casco histórico, ni aunque les des cinco pesos de propina; y yo vivo a cinco manzanas de la mismísima Catedral. Camino rápido. Ojalá este fuera el motivo por el que pocos hombres me piropean. No soy una belleza. Jabá (así le dicen a las mulatas claras con pelo duro como yo), no muy alta. Tetona, eso sí. Una vez pensé en reducir mi talla y todo por una opinión que era muy importante para mí. En general a los cubanos no les gustan las mujeres con mucho seno. Prefieren las criollitas, que no les falte, pero que tampoco les sobre nada. Podría señalar los gustos cubanos uno por uno y alcanzaría para cien páginas, pero entonces esta sería otra historia.
Veo a Tati, con su latica de cerveza que lo que tiene es ron del malo, chispa de tren. Ahora bien, no volveré a repetir que Tati es un borracho. Antes yo me reía de los borrachos hasta que supe que muchos tienen dignidad y todo eso que hablan los libros. En realidad la pasan de cantina en cantina para no pensar o para no ver pasar el tiempo sin saber qué pensar. Esto es otra experiencia que conocí por el hombre por el cual escribo todo esto.
Y ahí está mi edificio. Los turistas lo miran con la cabeza echada hacia atrás. En cualquier momento agarran tortícolis. Por suerte para ellos, los gorriones, totíes, palomas, y todo pajarraco prefiere revolotear por el parque de Armas o por la plaza Vieja, de lo contrario podría caerles una sorpresa en la boca mientras preparan las cámaras fotográficas con las que inmortalizan el edificio, porque no es de los que pasa desapercibido. Por fuera Eusebio Leal, el historiador, lo pintó de blanco y verde. ¿Por qué escogió estos colores? Y yo qué sé. A lo mejor por alguna tontería de paz y de esperanza, o por falta de otros colores en el rastro.
El edificio es una joya de arquitectura colonial, una belleza patrimonio de la humanidad, un enredo de treinta y cincos apartamentitos con puertecitas oscuras, churrosas y mal olientes. Se corrían rumores de que sería restaurado y transformado en oficinas. Entonces nos iban a mudar para unos edificios en Alamar, y mamá tendría una cocina nueva, y con un poco suerte Ileana, mi vecina, tendría jardín para sembrar esas plantitas que adornan la entrada de su puerta. Ah, una nueva casa; soñaba mamá y soñaba Ileana, cuando yo rezaba en silencio para que el proyecto fuera abajo, porque, ¿cómo me las iba a arreglar para ir a la escuela, cuando en ese Alamar apenas hay guagua? Para nada consideraba trasladarme de escuela. Ni hablar. Por suerte todo quedó así. Pero mi edificio resiste en pie por obra y gracia del espíritu santo. Hay una tupición general que ni el mejor plomero de La Habana podría eliminar, los cuatro pisos para llegar a mi casa los subo a pie porque hace siglos que el elevador –instalado en la época neo colonial- no funciona, y se ha transformado en la cueva de todo tipo de bichos y animales. En la planta baja no vivía nadie, y ahora Tati
-el encargado- se peleó con su mujer y está construyendo un cuartico con los