. Yo interesándome por las labores de cuadra. Por cierto, por ese tiempo mientras yo me encaprichaba con el hijo, ella –la del CDR- le había echado el ojo al padre fiscal