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Estoy frente a la embajada de Estados Unidos. Dicen que aquí mismo van a construir una plaza que recuerde todo lo que está luchando este pueblo para que nos devuelvan al niño Elián. Mira estas calles llenas de basura. Siempre sucede así después de la manifestación. La gente olvida las banderitas en el piso. Los carteles con consignas si se los llevan porque les puede servir para la próxima concentración.
Pasarán horas antes de que comunales pasen por aquí. Y menos mal que no estamos en carnavales porque entonces sí que necesitan tiempo. Limpiar La Habana de la mierda es una tarea que merece medallas. En días así es imposible pasar por aquí a las tres de la tarde, cuando el sol te abre la cabeza y el hedor... No hay nariz que soporte esas alcantarillas desbordadas por la pis y la caca de tanta gente.
Ocho y media de la noche. Camino rápido no sé para qué si no hay apuro. Él no me espera. Lo mismo llego a las nueve que a las diez. Nunca pregunta dónde estuve, qué hice en todo el día, cómo va el trabajo. No sabe que a veces me siento en el quicio de frente, atraso el momento en que abriré la puerta fingiendo de que todo está bien. Pero ayer no pude más y hemos discutido. Tonterías mías. Celos del pasado y de la mujer que ha estado con él, mientras él estaba conmigo. Debí fingir que todo estaba bien, como siempre. Estoy encantada de la vida, la mujer más encantada.
Toco el mazo de llaves por encima del vestido. Tengo una copia de su llave que me hizo para que los vecinos no averigüen. Al principio fue así, preguntaban, señalaban con el dedo, cuchicheaban. Total, ya todos me han visto, se han dado cuenta de que soy yo y nadie más. Ya a nadie le importa porque tienen sus propios problemas y no son pocos.
Me faltan dos cuadras. Estoy en la calle de San Lázaro bajo el balcón desde el cual Sara -una vieja amiga de él- asistió a todas las manifestaciones de los estudiantes de la Universidad contra el régimen de Batista. El balcón está a oscuras y cerrado. Nada raro, Sara vive así desde que se volvió loca. Su locura comenzó cuando le quitaron el carné del Partido a su marido Rigoberto porque tenía hecho Changó. Rigoberto se quejó, pero no le hicieron caso. Entonces fue a la estación de policía y dejó una denuncia de ocho páginas, acusando a sus colegas militantes que escondían amuletos bajo los vestidos. Pasó el tiempo y nadie lo citó en el Tribunal. En tanto, cada mañana pasaba por las puertas del Tribunal y preguntaba si se sabía algo de su caso. Al cabo de dos años, mientras escuchaba un discurso de Fidel sobre la rectificación de errores tuvo la maravillosa idea de escribirle una carta con letra redonda e infantil. Y