avergonzaba de mí, porque no soportaba que yo fuera diferente, que no me interesara por los culos que me llevaba a casa, sus putas, las que tenían que mamarle la tranca para que les limpiara los expedientes de jineteras. ¿Sabes qué me hizo el muy maricón? Pidió que me encerraran una semana a ver si así aprendía a ser hombre. Yo tengo que ser hombre para complacerlo. Que estúpida cosa. Ya me cansé. He conocido un italiano y el tipo quiere sacarme del país. Así que me voy.
-¿Qué?
-Ya me hizo la carta de invitación.
-¿Y... qué harás en Italia? –pregunté desconsolada.
-Vivir –dijo, abriendo muy grande sus expresivos ojos verdes-. Vivir mi vida.
Los papeles le costaron más dinero de la cuenta porque en la embajada no se tragaron el cuento de que con el italiano era sólo una amistad. En emigración supieron que era estudiante de medicina y entre averiguaciones van y averiguaciones vienen pasó casi un año. Por suerte no había terminado la carrera. En ese tiempo también le recordaron que estaba en edad de servicio militar, a lo que Roberto movió la muñeca con delicadeza, se cubrió la boca, carraspeó y explicó con voz afectada que no podía pasar el servicio porque padecía de hipertensión arterial. No resultó. Lo único que sensibilizó a los oficiales fue otros doscientos dólares que dio el italiano.
Roberto partió un 15 de noviembre prometiéndome que me escribiría una carta a la semana. Yo prometí e hice lo mismo, pero nuestras cartas se retrasaban meses. En ocasiones sus cartas me llegaban abiertas o estrujadas. En ellas me hablaba de la vida en Italia, del frío. En las mías yo le pedía: «Cuídate mucho, busca un trabajo y por lo que más quieras no te quites la verruga. Dejarías tu cara vacía y no podría reconocerte a tu regreso.»
Casi once meses después regresó por primera vez. Digo por primera vez porque después de esa se ha ido y ha regresado muchas veces. Fui a recibirlo al aeropuerto con Miguel –que ya entonces era mi ex novio- a quien tuve que rogarle un pasaje con el auto de su padre. En el aeropuerto repleto de personas las puertas se abrieron y salió aquella modelo de 1.77 metros, que arrastraba dos maletas con rueditas. Rostro lampiño, lentes azules, el cabello larguísimo, negro como azabache y reluciente, impregnada de una alborotosa fragancia que después supe era Chanel, y casi me siento cohibida. Al chocar mis tetas con sus tetas y medir su culo más duro que el mío, me di cuenta de que yo era un rechoncho estropajo de mal gusto. Ahora sustituía la última o de su nombre por una a. Pero no me quité la verruga –aclaró y señaló su nariz ante los ojos patitiesos de Miguel.