joyería ambulante. Decías que así llamabas la atención a las nenas, pero olvidaste que también llamarías la atención a la policía. Cuando comenzaste a hablar de irte, porque estabas cansado de que te pidieran documentos, te pusieran multas y te encerraran, pensé que estabas jugando, pero en el éxodo del 1994 presencié tu despedida en el mismísimo Malecón. Te hiciste de una embarcación con un poco de palos, poliespuma y unas cámaras de auto; echaste esos desperdicios en las oscuras aguas, te encomendaste a Yemayá y te pusiste a remar. Todavía recuerdo tu mano que saludaba mientras la barca se iba alejando, y recuerdo tu voz (a pesar que esa noche tu legendaria partida se me empañó con noticias indeseadas) como le decías a tu madre: “Vieja, cuídate. Pronto te escribiré desde el yuma.”
Y el Yury escribió, desde Guantánamo donde estuvo un año, sobreviviendo en cabañas improvisadas y fajazones por la comida (allí dentro había menos que fuera) y nadie creía en nadie. Pero en medio de aquel caos un alma generosa lo notó y pensó que aquel negro alto, fuerte y hermoso como un roble, podría servir para el trabajo en el puerto. Entonces el Yury dio el salto hacia el frente, con el mismo horizonte, pero con una vida mejor.
Unos que se van y otros que regresan. Mira al viejo Pablo. Se fue cuando el Mariel y cuando se cansó de dormir en la puerta de una iglesia de Nueva York se puso a vender droga. Y lo cogieron, y lo echaron en una cárcel donde todas las condenas eran de siete años en adelante. Le faltaban tres meses para salir cuando lo metieron en una guagua directo hacia el aeropuerto y aterrizó en el de La Habana. Y todo esto sin alguna explicación. Las explicaciones tuvo que buscarlas en su cabecita, memorizar, recordar hechos, papeles; sobre todo eso: papeles, que había firmado en inglés, «Ese idioma que no es lo mismo cuando se habla que cuando se lee.» Hace poco le pagué un refresco de limón porque odia nuestro invento de coca cola. Me habló de sus primeros días del otro lado de la isla. «A veces me despertaba sin recordar dónde me encontraba y tenía deseos de llorar. Porque los hombres también lloran.» El sueño americano es sólo un sueño, me dijo también, y que si no lo hubieran cogido con “la blanca”, como le llama él, de todas formas venía a morir a su islita.
«Total, aquí estoy con hambre. Allá no es que me la pasara distinto.»
De todos mis vecinos el que más me gusta es Ernesto, Ernestico, como le dicen las dos viejas tías que viven con él. Ernesto es el único que no se interesa por los chismes del barrio. Vive en otro mundo, en otra dimensión, comiendo catibías. A veces lo espío desde el balcón de mi cuarto porque su casa está junto al hotel. En las reparaciones al hotel para volverlo accesible a los clientes, los constructores, un contingente de guajiros, (los guajiros hacen en seis meses lo que los habaneros